Las miradas chocan unas con otras. Miradas llenas de sospecha. Miradas que acusan al que se encuentra enfrente. Y cual jueces, van sentenciando a diestra y siniestra a cualquiera que se les cruce: a la madre con su hijo en brazos, al chico que va con mochila al hombro, al gendarme, al vendedor de periódico. Quizás alguno, algunos, tal vez todos, se encuentren envenenados de sus pulmones. En sus mentes su objetivo es el de cualquier humano: prolongar su mortalidad tanto como se pueda, tener el lujo de seguir sobreviviviendo.

– ¿Cree que (con dificultad para respirar), cree que me voy a morir, doctor?

    Daniel creció en un hogar pobre. Su padre era mensajero para una compañía americana y los fines de semana era mesero o taxista o plomero o lo que fuera para que su familia comiera. Su madre tenía a cargo la estabilidad del hogar y dar alivio a su familia a través de palabras de esperanza y recetas de cocina.

      De chiquillo, quería ser igual que su padre. Años después, Daniel tenía en la cabeza ser químico o tal vez abogado pero su familia le presentaba una realidad distinta con frases como “¡uy, mano!, esos estudios duran muchos años y son para ricos. Ya necesitas chambear para ayudar a tus jefes”.

      Sucedió un día al tener una charla con su padre, quien se encontraba tejiendo los últimos hilos de vida en el hospital. Lleno de dudas y deudas por la pancreatitis que afectaba a su padre, desarrollaría esa vocación de servicio que requiere el formar a un médico.

      La vida le daba un golpe bajo a Daniel. Sin saber, su padre lo estaba guiando a su destino.

        “Prometo solemnemente dedicar mi vida al servicio de la humanidad”, había jurado el doctor Daniel Alba hace pocos ayeres, en el que era un joven soñador, y que con firmeza pero solemne dio su palabra.

        – Algún día, sin duda, dejará este mundo. Pero hoy, yo me encargaré que no sea así.

        – Doctor, tengo mucho… (tose fuerte), tengo miedo, doctor.

          Cuando Daniel era chico, un día lo descubrieron robando un chicle. Su madre le había dicho que tenía que comunicárselo a su padre. Daniel estaba muy afligido y contaba los minutos que lo acercaba a su sentencia: “¿Acaso me colgarán de cabeza?, ¿me darán mil latigazos?, ¿tendrán piedad de este gran ladrón de chicles?”. Y mil preguntas más que rondaban alrededor de su cabeza.

            “Velar ante todo por la salud y bienestar de mis pacientes” había leído años atrás sintiendo el peso de una montaña en sus hombros.

            – Lo sé, don Gabriel y eso me gusta. En una ocasión, mi padre me dijo que tener miedo significa que aún estamos vivos. Y me dijo que me daría una oportunidad para reflexionar sobre mi angustia y ser listo para no repetir lo que la originó.

              Al doctor Daniel le gritan con desesperación de otro cuarto. Toma firme la mano de Gabriel, como aquella vez que despidió a su padre, lo mira a los ojos y le dice que vuelve más tarde.

              Cristina, la chica del aseo, ha escuchado atentamente. Y queriendo estar al lado de su madre, quien se encuentra internada en un hospital al otro lado de la ciudad, no puede porque tiene una familia que depende de ella. Pero le da valor el saber que esa angustia que tiene significa eso mismo, que ¡está viva!, y que como suelen decir del pueblo donde es oriunda “esto no se acaba hasta que se acaba”.

                Así que tan decidida como cuando respondió que no daría a su primer hijo en adopción, se ajusta los guantes, sus gafas y su bata especial que le han dado, y sigue limpiando el área de aislamiento.

                – ¿Ya hizo la tarea que le encargué, don Gabriel?

                  Cuando en aquella ceremonia de graduación, Daniel pronunció “velar con el máximo respeto por la vida humana”, comprendió que no era sólo recetar para aliviar a las personas, era inyectar a las personas la sustancia de la vida, del querer seguir caminando a través de esta vida turbulenta, en ocasiones con situaciones absurdas.

                  – Soy filósofo de profesión (tose fuerte y seco) y he dado cátedra por más de 30 años. Nunca había reflexionado sobre esto. Sí hice mi tarea, doctor Daniel: ayer quería vivir porque es a lo que uno se dedica, a respirar; (sonríe lo más que puede) hoy quiero vivir para ir al lugar donde descansa mi esposa eternamente y decirle que la amé, que me perdone, y que hoy mi aliento tiene ya un propósito.

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