El niño que leía a Maquiavelo

El niño que leía a Maquiavelo

Alruvaro

26/02/2025

El niño en clase se ríe con disimulo cuando otro niño se cae al pisar un trozo de crayón amarillo, quedando marcados unos trazos irregulares en el suelo que, a él, le daban cierto sentido —no se ríe con sorna, sino que encuentra gracia en lo absurdo—. Se levanta de su asiento y ayuda al caído. Es buen chico disimulando bien sus ganas contenidas de reírse.

No es cualquier pequeño. Sabe mucho, pero finge que no sabe; participa poco en clase, dejando que los demás —en una algarabía— respondan lo primero que se les ocurre.

Se queda dormido en clase. La profesora citó a sus padres en varias oportunidades. En la última vez, les contó:

—Lamento tener que citarles otra vez —dijo ajustando sus lentes—, pero Esteban se duerme en clase. Participa poco y demuestra apatía. No es habitual: los niños normalmente se muestran inquietos; sería bueno considerar llevarlo al médico, tal vez le venga bien vitaminas o que les derive con algún otro profesional.

Los padres, mirando a la profesora muy atentos, le comentaron preocupados:

—Hemos pensado llevarlo al pediatra —dijo el padre—. En casa no juega con los juguetes que le compramos para su cumpleaños, y siempre lo vemos demasiado quieto. Cuando camina por la calle, prefiere andar solo; conoce bien sus lugares favoritos, y en ocasiones le acompaño a la plaza porque le gusta sacar a pasear al perro que le ayudamos a escoger por Marketplace. Habla más con el perro que con nosotros… Es hijo único; pensamos que era buena idea. Notamos que no tiene amigos en la escuela y eso nos ha llamado también la atención.

—De vez en cuando es bueno que rompa algunos juguetes —agregó la madre apenada—, pero prefiere encerrarse a leer cuentos o ver los mapas de viejos libros que, no sé si los entiende o solo le gustan las imágenes—.

Habiendo terminado la conversación, decidieron agendar una hora con el médico para ver qué más se podía hacer con el niño.

A los dos días, llegaron al box para que el profesional de la salud identificara cuáles eran sus comportamientos atípicos, y le explicaron que no encontraban su conducta similar a la de los demás niños. El chico, sentado, fingía no escuchar lo que decían sus padres, pues le hablaban como contándole un secreto al pediatra. Le explicaban que en la escuela se quedaba dormido, que no interactuaba mucho con el resto de la clase, que no le iba bien en las asignaturas; se culparon a sí mismos por no contar con mucho tiempo para él.

Como excusándose, ambos aclararon que trabajaban y que la abuela Carmen venía a cuidarlo después de clases hasta que llegaran ellos. Le dijeron que, en lo social, se mantenía callado y participaba poco, según lo expuesto además por la profesora.

El pediatra les pidió que lo dejaran unos cinco minutos a solas con el niño. Los padres asintieron y esperaron detrás del vidrio en silencio.

El doctor le hizo algunas preguntas:

—Cuéntame, Esteban, ¿cómo te sientes? ¿Y por qué crees que tus papás te trajeron aquí hoy?

—Hola, doctor. Mis padres son muy preocupados —respondió Esteban, jugueteando con sus zapatos que aún no alcanzaban a tocar el piso—. Sé que me consideran un niño anormal porque no tengo amigos y no juego con los juguetes que me regalan. Es que en las clases me distraigo, me da sueño y termino dormido repitiendo vocales que ya hemos repetido o cantado en canciones.

El profesional —atento a sus respuestas— le preguntó qué le gustaba hacer cuando estaba solo. Y éste respondió:

—Estoy leyendo la Biblia; aquí tengo un librito en mi bolsillo con algunos cuentos. Ahora, últimamente, a Maquiavelo: «Políticos y gobernantes «—dijo moviendo las manos con admiración—. Son libros que están en la minibiblioteca de papá. Creo que se enojará porque la tapa se ha soltado.

El pediatra, intrigado, le preguntó:

—¿Y cuál es tu opinión sobre Maquiavelo, Esteban? Muchos lo ven como un pensador oscuro.

Esteban sonrió, con la confianza de quien ha reflexionado sobre ello.

—No creo que sea malo, doctor. Es realista. Habla de la vida tal como es, sin adornos. A veces, las personas no quieren ver la verdad; prefieren historias bonitas con finales felices. Pero la realidad es más seria y a veces cruel. Si queremos entender el mundo, deberíamos adoptar algunas de sus enseñanzas.

El doctor asintió, vislumbrando en la respuesta una madurez sorprendente para su edad.

—Es interesante lo que dices. A menudo, la honestidad directa puede ser más valiosa que las mentiras reconfortantes.

Esteban miró por la ventana, pensativo. Luego dirigió la mirada a una lámina del cuerpo humano en la pared y dijo:

—Exactamente. Creo que ser realista no significa ser cruel u oscuro; a veces es simplemente reconocer que el mundo es un poco complicado.

—Ya lo creo. ¿Tienes algún versículo favorito? —preguntó el doctor.

—Sí, Josué 1:9: «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová estará contigo adondequiera que vayas» —recitó con seguridad—.

—Lo has memorizado muy bien —comentó el doctor—. No me lo sé de memoria, pero me hiciste recordar a mi mamá cuando me llevaba a la escuela dominical. ¿Por qué te gusta ese versículo?

—Porque detrás de nosotros debe haber algo más grande que nos guíe y anime a vencer el miedo a la oscuridad —explicó, mientras se distrajo observando a un gato por la ventana de la consulta , el cual paseaba por el techo de de un auto del estacionamiento—.

El doctor insistió:

—¿Y tú le temes a la oscuridad, Esteban?

—Eh… Mientras mis compañeros le temen, yo no entiendo por qué. Solo le temo a lo que no conozco.

Tras una conversación que superó los cinco minutos, el doctor llamó a los padres —quienes observaban tras el cristal polarizado— con un gesto. Les dijo:

—Es como un pequeño adulto en el cuerpo de un niño —aclaró, arrodillándose a su altura—. Ojo: sigue siendo un niño, con su inocencia, pero tiene intereses ajenos a su edad. Su capacidad para razonar y expresarse es notable. Los libros que lee son avanzados para sus seis años. Solo necesita guía para desarrollarse sin etiquetas; no lo vean como extraño —acarició su cabeza—. Trátenlo bien: es un niño especial con cierta genialidad. ¡Ah! Y no lo regañen por el libro roto: los ejemplares gastados, como los juguetes, dejan experiencias inolvidables. Los derivaré a un centro de orientación para padres. Por ahora, no hay de qué preocuparse: es completamente sano.

Al salir de la clínica, el padre caminaba abstraído —apretando las llaves como un rosario de dudas—. La madre tomó a Esteban del brazo; él olió el jabón de lavanda de su manga tejida. Tras unos pasos, el niño rompió el silencio:

—Mamá, papá… —se detuvo frente a un árbol cuyas raíces alzaban el pavimento—. Lo siento por preocuparlos. Cuando sea grande, cuidaré de ustedes.

La madre contuvo una lágrima mordiendo un hilo de su bufanda verde. El padre vio en las grietas del suelo un mapa indescifrable —¿Italia? ¿Egipto? ¿Baaabilonia?— o quizá el futuro de un precoz chico que ya narraba su vida como historiador.

Esteban recogió una piedra plana y una flor seca —las guardó junto al crayón amarillo roto dentro de uno de sus bolsillos—. Su papá lo miró con detenimiento  ,  con las manos en la cintura, sin lograr entender lo que Esteban hacía.

Esa noche, la flor marcaría Jeremías 1:5 en su Biblia:  

«Antes de formarte en el vientre, ya te había elegido; antes de que nacieras, ya te había apartado…».  

Y bajo su cama. La caja de soldaditos de plástico que sus padres le obsequiaron en su reciente cumpleaños, seguirían esperando una guerra que nunca llegaría;  en tanto,  Esteban en su mente libraba algunas batallas, con el ejemplar de Maquiavelo entre sus pequeñas manos.

 Este subrayaba en rojo un pasaje: «La guerra solo se pospone en beneficio del enemigo». A los márgenes, trazaba rutas de escape y alianzas imaginarias entre los países de sus mapas gastados;  y en la piedra plana quedó grabado en crayón amarillo » Las batallas sin sangre siempre la ganan los más astutos».



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