El juguete de Mónica

“Hey, if you happen to see the most beautiful girl
That walked out on me
Tell her, «I’m sorry.»
Tell her, «I need my baby.»
Oh…. Won’t you tell her that I love her?”

(Charlie Rich)

Durante varias semanas sólo fui el juguete de Mónica. Era el verano del sesenta y nueve y yo salía ese año de la secundaria en un tiempo en que Monteverde, lejos de toda noción real de progreso, seguía hundido en su letargo de siempre. Y aunque ella no era exactamente mi tipo, me dejé llevar no sólo porque en ese momento no pasaba nada interesante en mi vida, sino también por su simpatía y su indolencia voluntariosa. Uno podía o no estar de acuerdo con sus caprichos súbitos, pero al final, entre pucheros y mimos, se salía con la suya. Poco a poco entendí, a pesar mío, que estaba a merced de ella no sólo por la rapidez con que ocurrió nuestro encuentro aquel sábado a mediodía en el pequeño pabellón familiar de Fuente Berta, en un entorno sospechoso y premeditado, entendería luego, sino porque dejaba en claro, sin necesidad de explicármelo, que desde ese momento ella tomaría la iniciativa en todo sin dejarme espacio ni tregua para opinar o decidir sobre cualquier cosa.

Aparentemente, Mónica era la única hija de un matrimonio mayor dedicado desde siempre a la compraventa de refacciones automotrices en régimen de franquicia, actividad que les había permitido a sus padres alcanzar un estado de gran holgura económica más allá del término medio al que aspiraban las familias decentes de clase media de Monteverde, y a ella comportarse, con toda la mala conciencia de que era posible a sus quince años, como una de las niñas más ricas del pueblo. Mónica no conocía las angustias de “sus provincianas amigas pobres” de secundaria, pero tampoco se ufanaba abiertamente de ello. Era sencilla y sensible con ellas, siempre y cuando ninguna quisiera figurar más de la cuenta en el centro de atención que ella ocupaba en sus limitados territorios sociales. Se decía que Mónica ya había estado, no se hablaba de otra cosa durante días cada vez que volvía, en colegios lejanos cuya reputación trascendía, por mucho, el sueño más grande de cualquier adolescente riquillo de Monteverde, pero por su intencionada mala conducta o su palpable desinterés hacia el estudio o por los problemas que enfrentaba ante idiomas extraños que se negaba a aprender, había sido, una y otra vez, expulsada de ellos. Los padres, enfrascados en el trabajo demandante de la refaccionaria, en engrosar cada día las cuentas bancarias y en la puntual preservación del patrimonio familiar, no se explicaban la indeclinable obstinación de “Moni” por regresar al mundillo mediocre de sus pares sociales, y se negaban a aceptar que fuera uno de esos casos perdidos de siempre. Sin embargo, a veces creían que sus esfuerzos por alejarla de Monteverde de una vez por todas estaban siendo infructuosos. Isabel y Abundio, en cambio, sus hermanos mayores, y a quienes había conocido muy poco, de los que casi nada sabía y lo que sabía parecían más bien recuerdos, nunca habían regresado de nuevo, felizmente para los padres, que no querían imaginarlos repitiendo sus vidas detrás de los inmensos exhibidores y mostradores de aluminio de la refaccionaria. Más allá de las fotografías que colgaban inamovibles y opacas en la misma pared de la sala, tan sola como el resto de los espacios de la enorme casa que rodeaban a Mónica, las imágenes de ellos traspasaban su memoria como un par de fantasmas en forma de risas inacabadas, de gestos largamente vacíos, de abrazos y caricias sin punto fijo, de eventos más que anodinos. De hecho, hacía muchísimo tiempo que ni siquiera preguntaba por ellos, ni le importaba qué hacían ni dónde estaban, y hasta evitaba intencionalmente contemplar las fotografías, que envejecían, sin más, bajo el efecto inercial del calor y el polvo. Y cuando la mandaban de viaje de estudios, rogaba por no encontrarse con ellos. Y en Monteverde prefería conservar esa imagen, ambigua para muchos pero cada vez más aceptada, de ser hija única y primogénita. ¿Quién iba a preguntar por un par de mocosos que se habían ido ya para siempre y que ni siquiera escribían? En Monteverde, si ya no vuelves, el olvido se devuelve con olvido. La desmemoria es un hecho que involucra, sin concesiones, entre las familias rancias y bien nacidas, la ley del talión. Ni siquiera la abuela Magnolia, en sus ratos de lucidez y ocio obligado, pegada como estaba a su silla de ruedas, se acordaba de ellos aunque tuviera sus fotografías enfrente. Era mejor que siguieran siendo, en apariencia o realidad, lo mismo daba, los parientes lejanos.

Entre los varones, Mónica no gozaba de buena reputación, incluidos los de su clase social. Salir con ella era arriesgarse mucho a ser tildado de tonto, necio, estúpido o desesperado en unas cuantas horas, e inevitablemente pasabas a formar parte de la tristemente célebre lista de “los Mónicos”. Y digo tristemente célebre porque después de ligar con Mónica ninguna chica se atrevería a salir contigo ni por equivocación. Era como si tu vida, de repente, por el sólo hecho de involucrarte con ella, quedara dividida en dos tiempos: antes de Mónica y después de Mónica. Y dependiendo de quién eras dentro de la esquemática escala social del pueblo, podías o no cargar con esa etiqueta durante mucho tiempo. Yo estaba más que a la expectativa. Y si bien es cierto que en mi interior se recreaba una ansiedad incómoda por saberme en la boca y la mirada de los demás, a la vez estaba feliz de que una niña rica como ella se hubiera fijado en mí por las razones que fueran: su forma de ser tan decidida y tan natural y su determinación de buscarme y tenerme la mayor parte del día con ella, me hacía sentir sobresaliente, reconocido, exótico, mundano, a donde quiera que íbamos. Me enseñaba cosas interesantes. Me contaba de sus obligados viajes al extranjero. Me describía mundos que yo no presentía ni siquiera en sueños. Mónica le agregaba a mi vida y a mi adolescencia un significado controversial, aunque tal vez efímero, pues de alguna manera sabía que todo ese asunto con ella no podría durar mucho tiempo. No sería el primero ni el último. Estaba acostumbrada, y eso hasta yo lo sabía, a decidir el cómo y el cuándo de sus noviazgos. Y eso me hacía sentir impotente. Me hacía confrontar la condición social que ella tenía, con la mía, y, sobre todo, la fragilidad de mis ilusiones. Era el reverso de mi mundo de barro. Tuve días en que me acostaba y me levantaba pensando en cómo me cortaría, cuándo y cómo me lo diría, o si sólo dejaría de buscarme y ya, cuál sería mi reacción después de todo eso, es decir, después de todo ese fenómeno llamado Mónica Alanís Olivera. En su momento, ni siquiera llegué a preguntarle cuántos novios había tenido, porque a sabiendas era una pregunta estúpida y porque hasta ella sabía que los demás estaban al tanto de las minucias de su vida: cualquier cosa que hiciera o dejara de hacer en un lugar como Monteverde sería tema de conversación de los demás. No era que guardara un misterio, pero después de conocerla y escucharla durante días se podía percibir, en su infatigable conversación, en su risa radiante y en la meridiana luz de su ojos claros, que había en ella algo que no estaba en su conducta exterior, sino en sus sentimientos y en ese proceloso afán de ser ella misma, yendo siempre a contracorriente de lo que los otros pensaban y esperaban de ella.

Hubieron noches en las que, al despedirnos en el viejo portón trasero de la refaccionaria, bajo la vista cansada y sin emociones de la abuela Magnolia, y cuando nuestra relación comenzaba a mostrar visos de cansancio y aburrimiento, sus ojos parecían decir “Nadie conoce realmente a Mónica Alanís”, con una desolación inusual y amarga que no tenían durante el día, y que descubrí demasiado tarde. Y luego que se subía a la banqueta, hundiéndose entre mis brazos, para estar a mi altura, me abrazaba y pronunciaba mi nombre con tanta vehemencia como si fuera nuestra última despedida, o como si la vida, de pronto, bajo la envolvente penumbra de la medianoche suriana y el canto extraviado de algunos grillos, hubiera perdido todo sentido.

A diferencia de ella, cuando finalmente las semanas postreras de aquel verano se volvieron un registro acumulado y previsible de gestos aprendidos, de vueltas a los mismos lugares con la inercia que nos daba la necesidad de estar juntos, de palabras de amor pronunciadas en pleno desgaste y de lo que cada uno esperaba del otro sin el asombro inicial de los primeros días, digamos que yo no sabía con exactitud en qué etapa de nuestra relación estábamos. Eso me consumía. Era una incertidumbre que intenté sobrellevar, sin mucho éxito, hasta el último día, tratando de no darle demasiada importancia, a salto de mata de mis sentimientos por ella y a fuerza de no dejarme encerrar en esa especie de bola de nieve que son las falsas ilusiones de la adolescencia. Muchas veces, cuando entrado el amanecer la dejaba por fin en su casa, yo enfilaba, todavía sin sueño, como un animal sin rumbo por las callejuelas más oscuras, desagregadas y casi muertas de Monteverde, tratando de descifrar, en su ausencia, no sabía muy bien qué de la vida, deseando que el tiempo se congelara de una vez por todas, o que se repitiera, una y otra vez, ese hermoso sueño de amor con la chica, para mí, más increíble del pueblo. Me consolaba el saber que, de alguna forma, y ahuyentando mis más negras incertidumbres, al otro día ella estaría buscándome, como siempre, plantada en la puerta del jardín de mi casa.

Un día, cuando desperté cerca del mediodía del último sábado de aquel verano, comprendí, como una absurda certeza que me llegó en forma de golpe desde la boca del estómago apenas abrí los ojos, que todo se había acabado. En ese momento no supe la diferencia entre estupidez y estupor. Hiperventilé hasta experimentar que el suelo bajo mis pies se movía. En rigor, hacía dos horas que otras veces ya andábamos en algún lugar de Monteverde. Ella nunca tardaba tanto. Tampoco habíamos reñido. Ni desperdiciaba el tiempo que pasábamos juntos, por más aburridos que estuviéramos. Mientras miraba el techo, cargado de pensamientos sombríos, pero esperando que sucediera un milagro, el milagro que podría devolverme a Mónica, una imperiosa extrañeza me invadió al darme cuenta del lamentable estado en que se encontraban mi habitación y mis cosas. Además, llevaba semanas enteras en que casi no veía a mis padres, que no veía a la tía Josefí prepararme café por las mañanas como solía hacerlo antes, porque desde lo de Mónica casi no paraba en casa. Cuando al fin le pregunté a la tía Josefí por ella, disimulando mi desconcierto frente al muro sin brillo del comedor como alguien que ha sido pillado de pronto por una falta, me dijo que toda la mañana se había pasado regando las plantas del jardín y la calle y que en ningún momento vio que llegara. “Tal vez está enferma”, me animó, pasándome la mitad de un marquesote junto con el café humeante. Toda la tarde restante, inmensa y gris como nunca había sentido tarde alguna, fue cosa de llevarme mal conmigo mismo, mi condición, mi circunstancia y con el hecho inédito de negarme a mí mismo en esa primera pérdida, que no sabía cómo enfrentarla. “Ella no llegó”, me repetía en silencio, asombrado, incrédulo, una y otra vez como un estúpido, de cara a la ventana que daba al jardín. Y seguí haciéndolo todo el día, tirado en la cama de mi habitación, sin atreverme a buscarla en su mundo de realidades perfectas, mientras me hundía cada vez más en un estado de ansiedad expectante: el milagro que esperaba que me devolviera a Mónica, que me devolviera lo mejor que me había pasado aquel verano del sesenta y nueve, jamás ocurriría.

Supe tiempo después, por una de sus amigas más cercanas de secundaria, que ella estaba en España haciendo un propedéutico para una de esas carreras del servicio exterior, bajo la férrea supervisión de sus hermanos mayores que, ni tan mocosos ni tan lejanos, habían adoptado la nacionalidad española para convertirse, con el tiempo, en notables magistrados.

Tres o cuatro meses más tarde, con los recuerdos de aquel verano siguiéndome todavía a todas partes, me fui del pueblo para continuar mis estudios de preparatoria en el Distrito Federal. Vivir lejos de casa y en una pensión familiar de medio pelo no era tan malo, después de todo, si significaba que no siguieran viéndome, por las calles del pueblo, como el juguete rústico y frívolo que había olvidado Mónica en Monteverde.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS