El monstruo del Lago Ness tiene tanto tiempo para esperar como el que permitan las leyendas sórdidas
Hoy una niña se acerca, no es Caperucita Roja, ni la Cenicienta, ni Blancanieves, ni ninguna otra fábula edípica de los cuentos hartos de sexismo para niñes. Quien se acerca es una pibita despeinada y desabrigada. Se le vuelan los pelos frizzados a la par que tirita el torso bajo el suéter de lana merino.
No es el Lago Ness, tampoco. Pero sí un lago del sur argentino, esos que tienen defensa privada y dueño anonimizado. La nena escucha botas tras ella, pero no tiene miedo. Avanza, quiere acercarse al sitio donde el lago moje sus pies con hielo y pueda ver la silueta flamante y draconiana emerger.
Los dragones ya están cansados, cada tanto les tiran un cadáver al lago y su estirpe tiene que vérselas con la desbocada doctrina de la prevención. Antes que nada, un corcho para asegurarnos, que los pocos que quedemos seremos la gente buena y sana del vecindario. En tal conjunto no está la nena, que sube su capucha y se tapa hasta los ojos por el viento que sacude los alerces.
La monstruosidad sube por la sangre putrefacta y vomita una bala de Magnum .40. Risas, viento entre las hojas, oleaje del río y más risas, risas que ya no buscan perdón. Risas burlescas, risas con eco y reverberación, risas informes, deformes, rutinarias Y del lago surgen con sus máscaras de dragones, sus trajes de buzo y sus armas impermeabilizadas.
Alguien dirá buen trabajo cuando el cadáver friolento sea arrojado a los cerdos. Alguien dirá, por las malas aprenderán, lo que es la propiedad privada, o lo privado de propiedad. Lo claro es que los monstruos existen. Y no hace falta buscarlos. Ellos siempre nos esperan, más allá de cualquier paranoia.
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