EL IDEALISTA

Había una vez un hombre que no caminaba con los pies. No porque no pudiera, sino porque sostenía que no estaba bien discriminar el resto de sus extremidades.

Uno

Lo primero que probó, fueron sus rodillas. Estudió detenidamente el procedimiento y concluyó lo siguiente: apoyaría primero las rodillas, que serían equilibradas con el empeine del pie aplastado en el suelo. La parte de las piernas que se encontraba entre la rótula y la cadera, deberían ir levemente inclinadas hacia atrás. De esta forma, se mantendría el equilibrio. En cuanto al desplazamiento del cuerpo, no habría mayores inconvenientes. Este iría de un lado a otro como un tanque de guerra, deslizándose por todos los terrenos imaginables. Los comandos cerebrales tenían, ahora, un poder temible. Estaría en una posición de ventaja respecto de las demás personas. Los pozos de las veredas ya no serían un escollo, y mientras sus partes inferiores se ocuparan de moverlo por cualquier lado, el podría, con la cabeza, controlar su entorno.

Una idea brillante.

Al cabo de un rato logró que todos los engranajes del cuerpo funcionaran a su voluntad. El único problema que encontró fue el roce con el suelo. Probó poner pasto entre el pantalón y la rodilla. Este colchón verde aliviaría los dolores. Fue demasiado tarde. La sangre pintaba respetuosamente la escena y la hierba no hizo más que decorar aquel cuadro.

Dos

El decía que no importaba, porque toda aventura tenía un riesgo. Jamás dejaría de hacer ese experimento, porque abandonarlo seria ir en contra de sus ideales y la manera en que veía el mundo. Algunos trataban, por la fuerza, de que depusiera su actitud. Esos malditos. Incapaces de vivir en armonía con el resto del cuerpo y de dar a cada una de sus partes la misma oportunidad de trasladar el claustro de su espíritu.

Nadie lo detendría, ni siquiera ellos.

Tres

Los codos siguieron a la accidentada prueba con las rodillas. Recostado boca arriba, incorporó su pecho y presionó con los codos hasta formar, entre la cintura y el último pelo de la cabeza, un ángulo cuyos lados eran la espalda y el suelo. Los puños, a la altura de las costillas y lo más cerca posible de los hombros. Para trasladarse, los codos, primero uno y otro después, iban remando la tierra (léase hierba, charcos, cemento o estiércol). La cola, para descansar como en un cómodo sillón después de largas travesías, casi igual al asiento de aquel Ford Falcon que había visto por última vez.

La vista no era un detalle menor. Al ir boca arriba, podría moverse mirando el cielo y olfateando la libertad. Los pájaros, como aviones, podrían aterrizar en él, atraídos por las migajas de pan que traía en la boca y escupía sobre si, como si fuera un poderoso portaaviones.

En cuánto a los tobillos, si el cuerpo se trababa en algún tramo del viaje, estos cumplirían, moviéndose, una función de palanca. Por supuesto que este recurso sería utilizado solo en casos de emergencia.

Una vez hechos todos los preparativos, salió a conquistar el mundo.

Cuatro

Tres semanas en cama y boca abajo fueron necesarias para curar los codos desechos y el estado lamentable del trasero. El pus brotó por los poros de las nalgas durante varios días, hasta que las curaciones a base de gasa, alcohol y desinfectante, fueron surtiendo efecto.

Se recuperó, y una vez más, ellos se encargaron de detenerlo cuando él trataba de continuar con sus excéntricas poses. Mientras lo ayudaban, el Dr. volvió a explicarle que todas sus partes no podrían tener nunca las mismas posibilidades, porque ninguna era igual a la otra. A pocos metros se encontraba la enfermería del hospital, allí esperaban al paciente 216. La única excepción, respecto de los demás enfermos, era la que a este no le habían puesto el chaleco de fuerza.

Texto: A. Agustín Machado

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