El invierno de los ausentes

París, invierno de 1982. El frío reptaba por las ventanas sin sellar del apartamento en Montreuil, donde Elena calentaba agua sobre una hornalla vieja, mientras pensaba en su país, en los desaparecidos y en la vida que había abandonado sin mirar atrás. A su lado, Carlos dormía con la boca abierta, envuelto en una frazada raída. No lo amaba ya, aunque alguna vez lo hubiera hecho. Pero esa noche él era su único refugio.

Ambos habían huido de Buenos Aires el año anterior. Ella, periodista y hermana de un militante desaparecido; él, poeta con más ímpetu que talento, perseguido por panfletos escritos en las noches de cafés oscuros. Vivían de trabajos sueltos, traducciones mal pagadas y favores entre camaradas de la diáspora. Sobrevivían más que vivían.

En las reuniones del Comité de Apoyo a los Refugiados, conocieron a Mateo, un chileno que había llegado después del golpe del ’73. De barba crecida y ojos siempre húmedos, hablaba poco, pero cuando lo hacía, dejaba a todos en silencio. Elena lo observaba desde lejos, primero con interés ideológico, luego con algo más peligroso: deseo.

Mateo, por su parte, se había resignado al desarraigo. Vivía en una pieza del 18ème arrondissement, traducía a Neruda al francés para una editorial independiente, y había enterrado a su esposa muerta en el exilio como quien entierra un país. Cuando Elena se acercó, tímida, a ofrecerle ayuda con los trámites de la Sécurité Sociale, él se limitó a agradecer, sin levantar mucho la mirada. Pero al día siguiente, la buscó en la biblioteca donde ella ayudaba.

Así empezó el triángulo. Sin nombres explícitos, sin promesas. Elena amaba a Mateo con la urgencia de quien teme olvidar quién fue. Él le devolvía el gesto con una ternura contenida, mientras Carlos, ciego de certezas y panfletos, confiaba en que el exilio los había hecho más fuertes como pareja. Y quizás lo creía porque necesitaba creerlo, porque sin Elena, su exilio sería solo huida.

Pasaron los meses. Elena y Mateo se encontraban en los jardines de Luxemburgo, en hostales de paso, incluso en un tren que tomaron juntos a Lyon, para una charla sobre exiliados. Cada encuentro era breve, furtivo, teñido de culpa y pasión. Y sin embargo, ninguno era suficiente. Elena empezaba a confundirse, a preguntarse si estaba enamorada del hombre o del consuelo que le daba. Mateo también dudaba. A veces, cuando la miraba vestirse después del amor, veía a su esposa muerta. O a su país herido.

Carlos comenzó a sospechar. No había pruebas, pero sí ausencias. Miradas esquivas, silencios que antes no existían. Una noche, al regresar del bar donde recitaba poesía para otros exiliados, la encontró llorando en el baño. No dijo nada. Solo dejó la puerta entreabierta y se fue a dormir.

Fue en diciembre, cuando todo estalló. Mateo había decidido irse a Berlín, invitado por una universidad. Quería empezar de nuevo. Le propuso a Elena ir con él. «Ni contigo, ni sin ti», dijo, «pero tal vez juntos podamos inventar un lugar donde el pasado no nos ahogue».

Elena no respondió enseguida. Tenía miedo. Carlos no era solo un compañero; era también su testigo. De su historia, de su hermano desaparecido, de sus primeras noches en Europa. Si lo dejaba, ¿quién sería? ¿Una traidora, una mujer perdida en medio de la nieve?

La decisión la tomó la noche anterior al viaje. Le dijo a Carlos que se iba. Que lo quería, sí, pero de otra forma. Que necesitaba buscarse. Él no gritó. No lloró. Solo encendió un cigarrillo y le preguntó si iba con Mateo.

—No lo sé —respondió Elena—. Voy por mí.

Pero fue. Fue a la estación Gare de l’Est con una maleta pequeña y el corazón latiéndole como cuando salió de Ezeiza rumbo al exilio. Mateo la esperaba. Cuando la vio, sonrió. Pero no dijo nada. Subieron al tren y se sentaron juntos. El viaje fue en silencio.

En Berlín, las cosas no fueron como esperaban. Mateo, aunque generoso, estaba herido de una manera que Elena no supo curar. Y ella, aunque libre, se sentía incompleta. Su vida con Carlos, con todo su dolor y frustración, tenía una lógica; en cambio, la nueva vida era improvisación pura, sin raíces. Pronto las discusiones comenzaron. Por el idioma, por los horarios, por los silencios.

Una noche, mientras caminaban por Kreuzberg, Mateo le dijo:

—Quizás fuimos dos soledades que se confundieron con amor.

Elena bajó la mirada. Él tenía razón. Ya no se trataba de elegir entre hombres, sino entre versiones de sí misma.

Volvió a París sola. No a Montreuil, sino a otro barrio. No buscó a Carlos, aunque a veces lo veía en los actos, leyendo con voz temblorosa y los ojos apagados. Una vez se cruzaron. Él la saludó con un gesto breve. No había rencor, pero sí distancia. Como si ambos hubieran envejecido diez años en uno solo.

Pasaron los años. Con la democracia, muchos regresaron a Sudamérica. Elena también. Volvió en el ’85, cuando la primavera alfonsinista prometía justicia. Carlos se quedó. Mateo, supo después, había regresado a Chile en el ’90, y murió de un infarto poco tiempo después.

En Buenos Aires, Elena se dedicó al periodismo cultural. Publicó columnas sobre literatura del exilio, dio charlas sobre memoria y olvido. Nunca se casó. A veces pensaba en los dos hombres de su juventud. No con culpa, sino con una especie de melancolía agradecida. Ambos, de algún modo, la habían salvado. Pero también la habían empujado a encontrarse a sí misma.

Moraleja:

En el exilio no se pierde solo un país; se pierde también una versión de uno mismo. Y en el amor —como en la patria—, a veces buscamos refugio más que compañía. Pero el verdadero regreso empieza cuando dejamos de huir y aprendemos a vivir con nuestras ausencias.

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