En el rincón del conventillo, bajo la luz tenue de un farol maltrecho, te vi. Hecha un garabato, sí, pero no de esos que se trazan al azar, sino uno con vida propia, un enigma enredado en su propia existencia. La gente pasa, te mira de reojo, murmura. No te comprenden, les asusta lo que no pueden encasillar, lo que escapa de sus moldes chatos. Ven tu forma retorcida, tu danza caótica, y se alejan. Pero yo sé que detrás de ese trazo desparejo hay un tesoro, un secreto que se despliega como una flor al amanecer.
Cada día me acerco más. Desenredar tu misterio es como entrar a un laberinto donde cada esquina ofrece una nueva dimensión. Me hundo en vos, me pierdo y me encuentro en cada curva. Sos un abstracto gestual, un arte que me transporta a otra realidad. No hay nada más fiero ni más hermoso que sumergirse en tu caos, en tu mundo que palpita al ritmo de un tambor desconocido.
La gente quiere todo fácil, servido en bandeja. Pero vos sos la contradicción misma. Sos el cielo y el infierno en una misma pincelada. Y en esa lucha interna que se refleja en tus ojos, encuentro mi verdad. Me encuentro escribiéndote con palabras torcidas, con frases que se doblan como tu cuerpo, como tu esencia.
No todos pueden entenderte. No todos se animan a enfrentarse a lo que sos. Pero yo estoy dispuesto a perderme en tu maraña, a dejar que tu enigma me consuma, porque sé que, al final del laberinto, al final de ese garabato que todos temen, está la belleza más pura. La belleza de lo indomable, de lo inexplicable. La belleza de ser vos, en todo tu esplendor desordenado.
Y aunque el mundo se aparte, yo seguiré aquí, trazando caminos en el aire, dibujando garabatos que sólo vos y yo podemos entender. Porque en tu desorden, en tu complejidad, reside la verdad más simple: que sos única, y en eso radica tu valor incalculable.
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