Se llamaba Elena, aunque en un lugar como ese los nombres se volvían irrelevantes, como si se hubieran dejado colgados en la entrada junto con los abrigos.
Había sido una buena convocatoria, hubo una gran cantidad de jóvenes, la mayoría mujeres. Los retiros se habían convertido en una moda, cualquiera podría convocar gente a pasar un fin de semana entre extraños en el lugar más recóndito. El domo central, de madera oscura y su techo en forma de cúpula, parecía irradiar una paz artificial. Allí se medía el tiempo por cantos suaves, respiraciones profundas y charlas sobre “renovación interior”. Afuera, el bosque envolvía el escenario con un verde demasiado perfecto, como si estuviera pintado para un folleto turístico, como una pintura realista: Tonos verde oscuro, más vívidos, unos pocos marrones de hojas quemadas por el calor del Sol, pero que aun así le daban el toque al follaje – casi – monocromático.

Los días transcurrieron entre comidas “sagradas” preparadas con hierbas locales, ejercicios de meditación, caminatas por circuitos infinitos. Las risas eran frecuentes, pero Elena percibía en ellas un matiz extraño: sonaban todas iguales, como ecos repetidos. A veces observaba a las cocineras o a las instructoras apartarse en silencio, murmurando entre dientes, y esa complicidad la dejaba intranquila. Quizás era su paranoia, su ansiedad de pasar del caos de la gran ciudad donde todos juzgan, incluso con una simple mirada, a estar en un paraíso de naturaleza y paz.

En esta isla se trasladan en carritos de golf! Pensó asombrada.

Era como una pequeña ciudad, pero con un ritmo poco habitual para la mayoría de los jóvenes que se acercaban a sus primeros retiros.

Cuando llegó la hora de irse, el movimiento se aceleró. Los carritos de golf iban y venían desde la puerta principal, cargados siempre de mujeres sonrientes. Había un entusiasmo excesivo en sus despedidas, como si todas compartieran una certeza repentina de que sus vidas cambiarían. Elena notaba detalles que otros ignoraban: la forma en que algunos empleados daban instrucciones a las jóvenes que estaban por partir, pidiéndoles que se vistieran de manera elegante para el reencuentro con sus familias. La escena le pareció un teatro demasiado ensayado. 

Una secta encubierta”, pensó, aunque no lo dijo en voz alta. Quizás era su cuerpo preparándose para volver a la realidad de la ciudad hambrienta.

Decidió quedarse un día más, pero cuando le llegó el turno de despedir a una amiga, tomó la decisión de colarse en uno de los carritos. Se hizo pasar por otra compañera y se sentó entre tres chicas que no parecían notarlo. Todas se  reían y respiraban el aire cálido del jardín. El camino de tierra se abrió paso entre hectáreas de césped recién cortado; el olor a verano era tan intenso que resultaba casi irreal.

El sol caía fuerte cuando el bosque se despejó y apareció el mar a lo lejos. Elena miró las olas brillar como espejos rotos, y por un instante sintió que el viaje tenía algo de regreso verdadero, de libertad. Sin embargo, no tardó en notar cómo sus compañeras, una por una, fueron cayendo en un sueño profundo. Primero cabeceaban con suavidad, luego quedaron rendidas, sonrientes aún en la inconsciencia

Ella intentó imitarlas.

El carrito llegó al fortín de entrada. Un edificio antiguo y sombrío como una frontera. Sus muros olían a humedad, y los techos, demasiado altos, parecían diseñados para achicar a cualquiera que entrara. Persianas de hierro cerraban los ventanales; la poca luz que se filtraba dibujaba líneas indefinidas sobre las paredes amarillentas.

Allí las recibió una anciana bajita, de aspecto abrumadoramente común, como una abuela de pueblo. Sin embargo, su presencia tenía algo implacable. Se sentó tras un escritorio pesado y fue llamando a cada joven. En un cuaderno bordó de tapas duras iba anotando sus datos, quedándose con los documentos como quien registra la salida de un libro prestado. Las jóvenes mujeres obedecían sin chistar, como si no se les ocurriera cuestionar nada.

Elena observó cómo sus tres compañeras eran conducidas, una a una, hacia puertas de madera con ventanales opacos. No regresaban. Nadie preguntaba por ellas. Ella misma empezó a dudar: ¿acaso estaba exagerando? ¿No sería, simplemente, un análisis de rutina antes de marcharse? Intentó calmar su ansiedad.

Cuando se acercó al escritorio, la anciana la miró de arriba abajo. Sus ojos eran pequeños, pero en ellos se adivinaba la sospecha: sabían que ella no pertenecía a esa fila. Aun así, tras un silencio que se prolongó demasiado, le señaló un pasillo estrecho.

Elena lo recorrió con el corazón en la garganta. Cada paso resonaba en el suelo de piedra, como si caminara dentro de una iglesia abandonada. La sala al final del pasillo estaba iluminada por tubos fluorescentes temblorosos. Una médica cubierta con bata, cofia y barbijo la recibió con una mueca que pretendía ser sonrisa. Los azulejos amarillentos desprendían un olor a desinfectante viejo y óxido. En un rincón, una camilla metálica esperaba.

—Recuéstese, por favor —pidió la doctora con voz neutra.

Elena obedeció. Apenas lo hizo, sintió un pinchazo en la pierna. El líquido frío comenzó a recorrerle la sangre. Sus párpados se volvieron pesados. Intentó resistirse, abrir más los ojos, enfocar algo que la mantuviera consciente. Entonces lo vio: por el ventanal entreabierto, en el patio exterior, había una fila interminable de carritos de golf. Todos alineados con precisión, como en una exhibición. Sobre cada uno, cuerpos inmóviles cubiertos con mantas blancas aguardaban a ser trasladados. Pero, ¿a dónde?

Elena parpadeó, luchando contra el sueño.
Y ya no supo si aquello había sido real o una ilusión provocada por la droga.

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