El fantasma

En las mañanas temprano, sentía los pasos del fantasma por la habitación. A esa hora siempre hacía mucho frío. Se arropaba con el edredón porque este la cubría también de la luz que luchaba por entrar a toda costa entre las cortinas oscuras. Temblaba y se lo atribuía al miedo. No era el aire acondicionado, ni el abanico, ni que era octubre. Ni siquiera que lloviera. El fantasma todos los días hacía lo mismo con mudo cuidado. Sentía el movimiento del colchón. Se deslizaba suavemente hasta los pies de la cama, se hundía el espacio que no podía haber ocupado a su lado o le pasaba por encima apenas percibiendo aquel falso tacto. La regadera que se abre. El agua que definitivamente cae sobre algo antes de llegar al piso. Los envases y jabones tintineando. La toalla secando un aparente cuerpo. La ropa descolgada del clóset. El aerosol de un desodorante. El atomizador de un perfume, luego aquel olor que se espesaba en el baño, subiendo por los resquicios de la puerta hasta el cuarto. El taconeo de los zapatos. Tiritaba y cerraba los ojos intensamente como si así el fantasma no fuera a entrar por ellos. Se sentía segura envuelta entre sábanas y almohadas que olían a él pasara el tiempo que pasara. La puerta del baño se abría. Cuatro taconeos, debía estar junto a la cama. Sentía lo que debía ser su rostro buscando donde ella debía tener la cabeza. Su corazón latía de prisa, el aire le era poco. Metía ambos índices hasta donde permitían los oídos y a pesar de esto, escuchaba el remoto y aterrador: te amo. Sentía incluso lo que debía ser una mano inmensa palpar donde ella tendría sus hombros o su espalda e intentar apretarlos infructuosamente. Cuatro taconeos más, el rechinar de las bisagras de la puerta y el choque tenue de la misma con el marco procurado por el fantasma como cada movimiento que ha hecho. Se ha ido y sus pasos se pierden por el pasillo de la casa. En la lejanía que siempre alcanzan las suposiciones: alguna hermosa mañana. Llaves que invaden cerrojos y liberan cadenas. Pájaros saltando entre los arbustos huyen de gatos de muchos colores sacados de un cuadro de Varo, y, aguzando el oído inquieto, el motor ronroneante también del carro espectral donde se va. Entonces llora la acechada. La agobiada, la afligida, la triste. Llora de miedo y de amor. No saldrá de la cama porque no tiene fuerzas ya de tanta pena. Recuerda cuando el fantasma vivía y cuánto lo amaba y cuánto él la amo y, por ende, cuánto se amaron. Recuerda cuando no era una presencia ausente. Cuando aún ella no le había atribuido la muerte como una característica más de su existencia. Hoy tampoco saldrá de la cama porque ahora ella viva de extrañar. Ahora ella vive de recordar. La luz del día seguirá luchando por entrar y tocarla, como si no fuera suficiente el fantasma. Levantarla y vestirla de blanco diáfano y llevarla al jardín para que la vean las flores que abrieron hoy. Ella se quedará entre la penumbra del cuarto porque haga lo que haga, por las tardes vuelve el fantasma, a la misma hora, cuando la tarde cae. Oirá el motor, oirá las llaves, oirá los pasos, oirá las bisagras y la puerta se abrirá. Oirá el susurro de aquella dulce voz que siempre acompañado de un beso imaginado atraviesa la tela con el eterno: buenas tardes, mi amor

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