Aún no había recogido la mesa, ni fregado y ya tenía puesta la sonrisa, de esas que si te preguntan: ¿de qué te ríes?, no sabes decir, de esas sonrisas que son sólo para uno. Sabía que cuando acabara de enjuagar el plato que tenía entre las manos, bajaría al descampado.
Cada noche, ella cocinaba y él recogía la mesa y fregaba los cacharros, como un pacto no hablado y convenido. Él pensaba que con su parte, igualaba a la otra, la de reunir alimentos y hacer que se pudieran comer.
Ella no cocinaba mal, y él detestaba esos ratos infinitos en que las verduras se consumían en los refritos. Pensó que le compensaba recoger la mesa y lavar los platos, que hacía su parte.
Ese pacto de preparativos, de comer casi al lado el uno del otro, de tocar el mismo pan y después dejarlo todo listo y aséptico para la siguiente cena, era los más cerquita que estaban cada día de tenerse el uno al otro.
Cuando ya hubo fregado el último plato, ojeó el descampado a través de la ventana de la cocina, se secó las manos y miró feliz la bolsa negra de basura. La anudó con todo el cariño que se puede anudar una bolsa de basura, que no era poco.
Pasó frente a ella, que hacía como que veía tele. El pacto no incluía miradas más allá de las cenas.
Y abajo, en el descampado, fumó a gusto. Y el cigarro se fue consumiendo a cada larga calada, así como se consumía cada cena, como se consumieron sus otras vidas, sus muchos barrios, sus amores de portal.
Pegó a pecho una última calada y subió según lo acordado.
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