El hombre que coleccionaba ideas

Cuentan —y no todos los que cuentan están vivos— que en un pueblito que aparece en los mapas, solo cuando los cartógrafos sueñan con luciérnagas, vivió un hombre llamado Don Aurelio de las Mil Ideas. Aunque nadie sabía si eran mil o si el número era una cortesía matemática para no contar lo incontable.

Aurelio no coleccionaba objetos visibles. Su afán era más sutil: atrapaba pensamientos como quien caza mariposas incorpóreas en la bruma del amanecer. Los guardaba en frascos de cristal soplado por monjes mudos, cada uno con una etiqueta escrita en tinta de calamar filosófico: “Revolución de bolsillo”, “Fe portátil”, “Indignación ajena”, “Dogma heredado”, “Verdad con moho”, “Esperanza sin garantía”, “Silencio con eco”, “Tiempo prestado”.

Su casa era un templo de la mente humana, un museo de lo que no se ve pero se siente. Los frascos brillaban con luz propia, y algunos decían que si uno los miraba demasiado tiempo, podía escuchar los susurros de Platón, Marx, Buda o la abuela que nunca aprendió a leer, pero sabía cuándo iba a llover.

Cada vez que el universo le recordaba su insignificancia —con un colibrí que se detenía en el aire como si dudara de su existencia, o con una nube que parecía tener la forma de una pregunta sin respuesta— Aurelio metía la mano en un frasco y se quedaba dentro. No físicamente, claro, sino con el alma encogida como un caracol que ha oído un trueno.

Desde lejos, parecía un loco adorable. Desde cerca, olía a humanidad en fuga. La vieja Pastora Cruz, que había enterrado tres maridos y una ideología, decía que Aurelio no coleccionaba ideas: coleccionaba excusas para no mirar al abismo.

Porque el cosmos, ese maestro sin pizarras, le enseñaba sin palabras: un árbol que reverdece sin pedir permiso, una estrella que titila como si se riera de los dogmas, un niño que pregunta “¿por qué?” Sin saber que esa es la pregunta más peligrosa.

Y entonces Aurelio corría a sus frascos, como quien intenta meter el infinito en una caja de fósforos.

Hasta que un día —y esto lo juran los testigos que aún sueñan con ese día— llegó al pueblo un viento sin nombre. No venía del norte, ni del sur, ni del este, ni del oeste. Venía de la quinta dirección: esa que solo conocen los que han llorado sin saber por qué.

El viento entró por las rendijas, acarició los frascos como quien despide a un viejo amigo, y luego los rompió todos. El estruendo fue tan profundo que los muertos del cementerio se dieron vuelta en sus tumbas para escuchar mejor.

Aurelio quedó rodeado de un caos luminoso: mil ideas rotas, mezcladas, revueltas, como si por fin hubieran decidido conversar sin etiquetas.

— ¿Qué hago ahora? —preguntó, temblando como quien ha perdido su brújula interior.

El viento, con voz de anciano recién nacido, respondió:

—Mira.

Y Aurelio miró. Vio un vacío sin caminos, sin señales, sin profetas ni pastores. Una llanura de conciencia donde el único mapa era el latido sincero del corazón.

Sintió miedo. Porque una tierra sin caminos es un lugar donde nadie puede mandarte. Y eso, para quien ha vivido en frascos ajenos, es más aterrador que el silencio de Dios.

Pero dio un paso. Uno solo. Y luego otro. Y descubrió que la verdad no es una autopista, sino un fenómeno atmosférico: se intuye, como la lluvia que llega sin nubes.

Porque, al final, la conciencia es la única patria sin fronteras. Y cada ideología es una celda con espejos. El partidismo, su carcelero vestido de ilusión.

El hombre ha de ser humano. No coleccionista de ideas, sino sembrador de preguntas. Porque solo quien se atreve a caminar sin mapa puede encontrar el lugar donde el alma respira.

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