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Era un poco más del medio día un jueves de junio a inicios del verano en Rio Negro, cuando el calor empieza a incrementarse rápidamente. Era la hora boba, nombre que le dan los habitantes del pueblo al tiempo entre el medio día y las dos de la tarde. Era tan intenso el calor a esa hora, que no se veía un alma en las calles del pueblo. Solo un bobo estaría a esa hora haciendo trabajo alguno afuera. Sin exagerar, a esa hora cesaba cualquier actividad. Los habitantes se tomaban muy en serio el receso. Ese jueves, en plena hora boba, llegó un bus con un grupo pequeño de pasajeros entre los que venía Francisco Castillo, un joven proveniente de la capital, quien bajó del bus con un morral en su espalda y una mochila terciada en su hombro izquierdo. Llevaba puestas unas gafas oscuras y una gorra con el logotipo de una empresa inmobiliaria.
«Me estoy ahogando de calor.» Se dijo para sí mismo Francisco mientras bajaba del bus. «Siento como si me estuvieran cocinando en un horno.» Decía entre dientes el joven a quien le parecía inverosímil estar completamente empapado en sudor. «Este calor es infernal. Lo mejor sería poder tomar una ducha fría ya.»
Aunque Francisco ya sabía que era temporada de verano, pareció sorprendido por la alta temperatura que azotaba el pueblo. El pobre estaba descubriendo en carne propia el significado de 38 grados Celsius. A Francisco, un muchacho acostumbrado al frío de páramo de su tierra, el calor lo sofocaba al punto del desespero, por eso había decidido visitar Rio Negro al inicio del verano con la equivocada esperanza de encontrar un clima todavía fresco, que fuera más generoso con su friolenta humanidad. Francisco caminó en dirección a la tienda del paradero del bus en busca de sombra, que además a esa hora era la única tienda que estaba abierta. Descargó su morral en el suelo y fue al mostrador para comprar una botella de agua fría.
–¡La botella de agua más fría que tenga, por favor!
–pidió Francisco a la mujer que lo estaba atendiendo mientras secaba el sudor de su cara con la manga de su camisa. Después se sentó en una de las sillas del local.
Unos minutos después, un hombre de estatura mediana, robusto, de tez blanca, pero notoriamente bronceado por el sol, que llevaba puesto un sombrero blanco se le acercó al distraído Francisco.
–Buenas tardes joven –dijo aquel hombre.
Francisco reconoció de inmediato esa voz, se levantó de la silla, respondió al saludo del hombre y le estrechó la mano.
–Me alegra verlo, José. ¿cómo ha estado? –contestó Francisco.
–Muy bien. Gracias por preguntar, joven –respondió José–. ¿Cómo está usted?
–Estoy bien, José –Contestó Francisco con un suspiro algo desalentador ahora que tenía con quien quejarse–. Como puede ver, el calor está haciendo de las suyas conmigo. Me habían dicho que iniciando la temporada de verano la temperatura no superaba los 30 grados Celsius, pero estando aquí siento que la temperatura está muy arriba de eso. Me estoy cocinando vivo con este calor. Me siento sofocado. Pensé que encontraría un clima más fresco con un paisaje verde y florecido, pero la resequedad del suelo y todo alrededor muestra que no llueve hace mucho.
–Es verdad todo lo que está diciendo –respondió José mirando de frente a Francisco–. Aunque olvidaron decirle que aquí el clima cambia inesperadamente y con brusquedad. No se extrañe si de repente, en medio de este solazo, empieza a llover. Pero no se preocupe, ya se acostumbrará. ¿Qué tal si por ahora nos vamos?
Los dos hombres caminaron unos cuantos metros en dirección norte donde, bajo la sombra de un árbol, estaba parqueado un Jeep verde. Era el vehículo en el que había llegado José para recoger a Francisco.
–No sé si me voy a acostumbrar al clima de esta tierra –dijo Francisco mientras iniciaban la marcha en el Jeep–. Pero lo que sí sé es que quiero estar bajo la sombra tomándome una cerveza helada. ¿Cuánto tiempo dice que nos tomará llegar?
–No dije aún cuánto tiempo –contestó José quien permaneció en completo silencio mientras conducía.
Por aproximadamente unos 15 minutos José condujo sobre lo que parecía ser la vía principal de acceso a Rio Negro. Luego dejó esa carretera para ir por una vía más rudimentaria y angosta. El camino era polvoriento, con muchos huecos y piedras. No se veía más que montañas y tierras de cultivo. Por sobre aquella carretera viajaron un poco más de media hora. Luego José estacionó el Jeep frente a una vivienda, bajó del carro y Francisco le siguió. En aquel punto no había más que esa casa y unas vacas pastando dentro de un lote alambrado. José le dio pausa al silencio para pedirle a Francisco que lo esperara cerca del Jeep, que regresaría en unos minutos para continuar el camino. José entró en la casa y luego de unos minutos salió con un costal en la mano, caminó hasta la parte trasera del Jeep, sacó varios paquetes de arroz y harina y los puso dentro del costal. Luego le dijo a Francisco que tenían que seguir el camino a pie, porque para llegar al rancho a donde ellos se dirigían había un único camino de acceso y era demasiado estrecho para seguir en el vehículo. Francisco tomó su equipaje del Jeep y con cierto desconsuelo por tener que seguir el camino a pie bajo el solazo de ese día, siguió a José sin decir palabra alguna.
–Hemos caminado unos treinta minutos, tal vez más y aún no veo la casa. ¿Falta mucho para llegar? –Preguntó Francisco al ver que caminaban y caminaban y, ni señas había de vivienda alguna por la zona.
–Ya falta poco –contestó José.
–Estoy pensando –comentó Francisco– que las personas exageraron en la descripción de Rio Negro y su clima. Por aquí todo parece más el paisaje seco y caluroso de un desierto que el de una fresca y primaveral pradera.
–No sé qué le habrán contado de esta tierra –replicó José–. Pero le aseguro que no encontrará un mejor lugar para vivir, muchacho. Es mejor no dejarse llevar por primeras impresiones.
–Por favor, no mal interprete mis palabras –dijo Francisco–. Me disculpo si estoy siendo fastidioso y repetitivo. Tal vez el que está exagerando soy yo por mi falta de costumbre al clima del sector. Y, como usted dijo, ya me acostumbraré.
–Le entiendo. A todos nos pasa lo mismo recién llegamos.
–Pensé que usted era de aquí.
–Como si lo fuera, Francisco, como si lo fuera.
–Arturo, el hombre del hostal en el pueblo que me contactó con usted, nunca me comentó que usted no era de por aquí. Dijo que usted es de las personas que más conoce esta zona, especialmente el área a donde yo quiero ir. Por eso me sugirió que lo contactara. ¿De dónde es usted, José?
–Vengo del sur, pero desde mi llegada hasta la fecha ya han pasado unos añitos. Ahora me siento de aquí. Ya hemos llegado, Francisco.
–¿Llegamos? Pero no veo el rancho.
–Está justo detrás de esa cerca de madera, entre esos árboles a su izquierda. Hay muchos árboles y por eso no ve el rancho.
–Todo luce muy diferente aquí. La vegetación es más verde y la temperatura es más fresca. ¿Cuánto hemos subido? Todo el paisaje cambió mucho entre el pueblo y esta zona. Nunca había visto tantos tipos de plantas en un mismo lugar. ¡Qué cantidad de mariposas revoloteando por todo lado!Se respira mejor ¿sabe? Es más fácil para mí respirar y huele a… no sé, pero es algo dulce que no puedo describir con mis palabras. Me gusta. Es muy agradable aquí.
–Eso que usted no puede describir es el olor a flores y fruta madura –dijo José mientras abría un portón de madera grande que marcaba la entrada al rancho.
No había ningún nombre en la entrada o alguna otra señal para indicar que en ese lugar había una casa. Estaba muy oculta entre árboles y un enorme guadual que se extendía sobre el sendero hasta muy arriba.
Pasando el portón había un sendero que conducía a la casa que estaba a unos cuantos metros de la entrada desde donde se podía apreciar la enorme y vieja casa. A la derecha del sendero había una especie de charco grande donde unos patos estaban en busca de comida. La temperatura era más fresca y agradable, generaba una sensación de alivio al fatigado Francisco que estaba muy agotado por el agresivo calor de la tarde y el largo viaje. Justo en la entrada de la casa había un jardín muy bien cuidado con gran variedad de flores. Había flores por doquier. Desde afuera, la casa en absoluto parecía un rancho. Francisco estaba sorprendido con tanto esplendor.
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