La mañana era bastante fresca a pesar del sol radiante. La tierra blanca del huerto estaba dura, apelmazada por la sequía de una primavera en guerra. La mujer había tratado de hundir la azada pero en cada golpe siempre tropezaba con alguna piedra. Cuando a lo lejos en el camino se dibujaron dos figuras oscuras avanzando en su dirección, echó a correr hacia la casa dejando la herramienta tirada.

Santiago, su marido, cargó la escopeta y salió al camino. Llamó al perro con un silbido breve. El chucho, un cruce de pastor enorme y negro, se pegó a su pierna. Se quedó bajo la sombra del pino con el cigarro entre los dientes hasta que los individuos se acercaron lo suficiente. Sabía a lo que habían venido.

-Buenos días Santi – dijo el más visitante más alto. -Como no has venido a la última reunión pensaba que estabas malo, pero te veo bien.

Los dos hombres llevaban las escopetas sobre sus hombros.

Dentro de la casa dos mujeres rezaban en torno al fuego de la cocina, su mujer sujetando al bebé con las manos sucias del huerto aún, y a su tía Ílida, una monja.

-Te haré un resumen – continuó el extraño. -El comité quiere interrogarla.

Sabía que quería llevarse a la monja.

-¿No te has traído la cuerda? – contestó Santiago apoyado en el árbol.

El más alto se había hecho bastante popular por haber entrado en mitad de una misa y poner una soga al cuello de la imagen de la patrona del pueblo -la Virgen del Remedio- para arrastrarla por las calles y después quemarla en la plaza.

-Vamos, Santi, compartimos los mismos valores. Estamos juntos en esto. – dijo poniendo la boca de la escopeta en el suelo y la mano libre tendida hacia él.

El bajito se limitaba a asentir.

El recién nacido rompió el silencio dentro de la casa con un llanto de hambre y sed.

-¿Me puedes explicar cómo encaja querer secuestrar, violar y matar a una mujer en nuestros ideales de libertad?

El chucho seguía sentado a su lado.

-Nadie ha dicho que la vayamos a matar, sólo quieren preguntarle por eso de dar la comunión a escondidas en tu casa. Hasta el cura de pueblo estaría en contra, joder. Las monjas no pueden hacerlo. – el miliciano insistía.

Su mujer se sacó uno de sus pechos polvorientos para intentar callar al bebé. La monja seguía acunando las cuentas de su plegaria.

-Será mejor que os volváis al pueblo por donde habéis venido, hay que respetar la veda o el año que viene no habrá nada para cazar, y sabéis que mi puntería es mejor. Que os siente bien el paseo…

-¡Que estamos en guerra, joder! – dijo el extraño dando un paso.

-Mira – dijo Santiago sin levantarse -Cuando haya que matar fachas los mataremos juntos pero a la tía de mi mujer no la vais a tocar ni vosotros ni nadie.

El perro empezó a gruñir.

Los visitantes se buscaron el valor en la mirada del compañero y Santiago supo que de momento había ganado la batalla, pero la guerra… deberían saber que la guerra sólo la gana la muerte.

Miguel Ángel Payá Giménez, 21 de abril de 2020.

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