El Evangelio Empíreo.

El Evangelio Empíreo.

“A la historia –y este es un libro de historia, no una novela- le acontece que, de cuando en cuando, deja de entenderse. Pero la vida continúa, aun a su pesar, y la historia, como la vida, también sigue cociéndose en el inclemente puchero de la sordidez.”

Camilo José Cela.

El Evangelio Empíreo
El cronista errante

Palestina. Año 70 DC.

Llegaba siempre por las noches. Aparecía en la oscuridad, como un espectro, y sólo anunciaba su arribo un discreto soplo de brisa entremezclado con el roce de sus blancas vestiduras. Se acuclillaba alrededor de las hogueras, contemplando el fuego, y parecía haber estado allí toda la vida. Los pobladores de las aldeas o ciudades no se inquietaban ni se sobrecogían ante su presencia. Era un anciano más, y ellos siempre inspiran compasión o respeto. No tardaba en aparecer una mano tendiéndole una escudilla repleta de comida, la cual rechazaba con un gesto amable. Luego pedía:

-Agua.

Bebía con paciencia. Como si hubiese solicitado el líquido para no parecer descortés y no porque tuviese necesidad de ingerirlo. Acto seguido extraía de su bolsa un libro, lo apoyaba sobre los muslos y comenzaba a hojear sus páginas. La noticia se propagaba por el villorrio y acudían montones de niños, mujeres, hombres y ancianos que formaban un corro silente a su alrededor sin poder asegurar qué los atraía. Él continuaba mirando el fuego sin parpadear. El resplandor de las llamas silenciosas, lejos de molestarlo, parecía avivarle la mirada. Sus ojos y sus cabellos rojizos absorbían las fulguraciones en lugar de reflejarlas. Sus pupilas iban adquiriendo contornos relumbrantes, erguía la espalda y sus arrugas se atenuaban. Comenzaba entonces a leer, cosa extraña, sin mirar el libro, sin pasar otra vez las páginas. Objeto y hombre formaban un solo cuerpo. Las hojas de papiro eran la fuente de un poder subrepticio que prendía en el cronista. Más que leer, el anciano contaba. Narraba una historia asombrosa, ignorada por muchos, olvidada por otros, sufrida por los menos. Un relato donde verosimilitud se hermanaba con leyenda, referido con la propiedad de un involucrado y la precisión de un artífice. Su voz apenas se alzaba y sin embargo todos la percibían con claridad. Y era el verbo del anciano y el clamor de otros. Era protesta y lamento. Rebelión y entrega. Cada personaje actuaba y padecía como si el viejo, sin importar el tiempo y la distancia, hubiese vivido bajo la piel de todos. Como si aquellos ojos capaces de parir lágrimas que parecían cauces de fuego líquido, brasas recorriendo el rostro impávido, hubiesen tenido la capacidad de contener el mundo y sus miserias de una sola vez durante todas las eras.

Los niños apoyaban las cabezas en los puños. Las madres apretaban los infantes contra el pecho. Hombres y ancianos se tumbaban en el suelo. Todos subyugados. Todos dispuestos. Y así transcurría la mayor parte de la noche sin que nadie intentara levantarse. Sólo esporádicos cambios de posición indicaban que el auditorio conservaba un atisbo de vida. Ya de madrugada, concluido el relato, el cronista se detenía con el canto de los gallos para escucharlos con atención. Se notaba en sus rasgos que las notas emitidas por las aves para saludar el alba le causaban extrema pesadumbre. Los cantos se sucedían desde distancias diferentes, como si fueran unos los ecos de los otros, y con cada uno el cronista apretaba las facciones. Daba la impresión de que cada sonido le dolía. Por fin, al cabo de un rato, los gallos se callaban, volvía a soplar el viento y el fuego crepitaba para salir del mutismo. El anciano se levantaba y emprendía la marcha sin despedirse. Todos lo contemplaban hasta que sus contornos se perdían en la bruma. Algunos intentaban seguirlo y a poco volvían con la frustración de haberlo perdido. No dejaba huellas ni se escuchaban sus pasos. Parecía amalgamarse con el viento. Los hombres procedían entonces, tras recuperarse del letargo, a apagar la hoguera. Siempre se sorprendían porque los leños, en el transcurso de la noche, apenas habían sido tocados por las llamas.

Quedaban muchos comentando lo escuchado en lugar de ir a acostarse o comenzar los quehaceres diurnos. Algunos eran capaces de repetirlo todo sin equivocarse reproduciendo con exactitud cada palabra, pausa e inflexión de voz. Tal era el asombro y la influencia que la historia del Cronista provocaba en sus recuerdos. Una historia de amistad, entrega, sacrificio, sangre, fuego, muerte, resurrección y esperanza. Una historia que comenzaba con un sueño.


El sueño de Ciborea. Salutación angelical

Aldea de Querioth, Judea, Palestina. Año 0 de la era cristiana.

Ambas manos se crisparon. Los dedos contraídos, garfios de carne, aferraron la manta mientras las uñas la perforaban antes de hendir el jergón y arañar la estera. Todo el cuerpo se contorsionaba, ora estirado, quedando como puntos de apoyo los talones y el occipucio, ora combándose a nivel del talle apretando el vientre donde descansaba la criatura. Los ojos, aprisionados por los párpados, se movían sin cesar en las cuencas. Ambas pupilas trazaban círculos rápidos, espasmódicos, al compás de un cerebro que generaba pavorosas imágenes. Una densa sudoración bañaba cada resquicio de la piel al tiempo que embebía las mantas dejando impresa en ellas la silueta.

Varios relámpagos se sucedían dejando en la mente, precedidas por luminosidad efímera, escenas por igual vívidas y confusas: Tras el primero apareció una colina desierta azotada por viento, lluvia feroz y granizo. En la cima estaba parado un hombre -al menos daba la impresión de serlo la espigada figura molde de cada imagen y patrón de toda semejanza- que vestía hábito blanquísimo anudado a la cintura con una cuerda del mismo color. Llevaba la cabeza cubierta por un albo capuchón. En brazos sostenía un pequeño bulto. Los bordes de las mangas, la capucha y la porción inferior del hábito relumbraban rematados por ribetes dorados del fuego eterno. Sin importar la furia de los elementos, la cual en ocasiones llegaba a estremecer las rocas, los pliegues de la túnica no se movían. El hombre mantenía inclinada la cabeza de suerte que su rostro, embozado por la capucha, no podía ser avistado.

Con cada centella la imagen se acercaba cobrando nitidez, y Ciborea se revolvía en el lecho intentando averiguar la identidad de aquel desconocido. De cuando en cuando se intercalaban otros escenarios: Un hombre clavado a una gran cruz de madera agonizaba bajo el sol. A sus pies las calaveras y huesos de otros condenados se mezclaban con el polvo. Con cada respiración su espalda agrietada por la reciente flagelación se restregaba contra el madero provocándole dolor y dejando caer a lo largo del poste una estela sanguinolenta. Enjambres de moscardones se le posaban en las oquedades del rostro. No lejos de allí, en un campo cubierto de tumbas sin nombre, rocas y árboles vetustos, otro hombre con el rostro mojado por lágrimas trepaba a un pedrusco para colgarse de una soga anudada a una rama de higuera. Tras fijarse la cuerda alrededor del cuello sacaba un afiladísimo cuchillo y se abría las entrañas antes de caer inerme mientras su sangre y sus tripas se desperdigaban por el suelo.

Luego la sangre del condenado en la cruz y la del suicida comenzaban a teñir la tierra creando dos halos rojizos que se agrandaban a cada instante hasta fundirse en uno solo. Entonces se abrían los cielos y la tierra en un único abismo hasta que una luz blanquísima envolvía el mundo.

Y de nuevo aparecía el del hábito blanco, esta vez mostrando un rostro en donde los elementos: Fuego, agua, tierra y aire giraban conjugándose para formar rasgos diferentes unos tras otros. Todos los rostros del mundo. Y Ciborea caminaba hacia él, y el desconocido extendía hacia ella los brazos sosteniendo el bulto donde se adivinaban las formas sonrosadas de un recién nacido. Se lo entregaba con actitud ceremoniosa, Ciborea tomaba el crío, lo apretaba contra su pecho, y el desconocido antes de desaparecer le susurraba una frase al oído.

Entonces vino una negrura insondable, tras ella Ciborea volvió a la penumbra de su habitación y la despertaron los movimientos de su hijo dentro de la matriz. Su futura descendencia se movía con vigor lanzando patadas y manotazos. Al lado, ajeno al tormento onírico de su esposa, Simón Iscariote respiraba de manera acompasada inmerso en profundo sueño. Ciborea se incorporó en el lecho hasta quedar sentada, asió su vientre con ambas manos y susurró:

-Te llamaré Judas…Judas: El alabado.

La consagración

Betábara, a orillas del río Jordán, Perea, Palestina. 30 DC.

Judas se sumó a la extensa multitud que pujaba por acercarse a la orilla del río. Llevaba varios días caminando. Tenía hambre, sed, los labios agrietados, le ardía la piel del rostro, en contadas ocasiones un alimento decente llegó a caerle en el estómago y había dormido muchas noches a la intemperie. Pero nunca quiso detenerse. Desde que en su aldea comenzaron a rumorear sobre los rituales prodigados por un hombre santo a quienes pretendían acercarse al Reino de Dios, un dominio donde no existían las penas, incertidumbres o sinsabores mundanos, Judas se interesó por las historias que se contaban. Cada día la simiente de esos relatos se dilataba en su mente hasta que la capacidad de expansión llegó al tope dando origen a un brote obsesivo enraizado en la profundidad de la conciencia, el cual lo impelía a someterse a la sagrada ceremonia. Una tarde se encontraba acuclillado junto a la puerta de su casa, sumido en sus cavilaciones, y su madre vino a pararse junto a él. Judas la miró y Ciborea puso la palma de su diestra sobre el cabello del hijo. Él sintió el placentero roce, un calor, un enérgico bienestar que se transmitía de la piel del cuero cabelludo hasta cada resquicio de su cuerpo. Al cabo de pocos instantes ella le dijo:

-Un hombre sólo encuentra pesar cuando duda ante la inminencia del destino. Actúa. No dudes más. No temas.

Luego puso una alforja con provisiones, ropa y agua sobre los pies entrecruzados de Judas. Él la miró de nuevo.

-Parte mañana al amanecer –dijo ella.

-No puedo dejarlos –dijo él.

-Estaremos bien –le aseguró ella.

-Mi esposa, mis hijos…-dijo Judas.

-Cuidaremos de ellos hasta tu regreso –dijo Ciborea y se marchó hacia el interior de la casa.

Esa noche Judas se acostó temprano y pese al manojo de pensamientos que fue con él a la cama no tardó en quedarse dormido. Descansó sin interrupciones, sobresaltos o movimientos súbitos sobre el lecho. Disfrutó de una paz íntegra urdida tras la negrura del envés de sus párpados. Al amanecer despertó y tras despedirse de sus padres, esposa e hijos partió como quien emprende un viaje incierto. Sin saber cómo encarar el porvenir y el adiós.

Por el camino lo guiaron señales, visiones y sueños. Sus pies pisaron el suelo de muchos sitios, y en múltiples ocasiones se preguntó si estaba en el indicado. Y de nuevo por las noches le llegaba la respuesta: Tenía que continuar la marcha.

Cuando llegó al margen del río no necesitó un sueño ni un aviso o confirmación divina para saber que se hallaba en el lugar correcto. Nada de eso, supo entonces, necesita quien sabe con certeza qué busca y hacia dónde va.

En las rocosas riberas, sentados o de pie, hombres, mujeres, ancianos y niños, con los cuerpos apenas cubiertos por harapos y una expresión de inspirada felicidad en el rostro, elevaban al cielo cánticos disímiles que se confundían con el susurro de las hojas de los álamos. Cuando lo separaban sólo unos pocos pasos de la corriente fue que pudo distinguir al bautizante: Un gigantesco ser envuelto en piel de camello, la cual fijaba a su torso mediante un grueso cinturón de cuero con enorme hebilla de bronce. Tenía las piernas metidas en el torrente hasta la altura de las rodillas, con la mano diestra aferraba a cada bautizado por el pelo de la nuca antes de sumergirlo en el agua mientras susurraba palabras rituales y en la izquierda sostenía una vara de madera recia como sus miembros. Llevaba trenzados el pelo y la barba, negrísimos, y a veces el extremo de esta última tocaba el agua si el gigante se inclinaba mucho para ejecutar el bautismo.

Antes de Judas le tocó el turno a un vejete tembloroso que apenas pudo soportar unos segundos de inmersión. Salió del agua, impulsado por la mano que lo agarraba por la nuca, emitiendo resoplidos, con la cara enrojecida y el cuerpo sacudido por una tos gemebunda. El bautizante lo soltó, el vejete se fue calmando poco a poco, adoptó la misma expresión de bienaventuranza que los recostados en los peñascos de la orilla y se apresuró a salir del agua mostrando en su andar una vitalidad inusitada.

Entonces Juan el Bautista, así se llamaba el gigante, se volvió hacia la larga fila de personas que aguardaban y, levantando el puño hacia el cielo, gritó:

-¡Eh, deténganse, generación de víboras!

Y acto seguido corrió hacia el tronco de un sauce donde una oquedad oscura rodeada por una pátina oleosa y defendida por el revoloteo constante de las abejas delataba la existencia de una colmena silvestre. Juan susurró unas palabras, las abejas se aquietaron y muchas fueron a posarse sobre su pelo y el ropaje de piel de camello. El Bautista introdujo una mano en el hueco, la sacó llena de miel y bebió el líquido. Luego se chupó cada uno de los dedos embadurnados, con la lengua eliminó el eraje que había quedado alrededor de la boca, la barba y el bigote y se encaminó de nuevo hacia el río. En eso una langosta voló cerca de su costado y hubo de atraparla con un movimiento vertiginoso de la mano para luego llevársela a la boca. El insecto pataleteaba aún entre los dientes cuando las fauces se cerraron sobre su cuerpo y este crujió al tiempo que era impelido hacia adentro por la lengua. Masticando aún, Juan llegó a la orilla y dio unos pasos hasta que el agua le cubrió rodillas. Entonces llamó a Judas:

-¡Eh, tú!, ¡avanza!

Judas obedeció mientras se preguntaba a sí mismo de dónde emanaba la autoridad de aquel hombre, un efluvio que le impedía a las voluntades rebelarse. Avanzó hasta que estuvo junto a Juan quien, antes de aferrarlo por el pelo, le dijo:

-¡Al fin has llegado!

-Rabí, ¿quién eres? –preguntó Judas- ¿Eres tú el Mesías?

-No, no lo soy –contestó Juan con resolución-. De ti depende que el Mesías venga después de mí. De ti depende que de los cielos descienda uno a quien no sea yo digno, arrodillado, de desatarle las correas de las sandalias, y sobre todo, de ti depende que al cielo vuelva tras la absolución de todos los pecados de esta generación de víboras y marque con su retorno el fin de los tiempos…

Judas, confundido, iba a preguntar de nuevo pero Juan no le dio tiempo, lo tomó con fuerza del pelo a la altura de la nuca y gritó:

-¡Yo te bautizo en el Nombre del Padre que existe desde siempre en todas las cosas, en el nombre del Hijo a través de quien el padre se manifiesta y del Espíritu Santo que mora en cada una de nuestras almas!

Judas alcanzó a ver, durante el vertiginoso viaje hacia el agua, una paloma silvestre que anidaba en un arbusto volando asustada por el grito de Juan. Los ojos del Bautista se engrandecieron al avistar el vuelo del ave y luego los de Judas quedaron velados por la turbidez del líquido. Cuando salió, era un hombre nuevo.

Tomó aire, se separó el pelambre que se le había adosado al rostro después de la inmersión y le preguntó a Juan:

-Y ahora, ¿qué debo hacer?

-¿Ves aquella gruta? –Juan señaló la entrada de una pequeña caverna abierta en la roca.

-Sí.

-Es lo que tengo por morada desde que Dios me impuso la orfandad. Dentro encontrarás aperos de escritura y provisiones para el viaje. Tómalos y ve al desierto que se extiende más allá de la otra orilla del río, donde te aseguro verás el rostro de Dios, te encontrarás contigo mismo y en breve hallarás al que viene después de mí. Escríbelo todo, lo que vayas viendo día a día, porque a mí no me ha sido dado escribir la palabra, sino pronunciarla, y debe quedar escrita para que no se corrompa con la pronunciación de oído en oído a través de las centurias. Así llegará impoluta a manos de las generaciones venideras.

Judas dudó. Sus impulsos conscientes se rebelaban contra las órdenes de Juan. Sus apegos terrenales se resistían a ser abandonados. ¿Dejar todo atrás? ¿Casa, familia, posesiones, hijos? ¿Todo por cuanto hasta ahora había luchado? ¿Todo lo que amaba? ¿Todo por cuanto hasta ahora había vivido? No podía, no quería; pero una fuerza irresistible que emanaba de un lugar ignoto en su interior lo animaba a dirigirse hacia la gruta. Juan lo miró sonriente. En la mirada del gigante había un dejo de seguridad, de convencimiento y de resolución al que Judas no pudo resistirse.

-No temas, ¡ve!

Las piernas de Judas comenzaron a moverse como impulsadas por una energía independiente del cuerpo. Llegó a la caverna y se encorvó para entrar. La luz que penetraba a través de la entrada apenas permitía vislumbrar los detalles del interior. Sobre el piso de piedra estaba dispuesta una estera con una manta vieja, un odre y en una esquina había un paquete confeccionado con cuero curtido junto al que reposaba un pellejo para almacenar agua, vacío, una cesta con dátiles y frutos silvestres, un tarro lleno de miel, dos vasos, dos cuencos, un frasco lleno de aceite y una pequeña garrafa con vino. Judas abrió el paquete y vio que contenía varias hojas dobladas de papiro, algunas plumas para escribir, una tablilla para apoyar y un recipiente de barro con tapa de madera lleno de tinta. Después de observar el contenido lo empaquetó de nuevo y lo puso en su alforja junto con las provisiones antes de abandonar la morada del Bautista. Cuando llegó al exterior sus ojos demoraron unos instantes en adaptarse a la luz. Juan interrumpió de nuevo los bautizos. La interminable fila de candidatos se detuvo. Judas y él se miraron de lejos hasta que el gigante señaló con su vara de madera la planicie desértica después de la otra orilla y volvió a decirle:

-No temas, ¡ve!

-¿Para qué el frasco de aceite?

-¡Para ungir a los elegidos! ¡Aplícalo cada día sobre tu cuerpo! ¡Cuidado, induce visiones portentosas, tan fuertes como el poder espiritual del ungido!

Judas volvió a quedarse inmóvil. Dubitativo. Juan, impaciente porque la fila de aspirantes al bautizo continuaba aumentando, volvió a apremiarlo agitando el báculo.

-¡No dudes más! ¡Ve!

Judas asintió, hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida y avanzó siguiendo la ribera hasta encontrar un vado. Allí se acuclilló para llenar el pellejo y luego, resbalando y cayéndose al tropezar con los pedruscos, cruzó el río. Más allá de la orilla, iluminada por un sol despótico, se extendía una pradera cuyas ondulaciones iban perdiendo el verdor para adquirir a lo lejos las tonalidades amarillentas de las dunas. Judas se sintió minúsculo ante la inmensidad que contemplaba, y pensó que así mismo debían sentirse los elegidos cuando vislumbraban el Reino de los Cielos. Fue entonces que lo abandonaron el temor y las dudas, y echó a andar.

El escriba del desierto

Desierto situado al este del Jordán, Perea, Palestina. Año 30 DC.

Un punto luminoso se abre en la oscuridad. Lejano. Apenas discernible. Minúsculo fulgor como único consuelo en medio de las tinieblas. Y hacia ese punto, intrigado, enfila sus pasos el caminante. Dando trompicones. Tratando de adivinar los obstáculos y peligros que yacen ocultos en la penumbra. Antes de pisar el suelo aguza el oído. Casi puede adivinar el sinuoso deslizamiento de los anillos de una sierpe al acecho, o las ominosas pisadas de un escorpión que huye buscando refugio entre las rocas. A veces tropieza, se bambolea y abre los brazos haciendo esfuerzo por no caer. La marcha es penosa. El frío entiesa los miembros. Aumenta el dolor de las magulladuras. Se mezcla con la negrura. Se imbrica con el silencio. Y el caminante se abandona a la desesperanza, ¿cómo no hacerlo?, sensación que sólo mitiga la idea de llegar al punto luminoso. Punto que se va convirtiendo, poco a poco, después de muchas horas, en titilante halo. En esplendente aura. En fulgor de vida. Se apura. La respiración se agita. Los golpes no duelen. Bocanadas vaporosas le brotan de la boca. Los rasguños no queman. La nariz se dilata. Los pinchazos no arden. El pulso se acelera llevando borbotones de sangre caliente, desafiando al frío, hasta cada rincón del cuerpo. Y el halo crece. Está cerca. Casi permite adivinar las formas que alumbra. Aguza la vista. Es una hoguera. Aprieta el paso. Jadea. Sus pupilas se cierran. Si. No cabe duda. Frente a la fogata hay un hombre sentado en actitud meditativa. El caminante, por precaución, se detiene y observa parapetado tras un pedrusco. Da la impresión de que la luz se arremolina alrededor de la cabeza enrojecida del escriba. Porque eso es lo que hace el desconocido sentado próximo a la lumbre: Escribe sin levantar la cabeza ante los ruidos de la noche. Como si nada más en el mundo importase. De pronto deja a un lado la pluma y la tabla sobre la que apoya el manuscrito. Escruta la oscuridad. El caminante se oculta por instinto; aunque no presiente peligro. Nada hay de amenazador en la lóbrega mirada del escriba. Nada de amenazador y mucho de penetrante. Barre la oscuridad. Traspasa las piedras. El caminante asoma con lentitud la cabeza. ¿Lo habría descubierto? El escriba hace ademán de retomar el manuscrito. Levanta la pluma, la moja en la tinta y se detiene antes de posarla sobre el papiro. Se toca con ella el borde de los labios, vuelve a erguir la cabeza y con potente voz exclama:

-¡Salve, Rabí! ¡Acércate! ¡Te esperaba!

El terror hace presa del caminante. Se sienta en el piso de espaldas a la fogata. Apoya ambas manos en la arena. La respiración y el pulso, aquietados por el descanso, se aceleran de nuevo. Aún más que minutos antes cuando trastabillaba a ciegas en la desértica penumbra. Permanece así, paralizado, por un lapso breve que a él se le antoja eterno. El escriba sonríe. Le da tiempo y vuelve a llamarlo:

-¡Acércate Rabí! ¡No hay nada que temer!

El caminante vuelve a asomarse. Desde donde está puede discernir con claridad las facciones del escriba. Queda estupefacto ante la visión. No había visto a nadie tan parecido a él mismo. Si un testigo ocasional los viese ahora no podría afirmar que son gemelos; pero se asombraría con el parecido. Excepto por un detalle: Los cabellos bermejos del escriba –y en este punto el caminante se percata de que no es la reverberación de la lumbre lo que provoca el efecto- se deslizan a ambos lados de la cara y caen sobre la manta, también roja, que le cubre la túnica. Los fulgores del fuego en perenne lucha con la penumbra acentúan la negrura de sus ojos y el perfil de la barba rojiza bien recortada. Tiene las piernas cruzadas frente al cuerpo. Sobre ellas descansan los utensilios de escritura. Los brazos caen al descuido a ambos lados del torso, se doblan a nivel del codo apoyados sobre los muslos y las manos se proyectan con las palmas abiertas. Bajo la vestimenta se adivina un cuerpo cuya armónica musculatura está habituada a la realización periódica de esfuerzos. El caminante se decide a salir del escondrijo. Avanza con cautela hacia el escriba. Hasta que se decide y apura el paso. Se detiene y vacila a pocos pasos de la hoguera. El escriba lo anima acercándole un vaso y un cuenco con pedazos de carne asada al fuego:

-Siéntate, Rabí, bebe algo de vino y come. Estás exhausto.

El caminante se sienta. Toma el jarro y la escudilla, apura un trago de vino, lo paladea y pregunta:

-¿Quién eres? ¿Cómo sabes que vendría? ¿Por qué me llamas Rabí? ¿Por qué nos parecemos tanto?

-Calma. Saborea el vino, entra en calor, serena tu mente y poco a poco contestaré tus preguntas. Para saber quién es alguien no basta con que él mismo nos lo diga. Sólo el tiempo tiene esa respuesta. El nombre tampoco adelanta mucho; pero te lo diré para que tengas idea de cómo llamarme: Me llamo Judas –un madero en la hoguera chisporroteó. Varias chispas flotaron sobre un soplo de brisa-…Judas Iscariote.

-Yo soy…

-Jesús…, Jesús de Nazaret: Nuestro Salvador.

-¿Cómo lo sabes? –el caminante estaba cada vez más confundido.

-Siempre lo supe. No me preguntes cómo. Varias veces te he visto en sueños y una voz susurra tu nombre. Nuestro parecido es también un enigma para mí. Y ahora te digo, Rabí, en verdad te digo que te seguiré a donde vayas, seré quien quieras que sea y soportaré sobre mis hombros la carga que quieras imponerme. Por ahora me contento con ser tu escriba.

-¿Y qué escribes, Judas?

-Lo digno de ser escrito. Nuestra historia, Rabí: La Historia Sagrada del Mundo.

-¿Cómo sabes qué escribir?

-También lo he visto en sueños hasta hoy, hasta este preciso momento. De aquí en adelante necesito tu ayuda, Rabí. Las visiones, las señales, los sueños y los hechos que me trajeron hasta aquí se agolpan y giran en mi mente como si de un huracán se tratase. Necesito tu iluminación, tu guía para que me muestres el camino.

Jesús había entrado en calor. El efecto bienhechor del vino, el discurso de Judas y el tibio resplandor de la hoguera aclararon su entendimiento y sosegaron su ánimo. Entonces levantó la vista hacia el firmamento. El cielo nocturno, hasta ese entonces encarnación y epicentro de nefastas tinieblas, se había convertido en una bóveda oscura, de un azul tan intenso que apenas podía precisarse su frontera con el negro, salpicada por doquier de puntos luminosos. Sólo una nube había tenido la osadía de profanar aquel portento divino. La luna era un filón plateado en medio de las estrellas. Frente a ellos centelleaba un astro rojizo, mucho mayor que los demás, emitiendo su luminosidad hacia el infinito y tiñendo de rosa la nube solitaria. Jesús señaló la estrella y la nube, y dijo:

-Levanta tus ojos, Judas: Mira la nube, la luz que hay en ella y las estrellas que la rodean. La estrella que marca el camino es nuestra estrella. ¡Cuán afortunados somos! No merecemos tanto. Un camino que emprender y una estrella que seguir. ¿Acaso podemos pedir más?

Judas permaneció inmóvil, a la escucha. Su rostro denotaba satisfacción y al mismo tiempo perplejidad. Sólo se escuchaba el sonido del fuego devorando los troncos y algún que otro chillido de bestezuelas nocturnas. Al cabo de un rato Judas rompió el silencio con una pregunta:

-¿Y hacia dónde nos conducirá ese camino Rabí? ¿Hacia dónde nos guía nuestra estrella?

-Caminemos juntos a partir de ahora, ven conmigo –en el rostro de Jesús apareció una sonrisa benevolente-. Te enseñaré secretos que nadie ha visto. Porque más allá de nosotros existe un reino grandioso y sin límites, cuya extensión no ha sido imaginada jamás por nadie. Ni siquiera por los ángeles. En él habita un Espíritu Supremo nunca visto por ojo alguno, nunca concebido por la percepción y jamás nombrado. Su voz resuena en mi cabeza.

-Como te dije, Rabí: Te seguiré a dónde quiera que vayas, porque sé quién eres y de dónde vienes. Tú perteneces al Reino Inmortal y yo no soy digno de pronunciar el nombre del que te ha enviado.

-Entonces mantente junto a mí y te explicaré los misterios del Reino; pero te advierto: En algún punto del camino sufrirás gran aflicción.

-No importa… ¿cuándo me enseñarás todas estas cosas y cuándo llegará el gran día de luz para la estirpe humana?

Por respuesta sólo obtuvo la risa de Jesús. El silencio de la noche amplificó las carcajadas.

-¿Por qué te ríes, Rabí?

-No te inquietes, Judas, te lo ruego. Me causa risa ver cómo llegué haciendo yo las preguntas y ahora todo se ha vuelto al revés. ¿Acaso no viste todo en tus sueños?

-No todo. Muchas veces mis sueños no son más que torbellinos sin orden.

-Amigo, te propongo que durmamos ahora. Mis miembros me pesan, la lengua se me embota y el pensamiento poco a poco se empantana. Una noche es demasiado corta para responder tantas preguntas –diciendo esto Jesús se tumbó en la arena.

-No hagas eso Rabí: No duermas en el suelo. Hay una estera y una manta para cada uno –Judas le alargó una manta de lana y una estera.

-No hay mejor manto que el cielo ni estera más cómoda que la arena; pero temo desairarte y usaré los que me brindas –Jesús extendió la estera, se acostó sobre ella y se tapó con la manta. Luego miró a Judas y le dijo-: Y tú, ¿no vas a dormir?

Esta vez fue Judas quien adelantó una sonrisa a su respuesta:

-Más tarde quizá. Ahora el sueño me rehúye. Debo apurarme y copiar todo cuanto hemos conversado hoy, antes de que los brumales del olvido enturbien mi memoria. Hasta mañana.

-Hasta mañana –respondió Jesús y poco después se quedó dormido.

Judas atizó el fuego antes de apresurarse a redactar la conversación y demás detalles del encuentro. De cuando en cuando interrumpía la escritura, levantaba la vista y contemplaba el firmamento. Allí seguía el filón de luna, la gran estrella rodeada de millares más pequeñas y la nube luminosa. Fueron los reflejos rojizos de esta última los que más llamaron su atención y ansió muchísimo poseer el don elevarse sobre la tierra para entrar en ella.

Las visiones y las pruebas

Desierto situado al este del Jordán, Perea, Palestina. Año 30 DC.

Durante la segunda noche, cuando ya descansaban acomodados en las esteras dispuestas a la intemperie, comenzó a soplar una brisa baja y fuerte que trajo consigo, además de vetas de arena, arrastrándolas, unas plantas extrañas de pobre rizoma, las cuales de inmediato llamaron la atención de ambos hombres que las tomaron en las manos para examinarlas. Parecían bolas de fibras secas apretadas, como ovillos de paja recogidos sobre sí mismos, y al desplazarse emitían un sonido tenue parecido al de cangrejos pequeños buscando alimento o apareándose en la oscuridad. Algunas tenían fragmentos verdosos y entre ellos se acumulaban gotas de agua que, protegidas por la maraña de ramitas, casi no se perdían con los movimientos ni se contaminaban con la arena. Jesús y Judas estaban sedientos. Días atrás, aprovechando el horario cercano al crepúsculo, habían explorado hasta encontrar un oasis pero no siempre podían ir a acopiar agua pues era frecuentado por caravanas, viajeros y muchas veces malhechores que medraban a expensas de cuanto podían arrebatarles a las víctimas de sus asaltos y robos. Tampoco faltaban quienes vivían al acecho para atrapar incautos y venderlos como esclavos. Sabedores de que nada material valioso podían ofrecer a posibles atracadores, Judas y Jesús estaban seguros de que pagarían con la vida o el cautiverio si se presentaba un encuentro inesperado y desigual con semejantes personajes. Por la tarde, en el momento de ir a buscar agua, avistaron siluetas en el horizonte. La posible amenaza los obligó a permanecer ocultos entre las rocas y, tras beber cuanto restaba en los pellejos, les había quedado en la garganta un escozor que se apresuraron a mitigar con las gotas frías almacenadas entre las fibras de las plantas que llegaron con el viento.

Corrieron tras ellas, que continuaban girando impulsadas por la brisa nocturna, las atrapaban e iban depositándolas en un fardo. Reían divertidos mientras lo hacían, y Judas comentó que nunca antes había cazado plantas. Igual me pasa, dijo Jesús y se agachaba para recogerlas. Una en cada mano, dos al mismo tiempo, cuatro a la vez. Cuando creyeron tener suficientes, apenas podían arrastrar el fardo de un sitio a otro, se sentaron para extraerlas y separarles las fibras procurando dañarlas lo menos posible. Acto seguido bebían con avidez las frescas gotas y luego retornaban cada planta a la arena, como indulgentes pescadores devolviendo al agua peces pequeños o no ideales para comer. Los ovillos, entonces, continuaban su rodante periplo, alejándose de allí sin prisas y sin rumbo fijo.

Una vez saciada la sed, Jesús tomó la última planta para observarla unos instantes antes de elevar hacia el cielo la mano que la sostenía y decir:

-¡Bendita sea esta Rosa del Desierto y bendita la fuerza que, con la forma de un soplo divino, la trajo hasta nosotros para que pudiéramos aplacar nuestra sed!

Luego la soltó para que siguiese a las que se alejaban.

-¡Así sea! –dijo Judas, y los dos permanecieron sentados en la oscuridad hasta que dejaron de escuchar el sonido que provocaban los amasijos de fibras con el rodamiento y cesó también la brisa que los impulsaba.

Antes de dormirse recubrieron sus miembros, cara y parte del torso con el aceite que el Bautista les había proporcionado, se reacomodaron en las esteras y de madrugada recibieron la visita de un extraño personaje. Llegó sin hacer ruido, sin que su aparición fuese delatada por signo o premonición alguna. Ambos se sobresaltaron al verlo, o verla, porque sus rasgos eran femeninos, bellos al punto de sobrepasar todo límite imaginable. La piel blanca recorrida por una redecilla de áureos tatuajes y los ojos verdes relumbraban con la luz de los rescoldos. Llevaba un peplo escarlata, de seda, su largo pelo era amarillo e iba adornada con ajorcas, collares, pulsos y aretes de oro incrustados con piedras preciosas. En los pies calzaba sandalias doradas y exhalaba un perfume que al diluirse en el aire y entrar en los pulmones provocaba enturbiamiento de los sentidos. Estaba reclinada en un mueble como el que solían emplear los romanos para recostarse durante las orgías y banquetes. Junto a ella había una garrafa de vino, tres cálices de oro y una cesta repleta de uvas, las cuales tomaba con parsimonia para llevárselas a la boca, rojísima, y masticarlas. El jugo de las frutas se le salía por fuera de los labios, le mojaba el cuello e iba a perderse en el surco entre los pechos, redondos y erectos, cuyos pezones se insinuaban bajo la seda. Luego tomaba la garrafa, servía vino en los tres cálices y bebía de uno de ellos. El vino, idéntica jugarreta que el jugo de las frutas, seguía el mismo recorrido, sólo que también llegaba hasta los muslos, los cuales sobresalían desnudos a través de un corte practicado en la parte inferior del peplo. Judas y Jesús se incorporaron y, sincronizando sus voces, hablaron como uno sólo:

-¿Quién eres?

-¿Acaso importa? –les respondió la mujer y cuando fijó en ellos los ojos verdes ambos se estremecieron- Vengan a recostarse conmigo, comamos y bebamos que la noche es corta, la vida un calvario y debemos aprovechar los pocos placeres que nos ofrece.

Judas y Jesús corrieron a sentarse a su lado. Las manos les temblaban, los ojos sólo la veían a ella y sus mentes estaban dominadas por la idea de poseerla, de olerle los cabellos, besarle la boca, morder cada palmo de piel recorrida por el vino y el jugo de las uvas y beber la mezcla de ambos néctares acumulada en el ombligo. Antes de llegar a ella comenzaron a pelearse, cada uno pugnando por ser el primero.

-¡Es mía! ¡Mía! –gritaba Jesús mientras lanzaba puñetazos.

¡Nunca la tendrás! ¡Será para mí! –le contestaba Judas, quien no se quedaba atrás en la lucha.

La mujer los miraba, divertida, reía y los incitaba:

-¡Vamos, vamos, mis reyezuelos traviesos, al que gane le daré el doble de placer! –mientras hablaba se subía el peplo para mostrar los muslos.

Y más se encarnizaban ellos en la pelea hasta que cayeron agotados, uno frente a otro, intentando hacerse daño sin lograrlo. Se miraron entonces: Los ojos amoratados, las narices y los labios partidos, las vestiduras rotas, los cuerpos arañados. Y cayeron en cuenta del desastre. Jesús miró a la mujer, que reía, y le dijo:

-¡Dime quién eres! ¡Yo te conjuro, maldita!

-¡No! –gritó ella con la voz cambiada

-¡Dinos quién eres! ¡Te conjuramos, inmunda! –esta vez Judas sumó su voz a la de Jesús y hablaron de nuevo como uno solo.

El cuerpo de la mujer comenzó a retorcerse, se le fue transformando y poco a poco las sensuales líneas femeninas fueron sustituidas por escamas serpentinas. Se escuchó un mugido, un ser enorme saltó hacia las rocas y desde allí los miró a ambos. La oscuridad se iluminó a su alrededor. Los hombres retrocedieron, con las manos apoyadas en la arena, sin poderse levantar. El terrible ser tenía tres cabezas: Una de toro con ojos fulgurantes, una de hombre y una de carnero con grandes cuernos retorcidos. El cuerpo era de serpiente con patas de dragón terminadas en gruesas garras. La boca de hombre emitió unas carcajadas.

-¿Quién eres? –volvieron a preguntar los hombres.

El monstruo, por toda respuesta, comenzó a emitir gruñidos siniestros mientras se retorcía y el cuerpo se le inflamaba. Llegó al punto de parecer un gigantesco balón, brillante en medio del halo de luz que hasta ese momento lo había rodeado, con respecto al cual las cabezas habían empequeñecido, adquiriendo, si tal eventualidad era posible, un aspecto aún más repulsivo. Al mismo tiempo, unas grietas le aparecieron en la piel y a través de ellas brotaron chorros de sangre pestilente. Judas y Jesús, por instinto, se llevaron las manos al rostro para cubrírselo, escucharon un estallido y todo alrededor, incluyéndolos a ellos, se cubrió de aquella sangre apestosa que durante varios instantes estuvo cayendo, como maléfica lluvia, sobre las dunas y emponzoñó hasta el agua acaparada en los pellejos. Los dos hombres comenzaron a revolverse en el suelo tratando de quitarse de encima por medio de manotazos, sin lograrlo, aquella sangraza pútrida. Mientras más intentaban retirarse con las manos la capa de líquido rojo que les cubría la piel, más se aferraba a esta dando la impresión de brotar desde el interior y no de haber caído desde afuera.

Poco después escucharon de nuevo las carcajadas y desapareció la sangre que había embebido las dunas. La arena y las rocas recuperaron su color habitual. Jesús y Judas permanecieron tumbados en el suelo durante un rato sin dirigirse la palabra, mirándose sorprendidos hasta convencerse de que sobre sus pieles no quedaba una gota de sangre. Sólo cuando vieron los primeros claros del día desafiando la oscuridad fueron capaces de recoger las esteras y ubicarlas dentro de una pequeña caverna entre las rocas para tumbarse a dormir.

Despertaron de noche muy hambrientos porque durante el día, como habían dormido, no pudieron acopiar alimentos. Salieron del refugio y vieron una alfombra multicolor estirada en la arena. Sobre ella estaban dispuestos varios manjares: Bandejas llenas de cordero asado, panes y frutas alternando con jarras de vino. En las cuatro esquinas brillaban los fuegos de igual número de lámparas de aceite situadas sobre candeleros de bronce. Junto a la alfombra estaba parada una viejecilla delgada y sonriente que los invitó a sentarse. Judas y Jesús, recelosos, no obedecieron. Pero en el rostro de la viejecilla apareció una melosa sonrisa y les dijo:

-Siéntense, hijos míos, no le negarán el placer de verlos comer a esta pobre vieja que ha pasado todo el día preparándoles la comida.

-¿Quién eres, buena mujer? –preguntó Jesús.

-Soy sólo una anciana piadosa que ha venido a atenderlos, por favor, no me desaíren –la señora amplió la sonrisa para dejar al descubierto unas encías desdentadas. Llevaba una túnica y un manto rojos, tenía miembros delgados pero ágiles, manipulaba las bandejas con presteza y sus gestos eran precisos, sin indicios de senilidad. En eso una racha de viento hizo que el aroma de la comida penetrase en la nariz de los hombres, cuyas bocas se llenaron de saliva, sus estómagos se contrajeron y en sus mentes no primó otra idea que no fuese saciar el hambre. Corrieron hacia la alfombra, se acuclillaron junto a ella y comenzaron a ingerir cuanto alimento tenían enfrente. Partían grandes trozos de cordero con las manos, sin usar escudilla para servirse, y los tragaban masticando apenas. Después cogían enormes porciones de frutas, puñados de dátiles, albaricoques, peras y manzanas, y los trituraban con los dientes antes de engullirlos. Tenían las bocas y los ropajes embarrados de salsa, manteca, jugo y vino. Cada vez que daban cuenta del contenido de una bandeja, como de la nada, la viejecilla se apresuraba a sustituirla por otra llena. Luego se sentaba junto a ellos, comía y a medida que iba ingiriendo los alimentos le salían dientes y sus formas se llenaban. Se fue poniendo regordeta, las enjutas mejillas se convirtieron en cojinetes rosáceos y la ropa apenas le servía. Los hombres estuvieron comiendo durante horas, hasta que los vientres se les endurecieron, comenzaron a sentir náuseas y tuvieron que apartarse de la alfombra para vomitar. Los estómagos se les constriñeron, la piel palideció, los cuerpos se les doblaban con violencia y de sus bocas salían chorros de vómito que fueron convirtiéndose, sobre la arena, en pestilentes charcos donde sobrenadaban alimentos a medio digerir. Mientras ellos vomitaban, la viejecilla continuaba comiendo, se reía, poco a poco su piel iba desprendiéndose y debajo asomaban pedazos de carne negra cubierta de gruesos pelos oscuros. Su rostro se fue inflamando, le salieron cuernos, entre ellos una diadema de fuego y de su espalda brotaron alas membranosas. Comenzó a escucharse un zumbido y acudieron al lugar varios enjambres de enormes moscardones que se arremolinaron sobre la comida, la cual se fue corrompiendo y emitió un olor semejante al del vómito. Los insectos también volaron alrededor del pavoroso ser en que se había convertido la viejecilla, la cual abría la boca con una mueca siniestra y de ella brotaban nuevas miríadas de moscones. Poco después, a una orden suya, como un solo cuerpo fueron a atormentar a los dos hombres que aún vomitaban. Se les posaron en el cuerpo, los picaron e hicieron intentos para introducírseles en los oídos, la nariz y la boca, cosa que ellos evitaron a medias dando grandes manotazos con los cuales aplastaban los insectos sobre la piel, convirtiéndolos en amasijos revueltos de patas, alas y cuerpos rotos sobre un hediondo parche líquido. En medio de las arcadas, Judas y Jesús, por turnos, intentaron conjurar a la criatura:

-¡Vete de aquí, horrendo ser! –gritó Judas.

-¡Desaparece! –dijo Jesús.

El monstruo se puso de pie y caminó hacia ellos. Las moscas se detuvieron, permaneciendo inmóviles en el aire.

-¡Vete ya! –gritaron los hombres a la vez, escupiendo pedazos de insectos que habían entrado en sus bocas.

El monstruo, por respuesta, comenzó a reírse con intensidad tal que los obligó a taparse los oídos, luego chasqueó los dedos y los moscardones volvieron a atormentarlos. Los hombres se retorcieron en el suelo sin dejar de gritarle:

-¡Esfúmate, bestia! ¡Te conjuramos!

De nuevo se escucharon las carcajadas. Los bichos arreciaron su acometida. Del banquete inicial sólo quedaban unos desperdicios podridos y tras dar cuenta de ellos formaron un remolino tal alrededor de los hombres que lograron levantarlos sobre el suelo. Judas y Jesús, impulsados por aquella legión de moscas que ennegrecían el firmamento, giraron hasta perder el sentido y cayeron sobre la arena.

Cuando volvieron a la realidad, oraron durante un buen rato y fueron a tenderse en las esteras. Se quedaron dormidos muy tarde, temerosos de que en sueños les tocara sufrir una pesadilla como las visiones que acababan de experimentar.

Al día siguiente, después de ungir otra vez sus cuerpos, fueron a buscar agua y comida. Dedicaron gran parte de la mañana al abastecimiento y cuando regresaban con los pellejos llenos de agua, varias jofainas con dátiles e higos se encontraron con que frente al refugio estaba sentado un hombre cuyas vestiduras, desde las sandalias hasta el turbante que le cubría la cabeza, eran de un color amarillo esplendoroso. Mostraba el individuo una complexión ligera pero atlética, tenía el semblante tostado, los ojos de color impreciso y sobre la frente, sirviendo de fijación para el turbante, llevaba un topacio enorme. En cuanto los vio hizo una reverencia, abrió los brazos y les dijo:

-¡He venido a traerles riqueza y prosperidad!

Sobre la arena aparecieron montones de monedas y objetos de oro y plata, todos bruñidos y nuevos, además de finas piedras gigantescas: Rubíes tan rojos como la boca de la mujer de la Primera Visión, verdes esmeraldas, azulados zafiros, amatistas violáceas, nacaradas perlas y topacios amarillos como los ropajes del hombre; todas formando montañas polícromas que refulgían bajo la luz del sol. Jesús y Judas se sintieron empobrecidos, insignificantes, y comenzaron a llorar su miseria.

-¡Oh, cuán pobres somos! –se lamentaban.

Y a la par de la intensidad de los clamores se iban elevando montañas de objetos valiosos, oro, plata y piedras finas, las cuales crecieron por encima del montón de rocas que servían de amparo a los hombres. Jesús y Judas se lanzaron en pos de las riquezas y comenzaron a acapararlas con ambas manos de forma que frente a cada uno se iba formando una aglomeración; pero no bien hubo alcanzado cada pila un tamaño considerable, intentaron arrebatárselas uno a otro. Y así estuvieron acumulando posesiones toda la tarde, enfrascados en tener cada vez más, sin saciarse ni encontrar límite acertado. El hombre de amarillo los alentaba:

-¡Vamos, vamos! ¡Apúrense que ahora hay suficiente para los dos pero mañana no sabemos qué puede pasar!

Y ellos metían las manos en el tesoro para tomar grandes cantidades. Ya tenían ampollas en los dedos, muchos les sangraban, varias uñas se les habían partido y les dolían los brazos; pero continuaban enfrascados en el acaparamiento. Echaban monedas sobre sus mantos y las transportaban al interior del refugio, que en breve quedó repleto sin permitirles la entrada. El hombre de amarillo reía, el topacio relumbraba y con cada carcajada continuaban apareciendo montones de candelabros, lámparas, cetros, collares y monedas. Muchas monedas.

-¡No se detengan, no se detengan hasta convertirse en los hombres más ricos de la tierra!

Así se mantuvieron hasta el anochecer, momento en que cayeron rendidos y las pilas de monedas comenzaron a sepultarlos. Ellos, viendo que la vida peligraba, le dijeron al hombre de amarillo que ya tenían suficiente.

-¿Cómo es posible? –les respondió- ¡La riqueza nunca es suficiente! ¡Los hombres nunca se contentan! ¡Les daré más! –batía palmas y las monedas continuaban brotando de la arena.

-¡No! ¡No queremos más! –gritó Judas, quien ya apenas tenía afuera la cabeza.

-¡Tenemos suficiente! –lo secundó Jesús, sepultado hasta los hombros- ¡Detente, te lo pedimos en nombre de Dios!

Jesús sintió que dos enormes serpientes se le enroscaban en las piernas e iban reptando hacia arriba, percibía sus fríos cuerpos adosados a la piel, mojándola con una baba espesa como la que dejaban atrás las babosas. Sacaron las cabezas por fuera de las monedas y le dijeron a la vez:

-¡Calla!

-¡Déjenlo en paz, váyanse! –gritó Judas.

El hombre del topacio, transformado en un gran lobo negro de fauces babeantes, subió hasta el tope de una de las pilas del tesoro y los miró con ojos amarillos como las vestiduras que poco antes le habían cubierto el cuerpo. Acto seguido levantó la cabeza hacia el cielo, aullando, y se formó de inmediato una tormenta. Los relámpagos se sucedían unos tras otros y comenzó a caer granizo. Grandes fragmentos de hielo redondeado que al refulgir entre los rayos daban la impresión de que había fuego en el firmamento oscuro. Se precipitaban como bólidos sobre el suelo, golpeando a los hombres por todo el cuerpo, llenándoselo de moretones y llagas, obligándolos a cubrirse y retorcerse de dolor. La tormenta se prolongó hasta que ellos trocaron la vida por la muerte, abandonándose a lo inevitable. Sólo entonces se aplacó la furia celeste. Desapareció el granizo, la enorme fiera de ojos amarillos, las serpientes y las montañas de tesoros. Judas y Jesús recogieron los pellejos llenos de agua, los dátiles y los higos que habían acopiado y se fueron a descansar, contentos de tener lo indispensable para sobrevivir otra jornada a pesar de los golpes recibidos.

Por la mañana Judas dijo que no pretendía salir del refugio. Las visiones habían comenzado a aparecer también de día y hasta el momento nunca los habían afectado dentro de las rocas. Jesús estuvo de acuerdo, embadurnaron sus cuerpos con el aceite y permanecieron recostados en las esteras convirtiéndose en cómplices pasivos de la inacción. Mientras más tiempo pasaba menos deseos tenían de levantarse, incluso perdieron el interés por las oraciones, la meditación, el agua, la comida y el alivio de los reclamos del vientre. A mediodía apareció dentro de la pequeña caverna una mozuela, flaca y de térrea palidez, recostada en un camastro. Tenía el cuerpo cubierto hasta la cintura por una manta y la cabeza apoyada en un grueso almohadón. No mostraba afeites ni atuendos que le resaltaran la belleza. Su pelo era muy negro, lo llevaba suelto y crecía hasta perderse por debajo de la manta. Las uñas las tenía igual de crecidas que el pelo. Apenas cambiaba de posición en el lecho y bostezaba con frecuencia. Judas y Jesús se extrañaron con su presencia pero se sentían tan cómodos que ni intentaron entablar conversación. Al cabo de un rato la mozuela habló por primera vez:

-¡Qué hermosa sería la vida si uno pudiera pasarla por completo en reposo, abandonando los quehaceres y las responsabilidades! ¡No me levantaría jamás del lecho!

-Es cierto –dijo Jesús-. Yo también me abandonaría al descanso sin preocuparme por nada.

-Sin hacer nada, nada –dijo Judas, y bostezó.

Se revolvieron con lentitud en las esteras para buscar acomodo y así pasaron varias horas. Sin hablar, sin tomar agua, sin alimentarse, regodeándose en el placer de estar tumbados, disfrutando la expectativa de una vida cuyo único sentido sería la pereza. Las obligaciones diarias clamaban desde algún punto recóndito en las mentes; pero el deseo de permanecer en cama las acallaba.

Ya casi era de noche cuando la muchacha dijo:

-Tengo hambre; pero preferiría morir aquí acostada que levantarme a preparar comida.

-A mí me sucede lo mismo –la apoyó Judas-. Qué extraño. Tengo hambre, sed y me pesa alargar la mano para tomar el pellejo y beber. Rabí, ¿me lo podrías alcanzar?

-Judas, me encantaría hacerte el favor, es más, también yo muero de hambre y sed, pero igual que tú prefiero quedarme en el lecho hasta morir. ¡Espera! ¿Qué he dicho? –una señal de peligro agitó su mente- ¡Debemos levantarnos! ¡Debemos ahuyentar esta muchacha! ¡Es otra de nuestras visiones!

Hicieron gran esfuerzo para incorporarse en los lechos. La mozuela se había esfumado. En su lugar, en una esquina de la cueva, sentado sobre una piedra, estaba un ente parecido al que había traído las moscas, sólo que un poco más alto y de cuerpo humano mejor formado, sin alas y sin diadema de fuego. En la parte baja de la espalda sobresalía una cola de león que siseaba en el aire. La cara era más fea. Tenía nariz de vaca, grandes ojos amarillos cercanos uno de otro, boca desproporcionada como la de un pescado y en las comisuras asomaban colmillos irregulares. Sobre la cabeza se distinguían un par de cuernos negros, largos, retuertos y de longitudes diferentes. En las piernas le habían crecido espuelas semejantes a las de un gallo viejo, y terminaban en patas de perro.

-¡Vete de aquí, maldita abominación! ¿Hasta cuándo nos atormentarán? –le gritó Judas.

La aparición, como las anteriores, no contestó. Fue a abrir la boca; pero se contuvo. Se limitó a mirarlos con la misma despreocupación conque un chicuelo contempla las evoluciones de un gusano sobre el barro, dio una patada en el suelo y los cuerpos de Jesús y Judas se cubrieron de llagas dolorosas, mucho más molestas en los sitios que habían estado en contacto con las esteras y las mantas. Manaba de ellas una secreción espesa, que al contacto con piel sana daba origen de inmediato a nuevas úlceras. Los hombres quedaron doblados por el dolor, convertidos en masas informes y con los rostros irreconocibles. Pero esta vez se sobrepusieron, llegaron a levantarse y corrieron a tientas hacia afuera donde todo continuaba en calma. El contacto con el aire límpido del exterior hizo desaparecer las llagas, dentro de la caverna escucharon un lamento, tembló la tierra y recobraron la lucidez. Vaciaron entonces las vejigas y los vientres, encendieron hachones y, cobrando presencia de ánimo se atrevieron a regresar a la cueva para alimentarse y beber.

En el interior sólo las mantas y las esteras desordenadas delataban lo ocurrido. Por lo demás no había indicios de presencia alguna. Pasados unos instantes de acecho, echaron mano a la comida y los pellejos de agua. Se alimentaron y bebieron hasta saciarse. Luego pasaron gran parte de la noche comentando lo ocurrido, espantados, y sólo se impuso el cansancio cerca del amanecer.

Los días siguientes transcurrieron en calma. Las visiones les dieron una tregua porque, un tanto temerosos, no siempre se untaban el óleo. El frío de las noches, que los obligaba a refugiarse dentro de la pequeña caverna y tenderse cerca de la hoguera, relevaba sin variación a los sopores diurnos. Las horas de silencio sólo eran interrumpidas de cuando en cuando por soplos de aire caliente que levantaban remolinos de arena, o por movimientos de sabandijas reptando entre las rocas. A veces aparecían caravanas a lo lejos quebrando con su paso la monotonía. Los contornos oscuros de hombres, bultos y animales estampados sobre el horizonte, las nubes de polvo elevándose sobre las dunas para oscurecer el sol. Jesús y Judas apenas se dirigían la palabra, entregados por completo a las oraciones y los quehaceres impuestos por la supervivencia; aunque ambos sabían que el silencio y la meditación sólo les disfrazaban la incertidumbre. Habían emprendido el peregrinaje hacia el desierto para llevar una vida aislada que los guiase por el camino del conocimiento, convencidos de que quien se encuentra consigo mismo es capaz de encontrar la esencia de la vida, entenderse con el resto de los mortales, comprender los designios de Dios, vislumbrar el rostro supremo y escuchar Su nombre en cada soplo de viento o susurro del agua, en las simplezas de la cotidianidad. Y sacaron una conclusión definitiva: Toda senda conductora hacia la iluminación estaría llena de vericuetos, obstáculos, tretas, disímiles espejismos, terroríficas pesadillas o lúgubres visiones: Asomos de perdición. Quien se decidiese a emprenderla tendría que estar seguro de querer someterse a semejantes pruebas para alcanzar la suprema recompensa. La luz que guía hacia el final del camino quema durante el trayecto.

Una tarde, cuando los fulgores y la oscuridad pugnaban a partes iguales por el dominio del entorno, Judas fue a beber y se encontró con que no había reserva de agua.

-Rabí, ¿no acopiaste agua?

-Oh, perdóname, Judas, lo olvidé.

-¿Cómo es posible? ¡Sabes que sin agua no se puede sobrevivir aquí, y en la oscuridad es muy difícil caminar hasta el oasis para buscarla!

-No te preocupes, iré ahora mismo.

-¡No! ¡Iré yo!

-Judas, no te irrites, déjame ir. Es mi turno.

-¡Ya te dije que iré yo y no quiero que se hable más de este asunto!

-¿Y desde cuándo eres tú quien dicta las reglas?

-Desde ahora, por tu desidia.

-¡Pues no lo permitiré! –gritó Jesús y se interpuso en su camino.

-¡Apártate! –el rostro de Judas se había enrojecido, al igual que sus ojos, tenía ingurgitadas las venas de la frente y con todas las fuerzas que fue capaz de acaparar empujó a Jesús, el cual fue a dar de espaldas contra el suelo.

Judas no le dio tiempo a pararse, se abalanzó sobre él y comenzó a lanzarle puñetazos. Jesús levantó las manos para bloquear el ataque y en breve estuvo recuperado de la sorpresa. Retrocedió con rapidez, se puso de pie y respondió a la ofensiva de Judas con una rápida andanada de golpes. Se dieron codazos, rodillazos y hasta mordidas. En breve sangraban por la nariz, tenían los pómulos partidos y a veces escupían una saliva rojiza. Como vieron que los golpes resultaban ineficaces echaron mano a unas rocas, comenzaron a lanzárselas y los impactos les magullaron el cuerpo. Se detuvieron unos instantes, jadeando, y escucharon un chillido estrepitoso que resonó en las paredes de la caverna. Cayeron al suelo y se taparon los oídos con las manos para mitigar el sonido. La vista se les nubló por la furia, que iba en aumento, y no alcanzaron los escupitajos para drenar la saliva que salía de sus bocas, convertidas en surtidores de espumarajos rosáceos. El chillido no cesaba y alrededor de ellos notaron que daba vueltas una presencia incorpórea flotando en el aire, mezcla de humo oscuro y resplandor. Judas y Jesús sacudieron las cabezas, abrieron y cerraron los ojos varias veces y nada cambió. La presencia se detuvo, quedó flotando entre ellos y formó un cuerpo de hombre forzudo que llevaba un peto de metal semejante al de los oficiales romanos, la prominente cabeza era de cuervo y abría el potente pico del cual salía una lengua larga y bifurcada. Otro graznido terrible obligó a los hombres a taparse los oídos.

-Oh, Dios, ¿es que este tormento no se detendrá nunca? –dijo Judas.

Escucharon entonces un zumbido que fue acrecentándose. Salieron de la cueva, en parte escapando del terrible ser que en ella moraba y en parte curiosos por averiguar el origen del zumbido. Una nube turbia y móvil cubría el cielo hasta el límite en el que parecía encontrarse con la tierra. A su paso arrasaba con los arbustos y de su apetito no escapaban los escasos seres que se encontraba en el camino. Ni las espinas de los cactos servían como protección ante aquella arrolladora invasión.

-¡Langostas! –gritó Jesús.

Y corrieron a refugiarse en la caverna, en cuyo interior aún levitaba el extraño ente de cabeza de cuervo y bruñido peto. Intentaron cubrir la entrada con las mantas y las esteras, interpusieron rocas en el camino de la plaga; pero nada fue capaz de detenerla. Horadaban la tela, engulléndola entre chirridos, e incluso las rocas eran demolidas por aquellos insectos de desproporcionadas dimensiones. De cuando en cuando se escuchaba el chillido, y los grillos redoblaban con él, como si de una voz de mando se tratase, el ímpetu destructivo. Lograron entrar en la caverna y se posaron sobre los hombres, que se habían hecho un ovillo en el suelo. Hendieron las rígidas fauces, miles de ellas, en las carnes ya magulladas por la pelea, agrandando así el dolor y la culpa. Se introdujeron por las narices sangrantes, las bocas rotas y los oídos, destrozando a su paso el tímpano y devorando la carne que ya se ofrecía inerte.

-¡Dios! ¡Dios! –gritaron los hombres poco antes de sucumbir.

La presencia desapareció de pronto, así como las langostas, y enseguida Jesús y Judas recuperaron su estado anterior. Los moretones, las partiduras, la sangre, la visión nublada y la espuma saliendo de la boca también se desvanecieron. En su lugar quedó un dolor intenso que crecía cada vez que ejecutaban un movimiento, como recordatorio de aquella noche durante la cual estuvieron a punto de matarse por una nimiedad.

La sed les impedía dormir y decidieron ir juntos a buscar agua al oasis. Tomaron los pellejos y se pusieron en camino. Al principio las dolamas, intensificadas por el frío nocturno, dificultaron la marcha; pero en breve el movimiento calentó las coyunturas y los pasos recobraron una fluidez cercana a la habitual. La luna alumbraba el terreno con una luz azulada que les permitía orientarse sin dificultad y dibujaba, a modo de aviesas prolongaciones, fantasmagóricas sombras junto a las rocas y los escasos arbustos.

No se habían alejado mucho cuando escucharon ruido de agua brotando del suelo. Se detuvieron para aguzar el oído e identificar el sitio exacto donde manaba el surtidor. Una vez orientados se encaminaron hacia el manantial, cuya existencia los sorprendió porque habían explorado la zona varias veces y cerca del refugio nunca identificaron fuentes de agua. De hecho, casi a diario se veían obligados a recorrer largas distancias para acopiarla. Sea como fuere, allí estaba, tan cerca que parecía increíble: Un flujo de agua límpida que brotaba sin cesar de las profundidades de la tierra. En pocos instantes se acumuló una cantidad suficiente para formar un pequeño lago. Judas y Jesús se acuclillaron en la orilla para llenar los pellejos y de continuo tenían que retroceder porque el nivel del agua subía con rapidez y amenazaba con cubrirlos. Sintió entonces Jesús un deseo tremendo de ser como Judas, de dominar el arte de la escritura para plasmar sobre el papiro cuanto iba aconteciendo. Necesitaba aquella habilidad para sentirse completo. Estaba seguro de que no tendría sosiego mientras no pudiese adquirir y sobrepasar la destreza de su amigo. Y si no lo lograba le machacaría las manos con una piedra para que jamás pudiese empuñar la pluma. Judas se mantenía en silencio, luchando sin saberlo contra la misma obsesión. Deseaba ser como el Rabí, disertar sobre cualquier tema, tener todas las respuestas y perfeccionar la oratoria hasta alcanzar una maestría que le permitiese, con escasas y certeras palabras, tocar el fondo de la mente y del espíritu de los hombres. Si no lo conseguía iba a cortarle la lengua a Jesús con una daga al rojo vivo para que jamás pudiese hablar de nuevo.

De pronto se formaron grandes ondas circulares en el centro del lago, las cuales aumentaban de tamaño a medida que se acercaban a la orilla. A las ondulaciones siguió un ruido terrible, como de un amasijo de truenos. Allí donde las ondas tenían su epicentro surgió del agua, entre espumeros y remolinos, un cuerpo monstruoso y oscuro. Sobre la cabeza, el lomo y la cola se veían escamas duras como lajas de piedra. Los ojos, redondos y gigantescos, relumbraban como rescoldos de un fuego. El hocico, alargado y lleno de dientes, se abría y dejaba escapar llamas y humaredas sulfurosas. El agua a su alrededor bullía y en la superficie se formaban sendas burbujas que explotaban con estruendo dejando el aire viciado con vapores malolientes. El lago se volvió pantanoso, emitía miasmas asfixiantes, nubes de mosquitos volaban sobre su superficie e incontables cohortes de sapos croaban a su alrededor.

Judas y Jesús permanecieron entregados a sus pensamientos mientras los sapos se multiplicaban, abandonando el agua saturada de ellos e invadiendo la arena. Aparecieron acúmulos de ellos, montañas enteras que cubrieron la tierra. Se arremolinaron junto a los hombres y subieron por las piernas, pegándose a los cuerpos y envolviéndolos. Jesús y Judas comenzaron a espantarlos, a quitárselos de encima pero por cada uno que lograban alejar venían decenas de ellos, reptando con sus patas frías e impregnando la piel con viscosas humectaciones. Los hombres se arrodillaron, vencidos por el peso de tantos batracios y sólo cuando estuvieron a punto de perecer sepultados abandonaron las nefastas cavilaciones.

En ese momento de las fauces del monstruo salió un bufido que pudo escucharse en los confines de la tierra, después desapareció junto con el agua, el hedor, los mosquitos y los sapos. Los hombres, pese a encontrarse aterrorizados y confundidos, impelidos por la sed continuaron la marcha hacia el oasis porque sus pellejos se habían vaciado. Allí pasaron la noche, después de beber, bajo las palmeras, tan cansados que apenas se preocuparon por las visiones o sus efectos.

Por la mañana se levantaron dispuestos a regresar a las rocas, lo dispusieron todo para la partida y antes de ponerse en camino Jesús cambió de parecer.

-Creo que es mejor que permanezcamos aquí –dijo-. Así tendremos agua suficiente con sólo alargar la mano, sombra y brisa refrescante bajo las palmeras y no nos veremos forzados a continuar con las caminatas.

-Rabí, este es sitio de paso obligado para las caravanas, es peligroso permanecer aquí porque pueden apresarnos y vendernos como esclavos. Además, no hay donde guarecerse durante las tormentas de arena.

-¡Tonterías! ¡Mis palabras y mis ideas deben primar! ¡Nos quedaremos!

-Pero… ¿por qué?, creo que ahora te equivocas…

-No, Judas: Jamás me equivoco. ¿No dices acaso que soy tu Maestro? Entonces soy superior a ti y debes acatar mis órdenes sin cuestionarlas.

-¡Jamás! ¡Ningún hombre sobre la tierra es mejor que yo y no tengo porqué recibir órdenes de nadie!

-Pues te quedarás solo. No sé qué harás sin mí.

-Estaré mucho mejor, créelo. Te aventajo en muchos aspectos y no te tendré como fardo sobre mis hombros.

-¿Qué dices, ingrato? ¡Deberías agradecer mi luminosa compañía!

-¿Quién te crees que eres?

-El Salvador, El Espíritu Supremo. Tú lo dijiste la noche de nuestro encuentro.

-Pues me retracto, no eres más que un hombrecillo insufrible…

Ya levantaban los puños para enfrentarse de nuevo cuando una ventolera nubífera ensombreció las dunas. Tras ella vino un resplandor que los obligó a cubrirse los ojos con las manos, y cuando la luz se atenuó vieron ante ellos a un hombre enorme, vestido de negro, con rostro de fuego y ojos oscuros como dos pozos sin fondo, alrededor del cual refulgía un halo luminoso. En su espalda batían doce pares de alas oscuras y los remolinos que levantaban inclinaron las palmeras.

-¿Quién eres? –preguntaron Jesús y Judas.

-Otra vez la misma pregunta –la voz era tan potente como el estruendo causado por el derrumbe de una ladera- ¿Es que a los hombres no se les ocurre nada más? No tengo nombre porque soy ingénito y escapo de la comprensión. Pero la estirpe humana, hato de injurias e ignorancia, se ha empeñado en darme varios. Si lo desean pueden inventarse otro, no me importará, o llamarme Legión, porque soy uno y al mismo tiempo todos. Y somos muchos.

-¿Qué quieres de nosotros? –preguntaron los hombres.

-No quiero nada. Sólo ponerlos en una encrucijada y darles a elegir entre los caminos. Son libres de escoger. Lo fueron desde el principio y continuarán siéndolo hasta el fin de los tiempos.

-Nuestro camino es el sendero de Dios. No queremos trato contigo. ¡Vete! –dijo Jesús.

-Veo que no aprendiste la lección –se dilataron los agujeros oscuros en la cara llameante-. Sigues siendo soberbio. Pues bien, ahora comprenderás.

Jesús se sintió levantado por una fuerza invisible que lo puso entre unas piedras. Luego escuchó una voz que le dijo:

-Convierte estas piedras en pan, y creeré.

Jesús hizo silencio un instante y después respondió:

-No es necesario, porque no sólo de pan vive el hombre; sino de toda palabra salida de la boca de Dios.

La tierra se estremeció tras la respuesta y se produjo un ruido tremendo, como de miles de rocas chocando. Jesús fue levantado otra vez y lo depositaron sobre una colina pétrea que tomó la apariencia del pináculo del Templo de Jerusalén. Allí escuchó otra vez la voz:

-Échate abajo y si no mueres creeré. Porque escrito está: “A sus Ángeles mandará en pos de ti y en sus manos te sostendrán para que no caiga tu cuerpo sobre la piedra”.

De nuevo un silencio. Jesús contestó:

-También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”.

Tras la respuesta tuvo que apretarse las orejas con las manos porque se escucharon muchos truenos en uno solo, y fue levantado ahora sobre las nubes de suerte que la tierra se veía pequeña. Fácil de abarcar. Y desde allí se sintió tan poderoso que quiso dominar cuanto sus ojos contemplaban. La voz le dijo:

-Todo esto te daré, si prosternado me adoras.

-A Dios adoraré y sólo a él debo servir.

Con la misma rapidez que lo elevó fue devuelto a la tierra y depositado con brusquedad junto a Judas, que parecía ajeno a lo acontecido.

El Potentado Oscuro se dio vuelta y en su espalda estaba, unido a él, un ser muy parecido, de su mismo tamaño, vestido con ropajes idénticos pero blancos y los rasgos faciales le cambiaban sin cesar de suerte que no era posible describir su rostro. El borde la túnica y de las mangas relumbraba y los doce pares de alas esta vez eran blancos. Extendió una mano hacia Jesús y dijo:

-¡Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia! –y su voz, como su cara, sonó como si al unísono hubiesen hablado todas las voces del mundo-. A partir de ahora, desde lo profundo, mi voz te guiará –luego les habló a los dos-. Están listos para regresar. Vayan por el mundo esparciendo en Mi Nombre el Fausto Mensaje.

Jesús y Judas, atónitos, cayeron de espaldas en el suelo y así permanecieron. El Gemelo Blanco hizo otro giro y ante ellos apareció el Oscuro.

-Espero que hayan comprendido: Nadie llega al Padre si no es a través de Mí. Todo camino hacia el Cielo es un puente estrecho y oscilante, hecho con maderas viejas y sogas estropeadas, tendido sobre el Abismo. Miren siempre hacia delante a lo largo del sendero. No se dejen llevar por las escenas ni los estruendos que claman desde los lados y abajo. De lo contrario caerán y los estaré esperando con las fauces abiertas. Adiós.

Entonces el Oscuro desapareció, no sin antes conjugar la sangre, las moscas, las llagas, los sapos, las langostas y el granizo en una amalgama que cubrió de tinieblas el mundo. Una nada oscura en medio de la cual ningún elemento podía distinguirse. Luego vino la luz, las nubes desaparecieron, el viento se aquietó y el aspecto de oasis volvió a ser el de siempre.

-Otra semana como esta en el desierto y desfalleceré –dijo Jesús.

-Rabí –Judas abrió los ojos antes de contestar-. No ha transcurrido una semana…

-¿Cuánto tiempo llevamos aquí entonces? –quiso saber Jesús, extrañado.

-Cuarenta jornadas –le aclaró Judas-. Hemos permanecido en el yermo durante cuarenta jornadas.

Se miraron asombrados y no dijeron más. A lo lejos apareció una caravana. Recogieron deprisa los pellejos y las jofainas para regresar con cautela al refugio. Esa noche harían un recuento de todo lo acontecido en los últimos días para que Judas lo escribiese. Al día siguiente comenzarían la peregrinación para esparcir el Fausto Mensaje.

El prendimiento

Orilla del Jordán, Betábara, Perea, Palestina. Año 30 DC.

-¡Ah, generación de víboras! –gritó Juan, como era su costumbre. Un numeroso grupo de personas tumbadas a su alrededor en el suelo lo escuchaban boquiabiertas. Sólo el sonido de la corriente o el gorjeo de algún pájaro llenaban los espacios entre una frase y otra del Bautista, el cual permanecía de pie, miraba hacia los cielos y levantaba el báculo con ambas manos- ¿Cómo escaparán de la ira venidera? ¿Cómo se pararán ante Dios en las postrimerías de los tiempos si ahora tienen por gobernante a un hombre que desafía las leyes sagradas? Valiente Rey este que lleva una vida desenfrenada, mora en un palacio que es un antro de pecado, desoye nuestras tradiciones y viola las leyes de Moisés a su antojo para casarse con una mujer que es su sobrina y al mismo tiempo su cuñada. Díganme entonces: Si este hombre es quien nos guía y nos representa ante los ojos de Dios, ¿cómo enfrentaremos el juicio supremo? ¿Qué clase de rebaño somos con semejante pastor? Y no es de extrañar que se comporte así: Su padre fue mucho peor. Disfrazaba los crímenes con la construcción de estatuas y templos. Intentaba tapizar el rojo de la sangre con la blancura de las piedras.

A lo lejos apareció una polvareda. Algunos se volvieron para mirarla y advirtieron que se engrandecía con rapidez, notándose que la levantaban las patas de las cabalgaduras de un grupo de jinetes armados cuyas lanzas sobresalían por encima de la tolvanera. Muchos seguidores de Juan, los menos devotos o los más prudentes, comenzaron a marcharse cuando ya se escuchaba el ruido de las pisadas. La mayoría se quedó. No deseaban alejarse del Bautista, que desde hacía tiempo dedicaba agresivas arengas a la crítica del comportamiento del Rey Herodes Antipas. El Tetrarca, durante uno de sus últimos viajes a Roma para rendir cuentas, se había enamorado de la Reina Herodías, con quien lo unían sólidos vínculos de parentesco. La pareja celebró unos suntuosos esponsales y, desde que lo supo, Juan no había dejado de criticar semejante casamiento.

Abundaban los espías en Judea, y Herodes gustaba de saber qué doctrinas propagaban los predicadores pues sabía que, como las llamas pequeñas, aquellos mensajes podían extinguirse en breve o prender estimulados por el viento y escaldar todo a su paso. La fama, el número de discípulos que Juan había acumulado en los últimos tiempos, el alcance de las enseñanzas promulgadas por él y el carácter público de sus sermones lo convirtieron de inmediato en blanco de escrutinio. De suerte que el Tetrarca no tardó en ser informado del contenido de los discursos del Bautista, se enfureció sobremanera y mandó a prenderlo.

Juan continuó hablando sin prestarles atención a los soldados. Los jinetes llegaron hasta las inmediaciones del grupo y el que parecía su jefe se adelantó:

-¿Eres tú quien se hace llamar Juan el Bautista?

-Yo soy –le respondió Juan.

-Somos la guardia de palacio. Debes acompañarnos.

-¿Puedo saber por qué? ¿Qué tienen contra mí?

-Por orden del rey Herodes Antipas. Lo has calumniado en público. Hasta nosotros te hemos escuchado al llegar. No hacen falta pruebas ni testigos.

Juan se quedó inmóvil. Un grupo constituido por sus discípulos se apretó a su alrededor. Los caballos comenzaron a caracolear, espoleados por los jinetes, y las lanzas fueron empuñadas con gesto amenazante.

-Ven con nosotros –dijo el jefe de la patrulla, un hombre barbudo y corpulento sólo un palmo más bajo que Juan. Su escudo y las chapas de metal adheridas a su coselete refulgían bajo el sol-. Pídeles a tus discípulos que no hagan nada de lo que después tengan que arrepentirse.

Juanabrió los brazos y dijo:

-Sea –luego miró con resignación a sus seguidores y les dijo-: Ya todo está dispuesto. He terminado. Sigan a aquel que vino después de mí y que me dio el privilegio de ungirlo. Ayúdenlo en su misión.

-Pero maestro…-intentó objetar uno de ellos.

-He dicho, Felipe –lo cortó Juan.

Caminó altivo hacia el grupo de soldados, los cuales le abrieron paso y luego formaron un círculo a su alrededor. Uno de ellos intentó quitarle el báculo y Juan lo detuvo.

-No lo hagas –le advirtió-. Esta es un arma para aglutinar almas, no para destruir cuerpos.

El soldado, confundido, miró hacia el jefe de la patrulla, que se limitó a hacer un gesto de asentimiento antes de hablar:

-Juan: Sabemos que eres hombre justo y santo varón. No nos place llevarte; pero somos soldados y cumplimos órdenes. En ello nos va la vida. No quiero arrastrarte atado detrás de los caballos como un despreciable reo. No lo mereces. Te daré el privilegio de portar tu báculo e ir montado y con las manos libres sobre una de nuestras bestias. A cambio sólo te pido que no intentes escapar. Si se da el caso eres tú o nosotros y tendré que matarte. ¿Tengo tu palabra de que no tratarás de huir?

-La tienes.

-¡Tú! –el jefe señaló al que había intentado quitarle el báculo al prisionero- ¡Monta en la grupa de otro y dale tu caballo a Juan!

El soldado tuvo que obedecer y de mala gana desmontó para ofrecerle al cautivo las riendas de la cabalgadura. Juan las tomó y de un salto hubo de caer sobre el lomo de la bestia. Metió los pies en los estribos y cuando estuvo bien acomodado miró a los soldados y les dijo:

-¡Dios los bendecirá por este gesto! –y a sus discípulos, que muchos, con lágrimas en los ojos, contemplaban la escena-: ¡No teman! ¡Duras son las pruebas y largo el camino; pero enorme la recompensa! ¡He consumado mi labor y me doy por satisfecho! ¡Vayan con aquel que vino después de mí! ¡Recuerden: Es él, y no yo, quien lleva al Reino del Padre!

Se volvió entonces hacia el jefe de la partida y le dijo:

-¡Espero tu orden!

El oficial levantó un brazo. Juan se ubicó detrás de él, y el resto de la patrulla se dispuso en formación alrededor del prisionero.

En eso Felipe, el discípulo que había intentado detener a Juan, gritó:

-¿Hacia dónde lo llevan?

El oficial lo miró un momento, inmóvil, con el brazo aún levantado y le contestó:

-¡Por orden del Rey Herodes Antipas, y hasta que nos sea dada otra, encerraremos al prisionero en la Fortaleza de Maqueronte!

Un murmullo de inquietud se escuchó entre el grupo de discípulos. En eso el oficial bajó el brazo al tiempo que hincaba las espuelas en los ijares de su caballo y este emprendía la carrera seguido por los demás. De nuevo la polvareda, sobre la cual se veían las puntas de las lanzas y el cayado del báculo de Juan, ensombreció el sol, oculto también por nubarrones grises que de repente comenzaron a acumularse sobre la corriente del Jordán.

La pesca

Lago Genesareth, Galilea, Palestina. Año 30 DC.

Tan pronto abandonaron el desierto y llegaron a orillas del Jordán, Judas y Jesús escucharon rumores de que el Tetrarca Herodes Antipas había hecho prisionero a Juan el Bautista y lo había encerrado en una mazmorra de la fortaleza de Maqueronte. Tuvo miedo Jesús de acercarse a Judea y propuso comenzar la predicación en Galilea. Judas se mostró de acuerdo, dijo que no era prudente exponerse a riesgos innecesarios y que cualquier sitio era bueno para llevar el mensaje divino. Así comenzaron a predicar por los caminos, al azar, hablándole a cualquiera que se cruzara en su trayecto. Muchas veces las personas no querían escucharlos y los dejaban con la palabra en la boca o los ofendían y les lanzaban piedras. A veces salían corriendo de las sinagogas perseguidos por turbas de fariseos escarnecedores y amenazantes; pero en la mayor parte de las ocasiones quienes los escuchaban solían mostrarse receptivos. Ellos no se arredraban por los fracasos. Cada noche hacían alto donde la oscuridad les impedía continuar la marcha, y después de la comida Judas anotaba los sucesos dignos de ser recogidos por escrito. Cada día Jesús escuchaba con mayor nitidez la voz dentro de su cabeza y cuando pasaban por aldeas y poblados les transmitía con furor el mensaje a las multitudes:

-Arrepiéntanse de sus pecados y oren, que el tiempo de la salvación ya viene. Estamos cada vez más cerca del Reino de Dios. Llegará el día en que el amor y la paz reinarán para siempre. Pero cuidado, no será para todos, sólo podrán vivirlo los elegidos entre los justos.

Y la gente preguntaba:

-¿Qué debemos hacer?

-Dejen todo atrás, arrepiéntanse, oren y sígannos –respondían ellos.

Los campesinos detenían la siega, los niños interrumpían sus juegos, las mujeres se tomaban una pausa en las labores domésticas y se asomaban a las ventanas, a escondidas de los maridos, para ver aquella pareja de hombres alocados, muy parecidos entre sí, predicando con certera convicción mensajes de esperanza. Las palabras, gestos e inflexiones con las cuales acompañaban las arengas no permitían dudar. Nadie resistía sus miradas, que pronto se convirtieron en anzuelos para pescar corazones. Y sucedió que comenzaron a seguirlos varios desposeídos, llagados, mendigos, tísicos, descastados, hidrópicos, leprosos, cojos y deformados aferrándose a aquel mensaje como único consuelo y refugio frente a las penalidades mundanas. La turba pronto se convirtió en molesta compañía que les restaba tiempo de descanso y apenas les permitía dedicarse a otra cosa que no fuese escuchar lamentos.

Se encontraban una mañana a pocos estadios de la ribera del lago Genesareth, apuraron el paso, subieron a un montículo y desde allí contemplaron unos instantes el paisaje. La luz del sol mañanero sacaba reflejos amarillentos y azulados de la superficie del agua, la cual se extendía frente a ellos como una inmensidad líquida sobre la que se deslizaban varios puntos oscuros. Jesús miró el ir y venir de gente, las casuchas de adobe que se amontonaban formando poblados alrededor y los lóbregos farallones que se alzaban amenazantes en la lejanía, como cortados a pico por una mano gigantesca sobre lo otra orilla. Quedó pensativo un momento y luego dijo:

-He aquí la fuente de donde mana la vida.

Judas lo miró, extrañado, y repitió varias veces la frase para no olvidarla. Se escuchó un ruido de pasos que los sustrajo de la contemplación y un sonido de varias voces aunadas como el zumbido de avispas bravas. Se voltearon y a poca distancia vieron el ejército de espectros que los seguía, cuya cantidad y determinación aumentaban con rapidez. Los integrantes de la comitiva se aproximaban de cuando en cuando a Jesús y le halaban el borde de la túnica reclamando un milagro o el inmediato cumplimiento de sus vaticinios. Jesús comenzó a inquietarse y Judas tenía que intervenir con frecuencia para ahuyentar con su daga a los reclamantes más audaces. Echaron a correr hacia la orilla del lago, a esa hora con la superficie quieta porque no soplaban los frecuentes brisotes que solían embravecerla, donde varios pescadores a bordo de añosas barcas regresaban descorazonados tras una noche de pesca infructuosa. Sobre uno de los botes, el más próximo, venían dos hombres que parecían hermanos. El que a todas luces era el mayor y más fornido remaba con desencanto. Sentado cerca de la popa estaba el menor, mirando con despreocupación las leves ondas del agua. Jesús los miró un rato y le dijo a Judas:

-Subámonos a esa barca y así escaparemos un rato de nuestros seguidores, que buena falta nos hace –no había terminado de hablar y ya se había subido el borde la túnica para entrar corriendo al agua.

Judas lo siguió durante la carrera, cuidando que no se mojaran los escritos, y ambos se aproximaron al bote. Los tripulantes los miraron con asombro y Jesús les dijo:

-Por piedad, permítannos subir a la barca para huir de la multitud. Rápido, antes de que se lancen tras nosotros.

El que venía bogando fue a levantar un remo para usarlo como arma y ahuyentarlos pero el que estaba sentado en la popa lo detuvo.

-¡Detente, Simón, los conozco! ¡Ellos fueron bautizados por Juan y nos aseguró que este es el Mesías! ¡Recuerdo que lo llamó “El Cordero de Dios”! –y señaló a Jesús, que venía más adelantado.

Simón los miró con recelo unos instantes y luego dijo:

-Valiente Mesías este que escapa de quienes ven en él una esperanza. Está bien, ¡suban! –y les tendió la mano.

En breve los nuevos tripulantes estuvieron sentados en la barca, cuya línea de flotación se sumergió un palmo bajo la superficie. En la orilla se congregó una muchedumbre confundida que comenzó a gritarles y los amenazaba con los puños en alto. Judas le dijo a Simón:

-Déjame remar a mí. Se te ve cansado. Sólo necesitamos adentrarnos un poco en el lago –tomó un remo que Simón le cedió de buena gana y comenzó a ayudarlo a bogar hacia aguas más profundas.

Ya habían avanzado buen trecho cuando Jesús, viendo que la turbamulta había comenzado a retirarse, dijo:

-Perdonen nuestra irrupción y falta de buenas maneras. Todo ha sido causado por la tensión. Nadie sabe lo difícil que es guiar un rebaño.

-Lo dudo. Sólo es cuestión de práctica, como todo en la vida. Puedes preguntárselo hasta al más humilde de los pastores –objetó Simón.

-No es lo mismo pastorear ovejas que seres humanos –repuso Jesús y miró a su interlocutor. Simón tenía el pelo y la barba negros, cortados a la misma altura y con las puntas quemadas por el sol. Los brazos asomaban por fuera de la túnica y podía verse, bajo la piel, una musculatura fogueada por el trabajo. Los dedos, gruesos y callosos, aferraban con firmeza el remo.

-Mi nombre es Andrés –intervino el que estaba sentado en la popa, de aspecto semejante al primero, sólo que más joven y menos fornido. Ambos vestían túnicas remendadas, de color marrón-… y él es mi hermano Simón. Somos pescadores y vivimos en Betsaida.

-Yo soy Judas Iscariote… y él es Jesús de Nazaret…, mi Maestro –Judas había dejado de remar y bufaba por el esfuerzo recién realizado.

-Por lo que puedo ver no tuvieron una noche provechosa –dijo Jesús y con un pie tocó el bulto que formaban los pocos peces amontonados en el fondo del bote.

-No sé qué pudo haber pasado –respondió Simón-. Lanzamos la red en cuanto sitio del lago estamos acostumbrados a frecuentar para sacarla repleta y no logramos atrapar casi nada.

-Vuelvan a echarla aquí –les propuso Jesús.

-No vale la pena –le contestó Andrés-. Los peces jamás se acumulan alrededor de una barca.

-Háganme caso. Tengan fe.

-¿Qué sabes tú de pesca? –protestó Simón.

-De pesca, como de pastoreo, no sé nada. Es cierto. Pero sí sé donde atrapar buenos peces y hacia donde guiar un rebaño. Lanza la red y no te arrepentirás.

-Hagan lo que dice –los animó Judas-. Ya verán el resultado.

Simón miró a Andrés, que se encogió de hombros y le dijo que con probar no perdían nada. En un final en la orilla continuaban aún varias personas acaloradas y no era tiempo de regresar. Andrés tomó la red, hecha un rollo junto a sus piernas, y comenzó a extenderla con la ayuda de Simón. Era una red vieja y remendada, dócil por el uso diario, con tufillo a sudor y pescado. A medida que la iban desenrollando comenzaron a verse remolinos y a escucharse chapaleteos alrededor del bote. Los hermanos se miraron extrañados y lanzaron la red, la cual cayó en el agua y se hundió con lentitud. Al poco rato Simón fue a sacarla y no pudo de tan pesada que estaba. Andrés intentó ayudarlo y tampoco entre los dos alcanzaron a subirla. Judas y Jesús los auxiliaron y cuando la malla repleta de peces que se agitaban apretados unos contra otros cayó en el fondo del bote estuvo a punto de hacerlo zozobrar. La barca apenas podía con el peso de los cuatro hombres y los peces, por lo cual Simón pidió ayuda a tres pescadores que se aproximaban a bordo de otra embarcación.

-¡Eh, Zebedeo! ¡Échanos una mano que nuestro bote no puede con el peso de la pesca!

-¡Tranquilo, ya vamos! –contestó Zebedeo y se volvió amenazante hacia los otros dos, que bogaban sin mucho brío- ¡Ya lo oyeron, holgazanes! ¡Remen que parece que al final no regresaremos a casa con las manos vacías!

El bote de Zebedeo, impulsado por la fuerza de los dos remeros, estuvo en breve junto al de Simón. Enseguida ayudaron a aliviar la carga y, como su embarcación era de mayor calado que la otra, echaron también la red, la cual retornó a la superficie repleta de lomos oscuros y vientres plateados que se agitaban.

Los cinco pescadores admiraron el prodigio. Habían pasado la noche lanzando las redes en los sitios donde era más probable sacarlas llenas y la pesca había consistido en unos pocos peces acompañados de anguilas y tortugas que devolvieron al agua. Y ahora, en pleno día, alrededor de la barca se había congregado una mancha de peces como en pocas ocasiones habían visto en la vida. Simón miró a Jesús antes de preguntarle:

-¿En verdad eres el Mesías?

-Llévame a la orilla y te diré.

Ya no se veía a ninguno de los seguidores de Jesús y Judas en la ribera y hacia allá enrumbaron. Los pescadores más deseosos de regresar a casa, ajenos a cuanto había acontecido momentos antes, dejaban los botes a buen recaudo bajo arbustos o salientes rocosos y, maldiciendo la inútil jornada, amontonaban la exigua pesca para transportarla en fardos. En breve los tripulantes de las dos últimas barcas estuvieron en la orilla, enrollaron las redes, ataron los botes a unos cabos, metieron los pejes en sacos y se los echaron sobre los hombros. Ya se disponían a emprender camino cuando Simón, atormentado por la curiosidad, le preguntó de nuevo a Jesús:

-Rabí, ¿eres o no el Mesías?

-Ya te dije que sí. Nos lo anunció Juan el Bautista… –intervino Andrés.

-¡Calla! –gritó Simón- Quiero escucharlo de su boca –y de nuevo con Jesús-. Por favor…responde.

-Síguenos, júzgalo tú mismo por sus acciones y deja pasar el tiempo –le dijo Judas-. Al final es el tiempo, y no los hombres iluminados, el que tiene las respuestas. El tiempo es el mejor profeta. Ya verás.

Jesús miró a Judas, ambos sonrieron, luego se volvió hacia Simón y le dijo:

-¿Quieres convertirte en pescador de almas?

-Quiero –contestó el aludido después de una pausa.

-Veo que eres recio de cuerpo y duro de mente; pero abierto de corazón. Te llamaré Cefas, o Pedro, porque serás, de las piedras sobre las que edificaré mi templo, una de las más sólidas –en este punto miró también al hermano menor y les dijo a ambos- ¡Síganme! -y echó a andar acompañado por Judas. Tras ellos partió Simón, ahora llamado Pedro, y su hermano Andrés.

Cuando vieron esto, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se apresuraron a seguirlos como si la invitación los hubiese incluido. En vano el anciano padre les gritó improperios y amenazó con desheredarlos. Se habían vuelto sordos y ciegos para lo que no fuesen las palabras, los actos y los pasos de los hombres que acababan de conocer. El sol del mediodía calentaba la ribera cuyo silencio fue roto sólo por los lamentos de Zebedeo, quien se mesaba los cabellos, se golpeaba el pecho y rasgaba, impotente, sus vestiduras.

La piara

Galilea, Palestina. Año 30 DC.

Se pusieron en camino hacia Betsaida, cuyos límites no distaban de la orilla del lago. Cuando llegaron a la ciudad, Pedro y Andrés los guiaron a través de las callejas hasta la casa del primero y a este le asombró que su esposa no saliera a recibirlo. Pusieron los sacos llenos de pescado junto a la puerta y entraron. La casa estaba silenciosa y Pedro llamó varias veces. Por respuesta obtuvo débiles quejidos que venían de una de las habitaciones. Hacia allá fue, descorrió la cortina y entró. Su esposa yacía sobre una estera, estaba cubierta por una manta y; aunque era un mediodía caluroso, grandes temblores le sacudían el cuerpo. Pedro se arrodilló junto a ella y le puso las manos en las mejillas. La mirada de la mujer vagaba por toda la habitación sin fijarse en punto alguno. Respiraba con dificultad, tenía los rasgos aguzados, las mejillas enrojecidas, la boca seca, la frente sudorosa, los ojos retraídos como si se hubiesen empotrado en el fondo de las cuencas, los circundaban orlas oscuras y de ellas partía una fina redecilla de arrugas. Pedro la sacudió un par de veces y le dijo:

-¡Raquel, Raquel, esposa mía! ¿Qué te pasa?

-Simón…me siento morir. Creo que ha llegado mi hora.

-¡No! –gritó Pedro- ¡Iré a buscar un curandero! –y echó a correr.

Apartó con un empellón a su hermano que estaba de pie junto a la puerta del aposento y continuó la carrera hasta la salida de la casa, donde aguardaban Jesús, Judas y los hijos de Zebedeo. Viendo que Pedro corría como un endemoniado, Jesús y Judas se abalanzaron sobre él y entre los dos lo detuvieron.

-¡Suéltenme! ¡Se muere mi esposa! ¡Debo buscar un curandero! –gritaba mientras hacía un gran esfuerzo por soltarse.

-¡Cálmate! –le gritó Jesús y de inmediato Pedro aflojó los miembros, comenzó a sollozar y fue dejándose caer hasta quedar arrodillado en el suelo.

-¡Debo salvarla! ¡Debo salvarla! ¡Ella y Andrés son las únicas personas que me quedan!

-Tranquilo, ten fe, se salvará –le susurró Jesús al oído.

Pedro levantó la cabeza, la cual había mantenido aprisionada entre los puños y miró a Jesús con cara de niño incrédulo.

-¿En verdad, Rabí, puedes salvarla?

-Si quieres que se salve, se salvará –contestó Jesús con resolución-. Llévame a verla.

Pedro lo condujo al interior de la casa y lo guió hasta el habitáculo donde su esposa reposaba. Jesús se acuclilló junto al lecho de la enferma y la observó durante un rato. Descorrió la manta y se fijó en la cadencia de las respiraciones, luego tomó una de las muñecas de la mujer y mantuvo dos dedos sobre ella. Acto seguido le palpó la ardorosa frente y miró sus ojos. Luego se volvió hacia Judas y le dijo:

-Necesito que anotes una lista de hierbas que voy a dictarte, vayas al mercado y las consigas.

-De inmediato, Rabí –Judas sacó una hoja de papiro, la pluma, la tinta, la tablilla de apoyo y se sentó en el suelo a escribir.

Pedro, Andrés y los hijos de Zebedeo se quedaron boquiabiertos. Andrés preguntó:

-Judas, ¿dónde aprendiste a escribir? ¿Acaso eres Doctor de la Ley?

-Mi padre me enseñó cuando era niño. Se esforzó mucho porque aprendiera el arte de la escritura y a hablar varias leguas. Sólo escribo por placer y por encargo. Hubo un momento en que fui Doctor de la Ley y más tarde cambié la pluma por la daga; pero esa es una historia que te revelaré en otro momento…ahora debo apresurarme para buscar las medicinas de tu cuñada. A propósito, necesito que me acompañes al mercado.

-¡Nosotros también iremos contigo! –gritaron a coro Santiago y Juan.

Jesús le dictó la lista de las hierbas a Judas, este la anotó enseguida y se fue al mercado seguido por los otros tres. Jesús y Pedro permanecieron junto a la enferma y apenas se dirigieron la palabra.

Judas y sus acompañantes no tardaron en regresar con las hierbas compradas y las pusieron en manos de Jesús. Pedro lo llevó hasta la pequeña cocina, Jesús tomó varias cacerolas de barro, un mortero, prendió fuego y se puso a machacar, hervir y combinar ingredientes ante la mirada atónita del resto. Judas se le acercó y le dijo:

-Rabí, no me habías dicho que dominabas el arte de la medicina.

-Judas, hermano mío, mientras trabajo te contaré una historia: Siendo yo un crío de pecho el rey Herodes el Grande tuvo un sueño o una visión en la cual le fue revelado que acababa de nacer un niño que sería el futuro Rey de Israel. De inmediato aquel gorgojo sanguinario, quien después no tardó en ir a rendirle cuentas a Dios convertido en una buba pestilente, mandó a ejecutar todos los niños nacidos en Judea y de edad por debajo de dos años. Sus soldados cumplieron la orden con presteza. Borrachos, hediendo a alcohol y a sangre inocente, irrumpían en las casas en medio de la noche para truncar las vidas de los pequeños. Durante varios días la región se llenó de lamentos de madres desconsoladas y la tierra se embebió con la sangre de una cantidad de niños que nadie alcanza a contar con precisión. Muchos padres se levantaron contra aquella orden y también fueron masacrados. Sangre judía derramada por un Rey que no pertenecía a la raza de su pueblo. Mi familia era de Nazaret y por aquellos días había ido a Judea para presentarse en el censo decretado por los romanos. Cuando llegaron a la ciudad mi madre se puso de parto, las posadas estaban llenas, nadie quiso darle abrigo y mi padre la llevó a una cueva en las afueras. Allí me parió, ayudada por las esposas de los pastores que en la misma gruta ponían los rebaños a cubierto durante las noches. Así vine al mundo, Judas: Entre balidos, orines de oveja y sobre un jergón de paja. Y al mismo tiempo, por uno de esos inescrutables designios de la Única Deidad, ese humilde nacimiento fue la causa de que conservara la vida.

-Increíble, Rabí…

-Me contó mi madre que en medio del paritorio se le apareció un hombre gigantesco vestido de blanco y le susurró mi nombre. Nadie más en la cueva pudo verlo y ella aún no sabe si fue real o una visión favorecida por los dolores y la tensión del parto.

-Qué curioso. Mi madre solía contarme una historia parecida –dijo Judas.

-Bueno, ahora los dos sabemos que ambas pueden ser reales… el caso es que a los pocos días, cuando mi madre hubo expulsado por completo los fétidos humores y repuso las fuerzas a base de leche de cabra y queso, mi padre decidió que era tiempo de sacarme de estas tierras. Me llevaron a Egipto y allí me mantuvieron hasta que se enteraron de la muerte de Herodes. Durante mi estancia en aquel país lleno de sabiduría mi padre me enseñó el oficio de carpintero y aprendí secretos, vedados a los hombres comunes, de boca de los sacerdotes que habitaban en un templo vecino, los cuales me tomaron afecto por mi condición de niño y extranjero. Fue así como me inicié en la ciencia de la sanación de las mentes y los cuerpos.

-¿Podrás salvar a la esposa de Pedro?

-Como le dije a él: Mejorará si tenemos fe. Mucho hay en la curación que depende de ambos: La pericia del sanador y el convencimiento del enfermo.

Jesús dejó reposar la mezcla hirviente y tan pronto estuvo fresca se la ofreció a la enferma, la cual tenía sed y bebió de buena gana. Al poco rato el sudor de la frente se secó, las mejillas recuperaron su color habitual y cesaron los temblores. Pedro la abrazaba, le daba besos y a cada rato se levantaba para abrazar a los demás, sobre todo a Jesús, junto a cuyos pies se arrodilló en actitud de plegaria.

-Oh, Rabí, la has salvado.

Jesús lo miró y le dijo:

-No, Pedro: Yo sólo le di las medicinas adecuadas. La ha salvado nuestra fe.

Destaparon un odre de vino y celebraron. Luego subieron el pescado a la azotea de la casa y lo limpiaron para llevarlo al mercado. Por la noche la esposa de Pedro dijo que se sentía bien, se levantó del lecho y fue capaz de prepararles la comida. Pedro le relató el modo en que Jesús la había curado y Raquel pasó buena parte de la noche postrándose a los pies del Salvador.

Al día siguiente ya se había propagado por toda Betsaida la noticia de la sanación de la esposa de Pedro y varias personas acudieron a la casa para ver a Jesús y pedirle que curara los males que les aquejaban. Pero los seis hombres se habían levantado temprano para ir al lago a pescar. Con la venta del día anterior reunieron buena cantidad de dinero y lo dividieron en iguales montos para cada uno. Jesús no quiso tocar su parte y le pidió a Judas que pusiera las de ambos en una bolsa común y las guardara, cosa que aquel hizo a regañadientes porque al igual que el maestro tenía muy vívidas aún en la mente las visiones del desierto.

Siguiendo las indicaciones de Raquel quienes llegaban a la casa se dirigían al lago en busca de Jesús. Pero al llegar allí tampoco lo vieron porque a poco de haber arribado, Jesús escuchó unos gritos estridentes que provenían de la orilla opuesta, donde se levantaban los oscuros farallones. Tuvo curiosidad por conocer el origen de los alaridos y le preguntó a Andrés:

-¿Qué hay en aquella orilla?

-La tierra de los gadarenos –contestó el muchacho.

-¿Qué son esos gritos?

-Desde hace tiempo mora un hombre endemoniado alrededor de los sepulcros. Nadie pasa por allí y quien se atreve casi nunca sale con vida. No existen grillos ni cadenas forjadas por manos humanas que sean capaces de detenerlo y cuando no tiene a quien atacar se hiere el cuerpo con piedras afiladas.

-Llévame allá. Quiero verlo –dijo Jesús.

-Rabí, no deseamos exponerte de ese modo –intervino Pedro, quien había fingido no escuchar la conversación mientras se entretenía con las redes.

-No me expondré a nada. Vamos allá. Llevemos las redes –insistió Jesús y en sus palabras hubo una determinación tal que sus acompañantes no pudieron resistirse a su pedido.

De modo que bogaron hacia la orilla opuesta y dejaron el bote a cubierto antes de subir por los escarpados farallones. Llegaron arriba y lo primero que vieron fue un bosque pequeño y oscuro entre cuya maleza y arbustos sobresalían viejas tumbas cubiertas de moho, algunas cuarteadas y a medio derruir. Más allá del bosque, a lo lejos, había un claro próximo a un despeñadero donde varios hatos de cerdos, custodiados por piariegos, hozaban el barro con los hocicos. Hacía rato que no se escuchaban los gritos. Los seis hombres permanecieron atentos y durante buen tiempo sólo escucharon, atenuados por la distancia, los chillidos de los cerdos. Hasta que se escuchó un grito, y luego otro y otro, cada vez más fuertes, cada vez más cercanos. Y después ruido de una carrera aplastando arbustos y del bosque salió un hombre desnudo, con grillos fijados a muñecas y tobillos. De las anillas de hierro colgaban pedazos de cadenas cuyo ruido acompañaba los pasos del hombre. Este era gigantesco y fuerte, con el cuerpo cubierto de heridas infectadas y cicatrices en diversos estados de maduración. Tenía el pelo pegoteado, repleto de piojos y el lado derecho de su cara estaba muy inflamado, rojizo, como a punto de reventar. Miró a los hombres y corrió hacia ellos profiriendo gritos terroríficos. Sin decir palabra, casi al mismo tiempo Judas y Pedro sacaron dos dagas curvas, se pusieron en guardia e hicieron frente al desconocido, el cual se detuvo por unos instantes y los estudió, rondándolos mientras agitaba las cadenas de los brazos. Pedro era casi tan fornido como él y en los ojos de Judas se veía el deseo de atacar. En eso Jesús tomó una de las redes y le dijo a Andrés:

-¡Ayúdame a atraparlo! –y vuelto hacia Santiago y Juan-: ¡Ustedes, hagan lo mismo!

Se le echaron encima, lo envolvieron en las redes y lo derribaron. El desconocido se debatía con furor y en varias ocasiones rompió las mallas, pero los seis hombres lo mantuvieron inmovilizado.

-¡Ahhh, los mataré a todos! –gritaba, y se revolvía.

Jesús le dijo:

-¡Calma, hermano, hemos venido a ayudarte!

-¡Necio, nadie puede ya! ¡Estoy perdido!

-¡Quédate tranquilo, te prometo que te ayudaré! ¡Aliviaré tu dolor!

-¡Te he dicho que nadie puede, y no es un solo dolor, le llamo Legión, porque son muchos! –Jesús y Judas se miraron extrañados. El primero gritó:

-¡Quieto!

El hombre obedeció y hubo de quedarse tranquilo. Jesús soltó el brazo que le aferraba y le dijo a Judas:

-Por favor, préstame tu daga.

Judas dudó un instante y luego se la entregó. Jesús comprobó el filo de la hoja y sobre todo el estado de la punta. Luego le dijo al endemoniado:

-¡Abre la boca!

El hombre se quedó perplejo. Jesús lo presionó:

-¿Así que pasas tus días aquí amedrentando a la gente y ahora tienes miedo de nosotros? ¡Vamos! ¡Obedece!

-¿Pero, hombre, qué quieres de mí? ¡Deja de atormentarme!

-¡Que abras la boca para que se acabe tu sufrimiento!

El desconocido abrió la boca, Jesús introdujo la punta del cuchillo entre los pocos dientes careados y ennegrecidos que le quedaban y dio un tajo. El hombre aulló, el aullido se escuchó en cientos de millas a la redonda, y de un empellón se quitó de encima a sus captores. Se puso de pie, envuelto aún en las redes, y escupió varias bocanadas de un pus espeso, oscuro y pestilente. En eso, espantados por el aullido, los cerdos corrieron en desbandada y se precipitaron hacia el lago a través del despeñadero. Quienes los custodiaban, que desde la lejanía habían contemplado boquiabiertos la escena, huyeron espantados hacia el pueblo de Gadara, que no quedaba muy lejos.

El desconocido se palpó la zona de la cara que poco antes estaba punto de reventarse y sonrió:

-¡Estoy aliviado! –gritó y fue a arrodillarse ante Jesús-. Señor –le dijo-. Déjame ir contigo, prometo que te seguiré a dondequiera que vayas.

-No hace falta –contestó Jesús mientras se quitaba el manto y con él le cubría el cuerpo-. Vuelve con tu familia, vuelve a la vida y no le cuentes a nadie lo que ha pasado aquí.

-Demasiado tarde –dijo Judas y señaló hacia el claro donde había estado paciendo la piara de cerdos. Una multitud enfurecida, con los piariegos al frente, avanzaba hacia ellos portando cuchillos y aperos de labranza.

-No hay duda de que las piaras de hombres son peores que las piaras de cerdos –dijo Jesús y enseguida le gritó al hombre-: ¡Refúgiate en el bosque y escapa! –y a los demás- ¡Huyamos!

Corrieron a buscar el camino por el cual habían subido y casi se precipitaron por él, riendo como muchachos fugitivos tras consumar una trastada, en busca del bote. Lo echaron al agua, bogaron con todas las fuerzas que pudieron desplegar y en breve estuvieron lejos de sus perseguidores, quienes se contentaron con arrojarles piedras que caían en el agua a pocas brazas de la barca.

Cuando estuvieron fuera de peligro Judas increpó a Jesús:

-Rabí, hoy hemos expuesto la vida en dos ocasiones, debemos tener cuidado.

-Estoy de acuerdo contigo, hermano –Jesús se enjugó una lágrima provocada por la risa-; pero hemos salvado un alma y no hay riesgo que no valga la pena enfrentar cuando esa es la recompensa. ¿A qué vinimos si no?

Judas no dijo nada más. Se limitó a sonreír y bogar con fuerza para llegar cuanto antes a la otra orilla.

La ascensión

Fortaleza de Maqueronte, Perea, Palestina. Año 31 DC.

La noche se consolidó sobre la montaña. En la fortaleza de Maqueronte los centinelas concluyeron el cambio de guardia y ocuparon puestos en las cuatro torres, varios puntos de la muralla y, en el extremo norte, frente a las mazmorras. Abajo, agazapados entre la maleza, cuatro hombres aguardaban la señal concertada para comenzar la ascensión. Llevaban todo el día estudiando el flanco del castillo que daba al este, donde estaba ubicada una de las torres, buscando un sitio idóneo para escalar. Habían traído cuerdas, picas y garfios para tal propósito. Por el momento tenían pensado subir hasta un puente que conectaba la fortaleza con la llanura y al mismo tiempo servía para canalizar agua hasta las cisternas durante los días lluviosos. Rezaban porque continuase el buen tiempo. La lluvia podía frustrar sus planes. Al parecer las oraciones resultaban efectivas porque sólo nubecillas pequeñas recorrían con lentitud el cielo y ni siquiera alcanzaban a ocultar la luna. Pasaron las horas y comenzó a hacer frío. Se arrebujaron en los mantos y se tendieron sobre la hierba, ocultos entre los arbustos. Uno de ellos permaneció despierto, haciendo las veces de vigía, con la vista fija en la muralla. El viento silbaba al pasar por entre el ramaje. A lo lejos se escuchaban los aullidos de los chacales y el sardónico gimo de las hienas. Cerca de la medianoche, cuando el vigía comenzaba a adormilarse, vio la luz de una antorcha que se agitaba de un lado a otro en lo alto, sobre el puente. Tres veces. Se apresuró a despertar a los demás:

-¡Natanael, Santiago, Tomás! ¡Despierten! ¡Ya es hora!

Los otros se levantaron deprisa y cogieron las sogas y demás objetos de los que se servirían durante la subida. Tomás le preguntó al vigía:

-Felipe: ¿Estás seguro de haber visto la señal?

-Por supuesto que la vi: La antorcha se agitó tres veces a la entrada del puente. ¿Acaso dudas de mí?

-No te enfades. Ya sabes que me gusta comprobar los hechos con mis propios ojos.

-Dejemos ya esta discusión –intervino Natanael-. Cada minuto que pasa el Maestro dentro de esos muros hace que peligre su vida. Hasta ahora Herodes no ha querido matarlo; pero sabemos que Herodías lo presiona para que lo haga. En mi opinión, cuando una mujer se propone alcanzar un fin no desiste hasta lograrlo. Tenemos que sacar a Juan de ahí.

-Estoy de acuerdo con Natanael –dijo Santiago-. Vayamos ya.

Se aproximaron al borde de la ladera caminando agazapados y subieron hasta donde los salientes y la vegetación les permitieron hacerlo sin hacer uso de instrumentos. Poca altura habían escalado cuando las piedras comenzaron a hacerse lisas y las protuberancias y arbustos a escasear. Entonces Felipe se ubicó junto a una gran roca, entrelazó las manos y les sirvió de apoyo a los otros tres para superarla. Desde arriba le lanzaron una soga y lo ayudaron a subir. Después hicieron uso de las picas para trepar, lanzaban las sogas con garfios atados en las puntas para aferrarlas a los arbustos más grandes y, tras asegurarse de que quedaban sólidas, escalaban despacio. Invirtieron considerable cantidad de tiempo en la maniobra porque no eran escaladores expertos, los sonidos se amplificaban en el silencio nocturno y con cada palmo de altura que vencían el viento incrementaba su potencia convirtiéndose en temible amenaza. Varias veces resbalaron y desprendieron pequeñas piedras; pero ninguno cayó ni escucharon voces de alarma en la fortaleza. Una hora más tarde, con las manos sangrantes y varios arañazos y moretones, se asomaron al puente. Felipe imitó tres veces el canto de una lechuza y de nuevo vio la antorcha agitarse tres veces en el extremo opuesto. Entonces se volvió hacia Tomás para preguntarle:

-Ahora, ¿crees?

-Siempre creí; pero ahora estoy convencido.

Cruzaron el puente a la carrera, dando pequeños pasos sin hacer ruido, y llegaron arriba. El centinela que los esperaba les dijo:

-Al fin. Pensé que ya no vendrían.

-No ha sido fácil escalar en silencio, Simón –le contestó Santiago- ¿Tienes los uniformes? ¿Qué haces con esa garrafa?

-Aquí están. El porqué de la garrafa lo sabrás a su debido tiempo.

Se ocultaron tras una gruesa columna y sobre las ropas que llevaban puestas se ciñeron unos uniformes de la Guardia Herodiana que Simón les proporcionó. Este esperó impaciente a que terminaran de disfrazarse y les dijo:

-Síganme.

Atravesaron el corredor que conectaba las dos alas de la fortaleza. Pasaron junto al bloque conformado por el peristilo, el triclinio y las termas, todo iluminado por fuegos que brillaban sobre enormes candelabros de bronce. Desde allí venían sonidos de risas, copas entrechocando y gritos sobre una música de fondo. Caminaron despacio, con la vista al frente para no llamar la atención y nadie reparó en ellos. Los demás soldados pensaron que se trataba de una patrulla de recorrido en función de inspeccionar las dependencias del castillo. Enseguida llegaron a la torre norte. Simón saludó a los centinelas antes de abrir una pesada puerta de madera claveteada y bajaron por una escalera en espiral labrada en la roca. De inmediato percibieron una pestilencia asquerosa compuesta por la mezcla de humedad, orines, sangre, vómitos y todo tipo de deyecciones humanas, la cual se fue incrementando a medida que bajaban. Llegaron a las mazmorras, unas oquedades oscuras y húmedas excavadas en la roca, cárcavas con las entradas cubiertas de rejas, todas repletas de cuerpos en cuyos aspectos distorsionados por los tormentos y las privaciones no podían precisarse ya los rasgos que los diferenciaban en hombres o mujeres. Sólo los quejidos o las débiles respiraciones daban fe de que aún continuaban con vida. Dos antorchas colgadas sobre soportes de hierro engarzados en la pared apenas alumbraban los calabozos. La tenue reverberación de la luz aumentaba el cariz luctuoso de las celdas. Un centinela se puso de pie, adormilado, y los saludó. Simón se acercó a él y le dijo:

-¡La paz sea contigo! ¡El Rey nos ha mandado a comprobar cómo se encuentra un prisionero llamado Juan el Bautista!

-Parece ser que se encuentra bien. Apenas molesta. Se pasa el día arrodillado murmurando oraciones –respondió el centinela.

-Nos quedaremos un rato con él. Si lo deseas puedes salir a tomar aire fresco –le dijo Simón-. Toma esta garrafa de vino y bebe un poco; pero no te excedas. Pronto saldremos de este agujero hediondo y tendrás que mantenerte claro para cumplir con tus obligaciones.

El soldado miró extrañado la garrafa y luego la aferró con ambas manos antes de despedirse y subir. Tan pronto estuvieron solos Felipe llamó:

-¡Juan!

-¡Estoy aquí! –le contestó la voz inconfundible del Bautista.

Corrieron hacia la celda de donde provenía la voz. Allí, solo en la oscuridad, estaba Juan de pie apoyado en los barrotes. Llevaba poco tiempo cautivo y las penalidades no habían hecho mella en su cuerpo. Tampoco se veían señales de que hubiese sufrido castigo. El resplandor de las antorchas acentuaba las sombras de sus ojos, las cuales le daban al rostro un viso siniestro. La barba trenzada oscilaba con lentitud impulsada aún por el repentino movimiento. Todos se apiñaron junto a él para saludarlo. Juan sacó sus fuertes brazos por fuera de las rejas y los abrazó lo mejor que pudo.

-¿Qué hacen aquí? –les preguntó.

-Vinimos a liberarte –contestó Felipe.

-No. Ya les dije que mi tiempo ha llegado a su fin y no quiero vivir como un proscrito. Si escapo Herodes me perseguirá hasta el fin de mis días.

-El mundo es grande, Rabí –dijo Natanael-. Podemos marcharnos hacia las tierras de los gentiles. Embarcaremos en una nave y te llevaremos lejos de aquí.

-De ninguna manera. No me perdonaría arrastrarlos hacia la perdición. Ya me siento culpable porque hayan venido. Me desobedecieron. Les dije que a partir de ahora tenían que buscar al que vino después de mí. Es él el Mesías anunciado por los profetas, y no otro.

-Te trajimos un tarro lleno de miel, un pellejo con agua fresca, y unas uvas –intervino Tomás mientras le ofrecía las provisiones.

-Ah, la miel, creo que cuando muera y ascienda a los cielos es lo que más extrañaré de la vida mundana. Beban ustedes también –les ofreció.

-¿Qué dices, Rabí? –esta vez habló Simón-. Bebe tú que llevas ya varios días aquí encerrado sin probar alimentos provechosos. Y no repitas que morirás. Te llevaremos con nosotros.

-No sean obstinados –repuso Juan-. Ya les dije que mi tiempo se ha cumplido. Váyanse.

-Pero, Rabí…-intentó hablar Simón.

-¡He dicho! –gritó Juan-. Un hombre no debe ser como las cañas que se agitan al compás del viento; pero tiene que saber cuándo ha concluido su obra. A veces hay que someterse al destino, sobre todo si en él identificamos el nombre de Dios. Sé que planearon este rescate con mucho cuidado, que les costó trabajo llegar hasta esta celda, han arriesgado la vida y se sienten frustrados por mi rechazo; pero la ascensión que los trajo hasta aquí no se compara con la que estoy a punto de consumar hacia el Reino de los Cielos. Váyanse, busquen a Jesús de Nazaret, entréguenle mi báculo –Juan les entregó el palo- y sigan sus enseñanzas. No vuelvan más. Se los ordeno. Algún día entenderán mi decisión. Ahora sólo les pido, aunque les duela, que sepan respetarla. Adiós.

Durante un rato los discípulos discutieron con él sin que lograran hacerlo cambiar de parecer. En vano se arrodillaron y le pidieron de todas las formas posibles que los siguiera. Juan se mantuvo firme y los despidió una vez más pues temía que viniese otro custodio y diera la voz de alarma. Los cinco hombres se marcharon, algunos de ellos secándose las lágrimas y lanzando maldiciones. Antes de salir encontraron tumbado en el suelo, dormido, al centinela con la redoma llena de vino en las manos. Simón los miró y les dijo:

-Ahora ya saben para qué servía la garrafa.

Entre todos cogieron al soldado inerme por el efecto de un somnífero que Simón le había adicionado a la bebida, le quitaron la vasija, lo llevaron hasta su puesto original en las mazmorras y allí lo dejaron. Recorrieron sin tropiezos el camino de vuelta y cuando llegaron al segmento de la muralla ubicado sobre el puente, Simón colocó su antorcha sobre un soporte y les dijo:

-Me voy con ustedes.

-Estás loco –le respondió Santiago-. Te convertirás en desertor.

-Es preferible a ver cada día cómo mi Maestro agoniza en esa fosa sin poder hacer nada para impedirlo. No puedo soportarlo y mucho menos entenderlo. Es la primera vez que Juan me desconcierta. Todo lo que hicimos no ha servido de nada. Nos arriesgamos en balde –Simón sacudió la cabeza-. Tengo que salir de aquí. Me buscarán unos días y luego dejarán de hacerlo. A nadie le importa un soldado y si en verdad Jesús de Nazaret es el Mesías que traerá la antigua gloria a Israel necesitará gente como nosotros.

-¿Cómo sabremos si Juan tiene razón? ¿Cómo sabremos que Jesús es el Hijo de Dios? –preguntó Felipe.

-Juan nunca se ha equivocado, salvo ahora, a mi modo de ver –respondió Natanael-. En cuanto a Jesús sólo te digo que revises las escrituras y comprobarás que de Nazaret nunca salió profeta. De todos modos busquémoslo. Veamos si sus enseñanzas lo hacen merecedor de ser Maestro y si sus acciones lo llevan a convertirse en Mesías.

-Tú lo has dicho –intervino Tomás-. Veámoslo con nuestros ojos, porque para mí sólo es cierto y válido aquello que puedo confrontar con mis sentidos.

Sin hablar más, Simón apagó la antorcha. Ataron el extremo de una soga a un saliente del muro y descendieron sin contratiempos hasta el puente. Maniobraron en silencio sin ser descubiertos porque la mayor parte de los centinelas estaban adormilados. Acto seguido empataron las cuerdas que les quedaban, fijaron una punta en el puente y lanzaron el resto hacia abajo. Fueron deslizándose poco a poco y tan pronto todos estuvieron sobre terreno llano se quitaron los uniformes, hicieron un hato con ellos, los ocultaron en la foresta y se alejaron todo lo rápido que pudieron de los ominosos muros que rodeaban la Fortaleza de Maqueronte.

La boda de Tadeo

Lago Genesareth, Magdala, Caná. Galilea. Palestina. Año 31 DC.

Una mañana, como de costumbre, Jesús fue a predicar a orillas del lago. Como siempre lo siguió una multitud intranquila de cuyos incesantes reclamos lo libraban las amenazadoras dagas de Judas y Pedro. Ya iba a subirse a la barca cuando notó que bajo una higuera estaba tumbado un hombre en aparente actitud despreocupada. No le hizo falta mirarlo durante mucho tiempo para percatarse de que el individuo, disimulando, también lo observaba. Jesús entró al bote seguido por Judas, Pedro y Andrés. Santiago y Juan montaron en otro, desoyendo las ofensas que les dirigía Zebedeo, ahora ayudado en las faenas diarias por trabajadores a sueldo que se había visto obligado a contratar.

Se alejaron varios codos de la orilla. Una distancia suficiente para impedirle a la muchedumbre seguirlos y al mismo tiempo permitía que la voz de un hombre se escuchara en el litoral. Dejaron entonces de remar. Jesús, vuelto hacia la gente, se puso de pie en medio del bote y comenzó a hablar:

-¡Todos me piden milagros, y los milagros están en sus propias manos! ¡Sólo se logran con la fe y el amor! ¡Pero no el amor que vemos cada día, el apasionado que se profesan los novios, el ilimitado de la madre para con sus hijos o el viciado de celos entre los hermanos! ¿Qué hay de meritorio en ello? ¡Para eso no tenemos que esforzarnos! ¿Y qué premio merece aquel que no se esfuerza? ¿Cómo podemos aspirar a la recompensa suprema sin hacer nada extraordinario? Para merecer la entrada al Reino de los Cielos debemos seguir esta regla: Amar a Dios primero que todo, y a nuestros iguales como a nosotros mismos. Cuando seamos capaces de profesar este amor sin demandar nada a cambio ya estaremos transitando el camino hacia el regazo del Padre. Ya estaremos emprendiendo la senda de la fe y sólo entonces no tendremos necesidad de pedir porque cuando de buenos hijos se trata el Padre no espera que le revelen sus necesidades para atenderlas –una onda hizo moverse el bote y Jesús detuvo su discurso para mantener el equilibrio. En eso le gritaron desde la orilla:

-¡Haz que no cojee más y te amaré como a mí mismo! –la exclamación fue seguida por carcajadas.

-¡No en balde Juan el Bautista los llama “Generación de víboras”! ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? –contestó Jesús- ¡Pero una vez más tendré paciencia para explicarles preceptos que no serán capaces de entender! ¡No juzguen a los demás y no serán ustedes juzgados! ¡Oren y pidan paz para aquellos que los ultrajan y los persiguen! ¡Cuándo los abofeteen vuelvan la cara…!

-¡Estás loco! –volvieron a gritarle de la orilla y una buena parte de la gente comenzó a marcharse. Jesús se encogió de hombros y les dijo a sus acompañantes:

-Hay días en que la pesca es mejor que en otros y no por eso debemos culpar a los peces. Vayamos al centro del lago.

Se fueron a pescar sin hacer ningún comentario. Bogaron hasta donde el agua era más oscura y profunda, lanzaron las redes y se mantuvieron entretenidos con el trabajo hasta que anocheció y decidieron que habían capturado una cantidad suficiente de peces. Entonces emprendieron el regreso y un viento fortísimo los sorprendió cuando se hallaban aún a varias millas de la costa. Llegaron negros nubarrones, comenzó a llover, a relampaguear y se levantaron enormes olas que sacudían las embarcaciones. Ni los rudos brazos de Pedro y Santiago conseguían mantener estables los botes, los cuales giraban sobre sí mismos y daban violentos vuelcos. La lluvia picaba al caer sobre la piel y nublaba la vista. Algunos comenzaron a vomitar, oscilando como grandes muñecos, y gritaban:

-¡Estamos perdidos!

Jesús daba grandes voces y los animaba:

-¡Vamos! ¡Aunque el viento sople fuerte no suelten los remos y verán que se apaciguará antes de lo esperado! ¡Aunque la tormenta arrecie no pierdan de vista la orilla! ¡El viento dejará de soplar!

Así se mantuvieron durante un tiempo que nadie fue capaz de medir hasta que, en efecto, se acercaron a la orilla. Judas ató un cabo a la anilla de la proa del bote, le lanzó el extremo de otro a Santiago y Juan, acompañado por Jesús saltó a tierra y corrieron a amarrar las embarcaciones para asegurarlas. No podían ver mucho en medio de la lluviosa noche pero lograron atar las cuerdas a un poste. En eso una ola sacudió las barcas que tiraron con fuerza de los cabos y los rompieron. De nuevo los tripulantes se vieron a la deriva y el viento comenzó a alejarlos de la orilla. Jesús corrió con las sogas en la mano y se introdujo en el agua hasta que esta le cubrió las piernas. Judas quiso seguirlo pero, como trataba al mismo tiempo de impedir que el agua atravesara las cubiertas de cuero que protegían sus escritos, tropezó durante la carrera, cayó de bruces en el agua fangosa y las olas comenzaron a revolcarlo. El resto, desde los botes, todos a una, clamaba:

-¡Rabí, sálvanos!

Jesús se dio cuenta de que estaban tan cerca de la orilla como para saltar de los botes y alcanzarla nadando, sólo que no se habían percatado, así que los animó:

-¡Vamos, salten, están cerca, tengan fe!

Pedro fue el primero en obedecerlo y, como Judas, tropezó al caer al agua y una ola lo arrastró. Jesús corrió hacia él y lo ayudó a levantarse. Los demás continuaron gritando sobre los botes y estaban ya muy lejos como para lanzarles el cabo. Jesús levantó una vez más la voz y les dijo:

-¡Remen hacia acá, luchen y todo terminará pronto!

El viento comenzó a debilitarse, la lluvia a amainar, el agua a aquietarse y no pasó mucho tiempo para que pudieran dirigir los botes hacia la orilla y asegurarlos. Se reunieron por fin en tierra firme, empapados y cubiertos de barro. Judas y Pedro aún tosían y expulsaban restos de agua espumosa. Todos se arrodillaron alrededor de Jesús. Pedro le dijo:

-Oh, Rabí, en verdad eres el Hijo de Dios: Caminaste sobre las aguas y apaciguaste la tormenta con tus gritos.

-No, Pedro, no es verdad…-fue a decir Jesús y Juan lo cortó:

-Sí, Maestro, te vimos desde la barca: Anduviste sobre el agua y tus reclamos aplacaron la tormenta.

En vano Jesús trató de explicarles que la lluvia y la oscuridad les habían impedido darse cuenta de lo cerca que estaban de la orilla y el miedo no los dejó percatarse de que ya el vendaval amainaba. Aún tenían el entendimiento turbado por la excitación y continuaban insistiendo en que él había calmado la tormenta y dado pasos sobre el agua. Se volvió hacia Judas, buscando ayuda, y le preguntó:

-Y tú, hermano: ¿Qué opinas?

-Rabí, intenté seguirte para prestarles auxilio, tropecé, me di un fuerte golpe en la cabeza y las olas me arrastraron. Me siento aliviado porque estamos vivos y mis escritos apenas se humedecieron. A partir de ahora, a menos que viajemos a sitios distantes, los dejaré guardados en casa de Pedro cada vez que salgamos. No pude ver nada pero ya sabes cuál es mi respuesta: Aunque no te haya visto tengo fe en que calmaste la tempestad y caminaste sobre las aguas.

Jesús bajó la barbilla antes de suspirar, luego dijo:

-Bueno, si tienen fe, que así sea. En un final eso es lo que he intentado enseñarles. Pero ahora debemos colocar a resguardo las barcas, recoger lo que quedó de la pesca e ir a cambiarnos de ropa, tomar un baño y comer, que buena falta nos hace. Dejemos de preocuparnos por lo que acaba de pasar aquí. Mañana veremos otro amanecer y cada día trae su afán.

Al día siguiente volvieron al lago y se toparon frente a frente con el desconocido que el día anterior había estado mirándolos desde la higuera. Esta vez venía acompañado por tres personajes que Jesús nunca había visto. Uno de ellos portaba un báculo que Jesús reconoció de inmediato. El primer hombre se acercó deprisa y justo cuando Pedro y Judas se disponían a detenerlo Jesús levantó un brazo y les dijo por lo bajo:

-Calma, hermanos, refrenen el exceso de celo y veamos qué quiere nuestro amigo –luego miró al desconocido, quien se había separado de los otros tres, los cuales permanecieron retirados contemplando la escena-. La Paz sea contigo. ¿Cómo podemos ayudarte?

El hombre miró los alrededores con cautela antes de contestar:

-Me llamo Felipe –en este punto señaló a los demás-. Mis amigos y yo somos discípulos de Juan el Bautista y te traemos un mensaje de él.

-¿Por qué tardaste tanto en hablarme?

Felipe, sorprendido, aguardó unos instantes y después dijo:

-¿Cómo sabes que he tardado?

-Ayer, cuando estabas bajo la higuera, te vi. ¿Cómo está Juan? ¿Hace mucho que lo vieron?

-El Maestro se encuentra bien. Lo vimos hace dos noches. Intentamos liberarlo, pudimos llegar hasta el calabozo donde lo mantienen cautivo y se negó a escapar. Dijo que su obra sobre la tierra ha terminado y que debemos unirnos al verdadero Mesías. Ahora deseamos seguirte pero antes debes contestarnos una pregunta que Juan nos mandó a hacerte.

-Pregunta lo que quieras.

-¿Eres tú aquel que había de venir o debemos esperar a otro?

-Esa pregunta no te la ha mandado a hacer Juan. Él es un hombre de fe y nunca duda –Felipe, sonrojado, bajó la cabeza-. Para responderla te digo que puedes seguirme y juzgar mis acciones, o puedes volver y decirle a Juan que estoy listo para transitar el camino que me preparó. Escoge.

-Déjame hablar con mis amigos.

Felipe volvió al grupo y les dijo:

-Vámonos con él. Nada perdemos con seguirle. Hay una fuerza que subyuga en su mirada y una seguridad que convence en sus palabras.

-Te repito, Felipe, mi punto de vista –dijo Natanael, quien portaba el báculo de Juan-: Revisa las escrituras y verás que de Nazaret nunca salió profeta.

-Concuerdo con Felipe –intervino Santiago-. Nada perdemos con seguirlo.

-Ya va siendo hora de que aparezca alguien capaz de devolver la antigua gloria a Israel. Si es este, con él iré hasta el fin –dijo Simón el Cananeo, que mantenía el rostro medio oculto con la capa.

-Para comprobar la verdad debo verla –habló Tomás-, y para verla tengo que seguirlo. ¿A qué esperamos?

-Los cuatro se acercaron a Jesús. Felipe le dijo:

-Te seguiremos.

-Aquí tienes –Natanael le entregó el báculo-. Empléalo bien.

-Sea –respondió Jesús mirando con fascinación el objeto-. Por el camino nos conoceremos.

Jesús emprendió la marcha seguido por los demás que se saludaban y decían los nombres. Acordaron que Santiago el hijo de Zebedeo, para distinguirse del recién llegado de igual nombre, sería llamado Santiago el Mayor porque era de edad más avanzada y superior estatura. En medio de las presentaciones pasaron junto a un banco donde un publicano cobraba los tributos públicos. Jesús lo miró con fijeza y caminó hacia él. El publicano, que en ese momento le cobraba de más a una anciana haraposa y encorvada, interrumpió el cambio de monedas para levantar la vista. Se sintió turbado al ver la determinación con la cual el desconocido se dirigía hacia él. Jesús se detuvo junto al banco, señaló al publicano y le dijo:

-¿Cómo te llamas?

-Mateo. Algunos me dicen Leví.

-Deja todo esto y sígueme. A partir de ahora tú llevarás mi bolsa.

Mateo se levantó y antes de ponerse en marcha le dio una patada al banco, las monedas volaron y se escuchó el tintineo que hicieron al caer. Un grupo de mendigos se abalanzó sobre ellas. La vieja se apartó de la reyerta, conforme con no haber pagado el impuesto, y contempló al hombre que iba al frente del grupo que se alejaba:

-¿Qué clase de varón es este, que con la palabra levanta a un publicano del banco de los tributos y lo obliga a seguirlo? –se preguntó a sí misma.

Esa noche, después de la predicación y la pesca, Mateo los invitó a comer en su casa. Alumbrados por velones, Jesús y su grupo compartieron la mesa con otros publicanos amigos del anfitrión. Las mujeres sirvieron abundante cantidad de vino y hubo cordero asado suficiente para todos. Jesús comió y bebió hasta saciar el hambre y alegrar el espíritu. Unos fariseos que por allí pasaban se asomaron y, viendo el jolgorio, dijeron en alta voz:

-¡Qué buen Mesías: Borracho, glotón y se sienta a la mesa con publicanos y pecadores!

Jesús en ese momento levantaba la copa para brindar y la detuvo en el aire. Los demás se callaron, deseosos de escuchar la respuesta, la cual no se hizo esperar:

-¿Qué mejor compañía para un pastor que las ovejas más descarriadas de su rebaño? No vine a llamar a justos al arrepentimiento; sino a pecadores. No son los sanos quienes tienen necesidad de médicos; sino los enfermos –Jesús hablaba sin mirar hacia quienes iba dirigido el discurso-. No son peores a los ojos del Padre quienes pecan a la vista de todos; sino los que llevan en apariencia una vida recta y pecan ocultos tras muros de piedra. No hallarán vida eterna quienes recitan las escrituras o las interpretan a su conveniencia; sino los que se redimen con sincero arrepentimiento. Quien tenga oídos para oír, oiga.

Fuertes carcajadas y brindis estruendosos siguieron el breve discurso. Los fariseos no respondieron. Se limitaron a alejarse murmurando imprecaciones. La cena continuó porque a cada rato pasaba por allí un conocido y entraba para degustar el vino y comer un pedazo de cordero. Simón el Cananeo se acercó a Jesús, que estaba sentado en el suelo junto a Judas y Pedro, y le dijo:

-Rabí, mañana habrá una boda en Caná y el novio es conocido mío. Estamos invitados y me gustaría que fuéramos todos acompañados por nuestras esposas.

Jesús lo miró y le dijo:

-¿Quién se casa? Tengo parientes en Caná.

-Su nombre es Judas Tadeo –Simón vio que Jesús sonreía- ¿Lo conoces?

-Claro que sí. Es mi primo. Iremos a esa boda y por supuesto que cada cual podrá llevar a su esposa.

Y así fue. Tan pronto amaneció se pusieron en camino hacia Caná seguidos de cerca por las mujeres. Pasaron por Cafarnaúm y a mediodía llegaron a Magdala. Ya habían consumido toda el agua y estaban sedientos. A lo lejos, en las afueras del pueblo, Jesús vio a una mujer que sacaba agua de un pozo sombreado por la fronda de varios olivos. La dama vestía una túnica roja y no llevaba la cabeza cubierta por velo o capucha. De su cuello colgaba, sostenido con una tira de cuero, un pequeño frasco de alabastro cuyo color podía confundirse con el de la piel. La cabellera era rubia, lo cual lo desconcertó; pero no pudo resistirse al impulso de acercarse a ella y entablar conversación.

-Buenos días, mujer. ¿Me ofreces un poco de agua?

-¿Quién eres? –preguntó ella. Abría y cerraba deprisa unos ojos claros como los albores del día. Tenía pestañas largas, muy largas-. ¿No ves que no debo dirigirte la palabra en público?

-No te pido que me hables, sólo que me permitas beber. A mí y a mis acompañantes. Estamos sedientos y fatigados.

-Con una condición –exigió ella.

-¿Cuál?

-Que después de beber te sientes junto a mí en el brocal.

-Pensé que no querías que te vieran hablando conmigo en público.

-¿Cómo te llamas?

-Jesús de Nazaret.

-He oído hablar de ti. Dicen que eres un hombre sabio, que haces milagros y predicas una doctrina basada en el amor. Puede que tus enseñanzas sean válidas; pero ya veo que no eres tan sabio como para desentrañar la madeja del corazón de una mujer. Si lo deseas y tienes paciencia, te enseñaré.

-¿Cómo te llamas, mujer?

-María –dijo ella y señaló el pueblo-. María de Magdala.

-Voy con mis acompañantes a las bodas de mi primo en Caná. Haremos un alto para beber y aprovecharé para conversar contigo. Luego, si lo deseas, puedes unírtenos.

-Iré con ustedes –contestó ella-. Puedes estar seguro.

Jesús le pidió el recipiente que tenía en las manos. Un tonel de madera oscuro y húmedo de sumergirse tanto en el agua. Le habían practicado dos orificios para tal propósito, a los cuales habían anudado un pedazo de cuerda que formaba un asa. Unida a esta iba otra más larga que servía para lanzarlo hacia las profundidades y traerlo lleno de vuelta a la superficie. Jesús lo lanzó y se mantuvo esperando hasta que el líquido lo hubo llenado. Entonces lo subió y les dijo a sus acompañantes:

-¡Vengan, hermanos!

Los hombres se apresuraron para beber y María los contuvo.

-¡Dejen que las mujeres beban primero!

Los seguidores de Jesús se paralizaron, desconcertados. Miraron con extrañeza a la mujer que los detuvo y luego a Jesús, aguardando una respuesta por parte del Maestro. Tras ellos las esposas formaban un grupo apretado y silencioso.

-Ella lleva razón, hermanos -dijo al fin Jesús-. Las mujeres albergan la vida en su vientre y soportan con estoicismo las penalidades. Debemos ser condescendientes con ellas.

Hizo caso omiso del murmullo de desaprobación que siguió a sus palabras y les ofreció el tonel lleno de agua a las féminas. Estas tuvieron un instante de vacilación y, viendo que los maridos adoptaban una postura de conformidad, avanzaron. Primero con apocamiento, luego con la resolución que inspira un deseo contenido. Bebieron con avidez, por turnos, y después se ubicaron detrás de los hombres. María puso su mirada sobre Jesús y le sonrió mientras pestañeaba. Acto seguido extendió sus manos para tomar las de él y le dijo:

-Gracias.

Jesús iba a contestar cuando se escucharon unos gritos que venían del pueblo. Todos se volvieron hacia allá y comprobaron que se acercaba una turba de hombres compuesta casi toda por ancianos, sacerdotes y fariseos amenazantes. Portaban palos y grandes piedras. Cuando se acercaron lo suficiente pudieron escuchar que decían:

-¡Adúltera! ¡Fornicadora! ¡Mereces morir!

María de Magdala se puso pálida y la blancura de su piel aumentaba a medida que los hombres enfurecidos acortaban la distancia que los separaba del pozo. Se colocó detrás de Jesús y allí permaneció con las manos recogidas. Las demás mujeres hicieron lo mismo, cada una detrás de su marido. Judas, Pedro y Simón el Cananeo sacaron sus dagas y se pusieron al frente. Los atacantes, al verlos, se detuvieron y los rodearon manteniendo en alto las piedras y los garrotes.

-La paz sea con ustedes, hermanos –les dijo Jesús-. ¿En qué podemos ayudarlos?

-¡Cállate y entréganos a esa mujer! –le respondió un fariseo corpulento que a todas luces lideraba el grupo. En una mano llevaba un enorme garrote y con la otra señalaba a María- ¡Vamos a castigarla por pecadora y adúltera!

-¿Con qué derecho? –Jesús se mantenía calmado.

-¡Con el derecho que nos otorga la Ley Sagrada! –gritó el hombre- ¡Apártense o todos morirán!

El grupo de atacantes se cerró sobre el de los seguidores de Jesús, quienes se vieron rodeados por un compacto círculo de puños, piedras y palos. Santiago el Mayor y su hermano Juan recogieron rocas del suelo y con ellas se dispusieron a defenderse. Los demás hombres que venían desarmados hicieron lo mismo. Sólo Jesús permaneció tranquilo y con las manos vacías. Se volvió hacia María y le dijo:

-Sígueme, no temas.

Ella reculó al principio pero enseguida se dejó llevar. Jesús la tomó de la mano y la condujo hacia el fariseo. Judas, Pedro y Simón intentaron impedirlo y Jesús los disuadió con un gesto tranquilizador. Los atacantes retrocedieron un paso cuando Jesús dejó atrás el grupo de amigos que lo protegía.

-Por el amor de Dios, no dejes que me maten –le susurró María.

-Nada te pasará. Ten fe –le dijo Jesús, y después, al fariseo-: ¿Es esta la mujer de la que hablas?

-Ella misma.

-Reúne a tus hombres alrededor de nosotros.

El grupo que seguía al fariseo rodeó a Jesús y a María. Ella comenzó a temblar y Jesús con sus brazos le rodeó los hombros para confortarla.

-¡Rabí…! –gritaron al unísono Judas y Pedro.

-¡Tranquilos! –les contestó Jesús al tiempo que levantaba una mano hacia ellos. Luego miró desafiante a quienes lo rodeaban, adelantó a María hacia ellos y les dijo-: ¡Aquí tienen a la que según ustedes merece un castigo severo! ¡Lance la primera piedra o dé el primer golpe quien no haya pecado jamás!

En ese momento a María le fallaron las rodillas y cayó al suelo. Los dos grupos permanecieron inmóviles y al cabo de un rato los seguidores del fariseo comenzaron a bajar las piedras y los garrotes. En las caras de muchos se notaba un reblandecimiento de las expresiones. Ojos entornados. Miradas esquivas. Otros se retiraban hacia el pueblo con la cabeza gacha. Jesús tomó el palo que el fariseo portaba y dibujó dos símbolos en el suelo junto a María. Esta yacía, respirando deprisa, con la cabellera desperdigada sobre la tierra. Todos, excepto Judas, pasaron por alto el dibujo de Jesús. Cuando no quedó ni uno solo de los pobladores de Magdala, Jesús levantó a María del suelo y la ayudó a sacudirse el polvo. Ella lo abrazó, le dio varios besos en las mejillas y, mirándolo a los ojos, le dijo:

-Gracias, gracias. Me has salvado. Me querían castigar porque…

-No digas nada. No hace falta. Te has salvado tú porque te has arrepentido. Ve con las demás mujeres y descansa para que te repongas de este incidente. Pronto partiremos.

-Ya me he repuesto y puedo emprender la marcha si así lo deseas.

-No te apresures que el camino es más largo de lo que crees. Aprovecha que los hombres aún deben beber y gana ese tiempo que está a tu favor. ¿No deseas ir a la ciudad y tomar tus pertenencias?

-No necesito más que lo que traigo puesto. Nunca regresaré allá –señaló la ciudad-. A partir de ahora no tendré otro techo que el que escojas ni otro camino que el que emprendas.

-Muy bien. Son justo esas palabras las que añoré que salieran de tu boca. Ahora debo ir con mis hermanos. Necesito beber.

Se soltaron las manos y Jesús caminó hacia el pozo. Los hombres bebían y llenaban de agua los pellejos. De buena gana le cedieron un lugar para que saciara la sed. Santiago el Mayor y Juan, mientras bebía, llegaron hasta él y le dijeron:

-Rabí, si lo deseas podemos ir hasta esa ciudad y arrasarla como si fuéramos el fuego divino.

-Son muy impetuosos ustedes, hermanos –Jesús había apartado el pellejo lleno de agua de su boca para poder contestar-. ¿Qué pasaría si respondiéramos con violencia a cuanta ofensa nos hacen?: El mundo se convertiría en breve en un campo de batalla. Justo lo opuesto de lo que queremos conseguir –al escuchar la respuesta, los hermanos bajaron la cabeza-. A Simón lo llamé Pedro porque es duro como una roca. A ustedes los llamaré Boanerges: Los Hijos del Trueno.

Los hermanos se retiraron sonrientes como dos chiquillos que recibieron un regaño más alentador que atemorizante. Jesús continuó bebiendo agua y en cuanto terminó Judas vino a sentarse a su lado y le dijo:

-Rabí, ¿qué fue lo que escribiste en el suelo?

-¿Recuerdas la historia que te conté sobre mi nacimiento en la cueva y mi estancia en Egipto?

-Por supuesto que la recuerdo. Memorizo cada detalle para más tarde escribirlo.

-Olvidé decirte que los sacerdotes egipcios también me enseñaron el arte de la escritura. Ellos no lo hacen como tú; sino que emplean símbolos complejos que pueden traducirse de diversas maneras. Los escribas se encargan de pintarlos sobre royos de papiro que conservan con celo. Los reyes suelen mandar a grabarlos en las paredes de templos y palacios. Así cuentan la historia de su pueblo –tomó a Judas por un hombro e hizo un ademán para que lo siguiera-. Vayamos al sitio exacto dónde dibujé.

Caminaron varios codos y encontraron, mezclados con las pisadas y ya medio borrados por el polvo que el viento les había depositado encima, dos símbolos dibujados en el suelo: Un Pez y una Cruz. Judas los contempló unos instantes y luego preguntó:

-¿Qué significan, Rabí? ¿Son símbolos tomados de la escritura egipcia?

-No. Nada tienen que ver con Egipto o sus costumbres. Fueron símbolos que me reveló la voz en mi cabeza mientras llevaba a María a comparecer frente a esos hombres. Se convertirán con el tiempo en emblemas eternos del perdón.

-¿Puede una cruz, instrumento de suplicio, Rabí, convertirse en símbolo del perdón? La verdad es que no lo entiendo. No veo cómo.

-Tómate tu tiempo, Judas –Jesús lo miró con afecto-. Fuiste tú mismo quien le dijo a Pedro que el tiempo, y no los hombres iluminados, traía consigo las grandes revelaciones. Espera y lo entenderás.

Judas permaneció un momento contemplando las figuras dibujadas en el suelo. Sopló una racha de brisa y otro montón de polvo se depositó sobre los dibujos, los cuales se hicieron más borrosos.

-Ah, ¡qué frágil la palabra! –pensó Judas-. La pronunciada se convierte en eco, se desvanece en el viento, se pierde o distorsiona si va a parar a oídos insensibles a su valor. La escrita puede borrarse o destruirse. Su duración depende de la resistencia del soporte. Ahora entiendo por qué los reyes egipcios la graban en la piedra. Debo encontrar la manera de que mis escritos nunca se pierdan. De lo contrario todo habrá sido en vano. Y eso jamás debo permitirlo.

Jesús dejó a Judas meditando y dio media vuelta para dirigirse hacia el pozo. María estaba sentada en el brocal. Se había aseado y el viento, que emitía silbidos al pasar por entre las ramas de los olivos, le agitaba el cabello humedecido. Jesús se sentó junto a ella, se miraron un momento y enseguida ambos dirigieron la vista hacia el horizonte.

-¿Lo ves? –preguntó Jesús.

-¿Qué?

-El horizonte. Contémplalo bien porque es lo terrenal más parecido a la eternidad que nos espera. Recuerda eso durante los momentos difíciles, cuando estés a punto de flaquear.

-Nunca flaquearé si estás a mi lado –dijo ella, resuelta.

-Es ese el punto: Es muy fácil no flaquear cuando está junto a nosotros la persona que nos inspira. Lo admirable es no hacerlo cuando esa persona se encuentra lejos o se ha ido para siempre.

-Me asustas.

-No: Te preparo.

-No lo hagas aún. Deja que me prepare yo viviendo a tu lado día a día. Luego veremos lo que el destino nos depara –acercó una mano y la puso sobre la de Jesús. Entrelazaron los dedos y así se mantuvieron un rato al cabo del cual él dijo:

-El sol no es tan fuerte ya –levantó la voz para que todos pudieran escucharlo- ¡Pongámonos en marcha que la celebración nos espera! ¡Debemos llegar a Caná antes del anochecer!

Saltó del brocal al suelo y con ambas manos tomó a María por la cintura para ayudarla a descender. Al caer ella apoyó el cuerpo contra el de él y ambos percibieron una tibieza nunca antes sentida. Un calor que emanaba desde un plano más profundo que la carne o las entrañas. María se sonrojó e hizo un esfuerzo para separarse.

En eso Pedro llegó hasta ellos y dijo:

-Rabí, estamos listos.

-Vayamos ya –dijo Jesús, y echó a andar seguido por un grupo alegre en el que se mezclaron sin recato los hombres y las mujeres.

La comitiva liderada por Jesús llegó a Caná poco antes del anochecer. Tan pronto entraron en la ciudad se detuvieron bajo un portalón para decidir hacia dónde irían. A esa hora, si se guiaban por los preceptos de la costumbre, la mayor parte de los invitados tendrían que estar celebrando en casa de la novia. Jesús deseaba ir a casa de su primo para saludarlo y formar parte de la procesión que lo acompañaría a encontrarse con la futura esposa; pero los demás lo convencieron de que era mejor no perturbar a Tadeo con una visita inesperada horas antes de consumarse el matrimonio. Tras una breve discusión, luego de la cual el Maestro se atuvo a las razones de la mayoría, decidieron encaminarse hacia la casa de Marta -así se llamaba la novia- para esperar el arribo de Judas Tadeo poco antes de la media noche. La ciudad estaba silenciosa y en penumbras. Débiles luminosidades escapaban por los resquicios y sólo se escuchaban tenues susurros, llantos de niños pequeños o algún que otro ladrido. Se cruzaron con un dúo de soldados que patrullaban la calle y dos o tres transeúntes que los miraron con curiosidad. Simón comenzó a guiarlos por el laberinto de callejones, entre casas de adobe con una sola habitación que poco a poco fueron cambiando a residencias de piedra con más de un piso y varias cámaras, hasta que a lo lejos vieron un resplandor inusual y escucharon un jolgorio de músicas y risotadas. Se acercaron deprisa a la casa y comprobaron que en su interior, alumbrado por un sinnúmero de lámparas de aceite dispuestas en las paredes, las columnas y los arcos, se había congregado gran cantidad de invitados que reían, hablaban en voz alta y celebraban bebiendo vino junto a largas mesas repletas de comida. Algunos bailaban al son de la melodía interpretada por músicos que estaban sentados en un rincón. Varios sirvientes iban y venían portando bandejas con alimentos y jarras llenas de vino para cuidar que ni por un instante les faltase nada a los comensales. En un rincón opuesto al de los músicos, bajo un arco entre dos columnas, la novia conversaba con su madre. Llevaba un vestido rosado, de lino, y la cabeza cubierta por un velo del mismo color. Jesús fue a entrar, seguido por sus acompañantes, y de inmediato un viejo mal encarado se interpuso en su camino.

-¿A dónde van?

-La paz sea contigo, hermano –Jesús sonrió pero los rasgos del viejo no se aflojaron. Tenía los ojos fijos en María de Magdala-. Me llamo Jesús de Nazaret. Mis acompañantes y yo hemos sido invitados a esta boda. Somos parientes del novio.

-Pues yo soy Amós, el padre de la novia –el semblante del viejo se tornó aún más hosco-. Para ser curandero de animales y haber aportado tan poco a la dote de mi hija su pariente se toma muchas libertades. Además, te conozco. Aunque nunca te haya visto te conozco. Ya antes había visto esa luz que hay en tus ojos. Esa locura luminosa que todo lo posee. Así comenzó mi amado hijo Lázaro. Sus ojos relumbraban como las lámparas recién prendidas y hablaba de señales, de visiones y de sueños. De la noche a la mañana abandonó todo para irse a las calles a predicar. Gasté lo que no tengo en curanderos, médicos o hechiceros que lo hicieran entrar en razón y ninguno pudo. Dormía en los portales, comía desperdicios, oh, mi primogénito –en los ojos de Amós apareció un centelleo rojo de dolor y odio-, su cuerpo se llenó de llagas…

-¿Qué sucede, papá? –detrás del viejo apareció la novia, la cual continuaba con el rostro cubierto por el velo.

-Nada, hija mía. Un grupo enorme de invitados que aseguran ser parientes de Judas Tadeo. Los voy a despedir ahora mismo.

-Espera, papá, espera…déjame atenderlos a mí.

-Pero…

-Tranquilo, deja esto en mis manos. Disfruta tú de la fiesta.

Amós se retiró a regañadientes y, cuando estuvo sola con los recién llegados, Marta se dirigió a Jesús:

-¿Puedo saber qué grado de parentesco te une con mi futuro esposo?

-Le estaba diciendo a tu padre que me llamo Jesús de Nazaret y soy primo de Judas Tadeo.

-¿Jesús de Nazaret? ¡No pasa un solo día sin que Judas hable de ti! ¡Adelante! Tú y tus amigos son bienvenidos –Marta se apartó de la entrada e hizo una leve reverencia. Los acompañantes de Jesús comenzaron a entrar y Marta reconoció a Simón, el cual por primera vez dejó de ocultarse el rostro con la capucha.

-¡Simón! ¡Qué alegría que hayas venido! ¿Por qué no te le presentaste a mi padre?

-Me place estar aquí y verte feliz, Marta. Ya sabes cómo es Amós y lo vi tan iracundo que tuve temor de presentarme y que me rechazara.

-¿Por qué acompañas a Jesús? ¿No formabas parte de la guardia de Maqueronte?

-Esa es una historia larga –Simón miró hacia todos lados y bajó la voz-. Después de la boda te la contaré.

-Muy bien -dijo ella-. Entra y disfruta de la fiesta que se te ve cansado después del viaje.

En eso llegó un mensajero y anunció el próximo arribo del novio. Marta lo despidió con cortesía y nadie se tomó muy en serio el asunto.

Los recién llegados buscaron las enormes tinajas llenas de agua dispuestas por toda la estancia para hacer las abluciones rituales. Todos se lavaron las manos y la cara antes de sentarse a la mesa y, para disgusto de Amós, dieron cuenta de buena parte de los alimentos y el vino servidos. Judas Iscariote comió poco. Masticaba despacio y entre bocado y bocado permanecía pensativo, mirando un punto fijo y distante. El entorno festivo, lejos de animarlo como a los demás, lo había puesto melancólico. Añoraba su casa, la tibieza del fuego en las noches, el contacto de las manos de su esposa cuando solía acariciarlo en el lecho. Extrañaba la ternura femenina pues era de los pocos seguidores de Jesús a quien no acompañaba mujer alguna. De cuando en cuando aparecían nuevos mensajeros para anunciar la supuesta llegada del novio. Marta siempre salía a recibirlos y los invitados continuaban celebrando sin prestarles atención. Judas Iscariote erguía la cabeza con cada aviso y recordaba el día de su propia boda, la placidez que había sentido, la sensación de euforia e inmortalidad. Qué ajenos son los jóvenes durante los momentos sublimes. Ajenos a un porvenir incierto que no suele distar mucho en el tiempo. Un porvenir donde los espera la vejez, la soledad, los accidentes, el sufrimiento, la decrepitud y la muerte. Lo mejor de la juventud, pensaba Judas, no es el vigor que inunda los miembros, no es la placentera amplificación con que se percibe el mundo. Lo mejor de la juventud es la capacidad de enajenación que nos protege, que guarda nuestra conciencia de los desastres futuros. Es la inconsciencia de nuestra vulnerabilidad.

El tiempo fue pasando con rapidez y cerca de la medianoche la música cesó. Desde afuera, en la lejanía, llegó otra muy parecida que por momentos iba ganado intensidad y distrajo a Judas de sus pensamientos. Marta se puso de pie y caminó hacia la puerta, seguida por sus padres y otros miembros de la familia. Los más cercanos a ella se percataron de que un fino temblor le agitaba los dedos. El resto de los invitados se agolpó como pudo alrededor de las demás puertas y las ventanas para contemplar lo que a continuación ocurriría. De pronto, en la calle, apareció un tumulto ruidoso y relumbrante. A medida que se fue acercando con estudiada lentitud todos vieron que se trataba del novio rodeado de músicos ebrios y precedido por varios amigos que portaban diez lámparas encendidas sobre vástagos de madera. De las viviendas aledañas salían curiosos que aprovechaban para sumarse a la algazara. Cuando faltaba poco para que el cortejo llegara a la casa, Marta se adelantó y fue a ubicarse junto a Tadeo, el cual la tomó de la mano y sonrió. Entonces varios invitados comenzaron a lanzarles monedas y granos de trigo tostado mientras otros, llevando hojas de palma y ramas de mirto, precedían a quienes portaban los vástagos con las lámparas. Ya en el interior de la casa, a pocos codos de la puerta, habían colocado el palio nupcial, bajo cuyo dosel pasó la pareja y se detuvo para que un anciano venerable del pueblo, de pie frente a ellos y sosteniendo una copa de vino, pronunciara las bendiciones rituales:

-Bendito seas Tú, Adonai Eloheinu, rey del mundo y creador del fruto de la vid. Bendito seas…el que creó todo para su Gloria. Bendito seas…el que creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Bendito seas…el que colmará a Jerusalén de alegría. Bendito seas…el que alegra el corazón de los novios.

Tras escuchar las bendiciones, los novios se sentaron junto a una mesa pequeña y allí, bajo la mirada de dos amigos de Tadeo que fungían como testigos, firmaron el contrato nupcial donde se fijaban las condiciones del matrimonio. Tadeo se comprometía a no maltratar a su esposa, a mantener con ella relaciones carnales lícitas y agradables, a alimentarla, proveerla de casa, ropa, calzado y utensilios imprescindibles para que llevase una vida digna y pudiera realizar con acierto las labores domésticas, garantizar su curación si enfermaba, proporcionarle los medios para criar la descendencia en caso de divorcio o repudio y a enterrarla si moría. Marta, por su parte, dio fe de que ayudaría en la crianza de los hijos y atendería de buena gana la casa con todo el trabajo diario que ello implicaba. Sólo firmar aquella retahíla de obligaciones futuras le quitaba a cualquiera el deseo de casarse. Rubricar el documento era de por sí una gran prueba de amor. No figuraba allí que, a diferencia de la mayor parte de los jóvenes, Marta y Tadeo se casaban de común acuerdo y no por un pacto entre los progenitores de ambos. El afecto y el deseo de unirse sin otros lazos que no sean la atracción y el mutuo convencimiento son puntos que no pueden incluirse en contrato alguno porque los asuntos del corazón no son compatibles con los legales.

Acto seguido fueron conducidos a la habitación donde se hallaba dispuesto el lecho nupcial. Entraron y los dos amigos de Tadeo que habían verificado la firma del contrato se apostaron junto a la puerta cerrada y allí permanecieron, de pie e inmóviles. El resto de los presentes se mantuvo en silencio. Sólo conversaciones ocasionales en voz baja se escuchaban en la casa y nadie probó bocado ni pudo beber un sorbo de vino hasta que Tadeo, con un grito, anunció que el matrimonio estaba consumado. Los dos amigos entraron entonces a la habitación y con alegría salieron a corroborar la noticia. Tras ellos apareció el novio llevando de la mano a Marta, ahora sin el velo que le cubría la cabeza. Muchos se acercaron a ellos y les hicieron regalos o les entregaron variables cantidades de dinero. Los padres de Marta se acercaron para felicitarlos y después Amós dio la orden de que se reanudara el banquete. La fiesta cobró brío, esta vez varias parejas se levantaron para danzar al compás de la música, y los brindis por la felicidad de los recién casados se repetían con frecuencia.

Jesús esperó un momento en el cual Tadeo se encontraba libre de compañía y, seguido por varios de sus amigos, se acercó para saludarlo. Se abrazaron y el recién casado le dijo:

-Jesús, ¡cómo me alegro de verte! ¡Pensé que no te enterarías de mi boda! ¡Mandé un aviso a tu casa y me respondieron que te habías marchado! ¡Mañana viene tu madre y tus hermanos! Tenemos que hablar. Se dicen muchas cosas sobre ti: Que andas predicando sin rumbo fijo, que haces milagros, curas a los enfermos y expulsas demonios. Algunos hasta dicen que te has vuelto loco…

-Me enteré de la boda por casualidad –Jesús sonrió-. Uno de mis amigos, Simón, es de aquí y fue quien me dio la noticia de tu casamiento. Ya podrás comprobar con tus propios ojos la verdad sobre mi persona. Disculpa que no te haya traído ningún obsequio pero todo se presentó demasiado rápido y no tuve tiempo de encontrar uno digno de tu persona.

-No hace falta. Tu presencia aquí es el mejor regalo. Y poco me importa lo que digan sobre ti. Sé quién eres, y lo que haces no es nuevo para mí. Aún recuerdo cómo me curaste de unas fiebres cuando regresaste de Egipto.

-A propósito, primo, ¿qué piensas hacer con tu vida a partir de ahora?

-En realidad no lo sé, Jesús. Con todo este problema del noviazgo, la búsqueda de un sitio donde vivir y la preparación de la boda no me he puesto a pensar en el mañana.

-Te entiendo. Por ahora no te voy a importunar con este tema. Dejemos pasar los festejos y luego hablaremos. Mira, estos son algunos de mis amigos: Judas Iscariote, tu tocayo –Tadeo fue estrechando las manos de los presentados-, Pedro y Andrés, que son hermanos, Santiago el Mayor y su hermano Juan. A Simón ya lo conoces y con el resto poco a poco te irás familiarizando. ¡Mateo!

Un hombre se puso de pie ante el llamado de Jesús y se acercó.

-Primo, este es Mateo, al que muchos llaman Leví. Solía ser publicano y ahora es quien se encarga de llevar nuestra bolsa. Por favor, Mateo, entrégale cien denarios a mi primo.

Mateo sacó la bolsa y extrajo el dinero. Se lo fue a entregar al recién casado pero este lo rechazó y no hubo insistencia por parte de Jesús que lo obligase a tomarlo. En eso se acercó Marta y contempló divertida la querella entre los primos. Tadeo se la fue a presentar a Jesús, ella le dijo que ya se conocían y le relató el incidente ocurrido en la puerta, tras lo cual Jesús les pidió que se sentaran junto a él en la mesa. Marta encontró agradable la compañía de Raquel, María de Magdala y las demás mujeres, mientras que Tadeo estuvo muy a gusto junto a su primo y el resto de los hombres que lo acompañaban. Entre brindis, recuerdos y conversaciones el tiempo pasó deprisa y los invitados comenzaron a retirarse cuando faltaba poco para el amanecer.

A mediodía se reanudaron los festejos, los cuales iban a prolongarse durante una semana, y la casa se llenó otra vez de invitados. Jesús acudió de nuevo en compañía de sus adeptos. Tadeo vino a recibirlo tan pronto pasó bajo el dintel, y le dijo:

-¡Primo, estaba ansioso porque llegaras! ¡Tu madre y algunos de tus hermanos están aquí!

-Estos son los que tengo por padres y hermanos, Judas –respondió Jesús al tiempo que señalaba a quienes lo seguían-: Los que aprenden mis enseñanzas e intentan obrar según ellas.

Tadeo permaneció inmóvil unos instantes durante los cuales la sonrisa desapareció de su rostro. Después hizo un esfuerzo, se recompuso y como si nada hubiese pasado dijo:

-Pasen y disfruten.

Entraron. Jesús hizo las abluciones rituales y fue a saludar a su familia, tras lo cual ocupó puesto junto a la mesa, en medio de Tadeo, Marta, María de Magdala, Judas Iscariote y Pedro. Tan pronto hubo de acomodarse, María se le acercó al oído para preguntarle en voz baja:

-¿Por qué no te quedaste con tus parientes?

-María: No hay país que vea nacer un profeta y lo acoja ni hay familia que lo vea crecer y lo comprenda.

-Pero…

-Aprovechemos para divertirnos el tiempo que duren los festejos –la cortó Jesús-. No turbemos nuestro ánimo con asuntos enojosos.

Tras el corto diálogo se levantó a buscar cordero porque en la mesa se había acabado y, a diferencia de la noche anterior, no caminaba en ese momento por la estancia ningún sirviente con la bandeja llena para reponerlo. Fue hacia la cocina y la encontró desierta. Extrañado, bajó por una escalera de piedra que lo condujo hacia una bodega subterránea. Allí percibió voces que hablaban por lo bajo e hizo un esfuerzo, aguzando el oído, para escucharlas.

-Ya saben lo que tienen que hacer y el que no cumpla recibirá un castigo severo –era la voz del suegro de Tadeo. Al parecer hablaba con los criados-. En cuanto todos se embriaguen digan que el vino se ha agotado. No pienso costear esta bacanal durante toda una semana y veremos qué hace el curandero de animales cuando vea que su boda se acaba antes de lo previsto. Se morirá de vergüenza porque no cuenta con dinero suficiente para continuarla. Apenas puedo esperar para verle la cara. Ahora vuelvan a la fiesta que los convidados deben estar sospechando por la ausencia de sirvientes.

Jesús subió en puntillas todo lo rápido que pudo para que no lo descubrieran y volvió a la mesa. María le preguntó:

-¿No encontraste lo que buscabas?

-Por el camino me topé con los sirvientes que venían –respondió él y en eso entraron los criados trayendo bandejas llenas de alimentos.

La fiesta cobró vigor porque los músicos, que habían estado descansando, comenzaron a tocar. Varias parejas salieron a bailar y otros batían palmas para seguir el compás. Poco a poco se fueron levantando voces que reclamaban más vino después de los brindis. Los criados, nerviosos, se limitaban a caminar de un lado a otro sin hacer caso. Jesús esperó hasta que Amós estuvo solo y fue a sentarse a su lado. El viejo lo miró con semblante desdeñoso y le preguntó:

-¿Qué quieres?

-¿Usted sabe que soy predicador? –dijo Jesús.

-A decir verdad la mayor parte de la gente dice que eres un loco…

-Y los predicadores tenemos un gran problema: No podemos estar sentados mucho tiempo porque nos acostumbramos a caminar todo el día. Por eso hace un rato, cuando faltó cordero en mi mesa y vi que no había sirvientes disponibles fui a la cocina a aprovisionarme…

-Un descarado atrevimiento que te tomaste. Ahora no pongo en duda que seas de la familia del curandero de animales.

-En la cocina escuché voces –Amós iba a tomar un trago de vino, se detuvo y la altivez de su rostro fue sustituida por una expresión de pánico- Venían de una pequeña puerta tras la cual había una escalera. Como soy muy curioso bajé hasta la bodega y oí cómo usted les ordenaba a los criados que escondieran el vino.

-Veo que es verdad lo que dicen: estás loco, ¿crees que iba a poner en ridículo a mi propia hija?

-Creo que con tal de desprestigiar a mi primo y ridiculizarlo usted haría cualquier cosa.

-No tienes cómo probarlo. Es tu palabra contra la mía.

-Se equivoca –mintió Jesús con seguridad-. Me acompañaban dos de mis amigos y con gusto atestiguarán frente a un tribunal. Entonces será usted quien quedará en ridículo frente a su familia.

-¿Qué quieres? –Amós trataba de controlar su nerviosismo-. Puedo darte dinero por tu silencio.

-El dinero no me interesa. Tengo una bolsa llena de monedas y jamás las toco.

-¿Entonces?

-Cuando ya no sea posible desoír los reclamos de los invitados envíe al maestresala a decir que el vino se ha agotado y déjeme entonces hablar a mí. No intervenga hasta el final y mantenga callados a los sirvientes.

-¿Es todo?

-Es todo –Jesús se puso de pie y regresó a su lugar en la mesa.

Varios comensales ebrios protestaban por la falta de vino. Otros compartían con sus vecinos el que les quedaba en las jarras para después sumarse a la protesta. Amós llamó al maestresala y le dijo que informara a los invitados que la reserva de vino de la casa se había agotado. El hombre detuvo a los músicos y se paró en medio de la gran sala. Todas las miradas quedaron fijas en él.

-¡Señores, con mucho pesar mi amo me manda a informarlos de un desafortunado inconveniente! –ni una voz se escuchaba- ¡Por desgracia no esperábamos un número tan grande de invitados y la reserva de vino de la casa se ha agotado!

-¡No, no puede ser!

-¡Imposible!

-¡Queremos más vino! ¿Qué clase de esposo es este que no fue capaz de preparar una ceremonia digna según nuestras costumbres?

Jesús continuaba comiendo como ajeno a lo que ocurría y de pronto su madre se puso de pie, fue hasta él y le dijo:

-Por favor, ayuda a estas personas.

-No me importunes, mujer. ¿No ves que no puedo hacer nada?

-Por favor, hijo mío: La gente dice que haces milagros.

-Está bien –Jesús se puso de pie de mala gana-. ¡Maestresala! ¿Qué ocurre?

-Se ha acabado el vino. Todas las tinajas de la bodega se encuentran vacías. Sólo quedan las que tienen agua.

-Debe ser un malentendido –Jesús lo miró con aplomo-. Baja y comprueba que con seguridad hay vino.

-Acabo de hacerlo, señor. Las tinajas están vacías.

-Revísalas de nuevo. Estoy seguro de que las encontrarás repletas de buen vino. Incluso las que contienen agua.

El Maestresala se volvió hacia Amós y este le hizo una seña para que se le acercara. El hombre acudió presuroso al lado de su amo y el viejo le dijo al oído:

-Síguele la corriente. En ello te va la vida.

-Muy bien. Bajaré de nuevo para comprobar –el Maestresala fue hacia la cocina seguido por Jesús, Judas Iscariote, Pedro, Tadeo, Marta, Amós, María de Magdala y casi todos los invitados. Tantos eran que no cabían en la cocina y no todos pudieron bajar a la bodega, cuyo ambiente en breve se tornó sofocante.

El hombre se paró al lado de una de las grandes tinajas apiladas en un rincón y quedó desconcertado a la espera de nuevas órdenes. Jesús lo miró, sonriente, y le dijo:

-Levanta la tapa. No temas. Verás que el recipiente, como todos los demás, está lleno de vino –el criado miró a Amós y el viejo lo conminó a obedecer. El resto de los testigos contemplaban enmudecidos la escena.

El hombre levantó la pesada tapa de barro e introdujo un recipiente pequeño que sacó lleno de vino. Todos los presentes se acercaron para mirar y se escuchó un murmullo de asombro. Un hombre ebrio se adelantó y dijo:

-Déjenme probarlo y veremos si es vino –dicho esto se llevó la jarra a los labios y bebió con rapidez su contenido. Al terminar se secó el borde de los labios con la manga de la túnica y gritó-: ¡Es vino!

Se escucharon aplausos y exclamaciones de alegría. El catador pasó de tinaja en tinaja, el maestresala las abría y en todas había vino. Incluso en las que pudieron haber contenido agua. Al terminar la comprobación el catador gritó:

-¡En verdad durante las fiestas dan primero el mejor vino y guardan el malo para el final, cuando todo el mundo está borracho y no puede distinguirlos; pero hoy Jesús de Nazaret, con este milagro, ha logrado que Tadeo ofrezca vino de la mejor calidad durante toda la fiesta!

-¡Jesús de Nazaret es un hombre santo! ¡Ha llenado tinajas vacías y convirtió agua en vino! –gritaban todos y muchos se postraban a los pies de Jesús, el cual intercambiaba miradas con Amós mientras los criados bajaban la cabeza.

La concurrencia no se mantuvo durante mucho tiempo en la bodega. El calor aumentaba con rapidez y, como comprobaron que había vino en abundancia, todos deseaban volver a celebrar. De nuevo hubo música, bailes, conversaciones animadas para comentar lo ocurrido y brindis hasta la madrugada. Jesús se sentó junto a María de Magdala. Cada sorbo de vino que le bajaba por la garganta y cada pedazo de carne que engullía le aumentaban los deseos de apretarse contra ella para percibir de nuevo aquel calor que emanaba de un plano más profundo que las entrañas. A cada rato miraba hacia la mesa donde estaban sentados su madre y sus hermanos, los cuales cuchicheaban entre sí y a su vez lo miraban con disimulo. Por primera vez en muchos años le pareció ver en sus rostros un atisbo de admiración.

Así transcurrió una semana de celebraciones y el último día lo abordó Tadeo acompañado por Marta y uno de los testigos de la boda.

-Jesús, queremos hablar contigo.

-Díganme.

-Este es mi mejor amigo: Jacobo, hijo de Alfeo. Hemos conversado mucho y decidimos marcharnos contigo mañana.

-¿Y Marta? –preguntó Jesús.

-También vendrá –Tadeo contestó sin dudar y Marta acompañó su respuesta con un asentimiento.

-¿Están conscientes de lo que les espera? –los miró con severidad y ellos asintieron- Pues que así sea –señaló a Judas Iscariote-. ¡Hermano, reúne a todos alrededor mío!

Judas buscó a todos los seguidores de Jesús, hombres y mujeres, y los agrupó alrededor de la mesa. El Maestro los miró a todos y les dijo, tratando de que su voz se escuchase por encima de la música:

-¡Mañana temprano nos marcharemos! ¡Tadeo, Marta y Jacobo vendrán con nosotros! ¡Ya suman doce mis discípulos varones, muchos con sus respectivas esposas, y serán los encargados de esparcir el Fausto Mensaje en todas direcciones cuando llegue el momento! –en ese instante la música se transformó en suave melodía y pudo bajar la voz- Llevaremos vida de nómadas. A menudo no tendremos techo sobre nosotros para dormir y habrá días durante los cuales no podremos llevarnos nada a la boca, mas no debemos preocuparnos por ello. Los animales salvajes viven en libertad, no siegan ni cosechan y aun así encuentran alimento porque el Padre se los proporciona. Las flores crecen en los campos sin buscar prendas para vestir y ni la Reina de Saba, esposa de Salomón el Rey más rico y sabio conocido jamás, pudo igualarlas en belleza con sus costosos vestidos. Tampoco debemos atemorizarnos por las persecuciones. Por mi causa los escarnecerán y a veces la Palabra no será escuchada ni comprendida. Van a sentirse como corderos en medio de lobos; pero nada debe hacerlos retroceder. Cuándo los destierren de una ciudad sacúdanse el polvo de las sandalias, dejen esa atrás y váyanse a otra. Les aseguro que no se acabarán las ciudades de su país antes de que venga el fin de los tiempos. Y nada, nada de lo que conocemos se compara con el Reino Venidero. No debemos enceguecernos con las candilejas de la vida mundana, cuya brillante imagen se quiebra como un espejo y deja nuestros pies libres para caer al abismo. Mantengamos nuestra mente fija en lo que nos aguarda, para no desfallecer en el trayecto. Síganme: Yo soy el camino verdadero que los conducirá hacia la Vida Eterna.

Levantó la copa y todos lo imitaron, luego las chocaron entre sí y bebieron grandes tragos. Luego Jesús llamó a Tadeo y le dijo:

-Primo, he estado pensando y ya tengo el regalo perfecto para ti.

-Ya te dije que no preciso nada. Con el dinero que nos ofreciste, aunque no lo haya aceptado, fue más que suficiente.

-No importa. Quiero que conserves un objeto que yo te haya proporcionado.

-¿De qué se trata?

-Ya lo verás cuando llegue el momento, primo. Ya lo verás…

Al día siguiente se pusieron en marcha bien temprano en la mañana. Amós estaba tan rabioso por la partida de Marta que se mordió los labios hasta hacérselos sangrar; pero ya era una mujer casada, se debía a Tadeo y no pudo hacer nada para retenerla. La madre y los hermanos de Jesús se sumaron a la comitiva y los acompañaron hasta Cafarnaúm. Allí descansaron juntos varios días y después se separaron. Jesús y sus discípulos se dirigieron hacia Betsaida para continuar predicando a orillas del lago. Su madre y sus hermanos emprendieron el camino de regreso a Nazaret.

Las llagas luminosas

Betania, Judea, Palestina. Año 32 DC.

El mendigo llegó renqueando hasta la puerta de la casa. Las fuerzas apenas le alcanzaban para arrastrar las piernas llagadas, cubiertas hasta los muslos por unas vendas sucias y moteadas por lamparones pestilentes allí donde se adherían a los cráteres abiertos en la piel. Lo escoltaba un hato de perros callejeros que de cuando en cuando lamían las secreciones que embadurnaban los vendajes. Se tumbó ante la ancha escalera que conducía hacia la puerta, abierta, tras la cual podía verse una estancia amplia, iluminada por velones y lámparas de aceite, donde se hallaba dispuesta una larga mesa repleta de comida a cuyo alrededor estaban sentados varios comensales. Una hueste de sirvientes iba y venía portando bandejas y jarras para reponer los alimentos y el vino cuando se agotaban. El mendigo estiró una mano y dijo:

-¡Agua, por piedad, y un mendrugo para llevarme a la boca!

Nadie contestó. No lo habían escuchado. Las risas, los entrechoques de copas y las conversaciones en voz alta acallaron el pedido.

-¡Agua, por piedad, y un mendrugo!

El mendigo abrió la boca reseca y la saliva se le iba espesando a medida que contemplaba cómo caían migajas y pedazos de carne al suelo, dejados caer al descuido.

-¡Agua, por piedad…!

Estiró ambos brazos, los cuales permanecieron unos instantes suspendidos en el aire, temblones, anhelantes. Luego cayeron a los lados del cuerpo desmadejado. Los perros, aullando, se agruparon a su alrededor. Sólo entonces los habitantes de la casa repararon en la presencia del extraño visitante. El propietario, un anciano vestido de púrpura y lino, fue el primero en salir al portal y verlo. Se inclinó junto al desconocido y, viendo que aún respiraba, se puso un brazo ante la nariz para no percibir la peste que emanaba del cuerpo, ahuyentó los perros, los cuales sólo se desplazaron un par de codos y protestaron, y les dijo a los sirvientes:

-¡De prisa, voltéenlo!

Dos criados obedecieron, conteniendo las arcadas mientras cumplían la orden, y levantaron al mendigo para depositarlo bocarriba sobre el suelo del portal. Los perros gruñeron y aullaron.

-Agua…

-Denle de beber…

De inmediato trajeron una jarra pequeña llena de agua y la colocaron junto a los labios del enfermo, el cual bebió un sorbo y parte del líquido le corrió por la comisura de la boca. El dueño de la casa se acercó a mirarlo y en los ojos agónicos del mendigo se vio a sí mismo metido en una urna de fuego, con la boca escaldada por las llamas, clamando a toda voz para que alguien le ofreciera un poco de agua. La urna de fuego se hallaba a pocos codos de un precipicio infinito y en la orilla opuesta el mendigo, ahora limpio, vestido con ropajes blancos y acompañado por un anciano enorme con una barba que llegaba al piso, lo miraba con compasión sin poder ayudarlo. El atormentado extendió las manos y gritó:

-¡Agua, por piedad!

Y nadie atendía su pedido.

Sacudió entonces la cabeza y dijo:

-Llévenlo adentro, quítenle esas vendas sucias, laven su cuerpo y aliméntenlo.

-¿Estás loco? ¿No ves que sus llagas lo hacen impuro? –le preguntó uno de sus hermanos.

-¿Acaso confundes la piedad con la locura? –contestó. Y a otro sirviente-: Corre a buscar un médico.

Trasladaron al desconocido hacia una habitación apartada en la que con frecuencia dormían los huéspedes. Los sirvientes encendieron dos lámparas de aceite cuya luminosidad no alcanzó a combatir con acierto la penumbra de la estancia, despojaron al enfermo de las ropas y las vendas, llenaron de agua dos cuencos enormes, de aceite aromático uno más pequeño y comenzaron a frotarle el cuerpo con paños húmedos. A poco de haber comenzado interrumpieron la labor y uno de ellos corrió a buscar al dueño de la casa.

-Señor, señor…

-¿Qué ocurre?

-Venga, por favor, tiene que ver esto.

Los dos hombres anduvieron deprisa y en breve llegaron a la habitación, seguidos por el resto de los presentes. El criado abrió la puerta. Afuera aullaron los perros. Un soplo de aire entró por la ventana y apagó los candiles. Percibieron una emanación putrefacta que los obligó a taparse las narices con las mangas de las túnicas. El sirviente señaló hacia el interior de la recámara y allí, tumbado sobre un jergón con quienes habían comenzado a bañarlo sentados junto a él en actitud de plegaria, estaba el mendigo desnudo. Todos se agolparon en la entrada para contemplarlo, porque las llagas que a los ojos de los hombres denotaban impureza refulgían en la oscuridad como si hubiesen absorbido las luces de las lámparas.

El sermón

Lago Genesareth, Galilea, Palestina. Año 32 DC.

Jesús comenzó a visitar otra vez el lago acompañado por sus discípulos. Los días pasaban raudos, porque compartían el tiempo entre la predicación, la pesca, los bautizos ahora que Juan permanecía cautivo y la sanación de gran cantidad de personas agobiadas por achaques, las cuales deseaban encontrar un milagro en manos del hombre que había caminado sobre el lago y convertido el agua en vino. La noticia de los prodigios obrados por el Maestro recorría el reino como una onda provocada por el impacto de una piedra en la superficie de un estanque: Engrandeciéndose, y distorsionándose, a medida que avanzaba del centro hacia la orilla. De nuevo una reata de tullidos, leprosos, ciegos y jorobados los seguía a todas partes. A Jesús el humor se le fermentó, le aparecieron ribetes cárdenos alrededor de los ojos, cabeceaba sobre la barca porque apenas tenía tiempo para descansar y sólo lograba hacerlo cuando Judas, Pedro y Simón el Cananeo velaban su sueño con las dagas en la mano para alejar los molestos reclamantes. A veces, cuando eran muchos, los hombres montaban guardia y las mujeres salían esgrimiendo utensilios de cocina y pedazos de palo para ahuyentar a los más audaces. Jesús decidió, a medida que los bautizaba e iban sanando, enviarlos a predicar lejos de allí para quitárselos de encima pues muchos, como no tenían a dónde ir, se quedaban en las inmediaciones del lago para recibir limosnas o una parte de la pesca y hubo algunos que hasta se tumbaban a dormir por las noches en el portal de la casa de Pedro. Pero se desembarazaba de setenta y al día siguiente llegaban cien. O doscientos. O mil. Interminable legión de mujeres, ancianos, niños, mendigos, enfermos y vagos envueltos en harapos sucios que se infiltraban entre los necesitados para ganarse un bocado fácil. Inacabable recua dispuesta a conseguir cuanto quería y no saciarse porque una vez obtenido con facilidad un beneficio la raza humana suele esperar otros y despliega cuanto recurso esté a su alcance para obtenerlos.

Una tarde caminaban de regreso hacia la ciudad, fatigados por la dura jornada y abatidos porque apenas habían logrado capturar peces. Una enorme multitud los seguía. Faltaba poco para el anochecer y Mateo le dijo a Jesús:

-Rabí, siento pena por esta gente que ha andado detrás de nosotros desde la mañana. Hay niños entre ellos y apenas han comido.

-Mi buen Mateo –Jesús hizo un esfuerzo por sonreír-, tu preocupación es lícita pero me temo que el mercado ya cerró y nuestro dinero no alcanza para alimentarlos a todos.

Mateo se rascó la cabeza, extrajo un piojo, lo aplastó con las uñas de ambos pulgares y se deshizo del insecto apachurrado. Miro a Jesús y el Maestro se dio cuenta de que la respuesta no había dejado satisfecho al discípulo. Caminaban por una planicie cubierta de hierba, próxima a un monte no muy alto desprovisto de vegetación, y Jesús ordenó que se detuviesen. La muchedumbre que los seguía hizo lo mismo y todos se sentaron. Jesús dijo:

-Mateo, ¿de cuánto alimento disponemos?

Mateo fue a revisar los fardos pero lo detuvo la veloz respuesta de Andrés:

-Tenemos cinco panes y dos peces.

-Umm, bien…-Jesús reflexionó-. Que se queden conmigo Judas, Pedro y Simón el Cananeo. El resto de los hombres, junto con las mujeres, por favor vayan y cuenten a quienes nos siguen.

De inmediato los designados para el conteo fueron a cumplir la encomienda y tardaron buen rato en regresar. Mateo se veía preocupado.

-Rabí –dijo-. Son cinco mil adultos y no contamos los niños.

Jesús subió al monte cercano para que todos pudieran verlo y escucharlo. Se llenó los pulmones de aire y dijo:

-¡Sólo tenemos cinco panes y dos peces para ofrecérselos a los más hambrientos! ¡Por favor: Todo aquel que tenga aunque sea un mendrugo, por piedad le pido que lo ponga a disposición del prójimo! ¡Hay niños pequeños, enfermos y ancianos entre ustedes!

La multitud comenzó a murmurar y a revolverse. Todos se miraban entre sí y poco a poco fueron sacando alimentos de las alforjas, las bolsas e incluso las mujeres sacaron rastrojos de entre sus pechos. Un pan por aquí, una galleta por allá, un pescado ahumado, un queso mohoso o un trozo de carne salada y así los fueron depositando sobre paños sucios que tendían en el suelo. Los discípulos de Jesús pasaron por entre las filas irregulares de personas sentadas, requisaron los alimentos y los pusieron enfrente de todos, metidos en grandes cestas y fardos. Luego prepararon raciones y las repartieron hasta que no quedó nadie sin alimento, incluso sobró comida suficiente para llenar doce cestos medianos. Cuando terminaron de comer ya anochecía y en medio del crepúsculo Jesús, acuclillado sobre un cascote de piedra, volvió a levantar la voz desde el monte. Todos miraron con curiosidad hacia él:

-¡Bienaventurados los que sufren, si el sufrimiento los renueva, no los envilece y en él hallan el motivo que los alienta a ser mejores!

-¡Bienaventurados los pobres cuando no se conforman con su pobreza y no se degradan para salir de ella!

-¡Bienaventurados aquellos que imponen su naturaleza digna a las limitaciones de la existencia, porque sobrevivirán!

-¡Bienaventurados quienes buscan la prosperidad sin levantarse sobre el hombro ajeno!

-¡Bienaventurados los que luchan sin arrastrar a otros a la perdición con promesas vanas!

-¡Bienaventurados los que aceptan la derrota sin perder las esperanzas después de una lucha digna!

-¡Bienaventurados los que aborrecen la esclavitud y la ven como la peor de las calamidades!

-¡Bienaventurados los que no sucumben ante el vicio, la abominación y la codicia!

-¡Bienaventurados los poderosos cuando emplean el poder para obrar el bien!

-¡Bienaventurados los que buscan respuestas aunque para hallarlas tengan que caminar toda la vida cuesta arriba!

-¡Bienaventurados los altruistas, los valientes y los sabios porque con sus ideas y sus actos mejoran el mundo!

-¡Bienaventurados los que obran con rectitud sin esperar recompensa!

-¡Bienaventurados los que edifican y crean obras perecederas, porque con su trabajo renuevan el presente y el futuro!

-¡Bienaventurados los que toleran y no intentan eliminar a otros por no compartir sus ideas!

-¡Bienaventurados quienes no matan, ni mienten, ni envidian, ni calumnian, ni guerrean por causas inicuas, ni invaden, ni conquistan ni usan las armas para subyugar a otros!

-¡Bienaventurado quien tiende la mano para levantar al caído!

-¡Bienaventurado el pecho que amamanta y la matriz que alberga la vida!

-¡Bienaventurados los justos, los enfermos, los cándidos, los desposeídos y los inocentes! ¡Ojalá el mundo fuese de ellos!

-¡Bienaventurados los hombres, todos, iguales ante los ojos de Dios, porque de ellos es el Reino de los Cielos!

Cuando concluyó el discurso no se percibían ni los sonidos provenientes de la naturaleza. Hasta los chacales y las hienas, ya fuera de sus cubiles para buscar alimento, parecían haberse sentado a escucharlo. La multitud y los discípulos lo observaban boquiabiertos. Jesús se puso de pie y levantó los brazos. Ese día llevaba un manto y una túnica de colores claros, y el sol que se ponía tras él iluminó a trasluz los ropajes y el cabello revueltos por la brisa. Desde abajo se veían los rayos de luz rojiza difuminados a su alrededor, formando una especie de aura luminosa, y todos se postraron ante el Maestro que acababa de arrancarles con ejemplo el prodigio de la multiplicación del alimento. Un hombre solo, relumbrante, transfigurado por la luz crepuscular –acaso divina-, hablándoles desde la cima de un monte como si fuera el dueño del mundo.

La jauría

Betania, Judea, Palestina. Año 32 DC.

Pocos días después del sermón Marta recibió la noticia de que su hermano Lázaro estaba enfermo de gravedad. Ella y Tadeo le pidieron al Rabí que lo atendiese, a lo cual Jesús accedió de buena gana pues deseaba ponerse en marcha. La fama de hacedor de milagros le había servido para suscitar la envidia de los fariseos y escribas de Galilea, quienes se tornaban cada día más hostiles. Al principio lo abordaron de manera subrepticia para hacerle preguntas y tantearlo; pero poco a poco los interrogatorios fueron ganando agresividad y en más de una ocasión lo atacaron con piedras y palos durante las prédicas en las sinagogas obligándolo a correr por su vida pese al apoyo de los discípulos. Incluso llegaron a infiltrarse entre la turba que lo seguía y espiar sus acciones para reunir evidencias que les permitieran acusarlo de blasfemia o violación de la Ley Mosaica. Ni durante el camino hacia Betania, ciudad donde vivía Lázaro, pequeña y próxima a Jerusalén, pudo librarse de ellos.

Un sábado, después de un día entero de marcha, Jesús y los suyos se tumbaron a descansar junto a un trigal y a mediodía, cuando el hambre se les hizo intolerable, varios discípulos se pusieron de pie, en puntillas, para arrancar las espigas de trigo y comerlas. Los fariseos se indignaron porque habían arrancado el grano durante el día de reposo, y manifestaron su inconformidad en voz alta:

-¿Por qué permites que tus discípulos hagan lo que no se considera lícito?

-¿Qué han hecho? –preguntó Jesús poniendo cara de desentendido.

-Arrancaron espigas de trigo para comer –respondieron, irritados.

-No veo nada malo en ello.

-¿Ah, no?

-Parece mentira que siendo ustedes tan celosos guardadores de los preceptos de la Ley olviden que en tiempos del rey David este entró al Tabernáculo acompañado por sus hombres de confianza, tenían hambre y estaban exhaustos, lo cual los llevó a comer de los panes de la proposición que sólo deben ser consumidos por los sacerdotes. Y nadie los censuró. La necesidad no distingue rango, y sigue siendo señor quien lo es, aún en día de reposo. Ahora les pregunto: ¿Es lícito el suicidio?

-Por supuesto que no. Es la peor de las abominaciones.

-¿Si uno muere de hambre de forma voluntaria se está suicidando?

-Puede ser.

-¿Quién peca más entonces?: ¿Aquel que toma unas espigas el día de reposo para no morir de hambre o aquel que se condena al suicidio sin tomar alimento?

Los fariseos no respondieron. Se limitaron a volver la espalda, disgustados, para alejarse vociferando porque no encontraban argumentos con los que rebatir las afirmaciones de Jesús.

En pocos días el grupo de caminantes, bordeando Samaria para no cruzar una tierra hostil, cubrió la distancia que los separaba de Judea y llegaron a Betania. El suelo se hizo polvoriento, pedregoso, el sol se aferraba cada día al cénit con mayor apego y tenían que inclinarse para arrancar casi a ras de suelo las espigas de trigo. Dentro de la ciudad se dividieron en varias partidas mixtas y comenzaron a averiguar el paradero de Lázaro. Le preguntaban a cuanto hombre, mujer, anciano o niño encontraban en las calles. Resultó que muchos lo conocían porque el hermano de Marta se había convertido en una especie de símbolo de la ciudad; pero ninguno de los interrogados fue capaz de decirles dónde encontrarlo. Todos se encogían de hombros y meneaban la cabeza antes de darles la misma respuesta:

-Estaba muy enfermo, no tenía casa y hace días que no lo vemos.

Marta iba de puerta en puerta, de plaza en plaza y de mercado en mercado, desesperada, rogándole a cualquiera para que le brindase información, seguida por un Tadeo incapaz de consolarla. Por las noches se reunían en las afueras de la ciudad para dormir al raso, cada grupo comentando los fracasos. Jesús siempre los escuchaba y decía:

-La gloria es de quienes no cejan.

Así transcurrieron dos días de pesquisas infructuosas hasta que una mañana, antes de separarse, a la vera de un camino, se toparon con un mendigo viejo y ciego que les dio un indicio tan extraño como vago; pero a la vez esperanzador asidero al cual aferrarse:

-Sigan a los perros callejeros. Ellos saben dónde está. Los perros callejeros son sabios.

Cuando terminó la frase guiñó uno de sus ojos blancos y extendió una mano. Todos se volvieron hacia Mateo, el cual quedó prisionero entre un círculo de cabezas interrogantes y no le quedó otra alternativa que encogerse de hombros, improvisar una mueca de resignación, introducir una mano en la bolsa y entregarle unas monedas al mendigo. El viejo las sobó como si fueran los muslos de una mujer hermosa, se pasó la lengua por el borde de los labios y dijo:

-Gracias. Que Dios los bendiga. Si necesitan cualquier otra información vengan por aquí. La gente habla demasiado delante de los ciegos porque piensan que tampoco escuchamos –una sonrisa que no cambió la expresión de los ojos sin vida-. Así nos enteramos de todo.

Se alejaron llenos de dudas de aquel sitio. Todos menos Marta, para quien sólo importaba la esperanza. Comenzaron a andar por las callejas y notaron un hecho que hasta el momento les había pasado desapercibido: En la ciudad no había perros callejeros. Así que decidieron ir a las afueras. Y entonces los vieron. Primero una o dos parejas que caminaban aisladas. Luego grupos más grandes. Todos enflaquecidos y sarnosos pero caminando con gran empeño en la misma dirección. Los siguieron y en breve llegaron a la boca de una gruta tapiada con un enorme pedrusco. Los perros, decenas, cientos de ellos, gemían echados junto a la entrada. A cada rato movían las colas y paraban las orejas. Cuando vieron a los humanos se fueron apartando para abrirles paso sin dar muestras de hostilidad. Algunas mujeres sacaron pedazos de alimentos de las alforjas y se los lanzaron, con lo cual sólo propiciaron breves peleas sin que a los animales se les mitigase el hambre. Marta se adelantó hacia la entrada, aprovechando la brecha abierta entre el grupo de perros, y cuando llegó al pedrusco se apoyó en él para llorar.

-Esta es la tumba de mi hermano. ¡Pobre Lázaro! –se lamentaba entre sollozo y sollozo.

-No sabemos si está enterrado aquí. Tu hermano aún debe estar vivo. Ten fe –le decía Tadeo mientras la abrazaba.

-Ay, esposo mío, el corazón de una mujer rara vez se equivoca. Detrás de esta piedra está el cuerpo sin vida de mi hermano. Lo sé.

-Sólo tenemos una forma de averiguarlo –intervino Jesús-. ¡Quitemos la piedra que tapa la entrada!

Y comenzó a empujarla con los brazos. Era una roca enorme, redondeada y amarillenta, y hacía falta el esfuerzo de varias personas para moverla. Esfuerzo que no tardó en concretarse, porque un instante después del primer empujón dado por Jesús se sumaron al intento los demás hombres y hasta las mujeres. Varias espaldas, hombros y brazos apoyados contra la piedra. Tadeo animando, ¡Vamos! Y empujaban juntos.La piedra no se movía. ¡Vamos! Un segundo esfuerzo. Más prolongado. Los rostros enrojecidos. Las venas sobresaliendo. La roca se desplazó. Primero un tramo apenas perceptible. Luego un tanto más. Tomaron aire y volvieron a empujar en cuanto escucharon la voz de mando. ¡Vamos! Y la piedra rodó hasta dejar espacio suficiente en la entrada para que pudiese pasar un ser humano. Marta se precipitó hacia adentro seguida por Tadeo y Jesús. Los demás se colocaron junto a la brecha para impedir la entrada de los perros, los cuales comenzaban a inquietarse. Al instante la mujer volvió llorando seguida por su esposo, ambos con un paño puesto sobre la nariz y la boca. Se arrodilló gimoteando junto a Tadeo. Jesús fue el último en salir.

-Oh, Dios, ¿qué le has hecho a mi hermano?

-No llores, Marta, tu hermano vivirá -le dijo Jesús.

Tadeo y ella se volvieron hacia el Rabí. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿No había percibido el olor de la putrefacción emanando de la catacumba? Jesús no dijo nada. Se limitó a alentar a los hombres a dar un nuevo empujón a la piedra. Varios curiosos que por allí caminaban se sumaron, atraídos por el espectáculo que ofrecían un montón de desconocidos tratando de abrir una tumba rodeados por una turba de perros callejeros, y en breve la gruta quedó abierta. Jesús entró solo una vez más y al cabo de un rato salió y le dijo a Marta:

-Tu hermano se levantará para salir de esa cueva –y vuelto hacia la gruta-: ¡Lázaro, levántate y ven con nosotros!

Se escuchó el sonido como de una persona arrastrándose. Los perros comenzaron a agitar las colas y a ladrar, enardecidos, y fue imposible controlarlos. Entraron en tropel a la gruta y salieron dando brincos alrededor de un hombre delgado, tambaleante, con el cuerpo cubierto de llagas envuelto en un sudario.

-Dios mío, de no estarlo viendo no lo hubiese creído –dijo Tomás.

Marta cayó a tierra.

-¡Milagro! –gritó, y enseguida corrió hacia su hermano para abrazarlo sin que le importasen las llagas o el mal olor.

-¡Milagro! –gritaron todos, discípulos de Jesús o curiosos.

-¡Milagro! –el coro ganaba fuerza. Y los perros aullaban.

Así transcurrió un lapso de tiempo considerable y cuando todos se calmaron Jesús intentó explicarles lo sucedido: Marta y Tadeo entraron a la cueva y se sentaron junto a Lázaro, que sólo estaba dormido. Lo creyeron muerto y, desesperados, salieron de inmediato. Él, por el contrario, se tendió junto al cuerpo y vio que el pecho se expandía despacio, apenas se notaba, permitiendo la respiración. Lázaro sólo estaba aletargado. Lo habían enterrado vivo creyendo sin duda que su profundo sueño era el llamado de la muerte.

No hubo milagro alguno.

Pero nadie escuchaba la explicación del Maestro. La euforia colectiva se apoderó una vez más de los presentes y sólo clamaban:

-¡Milagro! –y los perros aullaban después de cada grito.

Jesús se armó de paciencia, al fin y al cabo estaba acostumbrado, y esperó. Tan pronto se sosegaron otra vez hombres y animales dispuso lo necesario para sacar de allí a Lázaro. Los discípulos, siguiendo instrucciones, cortaron dos varas largas de madera que pusieron en el suelo. Entre ellas extendieron un paño y lo fijaron con una cuerda a todo lo largo de los maderos. Allí acostaron al enfermo para trasportarlo hasta el campamento que habían improvisado en las afueras de la ciudad. Pedro, Andrés, Santiago el Mayor y Juan levantaron los palos del suelo, se los acomodaron en los hombros y echaron a andar. Jesús marchaba al frente portando el báculo. Marta iba al lado tomando la mano de Lázaro y acompañada por el resto de las mujeres, quienes la abrazaban para darle ánimo. El resto de los hombres, prestos a relevar a los que soportaban el peso, se colocaron junto a la angarilla para impedir que se acercaran demasiado los curiosos. Alrededor los perros marchaban felices, moviendo las colas y ladrando.

Los fariseos se agruparon detrás de los curiosos, cerrando la procesión, y murmuraron entre ellos:

-Debemos hablar con Caifás. Esto ha ido demasiado lejos.

Las Alas de Isis

Fortaleza de Maqueronte, Perea, Palestina. Año 32 DC.

Otra noche de diversiones. Pífanos y tamboriles tocados por manos hábiles e invisibles. Las más diestras del reino. Gráciles cortesanas, semidesnudas, y eunucos complacientes arrastrándose en el suelo. Velos, joyas, caderas y ombligos. Mesas enormes repletas de manjares. Jarras y jarras de vino. Inagotable surtidor. Doradas lámparas de aceite emitiendo luces multicolores. Incensarios despidiendo embriagantes humaredas. Densos cortinajes. Regios vestidos. Sedas, encajes, brocados, lino. Y oro. Mucho oro tapizándolo todo. Impregnando con sus dorados fulgores la vista y el alma de los hombres. Relumbrando con el fuego, impresionando visitantes, encandilando embajadores, intimidando rivales, incentivando depredadores e incrementando tributos. Lujos. Placeres. Danzarinas. Malabaristas. Come fuegos. Enanos. Bestias. Regalos. Contorsionistas. Magos. Adivinos. Más de lo mismo.

Es su cumpleaños y Herodes Antipas se aburre.

Sus sentidos están abobados de tanto percibir, a diario, el placer en grado sumo. Cada día necesita rellenar con más hierba de la felicidad la extraña pipa que le trajeron de Arabia, o Egipto, ya ni recuerda. Ni le importa. Desde hace meses sólo tiene una idea en mente: Salomé. El espectro de la muchacha lo atormenta día y noche. No consigue ahuyentarlo por más que se auxilie de disímiles recursos. En cada rostro de criada le parece verla. En cada sonrisa de mujer. Su voz lo alebresta. Su mirada lo incita. Sus labios lo escuecen. Y es su hijastra. La hija de la Reina Herodías con Herodes Filipo, hermano del Tetrarca. La soberana ha venido notando la inclinación de su esposo por la muchacha. ¿Cómo no darse cuenta? Los hombres no son proclives a esconder sus pasiones. Mucho menos los reyes. Cuando una mujer les gusta van por ahí babeando tras ella, olisqueando el rastro que deja, como hacen las recuas de perros callejeros cuando corren detrás de una hembra en celo. Herodías pasa por alto lo que ve. Nada puede hacer. Sólo sacarle partido.

Esa noche Herodes descansa, recostado en una poltrona, mientras un banquete discurre ante sus indiferentes ojos. Le incomodan los cumplidos hipócritas que le dirigen los cortesanos y las atenciones que le dispensan los sirvientes, incapaces de mitigarle el fastidio. Herodías lo sabe. Lo conoce. Y sabe también que ha llegado la hora. Por eso dispuso, so pretexto de animar al Rey, el traslado de la corte desde el Palacio de Jerusalén hasta la Fortaleza de Maqueronte. Aprovecha un momento en que el Rey, hastiado de caricias, le rechaza con un empellón la mano con la cual ella le cosquilleaba un brazo. Se inclina hacia Salomé, que en ese momento se llevaba a la boca un racimillo de uvas ante la mirada anhelante del soberano, y le dice:

-Baila para el Rey.

-¿Qué dices?

-Qué bailes para Herodes. Entretenlo.

-Esta noche está indispuesto. Nada lo entretendrá.

-Tú puedes.

-¿Cómo?

-Usa las Alas de Isis y no tendrás que esforzarte mucho.

-¿Tú crees?

-Confía en mí. Sigue mi consejo y ambas sacaremos provecho.

Salomé se levanta de la silla que ocupa junto a la mesa, le hace una seña a sus criadas y estas, al igual que la mirada de Herodes, la siguen presurosas hasta la habitación de la señora. Allí, siguiendo sus indicaciones, le retiran las vestiduras. Ella queda desnuda y aún las mujeres admiran aquel cuerpo blanquísimo, que no tiene lunares, sobre el cual resalta la negra cabellera de azulados destellos acariciando con sus puntas el nacimiento de las nalgas. Todo en ella es sensual y lascivo. El ombligo, rijosa oquedad en medio del plano vientre. El pubis adornado por tenue vello recién salido que deja entrever supremos secretos. Las areolas rosadas levantándose aún sobre la piel circundante. Los pezones enhiestos. Las tetas desafiantes, astronómicas, mirando orgullosas hacia el cielo, ignorando por ahora un suelo hacia el que algún día, lejano aún, dirigirán la faz. La boca roja sin necesidad de carmín. Las mejillas incitantes, invitando a morder. Las caderas enormes. Las piernas parejas. Las curvas exactas. Las cejas finas, como tatuadas. Y los ojos de un azul tan oscuro que parecen negros.

Trenzan hebras de su pelo con mechones rubios de una cabellera esquilada por los romanos a una esclava bárbara. Le ponen sandalias doradas. Le adornan brazos y piernas con ajorcas de oro. Fijan en sus muñecas, perfumadas para que al moverlas esparzan el aroma, sus hombros y su cuello, por medio de tiras delgadas, una tela triangular de seda blanca tan fina que resulta translúcida. Salomé se envuelve en ella, sensual burato, y la prenda se adosa con saña a su perfil. Tal parece una nueva piel que la cubre, dejándola a la vez desnuda. Quedan al descubierto sus muslos hasta el punto donde confluyen arriba. Nada se ve. Todo se insinúa. Manda a una de sus esclavas a hablar con los músicos para que toquen una melodía árabe cuando ella entre al salón del banquete. Y aguarda hasta que la muchacha le trae una respuesta afirmativa. Entonces marcha rodeada por sus asistentes, todas ellas portando crótalos y engalanadas con preciosos vestidos de seda de diferentes colores, los rostros ocultos con velos. Cuando entran al salón se escucha una música que incita al movimiento. Una melodía que trae reminiscencias de harenes, desiertos, especias, caravanas, dátiles, sangre y tiendas lujosas. Las esclavas se abren en círculo alrededor de ella y comienzan a mover los vientres y las caderas como si fueran partes independientes del resto del cuerpo. Los crótalos suenan siguiendo el ritmo de la música. Salomé queda en medio y repite los movimientos de sus acompañantes al tiempo que gira y mueve los brazos. La tela que cubre su cuerpo se abre entonces y sí, en efecto, parece como si tuviese alas. “Como los ángeles de las escrituras”, piensa Herodes que ha levantado la hasta ahora impasible cabeza. Y las alas dejan entrever resquicios de cuerpo desnudo que arrancan exclamaciones y aplausos de la concurrencia. Herodes siente un cosquilleo y una tumefacción bajo el pubis. Traga en seco. No puede refrenar el deseo. Salomé se acerca a él y le danza enfrente. Gira, lo envuelve con las alas y él contempla un paisaje en movimiento que a los demás les está vedado. Va a tocar y ella escapa. Continúa bailando lejos. Moviendo aquellas caderas infernales que lo enceguecen. Ondulando el vientre. El ombligo. Se vuelve de espaldas y, a través de la tela, la luz de las lámparas deja ver la silueta de las nalgas que se mueven. Se mueven sin cesar simulando una cópula. Herodes siente que un hilo de saliva mezclada con vino escapa de su boca. Lo seca con la manga de la túnica. Ella mueve una y otra vez los brazos frente al cuerpo y continúa enseñando fragmentos de prodigio que todos ansían tocar pero no pueden. De pronto la melodía va en crescendo y un tamboril repiquetea. Ella sacude los brazos, el vientre y las caderas al compás del instrumento al tiempo que camina hacia Herodes. Se para frente a él. Las manos que tocan el tambor aumentan la velocidad y ella lo sigue con el cuerpo. La carne le tiembla. La carne blanquísima que invita a probarla. Herodes babea. Babea como un niño pequeño. Su miembro está tan tieso que teme se le parta. Las Alas de Isis se agitan frente a él y dejan libre el pubis con el vello tenue, las caderas, el ombligo, los muslos. Va a tocar. La melodía cesa. Ella se envuelve en la tela, retrocede y le hace una reverencia.

Se escuchan rechiflas y aplausos. Herodes está inmóvil. Boquiabierto. La mira embobecido y sólo cambia la expresión estúpida de su rostro cuando ella le dice:

-Espero que mi baile haya servido para entretener a mi soberano.

-Más que entretenerme el baile ha sido mi salvación –le respondió Herodes. Se puso de pie, exaltado. Se le nota la turgencia del miembro-. Has hecho que este cumpleaños valga la pena. Pídeme lo quieras y te lo daré. Aunque sea la mitad de mi reino.

-Oh, Sublime Tetrarca: Mucho me halaga su propuesta; pero me temo que no puedo aceptarla.

-Te imploro que la consideres –dijo él.

Ella permaneció silenciosa unos instantes. Las mejillas ruborizadas, las pestañas batiendo como poco antes lo habían hecho las alas de seda.

-Deme un tiempo para considerar su ofrecimiento. Ahora, si me lo permite, me retiraré a mi habitación. El baile me dejó fatigada.

-Entiendo –accedió él aunque se notaba que había esperado otra reacción por parte de ella-. Puedes retirarte.

Salomé hizo una reverencia pronunciada, casi tocó el suelo con la frente, y luego se retiró seguida por su escolta multicolor. A poco de haber llegado a la recámara, Herodías le tocó la puerta. Una esclava abrió e hizo una reverencia, lo cual imitaron las otras. Herodías las miró con cierto desprecio antes de entrar. Fue directo hacia su hija y la abrazó:

-Hija mía: Has estado magnífica.

-¿Crees que el Rey en verdad esté complacido?

-Por supuesto. Lo conozco y no me cabe la menor duda. Tuvo que contenerse para no saltarte encima delante de toda la corte. Este es tu momento. Hemos actuado con astucia y debes aprovechar la oportunidad. Las buenas como esta no suelen repetirse. No dudo que venga a verte esta misma noche. Pídele dinero, joyas, propiedades, lo que se te ocurra.

-¿Y para ti, Madre?

-No deseo nada material. En este momento sólo hay una cosa que ansío en este mundo.

-¿Qué es?

-La cabeza de Juan el Bautista.

-¿Cómo dices?

-Lo que has escuchado: La cabeza de Juan el Bautista. Ese maldito predicador me calumnió varias veces en público y Herodes lo mantiene prisionero sin atreverse a escarmentarlo. Vive mejor en la cárcel que a orillas del río donde bautizaba a la gente. Lo odio. Lo odio con todas mis fuerzas y nunca lo perdonaré. Cada vez que recuerdo que abría su boca asquerosa -llena de patas de los grillos que comía, según dicen- para dirigir ofensas contra mi persona no puedo menos que estremecerme de rabia. Lo quiero muerto y Herodes no se atreve. Es débil…Teme que el pueblo, que considera a Juan un santo, se rebele si lo hace. Sólo tú puedes concederme semejante placer.

-Está bien. Lo intentaré.

-Pídeselo con gracia y no le des nada a cambio hasta que no te haya complacido. Los hombres ignoran con facilidad sus promesas cuando obtienen lo que desean. No lo olvides.

Herodías se retiró y a poco de haberlo hecho volvieron a tocar a la puerta. Salomé despidió a sus sirvientas. Sabía quién estaba del otro lado. Abrió. Sostenido por Nambiro, el obeso eunuco que hacía las veces de ayuda de cámara real, estaba Herodes, tambaleándose porque la mezcla de vapores inhalados y vino apenas le permitía tenerse en pie. En una mano llevaba una copa de bronce que con cada paso derramaba vino. Nambiro lo acomodó con cuidado sobre un diván y se retiró. Salomé sabía que no iba a alejarse. Lo más probable era que estuviese escuchando tras la puerta.

-Perdóname…-dijo Herodes-. Pero no podía esperar. ¿Has considerado mi propuesta?

-En parte sí –respondió ella, que no se había quitado la indumentaria. Estaba sentada en la cama con el pecho erguido. Las Alas de Isis dejaban ver sus muslos casi hasta la unión con las caderas.

-Explícate.

-Deseo hacerle un pedido que más que para mí es para mi madre: Si me trae la cabeza de Juan el Bautista esta misma noche sobre una bandeja de plata puede que lleguemos a un acuerdo.

-Concedido –respondió Herodes y se puso de pie. Ya no se tambaleaba y en sus ojos enrojecidos había destellos crueles. Salomé intentó disimular un estremecimiento-. ¿Deseas otra cosa?

-Por hoy no pretendo abusar de su generosidad.

Herodes fue hacia la puerta y llamó a la guardia. Cuatro soldados acudieron y de inmediato les dio la orden:

-Bajen a las mazmorras, decapiten a Juan el Bautista y tráiganme su cabeza sobre una bandeja de plata –y vuelto hacia Nambiro que estaba oculto tras una columna-. ¡Y tú, cucaracha hedionda, deja de estar escuchando lo que no te incumbe! ¡Fuera! –le lanzó la copa de bronce que dio contra la columna. El eunuco echó a correr protegiéndose la cabeza con las manos. El ruido de sus zancadas se confundió con el tintineo de la copa al rebotar sobre el piso.

Juan el Bautista no ha podido dormir. Ha pasado la noche orando. Tiene el espíritu lleno de regocijo y, al mismo tiempo, congoja. Lo domina la apremiante certeza de que se acerca el final de sus días sobre la tierra. Desde el interior de su mente clama el apego a lo conocido. Y lo acalla el convencimiento de que es mucho mejor cuanto está por venir. Que blandan espada, lanza o hacha sus verdugos. Que cercenen su cuello o hiendan su pecho. No importa. No tiene miedo. Lejos de matarlo, los muy necios, lo liberarán. Escucha el sonido de la apertura de una puerta. Luego pasos que descienden por la escalera. Ve el relumbro de las antorchas acercándose a su celda. Vienen por él. Lo sabe.

Se pone de pie y se aproxima a la reja. Las rodillas le duelen, encallecidas de tanto apoyarlas sobre el piso. Cuando los soldados llegan lo encuentran sonriente, ambos brazos apoyados en los barrotes. Se detienen. Ninguno se atreve a darle la noticia. Juan los observa y ellos no saben asegurar si el viso que ven en los ojos del prisionero es de burla, desafío, orgullo, piedad o todos al mismo tiempo. Vacilan. Él los anima:

-Lo que vinieron a hacer, háganlo pronto.

El más fornido abre la puerta. Lleva colgada del cinto una espada, en la diestra porta un hacha y en la izquierda un tajuelo envuelto en un paño de lino blanco. Los restantes, con actitud acechante y a la vez dubitativa, rodean al cautivo. Los ornamentos metálicos de las armaduras chispean con la luz de las antorchas y fulgura también la pulimentada bandeja de plata que uno sostiene. Juan abre los brazos, los mira y les dice:

-No es necesario que me rodeen.

Los cuatro se arrodillan y, todos a una, le ruegan:

-Perdónanos.

Juan camina hacia un rincón de la celda, toma una jarra dentro de la cual queda un poco de agua, regresa hasta donde están los soldados aún arrodillados, les retira los cascos y les moja las cabelleras mientras dice:

-Yo los perdono y los bautizo en Nombre del Padre que existe desde siempre en todas las cosas, del Hijo a través de quien el Padre se manifiesta y del Espíritu Santo que mora en cada una de nuestras almas.

Luego se arrodilla en medio de ellos, los cuales se ponen de pie. El fornido coloca el tajuelo enfrente de Juan, quien apoya el cuello con docilidad sobre la madera, desplaza hacia adelante la trenza y dice:

-Vamos. ¿A qué esperas?

El hombre duda. No quiere asesinar a un inocente para complacer el capricho de una arpía, una puta y un borracho; pero sabe que si no lo hace morirá. Oh, Dios, ¿por qué te empeñas en hacer poderosos a quienes no lo merecen?, se pregunta. Levanta el hacha con ambos brazos y espera. Espera una respuesta que no llega. Juan lo apremia:

-No temas. Hazlo ya.

-Que Dios me perdone –dice el soldado y descarga el hacha con todas sus fuerzas al tiempo que cierra los ojos. Siente cómo la hoja corta a su paso la carne y el hueso, escucha el tétrico sonido del cuello al cercenarse, percibe el frenazo brusco del metal cuando topa con la madera y oye el macabro retumbo de la cabeza al rebotar, salpicando sangre, sobre el suelo de piedra. Luego abre los ojos y se deja caer, arrodillado. El cuerpo de Juan se mantiene en la misma postura. La sangre mana. Rojísima. Profusa. Entintando todo. Los soldados no se mueven. El cuerpo de Juan se levanta y camina hacia donde está la cabeza que, sonriente, los mira. Ellos rezan y tiemblan. El decapitado se sienta junto a la testa y allí queda hasta que termina de fluir la sangre, que ha teñido los rostros de los ejecutores y se ha mezclado con sus lágrimas, luego se inclina hacia atrás y cae despacio.

Los soldados permanecen arrodillados hasta que el temor que les inspira Herodes sobrepasa el pasmo que les ha causado lo ocurrido. Uno se incorpora, toma la bandeja y camina despacio hasta donde yacen el cuerpo y la cabeza de Juan. Toma esta última y la deposita sobre la superficie de plata, que de inmediato se mancha de rojo. El soldado enrosca con esmero la barba y el cabello trenzados alrededor del fragmento de cuello, extiende el paño de lino sobre el cuerpo y les dice a los demás:

-Vayámonos. No soporto este tormento. En cuanto amanezca enterraremos a Juan en un sitio digno.

Abandonan presurosos la celda sin atreverse a mirar la cabeza que, empecinada en no cerrar los ojos, les sonríe desde la bandeja de plata.

En breve llegan a la habitación de Salomé. Tocan a la puerta y ella abre. La muchacha no puede reprimir un gesto de espanto cuando contempla ante sí al fornido soldado que porta la bandeja sobre la cual descansa la sonriente cabeza rodeada por dos trenzas de pelo en medio de una poza de sangre. Le hace una seña al hombre para que entre y la deposite sobre una pequeña mesa de marfil tallado. El soldado obedece y, haciendo una reverencia, se retira sin darles la espalda. Antes de llegar a la puerta ella lo llama:

-Por favor, ciérrale los ojos.

Él le contesta:

-Lo haré para no contrariarla, Princesa; pero lo hemos intentado varias veces y vuelven a abrirse –se encamina hacia la bandeja.

-Déjalo entonces. No importa –lo detiene ella y el hombre retrocede, aliviado.

Herodes permanece indiferente, tumbado sobre el diván, con los ojos entrecerrados. El soldado por fin cierra la puerta y se retira. El tetrarca salta del diván. Salomé se sorprende. Lo creía adormilado. Pensaba rehuirlo. Impresionante lo que puede lograr el deseo, piensa.

-¿Y bien? –le pregunta Herodes. Ella nota que tiene otra vez el miembro tumefacto.

-Señor: Ha atendido usted con premura inusual mi pedido, lo cual me honra, ahora estoy muy fatigada y quisiera descansar.

-¡Tonterías! –ella se estremece con el grito- Ya tendrás tiempo –él se acerca despacio-. Cumplí mi palabra. Ahora cumple la tuya.

Se rompe la túnica y queda desnudo. Está delgado. Muy delgado y el pene erecto sobresale como un vástago que brota de un árbol seco. Salomé respira profundo y, haciendo acopio de entereza retrocede hasta el lecho envuelto en cortinajes y se sienta otra vez con el pecho erguido. Cuando la muchacha da la vuelta, Herodes vuelve a ver la silueta de las nalgas que se perfilan con ayuda de la luz de las lámparas. El lento bamboleo de aquellas bolas de carne aviva el deseo de Herodes, quien se apresura a caer sobre ella y besarla. La abraza y le besa la boca. Introduce los labios de la muchacha dentro de los suyos e intenta tragárselos. A ella le falta el aire y escapa de la mordida. Él continúa abrazándola. Le muerde el cuello, los pechos, le recorre el cuerpo con las manos. Ella lo envuelve con las Alas de Isis y sólo entonces Herodes abre los ojos para contemplar de cerca aquel cuerpo níveo que lleva meses ansiando. Salomé lo abraza y se sienta a horcajadas sobre él. Herodes la penetra. Ella gime. Gime y se mueve, como cuando estaba danzando, con la esperanza de que él termine pronto; pero no lo logra. El vino retarda, por desgracia, la eyaculación del Rey, el cual bufa con pestilente aliento cual toro desenfrenado, le hinca los dientes en el cuello y le hunde las uñas en las nalgas. Salomé se abandona a su destino y le dice en el oído:

-Despacio, Majestad, tenemos toda la noche. Más aún, tenemos toda la vida.

-¿Toda la vida? –pregunta él.

-Sí. Complázcame y me tendrá toda la vida –le asegura ella, bebe un sorbo de vino, cierra los ojos e imagina que quien la posee es el soldado fornido que trajo la bandeja de plata sobre la que descansa la cabeza de Juan, la cual se empeña en mirarlos y sonreír, quizá porque a esa hora el espíritu iba volando hacia la eternidad transportado por legiones de alas mucho más poderosas que las de Isis.

El Supremo Jinete

Jerusalén, Judea, Palestina. Año 33 DC.

Jesús y sus seguidores dejaron atrás Betania, donde habían permanecido el tiempo suficiente para que el Rabí atendiera a Lázaro, este se restableciera y sus llagas curaran.Luego, tras rogarle que los acompañara y Lázaro se negase con firmeza, marcharon hacia Jerusalén para celebrar allí la Pascua. Tan pronto llegaron hicieron un alto en la cima del pico más alto que componía el Monte de los Olivos. Desde allí contemplaron la ciudad miniaturizada por la distancia. Las personas y las bestias parecían muñecos pequeños afanados en constante ir y venir entre polvorientos remolinos. El día era soleado y la luz destacaba las torres, murallas y columnas del Templo, así como las del Palacio de Herodes y la Fortaleza Antonia. Tres construcciones que constituían el núcleo de la ciudad. Sin ellas Jerusalén no era más que un montón de casas divididas por callejas, agrupadas alrededor de espacios vacíos. Jesús permaneció en silencio. Indiferente a cuanto le rodeaba, excepto la ciudad. Al cabo de un rato miró a su alrededor. Gruesos olivos crecían en la ladera de la montaña. Entre ellos quedaban espacios cubiertos de hierba cuyo verdor era exaltado por luminosos reflejos. Jesús dijo:

-Oh, Jerusalén, la Magnífica. Epicentro del Mundo. Aquí comienza todo, y aquí terminará –sus discípulos fingieron no escucharlo, y Jesús aprovechó el silencio para decirles a Judas y Pedro-: Por favor, bajen a la ciudad y encuentren un asno. Mientras más joven mejor. Lo ideal es que nadie lo haya montado antes que yo. Tómenlo y tráiganlo hasta aquí.

-¿Y qué le diremos al dueño? –preguntó Judas. Pedro asintió para indicar que se estaba formulando la misma pregunta.

-Le ofrecen dinero –contestó Jesús-. Y le dicen que el Señor lo necesita y el Señor lo devolverá. ¡Mateo!

-Aquí estoy, Rabí.

-Por favor, Hermano, entrégales a Judas y a Pedro una cantidad suficiente para comprar un pollino en caso necesario.

Mateo sacó la bolsa, contó las monedas y las puso en manos de Judas. Treinta siclos de plata. Judas sintió un estremecimiento sin explicación cuando las monedas cayeron en sus manos. Inclinó la cabeza para expresar conformidad con el monto recibido e introdujo las monedas en una bolsa. Sentía que quemaban en sus manos aún por encima de la tela. Se las pasó a Pedro y luego se volvió hacia Jesús para preguntarle:

-¿Podemos marcharnos, Rabí?

-Vayan, hermanos –contestó Jesús y se acuclilló en la hierba. Hombres y mujeres de la comitiva lo imitaron y se pusieron a conversar bajo la fronda de los olivos mientras Judas y Pedro caminaban cuesta abajo.

No les fue necesario entrar a la ciudad. Junto a una de las puertas exteriores estaba amarrada una burra pastando hasta donde la soga le permitía llegar. Pegado a sus ubres mamaba un pollino con tamaño suficiente para soportar sobre su lomo el peso de un hombre. Un viejecillo cenceño custodiaba, atento y con una gruesa vara de madera en las manos, los animales. Judas y Pedro se le acercaron:

-La paz sea contigo –le dijeron.

-Y con ustedes –contestó el viejo.

-Buen hombre –habló Judas-. Acabamos de llegar a la ciudad y necesitamos un asno joven para realizar unas diligencias. Queremos comprarte el tuyo.

-No está en venta.

-Por favor –insistió Judas-. Te ofreceremos una buena cantidad.

-He dicho que no está en venta –el viejo blandió la vara.

-Tranquilo –intervino Pedro-. No es necesario que nos amenaces. Sólo queremos comprarte el pollino –le mostró al viejo la bolsa con las monedas y al mismo tiempo, sin darse cuenta, dejó al descubierto el mango de la daga.

El viejo retrocedió un paso, los miró con recelo y dijo:

-Está bien. ¡Llévense el borrico! ¡Se los regalo!

-No, buen hombre –intervino Judas-. Te pagaremos por él.

Pedro volvió a llevarse la mano hasta la bolsa. El viejo levantó la vara.

-Por favor –dijo-. No quiero problemas. Sólo soy un pobre anciano. Llévense el borrico y déjenme en paz.

Judas fue a insistir y Pedro lo detuvo.

-Después se lo devolveremos –le susurró al oído.

Acto seguido se acercó al pollino, se quitó el cinturón, lo puso alrededor del cuello del animal y tiró. El asno lo siguió con mansedumbre. Sin dar muestras de inquietud porque lo separaran de las ubres maternas. Pedro dio un par de vueltas pequeñas con él, le acarició el lomo y le habló en voz baja. El borrico comenzó a mover con alegría la cola y a sacudir las orejas. Viendo Pedro que el animal era dócil le hizo una seña a Judas para indicarle que había llegado el momento de partir. Judas miró al anciano y le dijo:

-No te preocupes, buen hombre: El Señor necesita el asno y te lo devolverá.

Así, siguiendo las indicaciones de Jesús se despidieron del viejo. Este, aún parado junto a la entrada de la ciudad, acariciaba la burra y maldecía para sus adentros a los desconocidos mientras regresaban al Monte de los Olivos.

Jesús se puso de pie cuando vio acercarse a Judas y a Pedro, este último traía al asno atado con un cinturón. El animal caminaba moviendo la cola y sacudiendo la cabeza. A cada rato se detenía para arrancar un manojo de hierba, Pedro esperaba a que la tuviera bien aferrada con los dientes y le daba un leve tirón para que continuara avanzando. Así llegaron en breve hasta donde los demás se encontraban. Pedro le entregó el asno a Jesús y le dijo:

-Aquí tienes, Rabí, como nos pediste: Joven, fuerte y nadie lo ha montado aún.

–Gracias, hermanos –respondió Jesús, les dio un abrazo y de inmediato se puso a acariciar al animal. Le pasaba las manos por los belfos y el cuello, y el animalillo coleteaba agradecido.

Pedro le devolvió las monedas a Mateo, el cual las miró con perplejidad y pasaba la vista del dinero hacia el rostro de Judas y Pedro.

-Pero, ¿qué ha pasado? ¿Cómo consiguieron el borrico? ¿No lo habrán robado?

-¡Qué cosas se te ocurren, querido Mateo! El dueño no quiso cobrárnoslo –le aclaró Judas-. Lo convencimos con las razones del Rabí. En cualquier caso te contaremos los detalles de camino a la ciudad –y dicho esto caminó hacia donde estaba Jesús.

El Maestro pasaba las manos por el lomo del burro y a cada instante crecía el grupo de curiosos que se acercaban para observarlos. María de Magdala estaba de pie junto a Jesús y miraba al asno con fascinación.

-¡Qué hermoso es! –decía y también le pasaba ambas manos por el cuello. De cuando en cuando le daba alguna golosina que el animal engullía gozoso.

En breve el resto de las mujeres se sumó a las caricias y docenas de manos pasaban por el pelaje del animal, el cual comenzó a dar muestras de nerviosismo. Judas les dijo:

-Por favor, Hermanas, todo en demasía es malo y temo que nuestro invitado está inquieto.

Las mujeres se separaron, sonrientes. Judas se quitó la capa y la puso sobre el lomo del animal sin que este se espantara. Pedro sacó la daga y cortó el cinturón en varios pedazos con los cuales improvisó unos arreos. Entre Andrés, Santiago el Mayor y Juan los colocaron en el hocico del burro y ya estaba lista la cabalgadura del Rabí. Jesús puso un pie sobre las manos de Simón el Cananeo, quien se había arrodillado junto al burro con los dedos entrelazados, y subió apoyándose también en el báculo. Se sostuvo a horcajadas con las riendas sujetas unos instantes durante los cuales el borrico se tambaleó, dio pasos hacia delante, luego hacia atrás y al final se quedó inmóvil, extrañado. Jesús esperó un tiempo prudencial para que la bestia se adaptara al peso y tan pronto estuvo tranquila le propinó un ligero toque en los ijares con ambos talones. El pollino comenzó a avanzar, al principio temeroso, luego con más soltura y siguió con mansedumbre los comandos que Jesús le transmitía por medio de las riendas. Al ver que el Rabí dominaba la cabalgadura, sus discípulos comenzaron a vitorearlo. Jesús se envalentonó y, vuelto hacia ellos, dijo:

-¡Vamos, Hermanos, Jerusalén nos espera! –y se lanzó al trote suave ladera abajo seguido por un tropel desordenado de hombres y mujeres desternillados de la risa.

A medida que se acercaban a la ciudad los curiosos se iban sumando a la procesión, la cual en breve se convirtió en tumulto. Más personas llegaban entonces y preguntaban:

-¿Quién es ese que monta el asno?

El borrico marchaba contento, a la carrera, como si la bienvenida fuese para él. Jesús, que no estaba acostumbrado a montar, hacía esfuerzos por sostenerse e iba brincando con cada paso del animalito. Aún así sonreía, manteniendo el cuerpo tieso, y saludaba a derecha e izquierda levantando el báculo.

-Es Jesús de Nazaret, el Nuevo Mesías –contestaban otros.

Los discípulos comenzaron a arrancar ramas de los arbustos: Higueras, mirtos y palmeras, formaron dos filas a lo largo del trayecto y las agitaban. Los hombres se quitaron sus mantos y los pusieron en el suelo a modo de alfombras. Al ver esto, otros integrantes de la muchedumbre los imitaron, de suerte que se formó una gran vía de capas yuxtapuestas franqueada por dos hileras de personas agitando ramas, hasta la entrada de la cuidad. Alguien gritó:

-¡Salve, pues! ¡Gloria en las alturas! ¡Ha llegado a Jerusalén el Nuevo Mesías!

Y se sumaron otros:

-¡Salve! ¡Gloria en las alturas! ¡Jesús de Nazaret es el Nuevo Mesías!

Y se formó un coro:

-¡Salve! ¡Jesús de Nazaret es el Nuevo Mesías!

-¡Jesús de Nazaret es el Nuevo Mesías!

Y el coro se escuchó en el Templo.

-¡Jesús de Nazaret es el Nuevo Mesías!

Caifás, el Sumo Sacerdote, dejó su puesto en el Santuario y, como todos los demás en el Templo, se asomó afuera para ver qué ocurría. Una turbamulta rugiente se acercaba con rapidez. Desde las azoteas la gente agitaba hojas de palma y ramas de arbustos. En medio de la muchedumbre avanzaba un hombre montado en un asno. Varias personas recogían mantos sucios y los colocaban en la calle formando una alfombra para que el borrico pasara sobre ella. Y continuaban coreando:

-¡Jesús de Nazaret es el Nuevo Mesías!

El cuero cabelludo de Caifás se contrajo. La punta de la barba se le proyectó hacia delante. No podía ser. Ese hombrecillo se había convertido en un problema. Al principio los espías reportaron curaciones, caminatas sobre el agua, conversiones de agua en vino, expulsión de demonios, resurrecciones y toda clase de supercherías fáciles de refutar. Luego vinieron sediciosos sermones y alimentos para los desposeídos. Peligro. Cada vez más gente lo seguía. Peligro. Clamaban por él. Decían que era el Nuevo Mesías. Peligro.

En eso llegó Anás, predecesor en el cargo y suegro de Caifás, con paso un poco más lento.

-¿Qué sucede? –preguntó mientras se asomaba hacia afuera a través de una ventana.

-Lo que más nos temíamos. Eso sucede –contestó Caifás-. ¿No escuchas los gritos?

-¡Jesús de Nazaret es el Nuevo Mesías!

-Dios Santo –dijo Anás-. No podemos permitir esto. Recuerda el Libro de Zacarías: “Grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno. En un pollino hijo de asna”.

-Tonterías –dijo Caifás.

-Puede ser; pero la gente tiende con demasiada facilidad a convertirse en devota de tonterías semejantes. Y creerán en este hombre, lo cual será nuestro fin, si no lo detenemos pronto.

-Tienes razón –Caifás continuó mirando hacia la procesión que se acercaba-. Es él o nosotros. Jesús de Nazaret no puede sobrevivir.

Jesús llegó a las inmediaciones del Templo y se apeó del borrico. Sus discípulos se agruparon alrededor de él, formando un círculo que impedía el acceso al resto de la muchedumbre, y le dieron besos y abrazos. Los hombres de cuando en cuando miraban alrededor para detectar posibles amenazas. Todos alertas. Preparados. Vigilantes. Las manos de Pedro, Judas Iscariote y Simón el Cananeo puestas en el mango de las dagas. Entre el populacho había varios fariseos enfurecidos que no gritaban por miedo pero se notaba el disgusto en sus expresiones. Cientos de manos se extendían hacia Jesús para tratar de tocarlo, ungirlo o adorarlo, y quizá entre ellas hubiese varias deseosas de apretarle el cuello y matarlo. En eso se acercó un viejo dando empellones para abrirse paso y gritó:

-¡Por favor, Jesús, devuélveme mi asno!

Judas y Pedro reconocieron al anciano que les había prestado el pollino. Se volvieron hacia Jesús, que miraba al reclamante con actitud de sorpresa, y le dijeron:

-Rabí, el hombre dice la verdad.

Jesús tomó las riendas y, poniendo el báculo por delante, guió al borrico por entre el gentío hasta llegar a donde estaba el anciano, quien esperaba con los brazos extendidos y las manos abiertas. Jesús le entregó las riendas y le dijo:

-Te lo prometimos, buen hombre: El Señor lo necesitaba y el Señor te lo devuelve.

-Bendito seas –respondió el vejete, se postró y enseguida se puso de pie.

-Ve en paz –le dijo Jesús y el viejo echó a andar blandiendo el vástago de pastoreo para que la gente no se interpusiera en su camino.

Jesús lo vio alejarse y luego se encaminó hacia el Templo, seguido por los discípulos y la mayor parte de la turbamulta, para entrar al Patio de los Gentiles a través de la Puerta Triple. En el Patio estaban emplazadas las mesas de los cambistas, subrepticios usureros, quienes canjeaban toda moneda extranjera con efigie por las judías sin imágenes, aptas estas últimas para ser empleadas como ofrendas. También había jaulas llenas de palomas y corderos, y tarimas junto a las cuales los mercaderes pregonaban sin cesar. Parecía el Patio una extensión del mercado, una vulgar feria, y no el recinto de un Templo destinado a la oración y el sacrificio. Jesús giró sobre sus talones y se puso muy serio. Cientos de mercaderes y miles de personas entregados a mundanos trueques frente a las barbas de Dios. A pocos metros del Sancta Sanctorum: El sitio donde se suponía que el Padre moraba cuando quería pasar temporadas en la tierra. Aferró el báculo con ambas manos y comenzó a golpear las mesas de los cambistas. Levantaba el palo y lo descargaba con todas las fuerzas que el enojo le permitía aglutinar. Las mesas se partían al medio. Las monedas volaban por el aire y caían tintineando sobre el suelo de piedra sin que nadie se atreviese a recogerlas. Los cambistas y sus clientes corrían asustados o se pegaban a las paredes, temblando y con los brazos abiertos, ante el empuje de aquel hombre con ojos de loco que avanzaba golpeando los mostradores y rompiendo las pesas. Se armó un gran desorden. Las personas se apelotonaban para observar. Los sacerdotes corrieron al patio para ver qué ocurría. Los fariseos se congregaron y ya comenzaban a levantar las voces.

-¿Qué es esto? ¿Cómo se atreve?

Jesús parecía ajeno a la repercusión que sus actos tenían sobre los espectadores. De las mesas de cambio pasó a las jaulas. Golpeó barrotes con saña, estos se quebraron y las palomas asustadas revoloteaban cruzándose unas con otras en el aire para aumentar la confusión. Varios mercaderes intentaron atraparlas, sin lograrlo, y corrieron también detrás de los corderos alebrestados por una libertad repentina y bulliciosa. La gente se reía, otros azuzaban a Jesús, los fariseos lo maldecían y los sacerdotes clamaban por el regreso del orden. Jesús saltaba de un lado a otro destruyendo jaulas, liberando animales y volcando mesas. Lo seguían sus discípulos, casi sin aliento, para protegerlo. Jesús dio un giro y se colocó en el centro del patio. Aferró el báculo por un extremo y dio una vuelta trazando en el aire un círculo con la punta opuesta del palo, del cual se apresuraron a escapar los más próximos. El patio quedó en silencio unos instantes, todos sus ocupantes inmóviles, lo cual aprovechó Jesús para hablar:

-¡Esta es una casa de oración, no un mercado! ¡Debiera darles vergüenza! ¡Malditos estafadores! –señaló a los cambistas, y a los mercaderes. Todos bajaban las cabezas-. ¡Sierpes que se ceban con la fe del prójimo! ¡No habrá lugar para ustedes en el Reino de los Cielos! ¡No alcanzarán para quemar tantas almas el fuego y el azufre que consumieron Sodoma y Gomorra! ¡Hipócritas! ¡De cierto les digo que primero pasará una bestia cargada a través del ojo de una aguja que un rico con sus posesiones a través de la puerta que conduce a la Casa del Padre!

-¿Con qué autoridad haces estas cosas?

La voz se levantó detrás de Jesús. Este se dio la vuelta despacio y ante sí tenía tres ancianos con vestiduras y atuendos sacerdotales. Barbas largas y canosas. Rostros arrugados. Dos de ellos caminaban apoyados en báculos y lo miraban con desprecio. El tercero, sin instrumento alguno en las manos, lo observaba con curiosidad. Había hablado el primero. A juzgar por su apariencia era el más viejo. Jesús no respondió.

-Dinos, joven –el viejo dio un paso. Detrás de él se veía un grupo de fariseos y escribas con actitud acechante- ¿Con qué autoridad haces estas cosas?

El círculo de gente alrededor se apretó. Todos prestos a escuchar la respuesta. Jesús quedó en silencio unos instantes y después dijo:

-¿De quién era el bautizo de Juan, de Dios o de los hombres?

Los tres sacerdotes retrocedieron. Rostros perplejos. Miradas ansiosas.

-Díganme ahora ustedes –los presionó Jesús- ¿De quién era el bautizo de Juan, de Dios o de los hombres?

-Permítenos deliberar –pidió el que había hablado, Anás, ocultando el enojo que le provocaba tanto la interacción con Jesús como el hecho de que este hubiese soltado las palomas, negocio que le reportaba al anciano rabino cuantiosos beneficios.

Los tres sacerdotes se agruparon. Al trío se aproximó una buena cantidad de escribas y fariseos.

-Este hombre es muy astuto –dijo Caifás-. Si decimos que el bautizo de Juan era cosa de Dios entonces nos reprenderá frente a todos porque no creímos en él y haremos el ridículo. Si decimos que era cuestión de los hombres el pueblo se irritará porque considera a Juan un santo y puede que esta chusma nos apedree. Nos ha puesto en buen aprieto.

-Digamos que era cuestión de los dos: El hombre y Dios, porque los involucraba a ambos –opinó Anás-. Es la respuesta perfecta.

-Y ambigua –intervino el tercero, llamado Nicodemo-. Se supone que somos hombres doctos y debemos dar respuestas precisas. Digamos que no sabemos.

-Peor aún, Nicodemo -Anás estaba irritado-, ¿cómo vamos a decir que no sabemos? ¿Acaso te has vuelto loco? No podríamos sufrir mayor vergüenza.

-No te apresures, Anás, pensándolo bien Nicodemo tiene razón aunque no en el objetivo de su enfoque. Concuerdo contigo en que lo mejor es decir que el bautizo de Juan era cosa de Dios y el hombre; pero respondamos que no sabemos, pasemos por estúpidos frente a todos y así nadie sospechará de nuestros planes…

-¿Qué planes? –preguntó Nicodemo.

-Lo sabrás a su debido tiempo –lo cortó Caifás, y a Anás-: ¿Y bien?

-Estoy de acuerdo. Digamos que no sabemos.

Anás se encaminó hacia Jesús. Se escuchaban murmullos de impaciencia emitidos por la multitud deseosa de que prosiguiera la pugna intelectual entre los regios guías espirituales de Jerusalén y aquel desconocido harapiento que montaba un asno y tenía la suficiente fuerza moral como para esgrimir un añoso báculo, destruir las mesas de los cambistas, romper las jaulas de los mercaderes y obligar a los sacerdotes a celebrar un improvisado concilio para responderle una pregunta.

-Tengo que confesarte que no sabemos –el murmullo de impaciencia se transformó en abucheo. Anás levantó una mano y la multitud enmudeció-. Ya respondimos tu pregunta. Ahora responde la nuestra.

-Si no han sabido responder con certeza mi pregunta entonces yo tampoco responderé la de ustedes –contestó Jesús, les dio la espalda y caminó hacia la Puerta Triple.

-¿Quién piensas que eres? ¿En realidad crees, como aseguran por ahí, qué eres el Hijo de Dios? Sólo veo frente a mí a un pobrezuelo despreciable, común mortal, que puede ser silenciado en un segundo…

-Si destruyen este templo –Jesús pasó ambas manos por los lados de su cuerpo para señalarlo-, lo reedificaré en tres días.

-¿Qué dices, hombre de Dios? ¿Qué blasfemia es esta? –Anás señaló los muros-. Más de cuarenta años tardó este Templo en ser edificado, ¿y tú lo levantarás en tres días?

-Así es.

-Jesús, sabemos que no eres hombre común –le dijo Nicodemo. Anás y Caifás lo miraron con furia-. Porque no hubieses podido obrar cuanto has hecho sin tener a Dios de tu lado.

Jesús sonrió antes de contestarle:

-Tienes razón en cuanto dices. Si lo deseas sígueme y encontrarás nueva vida. Quien no nazca de nuevo no podrá ver el Reino de Dios.

-¿Puede un hombre nacer otra vez aunque sea viejo?

-Sí. Hay una forma de nacer otra vez sin que la edad importe: Empleando el Bautismo de Juan con Agua y Espíritu. Así como la Carne nace de la Carne, el Espíritu nace del Espíritu.

-¿Cómo puede hacerse esto? –Nicodemo tenía la boca entreabierta.

-Ah, mi buen Nicodemo, ¿eres hombre docto de Israel y no disciernes estas cosas? –Jesús hizo una pausa y movió la cabeza de un lado a otro-. Es que ustedes, los escribas y los fariseos tienen en sus manos las llaves del conocimiento, han cerrado la puerta para que nadie entre y ni ustedes mismos pueden pasar. Si les he hablado sobre asuntos terrenos y no los entienden, ¿cómo entenderán cuando hable de los celestiales? De cuánto hemos visto hablamos. De cuánto hemos visto testificamos. El viento sopla y se escucha su sonido; pero nadie sabe de dónde viene ni hacia dónde va: Así es todo aquel que nace del Espíritu.

-¡Es compleja tu doctrina, Jesús de Nazaret, pero su enredo no le resta razón! –gritó Nicodemo. Los demás sacerdotes lo apuñalaron con las miradas. Nicodemo bajó la voz y se acercó al oído de Jesús-: Cada vez que se celebra la Pascua salgo con mis sirvientes para comprar yo mismo lo necesario para la cena. Llevo un cántaro sobre la cabeza y en él guardo los productos más preciados. Encuéntrame en el mercado durante la mañana de la festividad y te proporcionaré un techo bajo el cual celebrarla.

-Muchas gracias, Nicodemo –dijo Jesús por lo bajo y luego levantó la voz-. ¡Gracias por creer en mí! –y vuelto hacia la multitud-. ¡Recuerden: El que cree no se pierde; sino que encuentra la vida eterna!

Hubo aplausos, exclamaciones de júbilo y rechiflas. Jesús avanzó varios pasos y se detuvo cuando una voz se levantó por encima de las restantes para formularle otra pregunta:

-¡Dinos, Jesús! ¿Es lícito pagar tributo?

Jesús se volvió y frente a él, a pocos pasos, estaba Caifás con una moneda en la mano. Varios soldados romanos, atraídos por el escándalo, se habían congregado en el Patio y escuchaban con atención. Jesús se aproximó a Caifás y le dijo:

-Muéstrame las dos caras de la moneda –Caifás hizo ademán de entregársela y Jesús la rechazó.

El sacerdote puso la pieza dorada a la altura de los ojos de ambos y le dio vuelta para que Jesús pudiera detallarla. En una cara aparecía la efigie de Tiberio Cesar con una inscripción en latín debajo. En la otra habían grabado dos cornucopias entrelazadas.

-¿Qué dice ahí? –preguntó Jesús mientras señalaba la inscripción labrada debajo de la imagen del Emperador y levantaba la voz para que todos pudiesen escucharlo. Los soldados romanos se acercaron.

-Tiberio Cesar -leyó Caifás.

-Entonces denle al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios.

Las paredes de la muralla que rodeaba el Templo se estremecieron con el eco de los aplausos, gritos, chiflidos y risotadas del divertido gentío. Hasta los soldados romanos vitorearon a Jesús que se alejaba sentado sobre los hombros de varios discípulos, haciendo molinetes con el báculo, dejando a sacerdotes, escribas y fariseos avergonzados en medio del Patio de los Gentiles.

El sueño de Judas. Inescrutable Salutación

Una enorme casa verde con ventanas y puertas luminosas. Alrededor prados y colinas despliegan un matiz esmeraldino, esplendente y heterogéneo, imbricado con el índigo límpido de arroyuelos y lagos, parcheado a ratos por tapices florecientes. Los árboles están repletos de frutos maduros y es bajo el natural parapeto de uno de ellos que Judas contempla, extrañado, la escena. Varias siluetas translúcidas, con los contornos borrosos al punto de parecer incorpóreas, entran y salen de la morada luminosa. Visten túnicas holgadas de un color imposible de precisar, diferente de cuantos hay en la tierra y al mismo tiempo parecido a todos. Muchos de estos seres esperan afuera, en inacabable fila, y la atención de Judas se centra en dos detalles llamativos: A medida que se acercan a la casa van perdiendo los defectos físicos. Los jorobados se estiran, se hacen simétricas las piernas de los rengos, brotan cabelleras de las calvas cabezas, se alisan los rostros hendidos por arrugas, en las cuencas sin vida de los ciegos aparecen ojos y las pieles de los llagados cobran tersuras de recién nacidos. Pero no es menor el otro portento que lo asombra: Todos tienen en la espalda unos muñones informes que tras la entrada a la casa se transforman en alas gigantescas. Estos apéndices corporales son muy curiosos, porque justo en su inserción en la espalda tienen apariencia membranosa, como los de los murciélagos, y a medida que se separan del cuerpo van emplumando y adquieren un toque flamígero.

Algunos seres llevan gruesos cinturones llameantes de los que cuelgan titánicas espadas con la empuñadura en cruz. Hay grupos que, tumbados sobre la hierba, conversan en voz baja. Otros vuelan solitarios o en parejas, en vuelos que al principio son cortos y torpes, luego aumenta la destreza y con ella la distancia recorrida. Judas se suma a la larga fila. Nadie parece reparar en su presencia. De pronto siente que en su espalda brotan los bultos y comienzan a crecer mientras se acerca a la entrada. Cuando traspone el límite marcado por el dintel tiene ante sí un trono. Una especie de poltrona sin respaldo donde están sentados dos hombres, o figuras humanas, que parecen gemelos a juzgar por la similitud de la postura y la proporción de los miembros –Judas no alcanza a ver sus rostros- y que además están pegados por la espalda. El trono queda de perfil frente al recién llegado, de forma que puede ver el flanco de los Siameses, uno va vestido de blanco, el otro de negro. Llamas silenciosas ornamentan los bordes de sus ropajes. A ambos lados de la regia silla custodian dos enormes ángeles de rostro inexpresivo. Están de pie, tienen los ojos cerrados y sin embargo Judas siente sobre sí sus terribles miradas. Llevan las manos entrelazadas frente al torso, a nivel de la cintura, para sostener unas espadas que más bien parecen crucifijos afilados. El más próximo al Gemelo Blanco va vestido de negro. El más próximo al Gemelo Negro va vestido de blanco. El trono, al igual que la inmensa estancia, va teñido de estos dos colores que se van transformando de continuo, pasando de un blanco a un gris cada vez más fuerte hasta convertirse en negro mientras el extremo opuesto cierra un ciclo inverso. El Gemelo Blanco levanta una mano en la que Judas visualiza unos dedos viejos y torvos que alternan con otros jóvenes e inocentes. La mano vuelve la palma hacia arriba y hace un gesto para conminar a Judas a que avance. El hombre obedece el mandato supremo y se adelanta unos pasos. Cuando está cerca del trono el Guardián Negro abre los ojos y aferra con fuerza la Cruz afilada. Judas se detiene y es entonces que el Gemelo Blanco le toca la frente y musita:

-Sin pecado naciste, tus pecados expiaste y sin pecado vivirás. Has ascendido a la Suprema Estirpe.

Luego retira la mano y Judas sabe que ha llegado la hora de marcharse. Sale sin volverse y cuando está afuera ve que le han brotado las alas fulgurantes. Justo cuando va a desplegarlas para emprender el vuelo escucha un griterío y ve que se le acercan con rapidez varios hombres portando enormes piedras humeantes. La primera pedrada le da justo en un ala y se la quiebra. Judas se retuerce de dolor y los agresores aprovechan para lanzarle una andanada. El cuerpo se le llena de moretones, los huesos crujen al quebrarse con los impactos. Judas intenta defenderse pero no puede, intenta gritar y la voz no le sale. Mira implorante a los hombres que lo apedrean y lo insultan. En sus rostros deformados, en sus muecas enloquecidas y sus ojos desquiciados no advierte el más mínimo signo de piedad. Entre ellos, que son doce, advierte la sombra nefasta del Gemelo Negro danzando con malicia, susurrándoles blasfemias al oído. Y se enardecen y elevan la intensidad de los gritos mientras lo van lapidando:

-¡Traidor! ¡Blasfemo! ¡Apóstata! ¡Inmundo!

Judas ya no se defiende. La sangre mana de varias heridas anfractuosas y en algunos puntos, por debajo de la piel rota asoman los huesos partidos; pero no siente dolor, y cuando sus ojos se cierran sepultados por las piedras –que poco a poco van formando un túmulo por donde asoman dedos, miembros, pedazos de vestimenta o plumas de las alas- sólo percibe sobre su cabeza el toque de la mano del Gemelo Blanco que en medio del tormento le transmite una paz inescrutable como el misterio del sueño eterno.

La Penúltima Cena

Jerusalén, Judea. Año 33 DC.

Desde temprano las calles de la ciudad se llenaron de gente afanada en conseguir lo necesario para la suprema celebración. Apenas hay espacio para caminar, tal es la aglomeración conformada por pobladores autóctonos y miles de peregrinos que han llegado y continúan arribando desde los más recónditos lugares del reino. De cada vivienda, no importaba si mansión o casucha, salía una columna de humo. Las mujeres discutían en voz alta con los vendedores el precio de los alimentos en los mercados, las plazas o los portalones. Encarnizado regateo, pírrica porfía que acababa siempre con ventaja y pérdida para ambas partes. Pandillas de chicuelos churrosos deambulaban buscando incautos para arrebatarles el bocado o la bolsa. De cuando en cuando esmirriados perros callejeros se peleaban por mendrugos de pan o mondongos y pieles de animales sacrificados. Los insolventes y los tullidos se agolpaban en las afueras del templo esperando la obligada limosna. Ese día más generosa, por fuerza, que de costumbre. Gritos de júbilo, pregones, risas, lloros, reyertas y balidos de corderos –desventuradas víctimas cuya sangre aderezaría la ceremonia- se escuchaban por doquier.

Esa mañana, antes de salir a la calle para predicar, los discípulos se agruparon alrededor de Jesús, y Pedro le preguntó:

-Rabí, ¿dónde deseas que preparemos la cena?

-Caminen por el mercado –les respondió el Maestro- hasta que encuentren un hombre con un cántaro sobre la cabeza. Síganlo y en la casa que entre deben disponer lo necesario.

Todos se extrañaron ante la respuesta y, tras unos instantes de indecisión, se pusieron en camino seguidos por las mujeres. María de Magdala se separó del grupo y, solícita, le preguntó a Jesús:

-¿Quieres que me quede contigo?

-No, por favor, ve con ellos. Los hombres te necesitarán para los preparativos.

-Está bien, como quieras –lo besó en la mejilla antes de marcharse.

Judas, que se había quedado a la zaga acomodando sus escritos en un sitio seguro, fue a seguirla. Jesús lo tomó por un brazo y le dijo:

-Hermano, quédate, por favor. Debemos hablar.

-De acuerdo, Rabí, ¿para qué me necesitas?

-Sentémonos –dijo Jesús y apoyó sus posaderas en el piso.

Judas lo imitó y se dispuso a escuchar.

-Hace poco más de medio lustro que nos encontramos en el desierto. Recuerdo que estabas ansioso por conocer los misterios del Reino y me rogaste que te los enseñara. Te dije en aquel momento que poco a poco los irías descubriendo y que todo tendría un precio: En cierta parte del camino te verías obligado a padecer gran aflicción…

-Así es…

-…pues bien: Ese momento ha llegado. Hermano, sobre tus hombros pretendo depositar el peso de mi inmortalidad. Necesito tu ayuda.

-No comprendo…

-Tengo doce discípulos en los cuales confío. Tú los superarás a todos, serás el más grande, porque sacrificarás el cuerpo en el que vivo.

-Rabí –Judas, de un tirón, se puso de pie. Ojos abiertos con desmesura. Manos temblorosas. Rostro cetrino-, ¿acaso me estás pidiendo…?

-El puño de nuestros enemigos se cierra cada día alrededor de mi cuello. No imaginan que con eso me darán lo que quiero. Preciso librarme de esta celda de carne que me envuelve.

-No puedes dejarnos. ¿Acaso has perdido la razón? ¿Qué haremos sin ti? ¡Eres el Mesías! ¡Israel te necesita para vencer a los invasores y recuperar su esplendor!

-Existe una gloria celestial: Perpetua, ubicua y más importante que la mundana: Efímera y local. Para lograr la primera, créeme, valgo muy poco en cuerpo y muchísimo en espíritu. Siéntate junto a mí, por favor.

Jesús dio unas palmaditas en el suelo. Judas obedeció y fue a sentarse junto a él, en cuclillas y con el rostro gacho apoyado entre los puños. Meneaba la cabeza de un lado a otro. Cuando la levantó para volverse hacia Jesús y hablar tenía los ojos enrojecidos.

-No puedo hacerlo –dijo-. Cuenta con otro. Pedro, Santiago el Mayor o Simón el Cananeo, tal vez…

-No. El papel de ellos es otro. Desde el principio te elegí para este. Tal y como tú lo hiciste conmigo. No acepto tu negativa. ¿Para qué te han servido mis enseñanzas? Recuerda: Es estrecho y tortuoso el camino hacia el regazo del Padre.

-Recuerda tú, Rabí, que la Ley dice también: No matarás. ¿Después de lo que hemos pasado cómo pretendes que use mi daga para hendir tu pecho o cercenar tu cuello?

-No lo harás. No es eso lo que quiero. Sólo pretendo que me lleves hasta aquellos cuyo papel es quitarme esta cubierta –se aferró con la mano la piel del torso.

-¡Al fin comprendo mi sueño! –Jesús hizo un gesto de extrañeza ante la exclamación del discípulo- ¿Qué pretendes, Rabí? Cuéntame tu plan a ver si puedo entenderte –dijo Judas al fin, resignado, vencido por los terminantes reclamos del Maestro.

En la calle, sin sospechar siquiera la naturaleza de la extraña conversación que tenía lugar entre Jesús y Judas, el resto de los discípulos y las mujeres se mezclaron con los pobladores de la ciudad y, tomando una gran vía franqueada por columnatas con la que se cruzaba un amasijo de callejones sinuosos, se dirigieron hacia el mercado con el objetivo de adquirir los alimentos e ingredientes indispensables para preparar la cena. El sol comenzaba a calentar la ciudad potenciando así la emanación de hedores provocada por el incesante vertimiento, en plena calle, de aceite quemado, orines y guisos viejos. Pedro, siempre vigilante, iba al frente del grupo. Tan pronto entraron al mercado, amplio espacio cubierto de tenderetes y situado entre varios edificios ruinosos, dejó que las mujeres se encargaran de la compra. Detestaba la puja de rigor que habría de establecerse entre ellas y los vendedores. Su papel –y el del resto de los hombres- consistiría en pararse muy cerca de ellas, con rostro ceñudo y brazos cruzados, para disuadir a los posibles estafadores de improvisar triquiñuelas. Las féminas se separaron, previa entrega de dinero por parte de Mateo y acuerdo de un sitio para reunirse más tarde, en grupos compuestos por tres o cuatro de ellas y, seguidas de cerca por igual número de hombres, se desperdigaron por el laberinto de puestos polvorientos y malolientes donde los pregoneros ya estaban roncos de gritar las bondades de sus productos. María de Magdala, Raquel y Marta, seguidas por Pedro, Tadeo y Andrés, fueron a buscar almendras, pasas, higos, dátiles y vinagre para elaborar la salsa roja en la que mojarían los panes sin levadura. El resto de las mujeres tendría que conseguir lechuga, perejil, rábano, berro y toda suerte de verduras de sabor amargo, así como harina para cocer el pan, y cordero: Elemento indispensable para rememorar que con las pieles de dicho animal se marcaron en Egipto, en la época de Moisés, las casas de los judíos evitando así el castigo divino. La compra no tomó mucho tiempo, de suerte que en breve estuvieron todos reunidos. Simón el Cananeo, Santiago el Mayor y Juan cargaban sobre sus hombros unos desgraciados corderos con la lengua tan seca que ni empeño se tomaban ya en balar. El resto acarreaba pellejos cargados de vino y alforjas más o menos llenas. La bolsa de Mateo, quien se rascaba la cabeza mirándola de soslayo, había disminuido de tamaño. Ya iban a regresar cuando pasó frente a ellos un hombre bien vestido, la cara medio oculta por un paño, rodeado de sirvientes. Saltaba a la vista que, mientras muchos de sus criados llevaban las manos vacías, él portaba sobre la cabeza un enorme cántaro cuyo equilibrio mantenía alternando un brazo y otro. Pedro se le quedó mirando y en eso volvieron a su mente las palabras del maestro: ‘‘Caminen por el mercado hasta que encuentren un hombre con un cántaro sobre la cabeza. Síganlo y en la casa que entre deben disponer lo necesario’’. El hombre se alejó varios codos y fue entonces que Pedro pudo salir de la estupefacción en la cual lo había sumido el avistamiento. Se repuso del asombro y les pidió a los demás que lo siguieran mientras él marchaba detrás del desconocido. El hombre atravesó toda la Ciudad Baja, con sus pequeñas casas de paredes desconchadas amontonándose sin orden, y fue internándose en la parte alta pletórica de graciosas edificaciones, enormes piscinas, sublimes vergeles rodeados de vallas, palacetes y fuentes ubicados con acierto alrededor del Templo, el Palacio de Herodes, el Hipódromo y la Fortaleza Antonia. Poco a poco quedaron atrás los malos olores y la estridencia. El enigmático individuo, sudoroso y cansado, cambiaba de brazo cada vez con mayor frecuencia. Su marcha había perdido vigor y por momentos daba la impresión de que el cuello se le quebraría bajo el peso del cántaro. Sin embargo, rechazaba con orgullo todo ofrecimiento de ayuda. Luego de doblar varias veces por las callejas durante un tiempo prolongado llegó a una amplia casa de piedra, de dos pisos y rodeada por un muro, construida en el extremo de la ciudad más próximo al Monte de los Olivos. El hombre entró sin ser anunciado y al cabo de un rato Pedro se acercó a la verja. Un criado fue a su encuentro y le preguntó:

-¿Qué desea?

-Necesito hablar con el dueño de la casa.

-¿Para qué? –el hombre miró con recelo el grupo de hombres y mujeres que seguía a Pedro.

-Dígale que es de parte de los discípulos de Jesús de Nazaret.

-Espere aquí –dijo el sirviente y se encaminó hacia el interior de la casa.

No había pasado mucho tiempo cuando salió el hombre del cántaro, el cual no daba la impresión de estar molesto por tan inoportuno reclamo. Se detuvo frente a Pedro, quien lo reconoció de inmediato, y le dijo:

-La paz sea contigo. Mi nombre es Nicodemo y soy el dueño de esta casa. ¿Qué desea tu Maestro?

-Y contigo. Me llamo Pedro. Mis acompañantes y yo somos discípulos de Jesús de Nazaret. Hoy por la mañana, cuando le preguntamos al Rabí dónde deseaba cenar, nos indicó que fuéramos al mercado y tan pronto viésemos a un hombre con un cántaro sobre la cabeza lo siguiéramos y allí donde entrase podíamos disponer lo necesario para la celebración.

Nicodemo, dubitativo, permaneció un rato mirando a Pedro y al resto del grupo, luego abrió la verja y les dijo que pasaran. Ante el pasmo de su familia y sirvientes guió a la comitiva de hombres y mujeres pobres hacia el piso superior de la casa. Allí se detuvo en el interior de una estancia donde se hallaba dispuesta una mesa larguísima de madera rodeada por gran cantidad de sillas. En un rincón estaba emplazado un enorme horno de piedra con tapa de hierro junto al cual se extendía una amplia meseta sobre cuya superficie, y colgados de las paredes, descansaba un completo surtido de utensilios de cocina. En la pared de enfrente, bajo espaciosos ventanales que permitían la ventilación y la entrada de la luz, había tres tinajones. Nicodemo fue hacia ellos, los destapó y pudo comprobar que dos estaban repletos de agua y uno permanecía vacío. Próximos a ellos, vueltos hacia abajo sobre el piso de piedra, se acumulaban varios cuencos, escudillas y copas de madera. El anfitrión se ubicó en el centro de la habitación y, ante los visitantes que aún no se recuperaban del asombro, abrió los brazos y dijo:

-Pueden informarle a su Maestro que el piso superior de la casa del Sacerdote Nicodemo está disponible para que preparen y disfruten la cena pascual.

Pedro y los demás hombres se acercaron para agradecerle. Nicodemo, tras asegurarles que se trataba de una acción que no necesitaba agradecimiento, salió presuroso del recinto.

De inmediato los hombres se afanaron en el sacrificio de los corderos para quitarles la piel y extenderla afuera, junto a los ventanales, mientras las mujeres picoteaban las verduras, amasaban la harina con agua para cocer el ázimo y preparaban la salsa rojiza en la cual debía mojarse el pan antes de comerlo. Santiago el Menor y Tomás fueron a comprobar la calidad del agua almacenada en los dos tinajones para después verter en el interior del tercero el vino que habían comprado. Entretanto Pedro, satisfecho por el resultado de las gestiones, volvió a las calles para poner al Maestro al corriente de los asombrosos acontecimientos que acababan de ocurrir.

Judas, atormentado después de la terrible conversación que acababa de tener con Jesús, salió a la calle para tomar aire y meditar. Se convirtió en testigo silente, y un tanto ajeno, del decurso del mundo y las tornas del tiempo. No sabía dónde estaba ni que día era. En breve llegó a la conclusión de que en determinados momentos de la existencia humana el espacio y el tiempo constituían sólo meras ilusiones. Inexistentes límites. Basura. Porquería. Mierda. Los estímulos provenientes del medio circundante le llegaban embotados a través de los sentidos. Sólo el recuerdo de las palabras susurradas por el Maestro permanecía nítido en su mente como pesadilla inacabable. Caminaba con la vista dirigida hacia el frente sin fijarla en punto específico. Con frecuencia tropezaba con las piedras del camino o con transeúntes que en otras circunstancias hubiera evitado con facilidad. Y continuaba andando, sin objetivo concreto, haciendo caso omiso de las ofensas que le lanzaban las personas con las cuales colisionaba, ajenas todas al suplicio que en ese momento padecía. Aceptó la propuesta del Rabí para librarse de la presión momentánea, no por convencimiento. ¿Cómo era posible que le estuviese exigiendo semejante sacrificio? Y para colmo le había hecho jurar no decírselo a nadie. El silencio tornaba aún más nefasta la misión. Cierto era que desde el principio se había comprometido a acompañar a Jesús en un viaje que podría depararle pesar y aflicción; pero jamás imaginó la envergadura de tal carga. ¿Propiciar la muerte del Mesías? ¿Acabar con la esperanza del pueblo judío? O Jesús se había vuelto loco, como mucha gente aseguraba, para idear un plan como el que le acababa de revelar o en verdad era el Hijo de Dios y los designios del Padre escapaban de la comprensión de un hombre como él, Judas Iscariote, nada diferenciado de los mortales comunes ante los ojos supremos. Levantó la vista hacia el firmamento y dijo por lo bajo:

-Oh, Dios: Tú que visitaste en sueños a mi madre, me creaste semejante en extremo a tu Hijo y te manifestaste ante mí en el desierto, por favor, no me abandones. Aleja de mi cuerpo el fuego de este sacrificio. ¡Muéstrame el camino!

En eso chocó con otro hombre que avanzaba apurado en sentido contrario. El individuó anduvo dos o tres pasos más después del impacto, tambaleante y, vuelto para protestar, exclamó:

-¡Hermano!

Judas se volvió. Ante sí tenía a Pedro que lo miraba sonriente.

-¿Qué te pasa? Andas como si estuvieses poseído, o borracho.

-No me sucede nada. No te preocupes -mintió Judas-. Se te ve contento, ¿lograste encontrar el sitio apropiado para la cena?

-Sí. Tal y como el Rabí quería. Cenaremos en casa de Nicodemo, uno de los miembros del Sanedrín.

Entonces la mente de Judas, distraída de las aciagas cavilaciones que hasta entonces la habían mantenido atribulada, elaboró una idea.

-¿Dónde queda? ¿Están todos allá?

-En la Ciudad Alta, cerca del Monte de los Olivos. Sí, están todos allá preparando la comida.

-¿Las mujeres también?

-Por supuesto. Judas, ¿a qué vienen tantas preguntas? ¿Qué está sucediendo?

-Nada, Pedro. Pierde cuidado. Ve e informa al Rabí que de seguro se alegrará con la noticia. Yo iré a sumarme a los preparativos. Explícame cómo llegar a casa de Nicodemo.

Pedro le proporcionó los detalles necesarios para encontrar la residencia del sacerdote y acto seguido se despidieron. Judas se apuró cuanto pudo y en breve estaba de pie, sofocado por la rápida y prolongada caminata, frente a la verja de la casa de Nicodemo. El sirviente que poco antes había atendido a Pedro acudió ante el llamado y de mala gana fue a anunciarlo. Enseguida estuvo de vuelta y con resignada amabilidad le dijo:

-El señor dice que puede pasar. Lo conduciré hasta la estancia en la que se encuentran sus amigos. Bienvenido –abrió la verja e hizo una pequeña reverencia que a Judas se le antojó burlona. En otro momento le hubiese dado su merecido pero ahora no podía perder tiempo ni energía en asuntos de superflua importancia.

Siguió los pasos del sirviente queriendo que hubiesen sido más rápidos. Cuando llegó a la cámara donde el resto de los discípulos y las mujeres preparaban la comida varios fueron a saludarlo y él los correspondió con una mezcla de prisa y desgano. Enseguida dijo:

-Necesito hablar con María de Magdala.

Ella estaba sentada en el extremo opuesto de la estancia. Entre sus muslos mantenía aprisionado un cuenco de madera en el cual machacaba frutos secos empleando un mortero del mismo material. Sudaba, y en la piel se le habían pegado varios fragmentos de almendra. Judas se le aproximó y le dijo:

-Necesito tu ayuda. Tienes que acompañarme.

Ella levantó la vista.

-Hermano, ¿qué te sucede? Pareces alterado.

-Lo estoy; pero no te lo puedo explicar aquí. Necesito tu ayuda. Por favor, es muy importante. Acompáñame. La vida del Rabí depende de ello.

El cuenco lleno de frutos secos machacados y el mortero cayeron al suelo. Los demás se volvieron, alarmados por el sonido, Judas les hizo una seña para indicarles que todo estaba bien mientras él recogía los objetos caídos.

-¿Qué dices, Judas? ¿Acaso te has vuelto loco? –le preguntó ella con la esperanza de haber escuchado, entendido mal o que Judas le dijese que se trataba de una broma mal elaborada.

-No. Ojalá estuviese loco. Por desgracia estoy más cuerdo que nunca. ¿Sabes cómo preparar un tinte rojo para teñir el pelo?

-Sí. Unas mujeres paganas me enseñaron.

-¿Y uno castaño? ¿También podrías prepararlo?

-También. Judas, por favor, explícate.

-Ahora no puedo. No hay tiempo que perder. Debemos ir al mercado para comprar los componentes del tinte. ¡Mateo!

Leví acudió enseguida. Aún tenía las manos ensangrentadas por la matanza de los corderos.

-¿Qué sucede, hermano?

-Por favor, necesito dinero para comprar unos polvos en el mercado.

Mateo miró la bolsa, luego a Judas y a María, y dijo:

-Saben que el dinero es para uso común y el Rabí debe autorizar su entrega.

-Por favor, Mateo –le rogó Judas con las manos unidas frente al pecho en postura de oración-: Es muy importante.

Mateo sacudió la cabeza mientras protestaba y abría la bolsa:

-Me van a volver loco.

Sacó varias monedas que puso en manos de María.

-¿Es suficiente? –preguntó.

Judas miró a María y esta hizo un gesto de asentimiento antes de besar a Mateo en la mejilla y decirle:

-Gracias. Eres un santo.

De inmediato ella y Judas abandonaron la casa de Nicodemo y se encaminaron hacia el mercado. No habían avanzado mucho cuando ella tomó a Judas por la túnica y le dijo:

-Si no me explicas lo que pasa no daré un paso más.

-No puedo explicarte nada, María. Sólo tienes que saber que hoy por la mañana, cuando ustedes se fueron, Jesús me hizo una revelación que ha sido para mí lo peor que me ha tocado escuchar en la vida.

-Judas, antes estaba preocupada, ahora me has asustado… ¿qué revelación es esa que te trastorna a tal punto?

-Lo peor es eso: El Rabí me hizo jurar que no compartiría el secreto con nadie y sabes que no puedo violar ese juramento.

María se puso ambas manos junto a la cabeza y dio una vuelta sobre sus propios pies.

-Judas, por favor, ahora soy yo y no Mateo quien se va a volver loca.

Judas se acercó a ella para tomarle las manos. La miró a los ojos y le dijo:

-Ayúdame. Confía en mí. Prepara los tintes cuando yo te diga y todo saldrá bien.

María levantó la cabeza para mirarlo. Judas identificó en el rostro de la mujer la misma expresión de súplica con la cual él había mirado a Jesús cuando lo hizo partícipe del fatídico secreto.

Llegaron al mercado y enseguida María compró las hierbas y los extractos que le permitirían preparar un tinte rojo y otro castaño para el cabello. Los depositó ordenados cuidando que los líquidos no se derramaran, los polvos no se mezclasen y regresó acompañada por Judas a la casa de Nicodemo.

-A quienes te pregunten para qué hemos ido al mercado les respondes que para comprar utensilios que el Rabí necesitaba. No debes darle detalles a nadie, ¿entendido?

-Judas, me estás matando con tanto misterio.

-Ya lo sabrás a su debido tiempo. Por ahora sólo puedo pedirte una vez más que confíes en mí –le puso una mano sobre un hombro, le hizo un guiño y se marchó.

Judas fue de inmediato a reunirse con Jesús. Esta vez caminaba deprisa, sorteando con habilidad los obstáculos que aparecían en su camino. Apenas tropezó y pudo vencer varios tramos a la carrera, así que en breve estaba frente al portalón de la casa en ruinas que ocupaban desde que llegaron a Jerusalén. Jesús permanecía sentado y parecía meditar. Tenía la boca entreabierta y los labios le temblaban, moviéndose de un modo apenas perceptible. El recién llegado se sentó junto a él y Jesús dio la impresión de no haberlo notado. Judas lo aferró por un brazo y comenzó a sacudirlo. Jesús abrió despacio los ojos y, como saliendo de una ensoñación, le dijo:

-Judas, ¿qué haces aquí? Pensé que estabas acompañando a los demás.

-En efecto, fui a ayudarlos para ver si el trabajo me hacía olvidar los pensamientos que me abruman y de camino hacia allá tuve una idea que me gustaría someter a tu consideración.

-¿De qué se trata? –Jesús giró para ubicarse frente a él.

-Como nos parecemos tanto pensé que podríamos intercambiarnos.

-¿Qué…? ¿Me estás pidiendo que me convierta en un impostor?

-Tú me estás pidiendo que me convierta en traidor. Estamos a mano. Es una prueba mutua de amistad.

-No puedo aceptarlo.

-Piénsalo bien, Rabí, ¿sabes cuánto se beneficiaría el mundo si pudieras continuar tus enseñanzas y esparcirlas junto con el resto de los discípulos? Tus enemigos te creerán muerto, lo cual va a proporcionarte libertad de movimiento, y miles de personas, más allá de los límites de Israel, se beneficiarán con tus prédicas.

-No, Judas –esta vez era Jesús quien tenía un dejo implorante en la mirada-. No me pidas eso, por favor. Cualquier cosa menos convertirme en impostor.

En la mente de Jesús se congregaron todos los episodios en los cuales la gente creyó presenciar milagros cuando en realidad los conocimientos que él había adquirido en Egipto durante su niñez y adolescencia se conjugaron con fe, casualidad, y debía admitirlo, oportunos ardides, para hacerlo quedar como un hombre iluminado. ¿Casualidad?, sí, pudo haber sido; pero, ¿en todas las ocasiones fue el azar quien intervino de manera favorable? ¿Y las visiones del desierto? ¿Y las voces? No. No era posible que las coincidencias se sucedieran siempre en fluida cadena para lograr un objetivo. Necesitaban un orden. Un propósito superior. Una organización infalible. Había llegado a la conclusión de que en su caso las casualidades no eran más que chasquidos de los dedos de Dios. Chasquidos que motivaban a los discípulos y a muchas, muchísimas, personas ajenas al círculo íntimo que lo rodeaba a creer con fervor en su capacidad para obrar prodigios. Lo cual, por otra parte, no resultaba extraño: Es propia de la esencia humana la escasa propensión a mortificar la mente con la búsqueda de explicaciones racionales que al final se revuelcan sin remedio en el légamo de la ambigüedad. Y cuando uno tiene fe el milagro por sí solo se produce. Es sólo cuestión de estrechar la mente y echarla a volar. Ese había sido su verdadero mérito: Convertirse en inspiración y fuente de fe para miles de desposeídos. Un don que desde pequeño lo perseguía. Recordaba con nitidez el momento preciso donde todo había comenzado: Siendo un niño, en Egipto, fue una mañana en compañía de otros chicuelos a bañarse al río. Los demás muchachos comenzaron a lanzarse al agua y a nadar, persiguiéndose unos a otros. Varias barcas de pescadores navegaban cerca. Sus ocupantes protestaron porque el bullicio armado por los críos ahuyentaba los peces y, maldiciendo e insultando a los niños, bogaron para alejarse de allí. Jesús permanecía ajeno a cuanto estaba ocurriendo porque un detalle había llamado su atención: En la orilla varios gorrioncillos se bañaban mojando sus plumas y revolcándose en el barro. Jesús caminó hacia ellos y se dio cuenta de que tenían las alas demasiado húmedas e impregnadas de lodo como para volar, así que se entretuvo limpiándolos y uno por uno los lanzaba al aire. Los gorriones, libres del lastre que representaba el barro, volaban con dificultad, casi en línea recta hasta las ramas más bajas de un árbol vecino. Allí se sacudían, erizaban el plumaje y extendían las alas para secarse. Un pescador que viajaba a bordo de una de las barcas rezagadas lo vio de lejos y, señalándolo, gritó:

-¡Miren, el muchacho modela con barro gorriones que cobran vida!

Varios pescadores se agruparon en la borda para contemplar el prodigio, los demás niños detuvieron el juego para imitarlos, y alcanzaron a ver cómo el chico sacaba el último pajarillo del barro, lo sumergía en el agua y luego lo soltaba. El gorrión voló con dificultad hacia el árbol y se puso a piar en compañía de los restantes, doce en total, agitando las alas para desprenderse del agua sucia restante que las embarraba. Todas las barcas se detuvieron y luego regresaron a la orilla. Los pescadores bajaron a tierra para postrarse frente al milagroso chico y adorarlo.

-Eres un dios. Hiciste que vivieran unos gorriones de barro –le decían entre una reverencia y otra, y después-. ¿Dónde vives?

Jesús trató de explicarles la verdad pero los hombres se negaban a escucharlo. Al final, rendido, los condujo hasta su casa. Los pescadores les contaron lo ocurrido a los padres del chiquillo y de inmediato la noticia se propagó por la aldea. Las mujeres traían a los niños enfermos, los pastores a los animales y los ricos los bienes para que el niño los bendijese poniendo sobre ellos las manos. Y todos se guardaban de molestarlo o motivar su cólera.

Así había sido siempre, así era y estaba seguro de que así continuaría siendo. Aún después de su muerte. Había nacido para llevar consigo esa responsabilidad: Convertirse en la estrella guía de los descastados.

¿Qué pasaría si quienes creían con tanta devoción en él llegaban a enterarse de que había escapado en el momento supremo? No lo perdonarían nunca. Toda la armazón que descansaba sobre el pilar indestructible de la fe se vendría abajo. No podía permitirlo. ¿Cómo comparecería después ante el rostro del Padre?

-Por favor, Rabí -la voz de Judas interrumpió la meditación-. Con sólo cambiarnos el color del cabello nadie, a menos que se trate de una persona muy allegada a nosotros, notará el truco. Lo tengo todo previsto. Hoy durante la cena, cuando el cáliz ritual haya pasado cuatro veces por la boca de todos los comensales, nos apartaremos para que María nos tiña el pelo y después irás a entregarme. El secreto quedará entre nosotros tres. Yo recibiré el castigo, tú permanecerás libre y vivo para promulgar el Fausto Mensaje hasta los confines del mundo.

-Estás loco, ¿cómo voy a explicarles semejante embuste a los demás? ¿Cómo creerá la humanidad en mí si no soy capaz de respaldar con sacrificio mis prédicas? ¿Qué clase de Hijo sería si no estoy dispuesto a morir por mi Padre?

-¿Cómo creer en un Padre que pide a gritos la vida del Hijo? –pensó Judas; pero hincó los dientes en la punta de su lengua, se contuvo de expresar la idea que desechó de inmediato por blasfema y en su lugar dijo-: No les debes ninguna explicación y si se te antoja dárselas estoy seguro de que sabrán entenderla. Para cuando se les haya pasado el susto, el hartazgo y la borrachera estarán de acuerdo conmigo. No creo que ninguno de nosotros piense que vales más en espíritu que en cuerpo para cumplir tus propósitos. Tus discípulos, el pueblo Judío, la nación de Israel y el mundo te necesitan vivo. Piénsalo.

Jesús pasó sus manos por las sienes y aprisionó el pelo entre los dedos.

-¿En verdad, Judas, crees que va a resultar tan sencillo? ¿Un simple cambio de color de cabello lo resolverá todo? –volvió el rostro hacia su discípulo. Judas percibió un viso de fanática convicción rayano en la locura en los ojos del Maestro- A decir verdad el plan no es malo y podré conservar la vida; pero: ¿Cómo vivir después con la ignominia? Pasaré el resto de mis días con el espectro de tu muerte asolando mi conciencia y mirando por encima del hombro, temeroso de que cualquiera sepa la verdad y me señale como embustero. Todo por cuanto hemos luchado se vendría abajo en un instante. No podría soportarlo. Y ni hablar de lo que me espera después de la existencia terrena. Mi Padre no me perdonaría nunca.

-¿Y pretendes que viva yo entonces portando en mi frente el estigma de la traición? –Judas se puso de pie junto a él y lo señaló con el índice- ¡Me pides un sacrificio peor que la muerte y no eres capaz de enfrentar uno que ni siquiera se le acerca! ¡Valiente ejemplo me das!

Jesús elevó la mirada hacia él y le dijo:

-Por favor, hermano, siéntate junto a mí y refrena tu ímpetu.

Judas se calmó de inmediato y fue a sentarse junto a él.

-Hermano –Jesús apoyó una mano sobre el hombro de Judas y este percibió una energía inusual que brotaba del punto de contacto-. Ambos sufriremos y sé que tú más que yo. Debo morir porque el ejemplo de una vida truncada inspira más fe que cualquier palabra. Debes entregarme para que así sea. Es el precio que debemos pagar por ascender a la estirpe santa. Muchos te maldecirán por ello; pero qué ha de importarte si estarás sentado junto a mí a la diestra del Padre.

-Rabí, no soy como tú y me cuesta imaginar recompensas eternas. Prefiero saber que mis descendientes podrán recordar mi nombre con orgullo. Te pido una vez más que reconsideres cuanto te has propuesto. Al final no me quedará otro camino que obedecerte aunque por primera vez no lo haga con la mejor disposición. Por la noche volveremos a hablar y espero que María me ayude a disuadirte. Piensa en todo lo que hemos hablado. Adiós.

Judas se puso de pie, dio media vuelta y se marchó. Jesús permaneció quieto en el suelo, con los ojos entrecerrados. Otra vez su boca comenzó a moverse de forma apenas perceptible coreando plegarias o respondiendo al llamado de la voz que le resonaba cada vez con más fuerza desde un rincón secreto de la mente.

Judas estuvo vagando por la ciudad hasta que, desde el Templo, el sonido de las trompetas sacerdotales indicó que cada familia podía comenzar la cena. Se apresuró para llegar a casa de Nicodemo y esta vez el sirviente le abrió la verja sin preámbulos. Cuando hizo su entrada enla habitación donde estaba dispuesto el banquete se encontró con que los demás discípulos discutían alrededor de la mesa, sobre la cual habían colocado un mantel blanco de lino y varias lámparas de aceite donadas por Nicodemo, para definir quienes iban a ocupar los puestos a ambos lados del Rabí. Jesús conversaba con María de Magdala, que parecía inquieta, y fingía no darse cuenta de lo que estaba aconteciendo a su alrededor. De pronto se levantó y fue hacia el rincón donde se hallaban los tinajones. Sin hablar con nadie tomó un cuenco y hubo de llenarlo de agua para luego regresar a la mesa. Permaneció de pie apoyado en el báculo de Juan, el cuenco sostenido en la diestra, y pasó la mirada por el rostro de cada uno de los presentes, quienes hicieron silencio. Jesús les dijo:

-Hermanos míos, desátense las sandalias.

Todos se miraron al escuchar la insólita orden y, tras unos instantes de incertidumbre, se sentaron y la cumplieron. Jesús se aproximó primero al lugar que ocupaban las mujeres y comenzó, una por una, a lavarles los pies. Ellas se miraban desconcertadas y alguna que otra tuvo que reprimir una sonrisa provocada por el cosquilleo o la sensación placentera que le ocasionaba el masaje en los pies húmedos. Cada vez que terminaba de lavar los pies de alguien, Jesús vertía hacia afuera el agua sucia a través de los ventanales y llenaba de nuevo el cuenco con agua limpia. Así hizo con todos y tan pronto terminó fue a sentarse en una esquina de la mesa. María corrió hacia el tinajón para imitar el ejemplo del Maestro. Regresó a la mesa con el cuenco lleno de agua, le desató las sandalias a Jesús y le introdujo los pies en el agua para retirarles la costra de churre que se les había acumulado en los cuarteados calcañales y las encallecidas plantas. Tan pronto logró limpiarlos fue a desechar el agua. Jesús hizo ademán de ponerse las sandalias y ella, ya de regreso, lo detuvo. Volvió a arrodillarse junto a los pies del Rabí, se desató el frasco de alabastro que llevaba colgado al cuello, le retiró la tapa y con el ungüento perfumado que contenía se puso a masajearle los pies a Jesús. Mientras frotaba la piel, María sintió que una tristeza inmotivada la impelía a llorar y las lágrimas le brotaron de los ojos con profusión tal que descendían por las mejillas, el cuello, los hombros, los brazos y las manos para ir a mezclarse con el ungüento. La cabellera comenzó a movérsele al compás de los sollozos y varios mechones se adhirieron a los pies de Jesús. María continuó friccionando la piel, esta vez con las manos y con el pelo. Así permaneció un rato, hasta que el ungüento se secó y su aroma fue a mezclarse con el de las especias y la carne asada. Entonces María se puso de pie, besó a Jesús en los labios y fue a sentarse junto a él. Los demás habían permanecido en silencio y en ese momento comenzaron a murmurar, extrañados, comentando lo ocurrido. Mateo dijo en voz alta:

-Rabí, ese perfume pudo haberse vendido para darles el dinero a los pobres.

-Mi buen Mateo –le respondió Jesús, sonriente-. Los pobres estarán ahí toda la vida para que los conforten con buenas acciones. A mí puede que no me tengan siempre.

Todos quedaron en silencio al escuchar las ominosas palabras. Se fueron acomodando alrededor de la mesa sin preocuparse ya por la importancia del puesto que ocupaban. Junto a Jesús quedaron María de Magdala y Judas Iscariote. Pedro ubicó frente al Maestro una gran bandeja que contenía todos los alimentos. Jesús tomó uno de los ázimos, ancho y plano como un plato, al que los hombres antes de cocerlo le habían practicado varios orificios con un punzón, y lo mojó en la salsa roja. Acto seguido se puso de pie, apoyado otra vez en el báculo de Juan, partió el pan a la mitad y dijo:

-He aquí el pan, coman de él: Este es mi cuerpo.

Dio un mordisco, se limpió los restos de salsa que le mancharon los labios y les pasó los pedazos restantes a María y Judas. Estos les hincaron los dientes para partir un pedazo, María cerró los ojos al hacerlo, y a su vez les pasaron los restantes a sus vecinos de mesa. Así el ázimo fue de mano en mano hasta que de él no quedó nada. Al ver que todos habían mordido el pan, Jesús se dirigió otra vez hacia los tinajones y se acuclilló junto a ellos. Allí se mantuvo unos instantes, escogiendo entre las copas de madera, hasta que encontró una ancha con dos asas, desportillada y vieja, que fue de su agrado. La llenó de vino, se puso de pie junto a la mesa, la levantó con las dos manos y dijo:

-He aquí el vino, beban de él: Esta es mi sangre.

Bebió un gran sorbo y se la entregó a María. Así pasó de mano en mano hasta darle una vuelta a la mesa. Pedro se levantó para llenarla de nuevo y la volvieron a pasar, repitiendo el ritual hasta que la copa llena dio cuatro vueltas alrededor de la mesa. En ese momento Jesús comenzó a cortar grandes lonchas de carne de cordero y a servírselas a todos. Se escuchaban risas y conversaciones en voz alta. Los rostros se veían colorados por el brillo de las luces y el efecto del vino. Judas aprovechó para susurrarle una frase a María en el oído y esta a su vez hizo lo mismo con Jesús, el cual negó con la cabeza. El Maestro miró a Judas, quien lo conminó a ponerse de pie haciendo un gesto con la cabeza, los tres se levantaron y fueron hacia la estancia contigua, muy pequeña e iluminada por un grueso velón. Allí había una silla y varios utensilios dispuestos en el suelo junto a ella. María miró a Jesús y le dijo:

-Siéntate.

El Rabí obedeció. Ella tomó un peine en una mano y una jarra con agua en la otra. Le peinó la cabellera y luego le dijo que inclinara la cabeza hacia delante. Le humedeció tanto la barba como el cabello y acto seguido comenzó a mezclar en un cuenco unas bayas, cáscaras de nuez pulverizadas, ceniza, cebo y vinagre. Tan pronto se formó una pasta le adicionó hojas y corteza de una planta llamada henna, las machacó dentro de la pasta, lo mezcló todo otra vez, adicionó más vinagre y comenzó a esparcir la mezcla por todo el cabello y el pelo facial de Jesús. En cuanto hubo terminado puso la cabeza del Rabí en posición erecta, volvió a peinarlo y con ayuda de la luz del velón, el cual acercaron, ella y Judas pudieron contemplar el resultado del trabajo: Tanto la barba como el húmedo cabello del Maestro habían adquirido un matiz rojizo sólo un poco más claro que el mostrado por los de Judas. Ahora sí parecían gemelos.

Le tocó el turno a Judas, quien vino a sentarse y María repitió el procedimiento sin adicionar esta vez las hojas y la corteza de henna. A poco de haber comenzado el trabajo ya la barba y el cabello de Judas mostraban un viso castaño oscuro y sólo una persona que hubiese convivido con ellos durante un tiempo prolongado era capaz de notar que habían intercambiado papeles. Al finalizar María los puso de pie uno junto a otro y acercó el velón para observarlos. La boca y los ojos se le abrieron de forma involuntaria y exagerada al ver el resultado: Nadie sería capaz de distinguirlos y menos de noche.

-Oh, Dios, cómo se parecen –dijo.

Jesús y Judas se miraron. Cada uno veía extraño al otro. Sonrieron. María los interrumpió:

-¿Me pueden decir ahora qué es lo que pasa?

-Rabí, cuéntale tú porque no puedo faltar a mi juramento –dijo Judas.

Jesús le refirió a la mujer cuanto había planeado y lo que esperaba de Judas. Ella tuvo que sentarse porque las piernas comenzaron a temblarle cada vez con mayor fuerza a medida que la confesión avanzaba. Al término del relato tenía ambas manos recogidas sobre el pecho y de nuevo lloraba. Cuando Jesús dejó de hablar ella se lanzó hacia sus pies y se los abrazó mientras gemía:

-Por favor, no lo hagas –y vuelta, implorante, hacia Judas- ¡Por favor, hermano, no lo permitas!

-¿Por qué crees que he ideado todo esto del cambio del color del pelo? –contestó este- Porque quiero cambiarme con él y sufrir el castigo, cualquiera que sea, para que conserve la vida y pueda continuar sus enseñanzas.

-¡Están locos los dos! ¡No les queda una pizca de cordura en esas cabezas! Lo que debemos hacer es marcharnos mientras podamos y así evitaremos las muertes y el sufrimiento. ¡Qué forma tan estúpida de entregarse! ¿Qué pretenden demostrar?

-María, no podrás entenderlo…-intervino Jesús.

-¡Te equivocas! –gritó ella- ¡No quiero entenderlo! ¡No me interesan tus razones! ¡Te quiero vivo y nada más me importa! ¡Por favor, Judas, convéncelo!

-Ya lo he hecho, María. Fíjate que ha accedido a cambiarse el color del pelo.

-No, hermano –lo cortó Jesús-. Sólo lo hice para ganar tiempo y que a ustedes no les aumentara la angustia. Sigo pensando que lo mejor es proceder tal y como lo he planeado.

-Estás loco –le contestaron a coro María y Judas.

-Es posible; pero hasta ahora nadie censura a los locos y sí a los cobardes. Por favor, dejemos a un lado esta discusión porque no cambiaré de idea y el tiempo pasa. Volvamos a la cena. Ya se debe estar notando nuestra ausencia.

Caminaron hacia la salida y de pronto María le dijo a Judas:

-Hermano, vuelve tú. Nosotros lo haremos dentro de un rato. Y garantiza, por favor, que nadie venga hasta aquí a importunarnos.

Judas asintió y se fue. Una vez solos, María se volvió hacia Jesús y le dijo:

-¿En verdad estás resuelto a entregarte?

-Sí –dijo él.

-Pues si debo perderte al menos me llevaré una buena parte de ti o el mejor de nuestros momentos –dijo ella.

-¿A qué te refieres? –preguntó Jesús.

Ella no contestó. Le puso un dedo en los labios para pedirle que se callara y dio varios pasos hacia atrás hasta llegar a un punto donde él pudiese contemplarla de pies a cabeza. Una vez allí se retiró despacio la túnica y la dejó caer al suelo, junto a sus pies. Jesús sintió que los pelos se le crispaban al vislumbrar ante sí la soberbia desnudez.

-Mírame –dijo ella-. Dime si vale la pena renunciar a esto aunque sea para cambiarlo por todos los cielos.

Él no contestó. Continuaba mirándola de arriba a abajo. Una y otra vez. Como si sus sentidos no fueran capaces de saciarse. Ella dio una vuelta y anduvo despacio por la estancia. Se sentó en la silla, de frente a él. Abrió las piernas y comenzó a acariciarse el cuerpo. Jesús sintió que el miembro se le ponía rígido. El rebelde apéndice había cobrado vida y actuaba con independencia de la voluntad y del resto del cuerpo. Había tomado el control de las acciones. Gobernaba el raciocinio y abandonaba la conducta al influjo del instinto. Ella cambió de posición sobre la silla. Se puso de perfil, arqueándose para acentuar las curvas de sus caderas y el contorno de las nalgas. Él se dejó caer al suelo. Intentó acercarse y ella le dijo que no, que la mirara. Se volvió entonces de espaldas y la cabellera rubia calló sobre su torso. Comenzó entonces a moverse como al ritmo de una cópula imaginaria, al compás de una música inexistente. Volvió aponerse de frente y se llevó una mano al sexo. Comenzó a tocarse al ritmo de sus movimientos mordiéndose los labios mientras gemía y lo miraba. Él no pudo más. Se arrastró hacia ella, frenético, fuera de sí de deseo, con los ojos enrojecidos y la boca entreabierta. Se quitó la túnica al pie de la silla y comenzó a morderle los dedos de los pies. Ella rió. Él no hizo caso de la risa y ascendió besando los tobillos, las pantorrillas, los muslos, el sexo de ella dilatado y caliente por el toqueteo previo, luego el ombligo, los pezones, el cuello y la boca. Le arañó la espalda. Le mordió la boca. Le haló el pelo. Ella profirió un sonido parecido al silbido de un fuego que se apaga y acto seguido lo mordió en el pecho. Él la levantó entonces en peso y la puso en el suelo, sobre la túnica. Fue a penetrarla y ella lo detuvo.

-No te apresures –le susurró al oído.

Y tomó con una mano el miembro de él y comenzó a frotarse la húmeda abertura mientras lo abrazaba y lo mordía en los hombros. Él fue incapaz de seguirse conteniendo. Dio un empujón con las caderas y la penetró con firmeza pero sin ser intempestivo. Se introdujo en ella y lo olvidó todo por un momento. Dejó atrás la entrega, el sacrificio, su misión sobre la tierra. Cerró los ojos y vio sonrisas, estrellas, campos floridos, pájaros dorados, arcoíris y espumas de riachuelos mientras se movían los dos como si se hubieran encontrado muchas veces, en muchas vidas pasadas, presentes y futuras como les ocurre a aquellos cuyas existencias han estado desde siempre destinadas a entrecruzarse. Y vertió en ella su simiente y aun así el miembro no perdió turgencia ni el deseo menguó. Ella, sin hacer pausa, se sentó a horcajadas sobre él y continuó moviéndose, gimiendo y haciéndolo gemir. Y al cabo de un rato lo sentó sobre la silla y se puso sobre él. Luego él volvió a levantarla, abrazándole el torso con los brazos, y la penetró en el aire. Ella contuvo un grito. Él le tapó la boca con una mano. Ella se la mordió hasta ver la sangre, lamió la herida, tragó y dijo:

-Esta es tu sangre y no el vino.

Cayeron al suelo, besándose, hasta rendirse jadeando uno junto a otro. Descansaron unos instantes al cabo de los cuales ella dijo:

-Si no puedo disuadirte al menos este recuerdo me servirá de consuelo.

Él no contestó. Se limitó a darle un beso. Luego se vistieron en silencio y fueron a ocupar sus lugares alrededor de la mesa. Los demás reían y conversaban. Nadie había notado la prolongada ausencia. Faltaba poco para la media noche. Jesús se puso de pie y levantó la voz por encima de todas:

-Se acerca el momento en que no estaré más entre ustedes y quiero dejar todo dispuesto para cuando falte –echó mano al báculo de Juan el Bautista, el cual había dejado junto a la silla y se lo alargó a Judas Tadeo-. Primo, cuando contrajiste matrimonio te prometí un regalo. He aquí el mejor que se me ocurre: Toma el báculo de Juan y apacienta mis ovejas.

-Primo…-Tadeo extendió la mano temblorosa para recibir el regalo.

-Sé que sabrás ser digno de él –le dijo Jesús mientras se lo entregaba, y a Pedro- ¿Serás capaz de mantener unido este rebaño?

-Rabí –Pedro se arrodilló junto a él- Sabes que te amo y haré lo que sea pero, ¿por qué te empeñas en hablar de este tema en plena celebración?

-Ah, mi buen Pedro –Jesús se inclinó hacia él y le puso ambas manos en las mejillas-, de cierto te digo que esta madrugada, antes de que el gallo cante y ululen los perros me negarás tres veces.

-¡Imposible! ¡Sabes que he arriesgado mi vida por protegerte y siempre te he sido fiel!

-¿Serás capaz de mantener unido el rebaño?

-¡Ya dije que sí!

-Entonces nada más importa. Apacienta mis ovejas –después se volvió hacia Judas y le dijo-: Lo que vas a hacer, hazlo pronto –tras lo cual Judas tomó sus escritos y salió presuroso disimulando como pudo la turbación y las lágrimas que descendían por sus mejillas.

No lejos de allí, en una habitación de la casa del sacerdote Caifás, se habían congregado varios miembros del Sanedrín y una representación numerosa de los escribas y fariseos de la ciudad. Conversaban en voz baja. Junto a las puertas y las ventanas había sirvientes apostados para cerciorarse de que nadie escuchara la conversación. La estancia sólo estaba iluminada por unos pocos velones cuyas endebles luces apenas se reflejaban en las paredes de piedra.

-Ha llegado el momento –dijo Caifás-. Tan pronto termine la celebración debemos eliminar a Jesús de Nazaret. Se ha convertido en un problema. Antes me preocupaba pero lo veía lejos y lo daba por loco. Ahora estoy alarmado porque ha venido a nuestra ciudad y, frente a nosotros, ha comenzado a llevar a cabo acciones peligrosas. El pueblo lo aclama y aspira a convertirlo en líder. Creen que es el Mesías. Me aterró la bienvenida que le dieron cuando, montado en el asno, hizo aquella ridícula entrada a la ciudad. Lo que sucedió después en el Templo confirmó mis temores. Más vale no recordar ambas cosas. No podemos permitir que este hombre continúe sus prédicas. Tenemos que matarlo.

-¡Se burla de las escrituras! –exclamó un fariseo.

-¡Desafía las Leyes de Dios! –gritó otro.

-¡Blasfema ante nosotros! ¡Hace pactos con el demonio! ¿Hasta cuándo vamos a permitirlo? –dijo otro.

-Por favor, por favor, hermanos –habló Anás. Había levantado los brazos. Los claroscuros le daban un aspecto lúgubre-, mantengamos bajas las voces. No conviene que nadie nos escuche. El pueblo le tiene estima y si se llegan a descubrirnuestros propósitos nos podemos meter en problemas graves. Todo debe ejecutarse en privado y en secreto. Para eso nos hemos reunido aquí. A partir de ahora debemos mantener vigilados todo el tiempo a Jesús y a sus discípulos. En cuanto se quede sólo lo secuestraremos.

-¿Y si los romanos se enteran? –preguntó otro sacerdote.

-No se enterarán –intervino Caifás-. Y si se da el caso lo negaremos. No creo que Pilato se preocupe mucho por investigar la muerte de un predicador judío. Y estoy seguro de que a Herodes le haremos un favor –terminó de hablar y su boca quedó alargada en el rostro, como un tajo dado con cuchillo.

Se escucharon unos toques en la puerta y todos se callaron. Un sirviente abrió con la anuencia de Caifás y enseguida otro hizo su entrada acompañado por Jesús.

-¿Cómo te atreves a venir a mi casa? –Caifás se levantó de la silla mirando a Jesús. Luego al que lo custodiaba-. ¿Para esto te pago, Malco? ¿Para permitir la libre entrada de cualquier alborotador en mis propiedades?

El sirviente que custodiaba a Jesús se limitó a encogerse.

-Calma, calma –dijo con tranquilidad el recién llegado-. No soy Jesús de Nazaret, sólo me le parezco. Mi nombre es Judas Iscariote. Soy uno de los discípulos de Jesús y vengo a proponerles un trato.

Todos los presentes miraron con incredulidad e interés a Judas.

-Pero…eres idéntico a él –la barbilla de Caifás estaba a punto de tocarle el pecho.

-Nos parecemos, sí –admitió Judas-. Muchos creen que somos hermanos…

-¿Qué quieres, Judas? Espero que no hayas venido a hacernos perder el tiempo.

-¿Qué quieren darme a cambio si se los entrego?

-Lo que pidas –Caifás despegó el tronco del respaldo de la silla y se inclinó hacia Judas- ¿Cómo lo harás?

-Ahora está cenando con el resto de sus discípulos. Más tarde irá, como de costumbre, a orar al Monte de los Olivos. Los llevaré hasta él.

-¿Y el resto de los discípulos?

-Estarán ahítos de comida y ebrios de vino. No opondrán demasiada resistencia. Todo debe ejecutarse en el momento oportuno, por sorpresa y hay que llevar hombres suficientes. Al que me le acerque en la oscuridad y le dé un beso: A ese deben prender.

-¿Estás seguro? –Caifás levantó las cejas- ¿Cómo sé que no me engañas?

-Tendrás que confiar en mí –Judas le sostuvo, desafiante, la mirada-. No tienes otra opción.

Cuando la mayor parte de los comensales pasaba de la euforia a la somnolencia -algunos cabeceaban, otros tenían las frentes apoyadas en la superficie de la mesa, no se escuchaban risas ni conversaciones estridentes, sólo susurros-,Jesús volvió a ponerse de pie y dijo:

-Por favor, hermanos, hace rato dejamos atrás la media noche y deseo que me acompañen a orar al Monte de los Olivos.

Todos se pusieron de pie sacudiendo las cabezas o pasándose con vigor las manos por el rostro para desperezarse. Poco a poco fueron abandonando la estancia y sólo permanecieron en ella, para ordenarla, dos mujeres: Marta y María de Magdala. Esta última, por primera vez y para asombro de todos, no quiso acompañar al Rabí. Jesús le dio las gracias a Nicodemo, quien lo miró con lástima, y salió a la calle seguido por sus discípulos. La ciudad estaba en calma. Silenciosa. Las calles se veían desiertas y oscuras. En la mayor parte de las casas la gente dormía. Sólo unas pocas conservaban abiertas las ventanas y se veían luces en los interiores. Jesús apretó el paso para dejar atrás los límites marcados por las construcciones y en breve estaban subiendo la cuesta del Monte de los Olivos. Una brisa leve zumbaba al pasar por entre las hojas, cuyos reflejos plateados refulgían acentuados por la luz de la luna. Casi todos se encontraban fatigados por el trabajo y tenían las mentes embotadas por el vino y la tragantona. En cuanto hicieron un alto muchos se tumbaron de inmediato y se durmieron en breve. Jesús fue hacia un espacio rodeado por tres vetustos olivos. Allí la hierba no era muy alta y el rocío apenas se había acumulado. Jesús se arrodilló, los ojos cerrados, y enseguida su boca comenzó a moverse. El cuerpo se le sacudía. Múltiples espasmos, semejantes a temblores, recorrían sus miembros. De pronto abrió los ojos hasta que le dolieron los párpados de tanto forzarlos, miró hacia el firmamento enmarcado por las ramas de los árboles y dijo:

-Por favor, Padre, si no es demasiado te pido que apartes de mis labios este cáliz hirviente que los escalda.

La brisa regresó con mayor fuerza y una nube grisácea cubrió la luna. Jesús miró alrededor. Estaba solo.

Volvió hacia donde había dejado a sus discípulos que, envueltos en sus mantas, dormían sobre la hierba convertidos en un embrollo humano. Sacudió a Pedro, a Santiago el Mayor, a Juan y a Tadeo. Los cuatro despertaron de mala gana, los ojos enrojecidos y cubiertos de incipientes legañas, el pelo aplastado.

-Por favor, hermanos, ¿qué puedo esperar de ustedes si no son capaces de acompañarme a rezar durante una hora?

Se pusieron de pie y lo siguieron. Jesús volvió al claro situado entre los tres olivos y se arrodilló para orar. A poco de haber comenzado miró de nuevo en derredor y sus acompañantes roncaban. Se encogió de hombros e iba a volver a concentrarse cuando le llamó la atención que a lo lejos se veía, saliendo de la ciudad, un grupo de hombres a pie que portaban antorchas. La columna de luces semejaba a lo lejos una enorme sierpe con el cuerpo parcheado de fuegos. Jesús aferró la hierba que crecía bajo su cuerpo, de seguro semejante a la que María y José acomodaron dentro de la cueva, en el pesebre, para acunarlo cuando era un recién nacido. Volvió a mirar hacia arriba y esta vez la luna brillaba sin que nube alguna se atreviese a ensombrecerla. Varios rayos azulados dieron en la frente de Jesús, el cual puso sus manos frente al pecho, cerró los ojos y dijo:

-Hágase Tu voluntad.

Judas marchaba al frente de la columna de hombres que salió de la ciudad. Era el único que no portaba antorcha. Tras su nuca creía percibir el fétido aliento de Malco, quien no se apartaba de él ni un minuto por indicación de Caifás. Estaba seguro de poder rememorar, aun sin haberlas escuchado, las indicaciones que el sacerdote le dio al sirviente antes de partir: “No lo pierdas de vista ni un instante y si nos engaña mátalo”. Apretó con la diestra la empuñadura de la daga y con la otra mano la bolsa con los treinta siclos de plata que los sacerdotes le habían pagado a cambio de entregar a Jesús. Viejos hediondos. No eran capaces ni de compensar con justicia un favor que les resultaba imprescindible. El precio habitual que se pagaba por un asno a cambio de la cabeza de Jesús. ¡Qué burla! ¡Qué ironía! Judas aceptó la bolsa sin titubear, mirando a Caifás a los ojos, conteniendo el deseo de hundir la daga en los pechos de cada uno de aquellos chacales, y ni siquiera contó las monedas. En un final cualquier cantidad le daba lo mismo. Treinta, diez, cinco, mil, no existía monto de dinero en el mundo capaz de pagar la vida del Rabí. Una vida que él, Judas Iscariote, estaba a punto de poner en manos de quienes se encargarían de darle fin. Viejos hipócritas. Decían respetar la Ley y estaban deseosos, como jauría de perros alrededor de una presa caída, de hincar los dientes en la carne de Jesús, carne sagrada, para violar el primer mandamiento: No matarás. Viejos asquerosos. Sus luengas barbas, sus vestiduras, sus báculos, cetros y los ornamentos con que cubrían su cuerpo carcomido por la ambición y la mentira no eran capaces de disimular siquiera la podredumbre interior que se les desbordaba a través de cada orificio.

Judas aferró con más fuerza la daga. Era sólo volverse, dar un tajo en el cuello de Malco, echar a correr y antes de que el tercer hombre de la comitiva se diese cuenta de lo ocurrido él estaría lejos. Oculto entre las sombras. ¿Por qué se empeñaba Jesús en hacerlo cometer una locura? Sería visto como un traidor. Quizá el más grande que hubiese existido o existiría jamás. La humanidad entera lo repudiaría por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos. Sintió una punzada en las sienes y sacudió la cabeza. Vano intento por mitigarla. Por otra parte, le había jurado al Maestro que, por dura que fuese, cumpliría la encomienda. Si contradecía a Jesús era probable que tampoco lo perdonase. ¿Qué hacer? ¿Enfrentarse al repudio de los hombres o al del Hijo de Dios? Puso ambos rechazos en una balanza y esta se inclinó a favor de Jesús. Pesaba más el criterio del Rabí que el del resto del mundo. Podía tolerar que los demás mortales lo consideraran una criatura despreciable; pero no podría soportar el rechazo de Jesús. Judas soltó la bolsa llena de monedas y desplazó la mano hasta sus escritos, los cuales llevaba ceñidos al cuerpo con ayuda de una faja. Antes de salir los había tomado porque estaba seguro de no regresar jamás a casa de Nicodemo y, lo presentía, cuando se desencadenasen los acontecimientos que estaban a punto de suceder a continuación nadie podría predecir el alcance de los mismos ni la suerte de los implicados. Ni su propia suerte. Ojalá muriese en el acto…no. Desechó la idea. Tendría que vivir porque si moría durante aquella jornada su nombre iba a perderse para siempre sumergido en un pantano de vergüenza. Sólo lo sacarían a flote de cuando en cuando para maldecirlo. Tendría que vivir para relatar los hechos tal y como ocurrieron. Dejarlos por escrito para las generaciones futuras. La única manera de salvarse en la tierra aunque estuviese a salvo en el cielo.

Comenzó a subir el Monte de los Olivos y el empinamiento de la pendiente le sirvió de pretexto para enlentecer el paso. Se sentía como cuando, de niño, cometía una travesura digna de castigo y sabía que al regresar a casa, donde lo esperaba la recompensa de una comida deliciosa, también lo aguardaba un severo castigo.Malco le dio un empujón.

-¡Vamos, apúrate!

Judas se volvió hacia él y le dijo:

-Si vuelves a tocarme te cortaré la cabeza.

Malco no respondió. Siguieron avanzando. La luz de las antorchas reflejaba un halo amarillento y titilante alrededor de Judas. No la necesitaba. Con los ojos vendados era capaz de llegar hasta el sitio donde el Rabí solía orar cada noche. Le daba la impresión de que los olivos movían sus ramas en la penumbra, acechantes, prestas a convertirse en bestiales miembros y destrozar aquella tropa antes de que lograra atrapar a un inocente. Dobló por un recodo y vio a Jesús arrodillado. Junto a él estaban, tumbados en el suelo: Pedro, Santiago el Mayor, Juan y Tadeo. Jesús abrió los ojos, se puso de pie y dijo:

-¡Amigo! ¡Al fin estás aquí!

Pedro y los demás comenzaron a levantarse y tardaron unos instantes en comprender lo que ocurría. Judas se adelantó hasta donde Jesús se encontraba, puso las manos sobre los hombros del Maestro, le dio un beso en cada mejilla y le dijo:

-Ya está hecho, Rabí.

-Oh, Judas –Jesús lo miró con una mezcla de resignación, abandono y agradecimiento. Los sirvientes de Anás y Caifás, así como los soldados, se fueron colocando alrededor de Jesús formando con las antorchas un anillo de fuego-, con un beso me entregas para cumplir lo pactado. ¡Con un beso entregas al Hijo del Hombre!

Judas comenzó a llorar y Pedro le gritó:

-¡Judas! ¿Qué has hecho? ¡Eres un traidor! ¡Te voy a matar!

Sacó la daga y corrió en pos de Judas. En ese momento Malco se había adelantado para amarrar a Jesús y se interpuso por accidente en el camino de Pedro, quien ya descargaba la daga sobre el cuerpo de Judas y lo que hizo fue cercenarle una oreja a Malco. Brotó la sangre. Malco gritó. Jesús levantó las manos y todos quedaron inmóviles. Los atacantes con palos y espadas dispuestas para acabar con los pocos defensores. Pedro con la daga ensangrentada en alto. Tadeo esgrimiendo el báculo. Juan y Santiago portando piedras.

-Pedro, guarda tu daga. El que con espada mata, a espada morirá –dijo Jesús. Acto seguido recogió la oreja cercenada, la puso otra vez en su sitio y le dijo a Malco-: Sostenla con fuerza. En cuanto encontremos aguja e hilo te la colocaré de nuevo. Llévenme con ustedes.

Malco respiraba rápido, la luz de las antorchas revelaba su palidez y hacía muecas de dolor. No le respondió a Jesús. Se limitó a apretar la oreja en su posición empleando un pedazo de trapo sucio y le hizo una seña a otro sirviente de Caifás para que amarrara al prisionero.

Juan, como todos los demás, se volvió extrañado hacia Jesús. ¿El Rabí no pretendía defenderse? ¿Se entregaría a sus enemigos sin oponer resistencia? Miró al Maestro a los ojos y cuanto vio en un instante hubo de provocarle terror inmenso: Vio a Jesús vestido de blanco, con el pelo y la barba del mismo color que la ropa, ceñida esta con un cinto de oro. En la diestra portaba siete estrellas relumbrantes, como de fuego, los pies le brillaban y de su boca, que profería gritos tronantes, salía una espada enorme. Vio una puerta en el cielo, detrás de esta un trono, sobre el trono un arcoíris y sentado en la regia silla, que alrededor tenía veinticuatro más pequeñas, estaba un hombre con rostro de jaspe y de cornalina. Al frente brillaban siete candeleros y más allá se extendía un mar de vidrio. Y alrededor caminaban cuatro bestias con las cabezas llenas de ojos: Un león, un becerro, un hombre deforme de tan musculoso y un águila. Y el que estaba sentado en el trono tenía en sus manos un libro sellado con siete sellos, y Juan lloró porque no podía leer el libro, nadie podía hacerlo, y el que parecía Jesús vestido de blanco comenzó a abrir los sellos, y vinieron terremotos, inundaciones, cayeron estrellas, hubo gran mortandad, llegaron cuatro jinetes siniestros que segaban a su paso la humanidad, los hombres, las mujeres, los ancianos y los niños morían por montones, arrasados por fuego, bajo el filo de las espadas, exprimidos por el hambre o presa de la enfermedad. Surgieron monstruos, bestias y rojos dragones cornudos que asolaban la tierra montados por mujeres guerreras. Todo acompañado por el sonido de trompetas terribles, aciagas, cuyo bramar provocaba cataclismos. Juan se llevó las manos al rostro. Se tapó los ojos y echó a correr. Pasó por entre las manos, las espadas, los palos y las antorchas sin que nadie fuera capaz de detenerlo. Un soldado lo persiguió y sólo pudo quitarle el manto. Otro le rasgó la túnica y no pudo atraparlo. Juan corrió, corrió semidesnudo en la oscuridad sosteniendo su ropa hecha ripios y sacudía la cabeza a cada paso, dando trompicones, para ahuyentar aquellas visiones aterradoras que le fueron reveladas desde el fondo de los ojos del Rabí. Y su carrera trajo como consecuencia una desbandada. Corrieron Pedro, Santiago el Mayor y Tadeo. Asustados. Corrió Judas. Desmoralizado. Corrieron para huir del castigo, de la muerte o de sí mismos. Corrieron porque tal vez hacía tiempo que deseaban correr y no se habían atrevido. Corrieron por sus vidas. Corrieron hacia el miedo, olvidándose del amor, las escrituras, la fidelidad, las enseñanzas, la fe y el Reino Venidero. Corrieron hacia el eterno arrepentimiento. Corrieron los hombres y algunas mujeres. Hubo otras que se ocultaron y más tarde siguieron de lejos al cautivo que marchaba maniatado, entre insultos y golpes, trastabillando, rodeado por un cerco de hierro y fuego, hacia una ciudad amenazante y silenciosa a la que días antes entró orgulloso cabalgando sobre un pollino y fue recibido con vítores y hojas de palma.

A medida que los captores de Jesús atravesaban las calles para llegar hasta la casa de Caifás la gente se iba despertando. Un montón de curiosos cada vez más grande se fue sumando a la procesión. Al principio somnolientos, irritados por el ruido que los acababa de despertar, confundidos, luego eufóricos y dispuestos a seguir el espectáculo. Cuando entraron al amplio patio rodeado por un muro de piedra ya la gente apenas podía encontrar acomodo. Jesús tenía los ojos amoratados. Lo colocaron delante de varias sillas en las que estaban sentados algunos miembros del Sanedrín. Tenía las manos atadas delante del tronco y su actitud parecía ser de extrema indiferencia ante lo que sucedía. Caifás lo estudió un rato. Nunca antes habían estado frente a frente. En verdad se parecía a Judas Iscariote. Demasiado. Tanto que Caifás pensó que podían haberle tendido una trampa.

El reo se mantenía de pie con expresión digna, quizá burlona. Ajeno a las chanzas de los soldados y los sirvientes que le daban empellones. Hubo un momento en que un soldado le rasgó la vestimenta y el torso de Jesús quedó expuesto a la luz de las antorchas. El rocío y el sudor habían provocado que se corriera el tinte recién aplicado sobre el pelo, y la piel estaba cubierta por una mezcla rojiza de líquidos. Muchos retrocedieron y gritaron:

-Dios mío, ¡suda sangre!

Anás y Caifás tragaron en seco al ver el prodigio. El segundo dio inicio al interrogatorio. Temía perder el favor de la multitud de curiosos, los cuales comenzaban a someterse al extraño influjo del reo.

-¿Eres Jesús de Nazaret?

-Sí. ¿Quién pregunta?

-Mi nombre es Caifás. Debes recordarme. Hace unos días conversamos cuando rompiste las mesas de los cambistas en el Templo –Caifás se sorprendió a sí mismo respondiendo con sumisión la pregunta, de modo que retomó el control- ¿Es cierto que te proclamas Hijo de Dios?

-¿Para qué quieres saberlo?

-Contesta, ¿sí o no? –Caifás proyectó el cuerpo hacia delante.

-Eso dicen.

-Nos interesa saber qué dices tú.

-Sí. Soy el Hijo de Dios.

-Está loco de remate –Anás se había inclinado hacia Caifás para susurrarle por lo bajo. Caifás asintió y de nuevo le preguntó a Jesús:

-¿Cómo sustentas semejante afirmación?

-Mi Padre se me ha manifestado.

-O sea que eres el émulo de Moisés y te consideras el Nuevo Mesías…

-Tú lo has dicho –Caifás dio un leve saltito ante la respuesta del prisionero.

-Hace unos días provocaste disturbios en el Templo. ¿Es cierto que afirmaste tener la facultad de destruirlo y reedificarlo en tres días?

-Usted estaba allí. Así fue.

-¡Blasfemia! –gritó Caifás- No necesitamos más pruebas. ¡Este hombre debe ser juzgado por blasfemar ante los miembros del Sanedrín!

Al principio nadie prestó atención a los gritos de Caifás. Al ver que la multitud permanecía impasible, un grupo de fariseos comenzó a gritar que lo crucificaran. Poco a poco el coro fue ganado intensidad y adeptos. Un soldado le colocó una venda a Jesús sobre los ojos y le dio tal puñetazo en el rostro que el torso se le inclinó. Jesús permaneció doblado un instante y vomitó mientras el soldado le preguntaba:

-¿No eres el Mesías? ¿No eres profeta? A ver, profetiza: Dime el nombre del que te ha golpeado.

La voz en el interior de la cabeza de Jesús comenzó a resonar con mayor potencia. Jesús intentó acallarla.

La entereza mostrada por el prisionero espoleó en los captores el deseo de maltratarlo. Le dieron varios golpes, lo escupieron y le gritaron toda clase de ofensas. La multitud desenfrenada se sumó al tormento. Jesús se limitaba a murmurar por lo bajo:

-Perdónalos, Padre. No saben lo que hacen.

Pedro salió disparado del Monte de los Olivos hacia la casa de Nicodemo. Nunca en su vida, ni de niño, había corrido tanto. Llegó con falta de aliento pero no se sentía cansado. El corazón le latía con fuerza y sudaba con profusión. Casi pasó por encima del criado que custodiaba la puerta, a esa hora medio adormilado, y siguió de largo hacia el interior de la casa. Nicodemo, quien no se había acostado aún, al escuchar el ruido de los pasos salió de su habitación para ver qué pasaba. Topó de frente con Pedro y por poco caen ambos al piso.

-Pedro, ¿qué ha pasado?

-Por favor, ayúdeme…se llevaron al Rabí…

-¿Qué…? –María de Magdala, seguida por Marta, había bajado al escuchar el ruido.

Pedro la miró.

-María…todo sucedió muy rápido. Llegó un grupo de hombres armados y se llevaron al Rabí…Judas…-Pedro jadeaba.

-¿Judas, qué? –María preguntó lo que ya sabía.

-Judas es un traidor. Los condujo hasta él…estábamos en el Monte de los Olivos…orando, y de pronto llegaron…muchos, armados con espadas, garrotes y lanzas.

-¿Y Tadeo? ¿Y los demás? ¿Hacia dónde llevaron al Rabí? –preguntó Marta. Las manos temblorosas. La voz entrecortada.

-No lo sé…todos echaron a correr. Ese maldito de Judas…lo mataré cuando lo encuentre…

-Calma, Pedro –dijo María-. De seguro hay una razón para todo esto. No creo que Judas traicionara al Rabí. Eran muy unidos.

-¡Demasiado! –gritó Pedro- Al punto de que Jesús no daba un paso sin que Judas lo siguiese llevando esos malditos aperos de escritura. Lo sabía, lo sabía…no debimos confiar en él. Todos éramos galileos… él era el único nacido en Judea…

-Pedro, este no es momento para culpar a nadie ni buscar justificaciones estúpidas –Pedro se estremeció ante la reprimenda de María-. ¿Acaso olvidas que Jesús también nació en Judea?

-¡Pero se creció en Nazaret!

-¡Y en Egipto! ¡Esto no nos llevará a nada!

-Concuerdo con María. No es momento de buscar culpables –intervino Nicodemo, quien había ido un momento a las habitaciones para tranquilizar a su familia-. Es el momento de buscar a Jesús para salvarlo.

-Pero, ¿dónde? –preguntó Marta.

-Creo que sé dónde lo tienen. Síganme –Nicodemo echó mano a una antorcha que colgaba de un soporte anclado en la pared y salió, presuroso, seguido por Pedro, las dos mujeres y un grupo de sirvientes de confianza.

Por suerte la casa de Caifás no quedaba muy lejos. El portón del patio estaba abierto y al ver desde lejos la multitud congregada y escuchar los gritos, a Nicodemo no le hizo falta averiguar qué pasaba y entró dando empellones seguido por Pedro y las dos mujeres. Ya les faltaba poco para llegar hasta donde estaba Jesús cuando una vieja miró a Pedro, lo señaló con el dedo y le dijo:

-Te conozco. Tú eres de los que acompañaban al Galileo.

-No…no lo conozco –contestó Pedro y se tapó el rostro con el manto. Para hacer esto se detuvo y sus acompañantes se le adelantaron, dejándolo solo.

Al escuchar a la vieja un grupo se volvió hacia Pedro, un hombre tiró de su manto, le descubrió el rostro y le dijo:

-Sí, te vi en el Templo el día de la revuelta contra los mercaderes. Eres discípulo del blasfemo.

-No, no lo soy –piel pálida, ojos abiertos, manos temblonas.

-¡Eres el que lo defendía siempre con la daga! ¡Tú y el que se le parece mucho! –gritó un tercero.

-No. No es cierto. No conozco al prisionero.

Cantó un gallo. Aulló un perro. Otros contestaron en la lejanía y con cada canto y cada aullido Pedro recordaba la predicción de Jesús durante la cena: “Antes de que el gallo cante y ululen los perros, me habrás negado tres veces”. Dos lagrimones le brotaron de los ojos. Por un instante quiso abandonarse a su suerte y perecer; pero los jalones que la turba comenzó a darle y los gritos que escuchaba rescataron su instinto de supervivencia. Sacó la daga y un halo de vacío se formó a su alrededor. Quienes pretendían atacarlo para conducirlo ante Caifás retrocedieron espantados. La hoja brillaba con los fuegos de las antorchas, excepto en la parte aún cubierta por la sangre seca de Malco. Pedro fue caminando despacio hacia el portón. Una mano extendida, la otra portando la daga. La gente chillaba de terror y le abría paso. Aplastándose unos a otros en el esfuerzo por alejarse de la amenaza. Por fin estuvo cerca del portón abierto, que nadie custodiaba porque los encargados de hacerlo habían abandonado su puesto para ir a contemplar el interrogatorio, y se precipitó hacia afuera para escapar una vez más.

Entretanto Nicodemo había llegado hasta donde estaban los demás miembros del Sanedrín. Le pidió a las mujeres que permanecieran entre la gente y pasara lo que pasase no revelaran su identidad a nadie. Caifás y Anás reprimieron el disgusto que la presencia del recién llegado representaba y Nicodemo hizo lo mismo cuando los tuvo enfrente.

-¡Hermanos! –les dijo-. Fui informado de que se estaba celebrando un juicio aquí y vine para aprender el procedimiento, ya que no es el habitual que se sigue. ¿De qué acusan al reo?

-De blasfemia –contestó Anás.

-¿Y por qué no hemos esperado a la mañana para juzgarlo en presencia de todos los miembros del Sanedrín?

-No hace falta, Nicodemo –lo cortó Caifás-. Ya lo hemos declarado culpable y lo llevaremos ante el Prefecto –Nicodemo se estremeció-. Por favor. No interfieras.

En eso varios sirvientes de Caifás y soldados rodearon a Nicodemo. Este levantó una mano para aplacar a sus propios servidores, los cuales se habían apretado a su alrededor para defenderlo. Miró hacia Jesús, que estaba frente a ellos con las manos atadas y los ojos cubiertos, luego hacia las mujeres que lo miraban con desespero confundidas entre la multitud, y comprendió que nada podía hacer. Un fariseo ató una soga al cuello del prisionero. Otro le propinó un puntapié. Entre varios dieron un tirón a la soga que casi despescueza a Jesús y lo obligaron a andar dando tumbos, entre dos hileras de gente que lo ofendía, hacia la Fortaleza Antonia para comparecer ante Poncio Pilato.


El fardo

Betania, Judea, Palestina. Año 33 DC.

A esa hora, no muy lejos de Jerusalén, Lázaro renqueaba en la oscuridad buscando un sitio donde tumbarse a descansar, hasta que decidió acostarse dentro de una casa abandonada. A diario cientos de fieles le ofrecían techo, cama y mesa. Él siempre se negaba, empeñado nadie sabía por qué en continuar con su vida de pobreza, padecimientos y soledad. Lázaro suspira. Las piernas le duelen y le arde la garganta. Ha predicado casi todo el día de pie. Las llagas, que volvieron a aparecer y empeoraron porque el portador desoyó las recomendaciones de Jesús después de cumplirlas a medias, segregan una mezcla maloliente de sangre y pútridos humores que los perros lamen una y otra vez, estimuladas por el constante roce de las vendas sucias. Sentado en el suelo se desata el fardo que lleva anudado a la cintura. Los perros que lo siguen se acercan. Lázaro les habla en voz baja, les susurra en el oído y ellos mueven las colas. Felices. Inocentes. Ajenos. Se restriegan con él sin importarles sus padecimientos o su condición de mendigo.

-Oh, Dios –piensa Lázaro-, Cielo y Tierra serían una misma cosa si los hombres tuviésemos tan sólo un ápice de la bondad que demuestran estos animales. Fue a los perros, y no a los hombres, a quienes hiciste a tu imagen y semejanza.

Luego abrió la boca del saco, extrajo un pellejo lleno de agua, varios pedazos de pan, pasteles y carne que la gente le había ofrecido. Comenzó a compartirlos con la jauría, mirando feliz cómo sus perros comían en orden, sin pelearse. Mordió un pedazo de cordero y lo masticó con deseo, acompañándolo con un sorbo de agua. Mientras lo tragaba un perro ladró. Lázaro al principio no le hizo caso pero en breve varios dejaron a un lado la comida y se volvieron ladrando hacia la entrada de la casa. Lázaro aguzó la vista y entonces los vio: Varios individuos entraron. Sigilosos. Amenazantes. Espectros camuflados en las sombras nocturnas. No pudo distinguir quienes eran; pero el destello de las hojas metálicas en sus manos lo convenció de que no venían en busca de palabras de consuelo. Se puso de pie. Los perros formaron un círculo a su alrededor, colas y orejas erectas, erizaron los lomos y mostraron los dientes. Lázaro dijo:

-La paz sea con ustedes, hermanos. ¿Qué se les ofrece?

-Queremos hablarte –dijo el más adelantado. Traía el rostro oculto, como los demás, con un trapo oscuro que sólo le dejaba al descubierto los ojos.

-Hablemos entonces, pero, ¿para qué las armas? No hay necesidad de ellas. Soy un hombre de Dios.

-Para defendernos de tus perros. Debes controlarlos para que podamos conversar.

-Mis perros son como yo, pobres criaturas. Nunca han atacado a nadie.

-No lo parece –discrepó el hombre.

-Es la primera vez que los veo así. No en vano será…

No terminó la frase. Durante la conversación el enmascarado pudo acortar la distancia que los separaba y, blandiendo una daga larga y curva dio un tajo rápido en la garganta de Lázaro, el cual cayó de rodillas mientras se ahogaba con su propia sangre. Los perros saltaron sobre los atacantes e hincaron los colmillos en brazos, torsos, barrigas, piernas y cuellos. Se escucharon gritos, puñetazos, ladridos, choques de cuerpos, silbidos de aceros cortando el aire y luego el ruido sordo al hendir la carne. Aullidos lastimeros. Ronquidos truncos. Los perros eran pocos y los humanos estaban bien armados, así que en breve junto al cuerpo de Lázaro estaban tendidos los de sus perros muertos, degollados o despanzurrados sobre un suelo cubierto de sangre, mondongos y restos de comida alumbrados por los rayos azulados de la luna que entraban a través de boquetes abiertos en el techo. Varios atacantes se lamentaban y se envolvían las heridas con trapos. Uno pataleaba en el suelo sobre un charco oscuro, intentando en balde cubrir con sus manos una herida en el cuello para que de ella no manase más sangre. El que había degollado a Lázaro se acercó al moribundo y sin decir nada le hundió la daga en el pecho mientras le cubría la boca con una mano. El herido intentó debatirse y enseguida sus miembros quedaron inmóviles. El que lo había matado se levantó y dijo:

-Mejor. Así nos tocará su parte del dinero.

Limpió la daga con la túnica del muerto y se encaminó hacia el cadáver de Lázaro. El cuerpo yacía tumbado hacia delante. El asesino lo puso bocarriba, lo miró y le dijo:

-Lo siento, amigo. Puede que hayas sido un santo; pero tengo una familia que alimentar y me pagaron bien por este trabajo.

Luego echó mano a la daga y comenzó a separar la cabeza del torso cortando el cuello. Cercenó la tráquea y los músculos sin gran esfuerzo, manejando el cuchillo con la precisión y solturas que sólo la práctica frecuente proporciona. Cuando llegó a los huesos cambió de instrumento. Atada al cinturón llevaba un hacha pequeña, de hierro forjado. La zafó y con la diestra hubo de levantarla por encima de su cabeza. Aferró entonces la de Lázaro por el pelo con la mano contraria, dio un tirón, ante el pasmo de sus acompañantes, y de un solo golpe quebró la columna vertebral. Se puso de pie con la cabeza en una mano, sosteniéndola por la cabellera, el hacha ensangrentada en la otra, y miró alrededor. Silencio. Sólo se escuchaba el goteo que caía de ambos: Arma y objeto del crimen. Acto seguido introdujo la cabeza dentro del fardo que Lázaro solía emplear como almacén de alimentos y lo cerró.

-Debemos llevarla con nosotros para recibir la recompensa –dijo a modo de aclaración, o disculpa, encogiéndose de hombros. Y después, preocupado-. Vámonos antes de que alguien nos vea.

Echó a andar deprisa con el fardo ensangrentado a la espalda como quien acarrea mercancía barata.


El sueño de Claudia Prócula. Salutación Demoníaca

Jerusalén, Judea, Palestina. Año 33 DC.

Llamaradas, salpicaduras de sangre y pedazos de carne. En la espalda desnuda, así como en la punta de cada flagelo, los golpes encendían fugaces relumbrones. Chorros irregulares de sangre engrosaban la añosa pátina -formada por deyecciones, vómitos, orines, churre, jirones de piel y fluidos vitales de los condenados- que manchaba el piso, las paredes, el poste, las ropas y los rostros distorsionados de los verdugos. La sangre y las llamas comenzaron a mezclarse. Una amalgama siniestra y pujante iba levantándose desde el suelo. Aquí y allá brotaban burbujas inmensas. Dilatadas cúpulas que crecían para luego romperse y liberar flamígeras columnas seguidas de humaredas purpúreas. Los ejecutores, parados en círculo alrededor del tronco, continuaban afanados en su despiadada faena, tal frenesí les causaba el suplicio que infligían al reo atado al grueso tocón, sin importarles aquella pleamar hirviente que casi les tapaba los cuerpos. El castigado, sin embargo, ofrecía un espectáculo contrastante: El torso se contraía con cada latigazo y luego, durante el breve intervalo en que los verdugos tomaban impulso para descargar otro golpe, quedaba sacudido por intensos temblores. El rostro, no obstante, daba la impresión de haberse independizado del cuerpo y ascendido a una dimensión en la cual no importaban ya las penurias terrenales. Claudia miró aquellos rasgos impávidos, inmunes al castigo, indiferentes al sufrimiento, un rostro que le infundió una paz no experimentada nunca antes, una dulzura más intensa que la transmitida por el vino tibio en las noches de invierno.

La sangre, con cada golpe, con cada estremecimiento, seguía brotando de las cruentas brechas abiertas en la espalda del prisionero. A veces pequeñas gotas caían dentro de las bocas abiertas, en un rictus oscuro y macabro, de los hombres que por turnos accionaban el látigo. Entonces sus lenguas cubiertas de saburra se movían como reptiles libidinosos, abandonaban el hediondo cubil y buscaban con avidez cada traza del líquido, llevándose incluso el que había caído sobre los labios o los muñones dentales renegridos.

Claudia Prócula, con los ojos protruyendo al punto de no dejarse aprisionar por los párpados, el cabello revuelto, las vestiduras rasgadas y la piel sudorosa, contemplaba el martirio sin poder intervenir. Una voz interior, pavorosa y recóndita, le exigía que detuviese las manos de los verdugos. Ella gritaba, hacía descomunales esfuerzos por moverse y, aumentando la paradoja del más exagerado de los colmos, sus gritos resultaban mudos y sus movimientos inertes. Una barrera incorpórea e imposible de franquear se interponía entre ella y la escena, tan vívida y ficticia, tan patente e inalcanzable. Sin embargo, estaba segura de que todo cuanto le importaba se perdería si no salvaba la menguada vida del condenado. La sangre hirviente, para mayor angustia, comenzó a salir de la cámara de tortura, en el centro de la cual giraba un remolino. Justo allí, en medio del epicentro, surgió una figura vestida con túnica negra. Una capucha de idéntico color, oscuridad omnímoda, le cubría la cabeza. Los bordes de los ropajes emitían destellos parecidos a los que encendía el látigo con cada azote. La figura giraba, y a cada vuelta que aceleraba el remolino podía verse en su espalda, pegado, otro hombre que, de no haber sido porque sus ropajes eran blancos, podía afirmarse que eran idénticos. Pese a los rápidos giros, los pliegues de la ropa no se agitaban al compás de las vueltas. Varios cauces rojos ya salían a través de los barrotes, las grietas y los resquicios. Invadían las mazmorras y, en su irrefrenable avance, fueron a meterse en el resto de la Fortaleza Antonia. No escapó ninguna estancia: Las caballerizas, la cocina, la sala de audiencias, los patios, el pretorio, la alcoba donde ella reposaba cada noche tendida junto a su esposo: El Prefecto Poncio Pilato. Y allí estaba: Se vio a sí misma durmiendo mientras el torrente que todo lo arrastraba se llevó también su cama, las columnas, los pórticos de la fortaleza, sus cuatro torres, e inundó el foso antes de extenderse por toda la ciudad causando un grado de devastación no visto jamás en epidemia o guerra alguna. No resistieron ni las murallas del Templo, las cuales fueron franqueadas para luego inundar el Patio de los Gentiles y derruir el Santuario, las níveas paredes del Atrio de Salomón y, formando potentes remolinos, atravesó el Arco de la Basílica en paso previo a la destrucción del Atrio Regio. Cada calleja polvorienta de la ciudad, cada tenderete, tabuco o mansión se tiñó de rojo. Con cada onda se escuchaba un sonido grave, como el toque de una trompeta inmensa. Claudia Prócula asistió a la destrucción del mundo sin que sus habitantes tuvieran conciencia de lo que estaba ocurriendo, porque a medida que el diluvio sangriento se extendía hacia todos los confines, las personas continuaban ejecutando los rutinarios actos de sus desgastadas existencias y así quedaban para siempre, sujetos a unos agobiantes rituales repetitivos de los cuales no podían ya escapar por más que se lamentaran. En eso los Hermanos Siameses detuvieron sus giros y el sangriento océano se retrajo hacia ellos dejando tras de sí una extensión tan vasta como baldía donde las grietas de la tierra se ancharon hasta convertirse en pasajes hacia el abismo.

El Gemelo Negro, de frente hacia Claudia Prócula, con ambas manos se retiró la capucha para dejar al descubierto un rostro llameante en el cual los rasgos quedaban disueltos por el fuego. Bajo la frente se abrieron dos boquetes de negritud idéntica a la de los ropajes. Prócula fue obligada a mirar a través de ellos y en su profundidad vio varios círculos de fuego donde flotaban, suplicantes, cuerpos etéreos sometidos al tormento eterno de enfrentarse a sus más espantosos miedos. Uno de los círculos de fuego se amplió y en medio de él Claudia vio a su amado, Poncio Pilato, clavado a una cruz de madera, semidesnudo y con el cuerpo cubierto de heridas y moretones. Lo rodeaba una multitud de personas deformes que lo insultaban, escupían y apedreaban sin descanso. Los brazos y las piernas le sangraban, le costaba trabajo respirar y el sol le escocía la piel. Varios cuervos revoloteaban alrededor de la cruz antes de posarse para picotear los ojos y las heridas de Pilatos, que en vano intentaba alejarlos con gritos que no hacían más que aumentarle el dolor y la falta de aire. Un coro de demonios desenfrenados, con los pies metidos en un légamo formado por sangre podrida, entonaba un cántico siniestro. A los pies de la cruz unos soldados, indiferentes al suplicio, jugaban a los dados y el que ganaba la partida lamía la sangre que bajaba por la cruz. Cada vez que el moribundo pedía agua le mojaban los labios con una esponja embebida en vinagre hirviente. De tiempo en tiempo, cuando las lamentaciones se hacían insoportables, uno de los soldados se ponía de pie, echaba mano a una lanza y con ella hendía el costado de Pilato, el cual aullaba como un poseso, de la herida manaba sangre, perdía el sentido por un rato y sin embargo no moría. Fue en una de esas ocasiones, al recuperar la conciencia, cuando Pilato la miró con un dejo suplicante y ella supo que la tortura no tendría fin. La certeza le produjo un desconsuelo infinito que aumentó con los gritos de la multitud que rodeaba al condenado. El vocerío se hizo cada vez más cercano y real, y terminó por despertarla.

Prócula se incorporó en el lecho dando gracias porque la desagradable experiencia no había sido más que un sueño. Estaba sudorosa y agitada, con la respiración superficial y rápida. El lecho se veía desordenado, el dosel desprendido, las sábanas revueltas, algunas rasgadas, como si durante el angustiante episodio onírico el cuerpo hubiese sufrido poderosas contorsiones sobre el colchón o ejecutado actos involuntarios. La breve sensación de alivio que le provocó estar despierta fue desplazada por otra de alarma cuando se percató de que una multitud enardecida se había concentrado en el patio de la fortaleza y clamaba por la muerte de un prisionero. A través del ventanal llegaban los ominosos alaridos apoyados por sacudidas de cientos de puños en el aire:

-¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

Prócula corrió hacia la ventana abierta al amanecer por la servidumbre y vio que en efecto el patio estaba colmado por un gentío enfebrecido. No quedaba un baldosín donde no se apiñaran varias personas pugnando por reclamar espacio. La gente se daba empellones y gritaba. De sus bocas retorcidas brotaban escupitajos. En varios sitios parejas de peleadores se propinaban puñetazos. Al frente, los sacerdotes y miembros del Sanedrín, olvidando la dignidad de las vestiduras, animaban la gentuza. Un cordón de legionarios impedía que la multitud subiese las escaleras y llegara hasta donde Pilato permanecía de pie junto a un hombre descalzo y vestido con una túnica de tela tosca, sucia y manchada de sangre. La cara del reo estaba cubierta de moretones, los labios los tenía partidos y los ojos inflamados como quien acaba de recibir una golpiza. El hombre se tambaleaba y a cada rato daba la impresión de que se caería porque le faltaban las fuerzas. Los que luchaban contra el cordón de soldados de vez en cuando le lanzaban desperdicios y piedras que se impactaban contra su cuerpo. Un detalle llamó la atención de Prócula: El rostro del prisionero transmitía, aun de lejos, una mezcla de tranquilidad y resignación. Ella quedó por unos instantes contemplando la cara del desconocido, hipnotizada por aquella expresión de sosiego con la que el hombre enfrentaba las vejaciones: La misma que había visto en sueños. Entonces un chispazo repentino la sustrajo de la contemplación y llamó a su sirvienta.

-¡Julia! ¡Julia!

-Sí, Domina –la muchacha entró corriendo e hizo una reverencia sin atreverse a mirarla a los ojos.

Prócula miró a su alrededor como si temiera que alguien fuese a escucharla y le dijo a la esclava:

-Corre hacia el patio y dile esto a tu señor –acto seguido le transmitió el mensaje en voz baja, junto al oído.

La muchacha salió corriendo y cruzó con rapidez el pasillo bordeado de columnas interpuesto entre la alcoba y el patio. Uno de los soldados la detuvo y le preguntó:

-¿A dónde vas con tanta prisa?

-Traigo un mensaje de mi Domina para el Prefecto.

-El Prefecto, como puedes ver –el legionario señaló hacia la multitud enfurecida-, no puede atenderte en este momento.

-Es un mensaje urgente. Si quieres regreso y le digo a mi señora que tú me impediste darlo.

El soldado vaciló, estuvo unos segundos pensando, metió la mano por debajo del casco para rascarse la cabeza y luego dijo:

-Está bien. Sígueme.

La condujo hasta Longino, el recio Centurión jefe los soldados, quien estaba parado de frente a la multitud. Se mantenía inmóvil observando la muchedumbre con la diestra, cubierta de cicatrices y quemaduras, apretando el mango del gladio. Los judíos continuaban enardecidos, los malditos sacerdotes y miembros de Sanedrín no paraban de exigir la sangre del prisionero pese a que la ley romana no lo encontraba culpable de delito alguno y si Pilato no tomaba una decisión rápida se podía desatar el temido motín: Después del escándalo por el asunto del acueducto construido con los fondos del Templo, Tiberio había decretado que las vidas del Prefecto y los integrantes de la guarnición valdrían lo mismo que los huevos de un perro rabioso si estallaba otra revuelta en Judea. Por si fuera poco, el grueso de las fuerzas acantonadas en la ciudad estaban compuestas por tropas auxiliares de pueblos conquistados, lo cual las convertía en unidades indisciplinadas y poco confiables para el combate. Una chusma apenas diferenciada de la que tenía enfrente. Si la situación llegaba al punto en que necesitasen de las armas para controlarla sólo podrían fiarse de la guardia personal del Prefecto. El Centurión se volvió de mala gana para atender el reclamo del soldado, con la izquierda desplazó la capa raída y mantuvo la derecha sobre la espada mientras escuchaba la solicitud de Julia. La muchacha le dijo que traía un mensaje urgente de Claudia Prócula para Pilato y le explicó que tenía mucho que ver con la suerte del prisionero. Longino estaba deseoso de que el asunto terminara y por eso la condujo de inmediato ante el Prefecto. Cuando estuvo a pocos metros de Pilato le gritó pero la voz retumbante del centurión no pudo imponerse sobre los perennes gritos.

-¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡Qué muera!

Longino se acercó al Prefecto y le dijo al oído que la sierva de Claudia Prócula le traía un mensaje. Pilato miró a la muchacha y ella bajó la cabeza al sentir sobre sí la vista taladradora del amo. Pilato tenía ojos del color resultante de una mezcla de gris y verde. El derecho estaba partido al medio por una vieja cicatriz.

-¡Tú! ¡Levanta la cabeza y acércate!

La muchacha avanzó unos pasos y se detuvo frente a él.

-¿Qué quiere tu ama? ¡Habla pronto!

-Mis disculpas por la interrupción, Prefecto, Domina quiere que le dé un mensaje –la muchacha miró dubitativa hacia Longino-. Sólo a usted.

Pilato le hizo un gesto al Centurión para indicarle que se alejara. Longino se desplazó unos metros y volvió a atender la multitud y a lanzarles improperios y amenazas a sus hombres para que aguantaran la presión y mantuviesen el cordón de seguridad.

Tan pronto Longino estuvo apartado, Pilato levantó una mano y con los dedos le indicó a Julia que se acercara. La esclava se aproximó con cautela.

-¡Habla!

-Domina me manda a decirle: “No condenes a este justo. Anoche soñé con él y sufrí mucho por su causa”.

Pilato quedó pensativo. En verdad poco le importaba la suerte de aquel loco que andaba predicando por toda Judea seguido de una recua de alucinados. Es más: Si lo ejecutaba se quitaría un problema de encima. Ya había provocado disturbios en el Templo, se hacía llamar “Rey de los Judíos” y promulgaba la creencia en un Dios único. Es posible que aquellos incidentes llegasen a oídos de Tiberio y al César no le caerían bien esas ideas. Si semejantes creencias prendían en el pueblo judío, tan proclive a las sublevaciones, el dominio romano peligraría. Y la cabeza del propio Pilato. Por otro lado estaba la solicitud de Prócula. Él la amaba, a tal punto que se esforzó por ser la excepción del edicto que establecía que ningún funcionario romano que ejerciera un cargo en las provincias del Imperio podía llevar a su esposa consigo. La amaba. Y nunca le había negado nada. Prócula, la dulce Prócula que había renunciado a comodidades y fortuna para seguirlo a él, un hombre con la única suerte de haberla conocido y la desdicha de llevar una marca como apellido –las Pilas eran los gorros que llevaban los libertos-, hasta aquel rincón sin mundo, olvidado, infecundo, arca inagotable de donde brotaban problemas, tierra hostil de calor y moscas.

Por un lado se repetía en la mente las palabras de Claudia: “No condenes a este justo. Anoche soñé con él y sufrí mucho por su causa”. Por otro escuchaba aquellos berridos de populacho exaltado: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. Y lo único que se le ocurrió fue ganar tiempo para pensar mejor. Despidió a la esclava y con ella le envió un mensaje tranquilizador a Prócula: Él no condenaría al justo si eso tanto la angustiaba. Acto seguido se encaminó de nuevo hacia la escalinata y levantó ambos brazos para aquietar a la muchedumbre. Poco a poco las reyertas cesaron y los gritos fueron haciéndose más débiles hasta que no se escuchó ninguno. Anás y Caifás lo miraron con semblante lobuno. Pilato habló:

-¡No encuentro culpable a este hombre de ningún delito! ¡Llévenlo ante el Rey Herodes! ¡A él le corresponde juzgarlo!

Y mientras veía cómo una pareja de legionarios, precedidos por el Centurión que despejaba el camino con el gladio entre la apretujada turbamulta, empujaban al reo tambaleante hacia el Palacio de Herodes, tuvo una premonición nefasta: A lo mejor su esposa tenía razón y los dioses inmortales lo arrastrarían al Hades por las decisiones que tomaría durante la jornada.

Nefasto preludio

Jerusalén, Judea, Palestina. Año 33 DC.

Ardua fue la marcha de la escolta a través del patio de la fortaleza. Pese a los esfuerzos de Longino y los soldados, y de la amenaza que representaban las armas, el furioso gentío se apiñaba gritando alrededor de ellos y no dejaba de lanzarle desperdicios al condenado. La patrulla caminaba entre una maraña de puños enhiestos, un túnel de fauces dilatadas, matrices de improperios. A veces tenían que golpear con los escudos a los más osados y a más de uno lo dejaron revolcándose de dolor en el suelo. Sólo así pudieron salir a la calle. Longino ató el cuello y las manos del reo con una cuerda y luego, sin soltar el extremo libre de esta, montó a caballo. En cuanto se posicionó sobre el lomo de la bestia hizo un nudo con la soga alrededor del pico de la montura y un legionario le trajo una lanza. El resto de la escolta, a pie, tras ubicarse en formación para proteger los flancos y la retaguardia, inició la marcha tan pronto el Centurión dio la orden. El sol comenzaba a calentar y las callejuelas de la ciudad se convirtieron en braseros polvorientos para los pies del reo, quien a veces intentaba detenerse para levantar las piernas y refrescar las plantas. Entonces Longino, en apariencia indiferente, clavaba los talones en los ijares de la bestia, la cual daba unos tirones que casi despescuezaban al pobre cautivo. Los seguía la incansable procesión, chillona y grosera. Desde los tejados, las ventanas, las terrazas adornadas con pieles de cordero y las puertas de los casuchos de adobe de la Ciudad Baja algunos contemplaban el desfile con las caras impávidas mientras otros hacían coro y se sumaban a la cohorte endemoniada que iba tras ellos para cebarse con el mejor pasatiempo de las multitudes: El martirio de un proscrito.

Al fin llegaron al palacio de Herodes. Dos soldados hebreos custodiaban la entrada portando lanzas. Longino apenas los miró mientras les gritaba:

-¡Abran las puertas en nombre del César!

La pareja de soldados se apresuró a obedecer y los gruesos goznes de bronce chirriaron mientras aumentaba el espacio entre ambos batientes de madera cubiertos de tachones. Longino desató el nudo que había hecho en el pico de la montura, dejó el caballo al cuidado de un mozo de cuadra que enseguida había acudido acompañado por Nambiro, el grueso eunuco sirviente de Herodes, y les dijo a los custodios de las puertas:

-¡Refuercen la guardia, si entra al palacio uno sólo de esos piojosos que vienen detrás de mí lo pagarán ustedes con su vida! ¿Entendido?

Los soldados hebreos asintieron y de inmediato otro grupo de guardias de palacio se sumó para reforzar la guarnición de la puerta. La turbamulta se detuvo frente a una maraña de lanzas que se alzó ante su avance. El eunuco, con el rostro adornado por una sonrisa gatuna, se dirigió a Longino:

-¡Salve, Centurión! ¿A qué debemos la siempre esperada presencia en Palacio de los regios soldados imperiales?

-No estoy para tus falsos halagos disfrazados de ironías, Nambiro, ¡llévame ante Herodes antes de que me harte de escuchar tu voz afeminada y te de una patada en el culo!

-Está bien, está bien, como gustes –un esfuerzo por no perder la sonrisa-. ¿Es necesario que entren todos tus hombres?

-Por supuesto que no. Se quedarán aquí por si, como imagino, los incompetentes soldados de tu Rey no son capaces de mantener la puerta cerrada. Me basto y me sobro, con una mano atada, para entrar solo a este nido de alimañas con voces de gacela y lenguas serpentinas.

-¿Quién es este hombre que traes? –el eunuco inclinó la cabeza para tratar de ver mejor al cautivo.

-Eso no te importa. Llévame ante Herodes antes de que pierda la paciencia.

-Tranquilo, tranquilo –las manos con las palmas hacia delante en actitud conciliadora-. Sígueme.

El eunuco comenzó a avanzar por los pasillos de palacio y mientras caminaba movía el enorme nalgatorio al ritmo de sus pasos. Cada vez que encontraba otro sirviente en el camino lo mandaba por delante para anunciarle a Herodes la visita del Centurión. Longino marchaba detrás llevando al prisionero. Para distraerse calculaba a cuantos metros de él caería el eunuco si le propinaba una buena patada frontal, una dada con ganas, de aquellas que impactaban el objetivo con toda la suela de la cáliga, en el centro de aquellos cojinetes grasientos. Sonrió al pensar que sin duda muchos legionarios romanos se solazarían de buena gana con esos mismos cojinetes durante las frías noches de las campañas. Dejaron atrás el atrio del palacio y luego entraron a la sala del trono iluminada por la luz que entraba a través de los amplios ventanales. Herodes estaba sentado en la real silla. A su lado un sirviente retiraba un extraño objeto alargado hecho con plata y cristal azul oscuro del cual salía una especie de manguera terminada en boquilla. En la sala aún se respiraba un humo de olor peculiar. Herodes tenía los ojos afilados, enrojecidos, y de cuando en cuando dejaba escapar una tosecilla. Había adelgazado y las vestimentas le quedaban holgadas. La barba, el bigote y el cabello, canosos, parecían adosarse más que brotar de sus salientes huesudos. Daba la impresión de que moverse le costaba trabajo y sus gestos eran semejantes a los de un vetusto insecto, suaves y mecánicos, como si cada segmento de sus extremidades tuviera que moverse antes que el siguiente. A su lado, en una silla de hechura semejante a la del Rey, sólo que más baja, la Reina Herodías le acariciaba un brazo al soberano. A su alrededor permanecían de pie los miembros de la corte, quienes miraban a Longino y al cautivo atado del cuello y las manos con un semblante difícil de desentrañar. Por los rincones había mozalbetes y muchachas semidesnudas enroscándose entre sí. Nambiro se inclinó hasta tocar el suelo:

-Amado soberano, sublime Tetrarca, el Centurión Longino ha insistido en verte.

Herodes cambió de posición en el trono y redujo aún más el tamaño de los ojos para enfocar a Longino. Herodías dejó de acariciarle el brazo.

-¿Qué se te ofrece, Centurión? ¡Habla!

-El Prefecto me manda a traerte este sujeto –Longino tiró de la cuerda e hizo avanzar al prisionero-, que se hace llamar Jesús de Nazaret, para que juzgues tú, según las leyes de tu pueblo, si ha cometido delito.

-¿Ha sido interrogado ya por los Sacerdotes y los Doctores de la Ley?

-En efecto, anoche lo hicieron, como puedes ver –en este punto Longino señaló los moretones en la cara de Jesús y las manchas de sangre sobre la ropa-. Fueron ellos quienes lo llevaron a la Fortaleza Antonia esta mañana y armaron un alboroto tal que fue necesario recurrir a las armas para evitar una revuelta. El Prefecto no encuentra delito alguno, según las leyes romanas, y manda que juzgues tú al prisionero.

-¿Cuáles son los cargos?

-Blasfemia. Este hombre afirma ser Hijo de Dios y Rey de los Judíos.

Herodes Antipas dio un salto en el asiento y se reavivó al escuchar la última frase. Enseguida recuperó la compostura y le preguntó al cautivo:

-Dime, Jesús de Nazaret: ¿Qué edad tienes y dónde naciste?

-Creo que tengo treinta y tres años y nací en Belén de Judea –respondió el interrogado con cierta dificultad a causa de los labios inflamados por la golpiza recibida durante la noche.

-¡No puede ser! –dijo Herodes, a quien parecía habérsele pasado el efecto de las inhalaciones. Recordó; pero no lo dijo, que por aquel entonces su padre, Herodes el Grande, había mandado a matar a todos los niños menores de dos años nacidos en Belén por temor a una predicción que aseguraba que uno de ellos sería el futuro Rey de Israel- ¿Dónde naciste?…quiero decir…el lugar exacto…

-Mis padres decían que cuando mi madre comenzó con las dolamas del parto no había en la ciudad sitio disponible y se fueron a una gruta en las afueras, donde los pastores durante la noche custodiaban los rebaños, y allí nací. Eso fue lo que siempre me dijeron. No puedo asegurar si es cierto o falso. Sólo doy fe de lo que me contaron.

-Ya veo –dijo Herodes, y permaneció pensativo. Le quedaba claro: Como Jesús nació en una gruta pudo escapar de la matanza-. Ahora dime, ¿por qué te han traído aquí?

-Los Sacerdotes, Escribas y Fariseos me acusan de blasfemia.

-¿Es cierto que te proclamas Rey de Israel e Hijo de Dios?

-Lo primero es falso y lo segundo es cierto.

-Explícate.

-Sólo soy un pobre predicador y con la práctica y promulgación de mis enseñanzas aspiro, cuando muera, a que se salve la raza humana y pueda llegar al Reino de los Cielos donde mora mi Padre. No ambiciono ningún Reino terreno. Mira mi atuendo, ¿te parece que un Rey vestiría de este modo?

-Por supuesto que no, más pareces un mendigo mugroso –la Reina y los cortesanos siguieron el comentario de Herodes con risitas burlescas.

-La entrada del reino de mi Padre es angosta, es imposible hacer pasar por ella grandes posesiones.

Herodes iba a contestar y en eso lo interrumpió una muchacha que desde un rincón, aparentando indiferencia, había observado la escena medio oculta entre los demás miembros de la corte.

-Espere, mi Rey.

El rostro de Herodes cambió la expresión cuando escuchó a la muchacha. Esta llevaba vestiduras blancas que permitían entrever su silueta y exhibía maneras y aires de soberana. Acercó los vehementes labios al oído del Tetrarca, susurró palabras que a todos les hubiese gustado escuchar y luego miró al reo como quien implora perdón por un pecado secreto y horrible. Herodes asintió y dijo:

-Está bien. Por favor, Longino: Llévate a este hombre de aquí. Fatiga mi entendimiento con su estúpida monserga. Lo perdono a petición de la princesa Salomé. Dile al Prefecto que sólo es un loco que no ha cometido delito alguno. Por mi parte puede seguir mendigando por las calles. He dicho.

Longino tiró de la soga y echó a nadar. Nambiro hizo un intento por seguirlo y el romano lo detuvo con un gesto.

-No te molestes. Conozco el camino.

-¡Espera! –gritó Herodes.

Longino se volvió.

-Para que veas que soy magnánimo, Predicador, te regalo un manto digno del Rey de los Judíos –Herodes le hizo una seña a Nambiro y este se apresuró a traer un manto de finísimo lino blanco, el cual colocó sobre los hombros de Jesús.

Un coro de risas siguió el acto de Nambiro. Jesús se mantuvo impávido. Longino dobló hacia abajo las comisuras de los labios y echó a andar de nuevo hacia la salida. El mozo de las caballerizas lo esperaba con el caballo dispuesto cuando llegó a las puertas del palacio. Los soldados se pusieron de pie. Longino montó y de nuevo hizo un nudo con la soga en el pico de la montura. Luego ordenó que abrieran las puertas. En cuanto esto fue hecho la multitud volvió a congregarse alrededor de ellos. Entonces Longino gritó con toda la fuerza que pudo aglutinar:

-¡El prisionero ha sido juzgado por el Rey Herodes, quien no lo encuentra culpable de nada! ¡Voy de vuelta con él a la Fortaleza Antonia! ¡En el camino hacia acá fuimos benévolos con ustedes! ¡Juro por los Dioses Inmortales que si durante el regreso escucho un solo grito atravesaré con mi lanza la garganta del responsable! –acto seguido hincó con los talones los ijares de la cabalgadura. El prisionero echó a andar dando trompicones. Detrás venían, con las espadas en las manos, los legionarios que componían la escolta.

Pilato salió al patio de la fortaleza cuando escuchó que la partida atravesaba, de regreso, el puente levadizo. Tenía el semblante esperanzado y su cara se contrajo con una mueca de disgusto cuando vio que tras el caballo de Longino venía el condenado envuelto en un manto blanco. No le hizo falta que el Centurión le rindiera informe para saber el veredicto emitido por la rata Herodes. De seguro había absuelto al prisionero. Le devolvió la jugada. Por supuesto, la rata tenía cosas mejores que hacer, como fumar esa basura que emanaba de la extraña pipa o revolcarse con su hijastra y sus esclavas. No pasaría el resto de la jornada lidiando con la turbamulta, los horrorosos viejos miembros del Sanedrín y las locuras que brotaban a borbotones de la boca del reo, como mierda saliendo de una letrina reventada. La multitud congregada en el patio comenzó a vociferar de nuevo. Otra vez comenzaba la pesadilla.

-¿Y bien? ¿Qué dice Herodes?

-El Tetrarca ha absuelto al prisionero.

-Estaba seguro de que así sería.

Pilato se dirigió a la muchedumbre:

-¡Escuchen! ¡Herodes Antipas tampoco encuentra culpable a este hombre! ¡Debe ser liberado!

-¡No! –gritaron todos- ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

En eso Caifás agitó su báculo por encima de la cabeza y pidió silencio. Los sonidos se fueron acallando hasta que en el patio no se escuchó ninguna voz.

-Este hombre afirma que es el Rey de los Judíos, y nosotros no tenemos más Rey que el César. ¿Imagina usted, Prefecto, qué pasaría si el Emperador se entera de que usted liberó a un hombre que afirma estar por encima de él?

Pilato quedó paralizado por unos instantes; pero tenía otra ficha de juego en el repertorio y decidió ponerla sobre el tapete.

-¡Muy bien! ¡Pero antes debo cumplir la ley, y ella dice que durante la Pascua ustedes pueden escoger entre liberar un reo u otro! ¡Tengo prisionero en las mazmorras de la fortaleza a Barrabás, acusado de robo, sedición y asesinato! ¡Longino, tráelo aquí!

El Centurión, al escuchar la orden, se dirigió con presteza hacia las mazmorras acompañado por dos legionarios y al poco rato volvió trayendo un hombracho harapiento, con mirada de desquiciado, manos y piernas enlazadas con cadenas sujetas a muñecas y tobillos mediante anillas de hierro que le horadaban la piel.

Longino le dio un puntapié al hombre y lo hizo avanzar. Pilato miró con disgusto a aquel reo apestoso, de pelo y barba enmarañados, que contemplaba con deleite a la muchedumbre. El Prefecto preguntó:

-¿A quién quieren que libere: a Jesús, o a Barrabás?

-¡A Barrabás! –le contestaron al unísono cientos de voces-. ¡Suelta a Barrabás! ¡Muerte al Galileo! –y de nuevo el pedido- ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

Pilato trató de ocultar su sorpresa y desagrado. ¿Cómo era posible que pidieran la muerte y el tormento de un inocente y quisieran liberar a un asesino? Extraño pueblo aquel. En verdad impredecible. Curioso el modo de actuar de las multitudes. Si el deseo de muchos coincide las mentes se acoplan como una sola y prima la satisfacción colectiva de ese deseo. Entonces la muchedumbre se convierte, en manos de instigadores mañosos que sepan aprovechar la oportunidad, en la más poderosa de las armas. Los instigadores eran Anás y Caifás, vejestorios ladinos, que habían descubierto la oportunidad de deshacerse del Galileo y estaban usando la voluntad tergiversada del populacho con admirable habilidad para lograrlo. Viendo que su nueva artimaña no había surtido efecto, Pilato volvió a hablar:

-¡Bien, soltaré a Barrabás! –la exclamación fue acogida con rechiflas, risas y aplausos.

Los legionarios trajeron unas tenazas y cortaron las anillas de hierro alrededor de las muñecas y los tobillos de Barrabás, quien, cuando se vio libre, fue hasta donde estaba Jesús, le besó el borde de la túnica y le dijo:

-Gracias.

Jesús lo miró con los ojos amoratados y le respondió:

-Ve en paz.

Barrabás bajó por las escaleras y el gentío eufórico lo recibió como si de un héroe se tratase. Lo levantaron en peso por encima de sus cabezas y lo fueron transportando de hombro en hombro hasta la puerta. Una vez fuera del patio, gritó:

-¡Gracias Jesús! –y echó a correr mientras profería grotescas carcajadas.

Cuando se perdieron los ecos de la risa de Barrabás, Pilato dijo:

-¡De nuevo interrogaré a este hombre, para estar seguro de su culpa! –y tiró de la cuerda anudada alrededor del cuello y las manos de Jesús para que este lo siguiera.

La multitud siguió el comentario del Prefecto con los gritos:

-¡No! ¿Qué esperas? ¡Crucifícalo! ¡Qué muera!

Pilato le pidió a Longino que reforzara el cordón de soldados que mantenía a raya a los judíos, dispuso que lo acompañaran dos legionarios de los más recios y tiró de la soga para conducir al prisionero hasta la armería. Jesús salió trastabillando tras los apurados pasos del Prefecto.

Tan pronto llegaron a la armería, Pilato dejó afuera a los dos legionarios para que custodiaran la puerta. Tomó asiento en un banco y le hizo un ademán al reo para indicarle que se sentara en el suelo. Jesús, agradecido, se acuclilló. Era la primera vez que le permitían sentarse en muchas horas; pero su sensación de alivio se acabó cuando miró a su alrededor. En las paredes, sobre un soporte oxidado, colgaban armas, escudos, cascos y yelmos. Un poco más allá, sobre un soporte semejante al de las armas, podía verse un buen repertorio de tenazas, látigos, martillos, clavos, varas para golpear y maderos. En la esquina donde confluían ambas paredes había una grieta, y allí, entre las rocas, crecía una planta de espino medio seca. Justo debajo de ella estaba empotrado un grueso tocón cubierto de sangre seca y con dos anillas de hierro engarzadas, alrededor del cual, en el suelo, podía verse una concreción oscura y un balde de madera. Pilato comenzó a hablarle y lo sustrajo de la macabra contemplación.

-En menudo aprieto me has metido, Jesús, dime, ¿qué debo hacer contigo? ¿No dices que eres el Mesías? ¡Responde!

-Como le dije a Herodes, sólo soy un pobre predicador que difunde el Fausto Mensaje para lograr la transformación de todas las almas.

-¿Entonces por qué has armado semejante revuelo? ¿Para echarme a perder el día?

-Claro que no, Pilato.

-¡Llámame Prefecto!

-Claro que no, Prefecto –corrigió Jesús.

-Mi esposa pidió por ti, ¿sabes? Nunca me lo hubiera imaginado. Dice que soñó contigo y por ese sueño está segura de que eres inocente. Es por eso que no te he entregado a esa jauría asquerosa instigada por Caifás. Y también porque ellos me desagradan más que tú. Mucho deben odiarte para pedir tu ejecución. Qué clase de pueblo este: Hienas que se ceban con la sangre de un inocente vertida por un extranjero al que odian. Sólo Júpiter sabe que sobre mis hombros cargo una cruz inmensa desde que el César me mandó a esta espantosa provincia. Si pudiera te liberaría sólo para llevarles la contraria; pero no puedo permitir otra revuelta y tendré que castigarte para ver si tu suplicio los contenta.

-Si pudiera, yo también me evitaría castigo y sufrimiento; pero la voz de mi Padre, que resuena en mi cabeza, me lo prohíbe. Y temo más Su ira que cualquier tormento.

-Dime con sinceridad, Jesús, ¿en verdad te crees el Hijo de tu Dios?

-Eso dice la voz de mi Padre, sí.

-¿Entonces por qué le temes?

-Porque su ira es terrible y debe hacerse siempre Su Voluntad.

-Ah, los Dioses, los Dioses, siempre lo mismo, no importa adorar uno o cien. No importa si es Júpiter, Baal, Jehová u Osiris: Todos son iguales. Todos quieren que se haga su voluntad y si no nos envían el castigo. Y lo peor es que al final somos como ellos. Dale a un hombre poder y se convertirá en un Dios, querrá de inmediato que se haga su voluntad y castigará a quien no esté dispuesto a respetarla…, en fin, a ver si puedo entenderte: ¿Qué es lo que predicas? ¿Cuáles son tus enseñanzas? ¿En qué consiste ese Fausto Mensaje?

-Que hay que amar a Dios por encima de todo y al prójimo como a uno mismo. Quiero fundar un mundo donde el amor y la paz imperen. Mi religión es esta: Una mezcla de amor y paz.

-Son interesantes tus prédicas -a Pilato le llamó la atención que los ojos de Jesús adquirían un matiz flameante cuando repetía los mensajes dictados por las voces que le hablaban dentro de la cabeza. Fue entonces que comprendió por qué tanta gente lo seguía: Por la fuerza que emanaba de aquellos ojos relumbrantes, tan abiertos que parecían querer abarcar el mundo-, ¿crees que podrán llevarse algún día a la práctica?

-Sí.

-¡Mentira! –el grito de Pilato sobresaltó a Jesús. Los legionarios apostados en la puerta se asomaron y el Prefecto les indicó con un gesto que todo estaba en orden- Sabes muy bien que es mentira. Es un absurdo. El amor es sólo un pretexto. Una cualidad inexistente, si acaso efímera. Un invento humano para sobrellevar las penurias mundanas. Un disfraz, una coraza sin la cual somos más vulnerables que un feto fuera de la matriz. Somos sólo petimetres que se mueven por la voluntad de los dioses. Y los dioses nos odian por ser malas copias de ellos, por eso se divierten con nosotros. Ese mundo tuyo nunca llegará, porque el odio se impone, el odio es la fuerza que mantiene el mundo. Desde el origen de la humanidad hay guerra, desolación, hambre, enfermedad, muerte, y la gente lucha por librarse de esas calamidades, y es esa lucha la que mejora al hombre, lo hace superarse, le infunde ganas de vivir, ¿entiendes? Y no bien se han librado de esas calamidades cuando ya las buscan de nuevo o las provocan. ¿Imaginas lo aburrido e insufrible que sería un mundo sólo concebido para el amor y la paz? ¿Cuáles serían nuestros anhelos, nuestras pasiones?

-Cuando acaban las pasiones y acaban los anhelos termina el sufrimiento. Nos hemos apegado tanto al sufrimiento que nos parece imposible vivir sin él. Nos da miedo eliminarlo. Mire en su interior, Prefecto, ¿no le parece siempre que, haga lo que haga, no está satisfecho?

Pilato no contestó.

-Cuando el momento llegue podremos prescindir del sufrimiento, dejarlo atrás, desprendernos de él como un fardo pesado que creemos imprescindible y sólo sirve para entorpecernos la marcha.

-¿No crees que cuando amamos tememos desprendernos de lo amado? Entonces si tu mundo llega andaremos siempre temerosos de perderlo todo. ¿No lo ves?: No existe salvación posible. Es nuestra naturaleza, nuestro hado: No podemos escapar del sufrimiento. Debemos contentarnos con ignorarlo por momentos.

Jesús no contestó.

Pilato abrió los ojos, juntó las manos frente a su pecho.

-¿En verdad, Jesús, en verdad llegará ese día?

-Para que ese día llegue es necesario que hoy yo muera.

-¡Estás loco! Nunca he conocido a nadie que desee morir. He visto a muchos que lo piden; aunque en el fondo jamás lo desean.

-No lo deseo, sólo he dicho que es necesario. Así lo quiere mi Padre.

-¿Vas a morir sólo porque una voz en tu cabeza te lo ordena?

-Así es.

-No puedo entenderlo. No puedo permitirlo. Estás loco y con tu palabrería quieres volverme loco también a mí. Mira, te castigaré ahora y saldremos de nuevo al patio. Veré si puedo salvarte.

-¿Acaso no lo entiende?: Sólo con mi muerte encontraré la salvación para mí y para el mundo.

-Vaya hombrecillo arrogante y necio: Nadie puede ni podrá jamás salvar el mundo. No puede ser salvado lo que desde un inicio está perdido. Pero bien, ya comienza a desesperarme esta conversación y debo concluir este asunto. ¡Legionarios! –los dos soldados entraron al escuchar la orden del Prefecto. El suelo vibró bajo las posaderas de Jesús -. ¡Flagelen a este prisionero hasta que desfallezca; pero que no muera!

Dicho esto Pilato abandonó la estancia para no presenciar el castigo de quien debía ser flagelado por predicar el amor a Dios y al prójimo.

Uno de los soldados levantó a Jesús de un tirón y entre los dos le arrancaron el manto de lino y la túnica, de forma que el cuerpo del reo quedó desnudo. Sólo un taparrabo le cubría la pelvis. Acto seguido lo trasladaron en puntillas hacia el tocón. Mediante un golpe asestado en las corvas con el mango del gladio lo obligaron a arrodillarse y le ataron las manos a las dos anillas empotradas en el tronco. Luego fueron hacia el soporte herrumbroso fijado a la pared del que colgaban los instrumentos de tortura y cada uno tomó un látigo consistente en un mango de madera del cual partían múltiples flagelos de cuero que tenían engarzados pedazos de plomo y hueso. Con los dedos les retiraron viejos pedazos de piel seca, pelos y algunas costras de sangre que tenían pegadas, se ubicaron riéndose a ambos lados de la espalda de Jesús y comenzaron a azotarlo. Los látigos siseaban en el aire y chasqueaban al impactar la piel. Entonces volaban pequeños chorros de sangre o jirones de pellejo que se desperdigaban por el suelo o caían sobre el tocón o los verdugos. Con cada golpe el cuerpo del reo se contraía y se le escapaban gemidos involuntarios pese a que hacía lo posible por abstraerse del dolor y mantener una actitud digna. Las voces en su mente eran más fuertes que el ardor. Las voces le decían que aguantara, que todo terminaría pronto, e impedían que escuchara las chanzas de los verdugos. Quien hubiese podido verle la cara se habría asombrado porque la mímica no dejaba aflorar ningún sentimiento. Los flagelos le golpeaban la espalda, los muslos, las piernas y en ocasiones la nuca. A veces los pedazos de plomo daban un seco golpe sobre un segmento de piel, sobre todo la que cubría la columna y los omóplatos, causando rápida hinchazón al acumularse la sangre debajo de la piel medio desprendida de los tejidos subyacentes. Si poco después ese mismo punto era alcanzado por uno de los flagelos con los huesos engarzados, estos provocaban una herida que dejaba salir la sangre acumulada. La debilidad de Jesús se acrecentaba por momentos y su cuerpo se iba desmadejando. La sangre chorreaba con profusión y en el dorso de su cuerpo, cubierto de heridas irregulares, apenas podía verse piel sana. Los legionarios tenían que tomar aliento entre golpe y golpe, habían dejado de reírse y los bufidos que emitían al darle impulso al látigo se mezclaban con los gemidos del atormentado. El cuerpo de Jesús, allí donde no había manchas de sangre, estaba cubierto de sudor. Asimismo, los verdugos se habían salpicado de escarlata la cara, los brazos y las armaduras. También sudaban y se iban agotando. Uno de ellos se percató, durante una pausa que hizo para tomar aliento, de que Jesús se había desmayado. Le pidió al otro que detuviese el castigo, fue hacia el tronco y agarró al flagelado por el pelo para levantarle la cabeza y comprobar que estaba inconsciente. Entonces tomó el balde lleno de agua sucia y lo volcó sobre la cabeza de Jesús, el cual volvió en sí, boqueando. Le soltaron las manos y el reo cayó de costado sobre los sucios baldosines. De inmediato lo pusieron de pie. El cuerpo de Jesús temblaba y apenas podía sostenerse. Entonces uno de los soldados dijo:

-Mira: ¡Esta mierda se hace llamar Rey de los Judíos! –y comenzaron a reírse, se postraban ante él, le hacían reverencias y de cuando en cuando le propinaban pequeños golpes que lo hacían caer.

El primer soldado que habló le puso la túnica ensangrentada, se quitó el manto rojo que tenía puesto sobre la armadura, se lo colocó sobre la túnica e hizo una reverencia.

-Ave, Augusto.

El otro había quedado pensativo y le dijo:

-¡Espera! No existen reyes sin corona, ¿verdad?

-Claro que no.

-¿Con qué podemos hacer una digna de semejante majestad? –miró a su alrededor y cuando vio el arbusto de espinos medio seco que crecía en la grieta de la pared tuvo una idea- ¡Ya sé!

Corrió hacia el arbusto y con el gladio le cortó varias ramas de las más secas. Cuidando de no pincharse les dio forma circular y las colocó con fuerza sobre la cabeza de Jesús, el cual no hizo ni el más mínimo gesto, ni profirió queja alguna, cuando las espinas se le clavaron en la frente y el cuero cabelludo. Luego le dieron, a modo de cetro, una de las varas que empleaban para golpear a los prisioneros durante castigos menores. Jesús había plantado rodilla en tierra y ellos volvieron a postrarse ante él.

-¡Ave, César! ¡Ave, Augusto!

Y entre mofa y mofa le propinaban puñetazos.

Cuando se cansaron lo pusieron de pie, le volvieron a amarrar las manos, esta vez no el cuello, y lo llevaron ante Poncio Pilato. Uno de ellos tuvo cuidado de guardar el manto de lino bajo la coraza. El otro se dio cuenta y le dijo:

-No pienses que te quedarás con el manto. Más tarde lo echaremos a suerte en los dados.

El populacho, que ya comenzaba a protestar, a aburrirse y los menos interesados intentaban abandonar la fortaleza, se reavivó al ver que Jesús regresaba con un extraño atuendo. Pilato también lo miró, sorprendido, y puso una mano sobre el rostro ensangrentado de Jesús. Enseguida se acercó un esclavo con un paño y un cuenco de bronce lleno de agua. Pilato lo detuvo y gritó:

-¡He vuelto a interrogar al prisionero y no hallo en él culpa alguna! ¡Aún así lo he flagelado hasta hacerle perder el sentido y creo que con eso es suficiente para ponerlo en libertad! ¡Ya ha pagado, ahora es libre!

-¡No! ¡No! –le contestaron- ¡Crucifícalo! ¡Qué muera!

Otra vez Caifás agitó el báculo por encima de su cabeza y la muchedumbre hizo silencio. El Sumo Sacerdote miró a Pilato y le preguntó:

-Otra vez te pregunto, Prefecto: ¿Vas a poner en libertad a un hombre que ha ofendido la autoridad del César? ¿Frente a todos nosotros? ¡Crucifícalo! ¡El pueblo judío te lo exige!

De nuevo se escucharon los bramidos:

-¡Crucifícalo! ¡Qué muera! ¡Crucifícalo!

Pilato contrajo en rostro, apretó los puños y dijo:

-¡Muy bien! ¡Si así lo quieren, lo tendrán! ¡Será crucificado en el Monte de la Calavera! –acto seguido le hizo una seña al esclavo para que se acercase, introdujo las manos en el cuenco de bronce y las restregó, luego las sacó para sacudirlas con fuerza, de suerte que las salpicaduras de agua sanguinolenta cayeron sobre los espectadores de las primeras filas, incluyendo a Caifás, quienes torcieron los rostros con asco- ¡Pero que caiga la sangre de este hombre sobre las cabezas de todos los congregados hoy aquí, y sobre las de sus descendientes! ¡Longino, ocúpate! ¡Dobla la escolta! ¡Ve tú a caballo! ¡He dicho!

El Centurión obedeció, les hizo una señal a los legionarios que habían flagelado a Jesús y estos se acercaron.

-¡Desvístanlo! – y a otros dos que estaban cerca- ¡Traigan el patíbulo!

Los soldados que habían azotado a Jesús le quitaron la vestimenta y volvieron a dejarlo con el taparrabos. También le mantuvieron puesta la corona de espinas. Longino, que había visto incontables flagelaciones, hizo un mohín de sorpresa al ver las espantosas heridas. En eso volvieron los legionarios que habían ido a buscar el patíbulo, un grueso madero de olivo que aún conservaba algo de corteza. Tan pesado era que entre ambos tenían dificultad para trasladarlo. Lo colocaron sobre los hombros de Jesús, arrodillado, cuyos brazos extendieron para atar a ellos los extremos del leño. Pilato dio orden a un escribano para que grabara con letras rojas sobre una placa de madera rectangular de acacia la inscripción: “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos”, la cual fue escrita en hebreo, griego y latín. Hecho esto, Longino volvió a montar a caballo y esta vez, en lugar de la lanza, le alcanzaron la placa de madera, la cual levantó para que todos la vieran, gesto que la multitud aclamó con vítores exagerados. Entonces Pilato dijo:

-Yo, como lictor, ordeno marchar la procesión que acompañará al condenado.

Longino azuzó la cabalgadura. Entre dos legionarios ayudaron a Jesús a ponerse de pie y bajar por las escaleras hasta el patio. La escolta romana impedía que hasta él llegaran sus coterráneos que vociferaban a más no poder, rugidos de fieras hambrientas, por fuera del círculo de soldados.

-¡Blasfemo! ¡Blasfemo! ¡Muere! ¿No eres el Hijo de Dios? ¿Por qué tu padre no viene a salvarte?

Jesús nada contestaba. No podía. Dos trayectos límpidos, labrados por sus lágrimas, descendían por cada mejilla limpiándolas del sudor, el churre, la saliva ajena y la sangre. No eran lágrimas de tristeza, ni de dolor, ni de humillación, ni de vergüenza. Las hacía brotar la pena. Pena por toda aquella gente a quien estaba destinado a salvar y que no lo comprendía.

-Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen –dijo.

El látigo restalló sobre su espalda. El dolor lo hizo ponerse de pie con el torso combado, y echó a andar. Caminaba con lentitud, encorvado, en medio de la escolta: Un muro de escudos, gladios y capas bermejas que lo mantenía a salvo de la feroz jauría que trataba de aumentar con maltratos su tormento. Las piernas se le doblaban a cada paso, tenía sed, le ardían las heridas y de su frente continuaba goteando un sudor mezclado con sangre que caía sobre las huellas marcadas en el polvo.

Summum supplicium

Jerusalén, Judea, Palestina. Año 33 DC.

En cuanto salieron a la calle la protección de la escolta dejó de ser efectiva. A los soldados poco les importaba la suerte del condenado. Querían terminar cuanto antes la ceremonia para escapar del sol, las obligaciones y no escuchar más la vocinglería que desde por la mañana les castigaba los oídos. Sólo uno de ellos se ocupaba a veces de propinarle a Jesús un golpe no muy fuerte con una vara de castigo. El número de curiosos junto a la procesión aumentaba con cada paso del reo, cuya debilidad y lentitud crecían por momentos. Jesús miraba alrededor y no podía distinguir con nitidez las formas que lo rodeaban. Veía el mundo como a través de un paño mojado, el aire caliente pasaba como un tizón encendido a través de la seca garganta e incluso los sonidos llegaban embotados hasta él. Sólo los reclamos de la voz en su cabeza permanecían claros. Cada vez más fuertes porque la voz estaba furiosa. Había ordenado el sacrificio; pero nunca mencionó el escarnio. De cuando en cuando Jesús, para serenarla, le contestaba:

-Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen.

Poco a poco el cordón de soldados se fue despreocupando y fue cerrándose el círculo de gente alrededor del reo. Las fauces gritonas casi lo tocaban. Podía sentir en sus mejillas el aliento hirviente cargado de saliva, el líquido hedor de los escupitajos, a su nariz llegaba el tufo ácido del sudor acumulado en los ropajes y percibía como atenuados los tirones que le daban, incluso agradecía las zancadillas que le ponían para que cayera porque lo obligaban a tomar un descanso.

Desde que dejó atrás el foso de la fortaleza hubo un hombre que se pegó a su lado, le gritaba en el oído e hizo lo posible por ridiculizarlo más que los otros. Con cada tropezón de Jesús redoblaba la intensidad de los gritos:

-¡Vamos! ¡Levántate! ¡Anda, de prisa!

En una ocasión Jesús cayó y el hombre hubo de aproximar más la cara para gritarle. El condenado logró flexionar uno de sus antebrazos y con la mano le aferró el borde de la túnica. El hombre puso cara de sorpresa e intentó zafarse. No pudo. El reo había sacado fuerzas de donde no tenía para aprisionarlo junto a él. Las voces dictaron sentencia. Jesús abrió con dificultad sus labios, que para esa hora eran un amasijo de carne morada y seca, y le dijo con voz ominosa:

-Ahora llevarás mi fardo, para que sepas lo que se siente.

Casi nadie se dio cuenta. El hombre se levantó del suelo y sacudió el polvo de sus ropajes. Luego miró muy serio a Longino, quien había detenido la cabalgadura para ver qué pasaba, y le dijo:

-¡Este hombre no puede llevar ya el madero! ¡Me ofrezco para ayudarlo!

La furente multitud comenzó a abuchearlo. Longino lo estudió con sorpresa. Había un dejo que no lo convencía en la mirada de aquel hombre. ¿Cómo era posible que se ofreciese a ayudar a Jesús si desde que salieron de la fortaleza había sido uno de los más escarnecedores para con él? Menudos acontecimientos los de aquel día. Se encogió de hombros y dijo:

-¡Sea!

-¡Tonto! –le gritaban al suplente- ¡Estúpido! ¡Vas a morir por causa de otro! –y el hombre parecía no escuchar.

Los legionarios hicieron un ruedo alrededor de Jesús. Dos de ellos desataron el tronco y se lo quitaron de encima de los hombros, lo cual provocó que varias heridas comenzaran a sangrar de nuevo. Uno tomó un pellejo que llevaba, lleno de vinagre, y lo vertió sobre las heridas. El ardor hizo que Jesús se reanimara. El reo emitió una queja y los legionarios le dieron un tirón para ponerlo de pie. Acto seguido otros dos colocaron el tronco sobre los hombros del suplente y la comitiva reanudó la marcha. Más adelante podía verse ya, relumbrante y colmado de postes oscuros en cuyas puntas se posaban cuervos y buitres, el Monte de la Calavera.

Cuando el cortejo llegó al pie de la pequeña montaña los soldados le quitaron el patíbulo de encima al que se había ofrecido para llevarlo. Libre ya del peso que el madero representaba, se acercó a Jesús para despedirse. De nuevo el condenado lo aferró con fuerza por la túnica y le dijo con voz distorsionada, muy bajo, de modo que ni los más próximos fueron capaces de escucharlo:

-¿Cómo te llamas?

-Simón de Cirene.

-Ya no. A partir de ahora te llamarás Ashaverus, el que reniega de Dios, y andarás por el mundo hasta que yo vuelva. Ve.

Simón, o Ashaverus, se enderezó mientras que de su rostro se perdía todo matiz reconocible. Sus ojos se fijaron en un punto del infinito y emprendió la marcha dando empujones para atravesar la aglomeración de cuerpos que lo rodeaba. En vano su esposa, con un niño en brazos, lo recriminaba desesperada mesándose el cabello y rasgándose las vestiduras. Sus amigos intentaron alcanzarle y no hubo mano ni cuerda capaz de retenerlo. Así se perdió para siempre en la lejanía y la muchedumbre dejó de prestarle atención porque los soldados ya habían tumbado a Jesús bocarriba en el suelo, sobre el patíbulo. Una mujer con el rostro cubierto por un velo sucio les acercó un cuenco lleno de una mezcla oscura de vino y mirra. Intentaron que Jesús tomara un sorbo pero cuando el amargo líquido le cayó en la boca escupió varias veces para expulsarlo.

Primero le estiraron los brazos hasta casi desprenderlos del torso. Una pareja de soldados fornidos puso sus pies sobre ellos para mantenerlos en la extrema postura mientras otro, con miembros tan gruesos como el patíbulo, echaba mano a un pesado mazo y dos clavos enormes de hierro, oxidados.

El primer martillazo fue el peor. La punta del clavo rompió la piel. Brotó un chorro de sangre. El hierro horadó el antebrazo justo en medio, próximo al punto de unión con la muñeca. Se escuchó un sonido similar al que provocaban los pesados cuchillos de los carniceros cuando destazaban reses. Los tendones se separaron sin sufrir daño pero el clavo atravesó el nervio que por allí discurría. Un dolor quemante se extendió por toda la extremidad. Por primera vez Jesús gritó. Luego quedó aletargado. El sonido de los demás martillazos sólo fue seguido por leves quejas. Continuaron golpeando hasta que la punta ensangrentada del clavo atravesó el leño para asomarse en la cara opuesta.

El populacho, formando un grueso ruedo, permanecía en silencio. Hasta Caifás, en gesto involuntario, se llevó una mano a la boca. Sólo se escuchaba el golpeteo del martillo y los graznidos de las aves espantadas.

Jesús gritó de nuevo cuando golpearon por primera vez el clavo sobre el antebrazo izquierdo. El miembro fue recorrido por la espantosa sensación, mezcla de dolor y calambre, que le provocó atroces espasmos musculares a los cuales se opuso el peso de quien le mantenía estirado el brazo. Esta vez golpearon con más fuerza porque el clavo, durante su recorrido, topó con un nudo en la madera y la punta se le dobló.

Ya esperaba un poste al que, con siniestra pericia, cerca del extremo superior, le habían practicado una muesca para engarzar en ella el patíbulo. Entre varios soldados levantaron el leño y lo fijaron con sogas a la muesca del poste. El cuerpo quedó desmadejado, las manos dobladas y contraídas como grandes garras, el cuello fláccido, la barbilla apoyada sobre el pecho. Después le cruzaron las piernas, dándoles además una leve flexión, y las atravesaron con otro clavo a la altura de los calcañares. Un chorro de sangre bajó por el poste hasta llegar al suelo, mezcla de piedras y huesos de anteriores infortunados cuyas familias ni siquiera se atrevieron a reclamar los cuerpos antes de que cayera la noche.

Longino desmontó y fue a ubicar la tablilla con la inscripción. El soldado que portaba el martillo se adelantó y Longino lo detuvo, le hizo un ademán para pedirle el martillo y él mismo la fijó con pequeños clavos en el tope de la cruz. Cuando terminó hubo de retroceder unos pasos para contemplar aquel hombre suspendido, casi inerte, jadeando bajo el sol, las partes blandas del pecho hundiéndoseles en busca de aire, con el cuerpo cubierto de sangre y churre, vestido con un ajado taparrabos, rodeado de buitres y cuervos tanto en el cielo como en la tierra y luciendo una corona de espinas sobre la cabeza en su hora final.

-Vaya destino para un Rey –pensó.

Allí estaba Jesús de Nazaret. El Hijo de Dios. El Rey de los Judíos. Crucificado. Escarnecido. El más infeliz de los reyes. El más abandonado de los hijos. El más trágico. El más triste.

Nunca antes Jesús necesitó con mayor ansia que el aire caliente le entrara en los pulmones. Para tomarlo tenía que dejarse caer en la cruz. Dejarlo salir se convirtió en un paso agobiante: Precisaba alzarse y los puntos de apoyo eran los clavos que le mantenían fijos los miembros a la madera. Cada intento le provocaba gran sufrimiento. Las manos se le agarrotaban, sufrían mayor desgarro los orificios abiertos por los clavos en antebrazos y calcañares, las heridas de la espalda se restregaban contra la leñosa superficie, reabriéndose, aumentando el dolor y el babeo escarlata que bajaba por el poste. El sol le quemaba las zonas de la piel donde no lo habían herido o golpeado. La sed emulaba con el sol para escocerle la garganta. Los gritos, las rechiflas y los desperdicios arrojados por la chusma que había renovado el deseo de atormentarlo resonaban en sus oídos y apenas se diferenciaban de los graznidos de las aves. Las risas de los legionarios, sentados bajo la cruz, jugando a los dados y echando a suerte las vestimentas hacían eco molesto en su cabeza. Varios moscardones zumbaban a su alrededor y se le posaban en las heridas y las oquedades del rostro. En eso vio a lo lejos, más allá de la multitud, a María de Magdala rodeada por las esposas de los discípulos. Y entre ellas distinguió a la que le había ofrecido momentos antes la bebida amarga para aliviarle el dolor: Era María, su Madre, que de seguro había venido a la ciudad durante la Pascua y se enteró de la ejecución. Intercambiaron miradas y con los ojos se lo dijeron todo: Ambos se perdonaban y se despedían en paz. No estés triste, Madre, hubiese querido decirle Jesús. Este es el precio que pagas por tener un hijo diferente. Adiós. Todas las mujeres estaban apelotonadas alrededor de Juan. Todas llorando. Juan no. Jesús fijó sus ojos en él. Desde la distancia Juan se introdujo en las pupilas del Maestro, horrendas como un mar de hielo y fuego, y volvió a tener un torbellino de visiones espeluznantes: Vio a Pedro crucificado cabeza abajo, a Andrés alabando una cruz en forma de aspa a la cual lo habían atado para morir bajo el sol, a Tadeo, Marta y Simón el de Caná apedreados hasta morir. Felipe clavado a una cruz, como Pedro, cabeza abajo, y como Marta, Simón y Tadeo apedreado hasta la muerte. Santiago el Mayor, hermano querido, degollado por la espada de un soldado de Herodes. Mateo, el buen Mateo, decapitado y su cuerpo quemándose en la hoguera. Natanael despellejado vivo. Judas Iscariote y Él consumiéndose en la ancianidad. Cargando ambos el peso de la Historia Sagrada, las Revelaciones, la traición…Se vio a sí mismo transportado en volandas, incapaz de caminar, para repetirle a cientos de congregados en una catacumba: «Hijitos míos, ámense los unos a los otros´´. Y quienes lo escuchan no entienden, no quieren entender aquella frase tan sencilla, repetida hasta el agobio, la esencia del Fausto Mensaje. Oh, Dios, ¿es que no hay esperanza? ¿Tanto padecer para nada? Juan llora, llora más que las mujeres, cae al suelo y lo golpea con las manos. Y de la tierra le llega la respuesta: Si, hay esperanza. Lenta y nefasta pero hay esperanza: Tanta muerte y martirio servirá a la larga para lograr la redención del mundo. Juan se incorpora, se seca las lágrimas, sorbe los mocos y se queda mirando al Rabí que languidece en medio del tormento.

Jesús vio surgir a ambos lados de la cruz dos árboles sin hojas, con enormes ramas que terminaban en puntas afiladas. Uno humeante y oscuro como el abismo, leñoso, cubierto de hormigas, arañas, escorpiones y termitas. El otro claro, de una madera semejante al alabastro. Hacia el frente les sobresalía una gruesa rama puntiaguda, ambas dobladas hacia arriba, las cuales atravesaban los torsos de dos individuos grotescos vestidos con taparrabos semejantes al de Jesús. Uno sonreía, con aspecto feliz a pesar del tormento. Tenía la piel muy blanca, como de recién nacido, y los ojos rosados. El otro no cesaba de retorcerse y con cada movimiento se le abría más el boquete del pecho. Tenía la piel verdosa, garras al final de los dedos largos, el pelo revuelto, la boca retorcida y cada vez que la abría para quejarse aprovechaba para ofender a Jesús:

-¿Era esto lo que querías, tonto? Vas a morir en vano y nadie te ayudará.

-No lo escuches –decía el sonriente-. Te prometo que hoy entrarás conmigo en el Paraíso.

Alargaban los cuellos, agrandaban las bocas y se daban mordidas. Jesús se sacudía para espantarlos.

-No vale la pena dar la vida por esta jauría –decía el del árbol oscuro.

-Déjalo en paz. ¿Acaso no ves que sufre? –respondía el otro.

Y peleaban de nuevo. Jesús hacía lo posible por ignorarlos.

La Voz continuaba reclamando furiosa dentro de la cabeza; pero también se iba debilitando. A cada rato, muy bajito, Jesús la consolaba.

-Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen.

Y el del árbol oscuro le gritaba:

-¿No eres tú el Mesías? ¿No salvaste a otros? ¡Baja de la cruz y sálvate a ti mismo!

Y después:

-¿No eres el Hijo de Dios? ¿Dónde está tu Padre que no viene a salvarte?

-No tentarás al Señor tu Dios –le dijo el del árbol blanco, lo tragó de una mordida y ambos desaparecieron.

-Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen –volvió a decir Jesús, y luego- ¡Agua! ¡Agua!

Longino tomó la lanza de uno de los legionarios, pinchó con ella una esponja y la embebió en el vinagre contenido en el pellejo. Alzó la esponja y se la apretó a Jesús contra los labios. El crucificado probó el vinagre y, como había hecho con la mezcla de vino y mirra, escupió el que le había caído en la boca.

La Voz siguió debilitándose hasta desaparecer. Jesús miró a los cielos y sólo vio la oscuridad de las aves carroñeras circunvalando la cruz con ominoso vuelo. Por encima de ellas sólo el sol, ni una nube. Aguardó una señal, esperanzado. Nada cambió. En ese momento comprendió que las penurias de los elegidos sobrepasaban siempre los privilegios. La falta de aire lo hizo descender para llenar los pulmones. Después tuvo que alzarse para expulsarlo y, como el agotamiento cada vez le dificultaba más la respiración, acopió la poca energía que le quedaba y durante el ascenso profirió un grito que hizo enmudecer a la concurrencia:

-¡Padre! ¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?

Después del grito se dejó caer para abandonarse a su destino. Entonces comenzaron a suceder prodigios inexplicables: Primero vino un ventarrón cargado de nubes que agitó las vestimentas, encabritó el caballo y ensombreció la ciudad. Luego hubo un temblor de tierra durante el cual los cortinajes del Templo se rasgaron y las columnatas se resintieron. Tras él llegó al Monte de la Calavera una bandada de enormes cuervos blancos de ojos rojos que ahuyentaron al resto de las aves, se posaron sobre la cruz y comenzaron a graznarles, amenazadores, al gentío. El halo humano alrededor de la cruz se apretó. Anás y Caifás pusieron sus báculos por delante a modo de defensa. Hubo rezos y exclamaciones. Por encima de todas las voces se escuchó una que dijo:

-¡En verdad hemos crucificado a un santo!

-¡No sean idiotas, esto es hechicería! –gritó Caifás.

-¡Tonterías de judíos supersticiosos! –gritó Longino, echó mano a la lanza y hendió el costado derecho de Jesús para comprobar si había muerto. De nuevo se escucharon gritos de asombro porque a través de la herida brotó un chorro de sangre al cual siguió otro de líquido blanquecino. El cuerpo no se movió.

Los cuervos le graznaron a Longino y hubo varios que picotearon la lanza, manchándose de sangre los níveos picos, incluso se lanzaron contra el Centurión, el cual tuvo que cubrirse el rostro con las manos para que no le hirieran los ojos. Por fin pudo librarse de ellos, que fueron a posarse sobre la cruz, dejándole los antebrazos heridos y la capa bermeja hecha jirones.

Longino, furioso, se volvió hacia la multitud.

-¡Vamos, hato de hienas! ¡Fuera! ¡El espectáculo terminó! ¿Acaso no están contentos? ¿No tienen ya lo que querían? –pero los judíos no contestaban. Algunos se retiraban silenciosos. Otros se arrodillaban bajo la cruz. Los cuervos proyectaban los cuerpos hacia ellos, con las alas desplegadas y los picos abiertos.

La muchedumbre, azuzada por los soldados, poco a poco fue desapareciendo. Muchos se volvían de cuando en cuando. Atrás quedaba el Monte de la Calavera sembrado de postes en medio de los cuales sobresalía la cruz oscura sosteniendo el cuerpo de Jesús. Alrededor volaban en círculos los cuervos blancos.

Haceldama

Jerusalén, Judea, Palestina. Año 33 DC.

Judas anduvo caminando alrededor de la ciudad durante toda la tarde. Pretendía hacerlo hasta caer extenuado por el agotamiento y esperaba que Dios, en su infinita benevolencia, lo bendijese con un descanso perpetuo que le permitiera reunirse al fin con el Maestro. Por suerte todos estaban en sus casas disfrutando de la Fiesta y no se veía a nadie en extramuros. Lo que menos necesitaba era que lo importunasen con preguntas, lo persiguieran o intentasen vejarlo. Los últimos acontecimientos pasaban por su mente una y otra vez sin que nada fuese capaz de detenerlos. Tenía el pelo rojizo revuelto, violáceas orlas alrededor de los ojos hinchados, los rasgos enflaquecidos, las arrugas acentuadas. Bajo la túnica, junto al curvo puñal, llevaba el fajo de hojas de papiro protegidas por dos gruesas cubiertas de cuero y a intervalos irregulares tocaba ambos objetos, con los dedos temblorosos, como para comprobar que estuviesen en su sitio.

El sol comenzaba a ponerse. Judas, sin proponérselo, había dirigido sus pasos hacia el Valle de Ennom. Los árboles y la hierba comenzaron a escasear. Poco a poco el suelo se fue tornando arcilloso y coloreándose de una tonalidad rojiza. Los alfareros, desde la fundación de la ciudad, solían acudir a aquel sitio en busca de materia prima para su trabajo. Judas se detuvo y tomó un puñado de arcilla. La contempló durante unos instantes, antes de soltarla, y pensó que a lo mejor el Padre, si hubiese podido escoger, de seguro habría tomado aquella misma para moldear los cuerpos de Adán y Eva. Y si él hubiese podido volver el tiempo atrás y elegir, en lugar de escriba habría sido alfarero. ¡Cuántas penurias se hubiera ahorrado! Ah, qué delicia permanecer toda la vida en Querioth, en casa, moldeando sus piezas, junto a su esposa y sus hijos, alabando cada amanecer a Dios por haberle dado un hogar, un trabajo y una familia. Los tres pilares de la felicidad, hermana gemela de la vida simple. Y no tendría que cargar para siempre con el peso, capaz de volver insignificante la más terrible de las cruces, que el Maestro le depositó sobre los hombros: Alcanzar la inmortalidad en el Reino de los Cielos a expensas de que en la tierra lo creyeran un traidor. Sí, pensándolo bien le hubiese gustado haber sido alfarero, la profesión divina, pues todo parecía indicar que hasta el mismo Dios eligió ese oficio para crear al hombre, sólo que los seres humanos eran vasijas que, a diferencia de las confeccionadas con terracota y endurecidas al vapor del horno, estaban llenos de sentimientos, pasiones, anhelos y sueños, todos ellos buenos o malos. Allí fue cuando el Padre perdió la batalla contra la humanidad: En el momento en que fue capaz de crear la envoltura pero no de impedir la corrupción del contenido.

Judas interrumpió su meditación porque a lo lejos vio a un hombre que intentaba ahorcarse con una soga atada a la rama de una higuera que crecía al borde de un precipicio. La figura le pareció conocida y se apresuró para evitar el desastre. Corrió todo lo rápido que pudo y le gritó varias veces al desconocido, el cual se volvió para mirarlo y por suerte detuvo por unos instantes el infausto ritual. Estaba parado sobre una roca y trataba de anudarse al cuello el extremo libre de la soga.

El acortamiento de la distancia permitió que ambos se reconociesen y Judas gritó:

-¡No, Pedro, detente! ¡No puedes suicidarte! ¡Te condenarás por toda la eternidad! ¡Tienes que vivir! ¡Tenemos que esparcir Sus enseñanzas!

Pedro, viendo que Judas se acercaba con determinación, se esforzó por anudar deprisa la cuerda y cuando lo hubo hecho saltó hacia delante, de suerte que sus pies quedaron colgando en el precipicio, la cara se le enrojeció, las venas de la cabeza y el cuello se le dilataron y su cuerpo comenzó a sacudirse. Judas apuró el paso y pudo llegar a tiempo. Lo aferró por la cintura, lo levantó y con la mano derecha cortó la soga haciendo uso del puñal. Ambos cayeron al piso, Pedro tosió varias veces, se quitó la soga de alrededor del cuello, dejando visible una marca, y su jadeo poco a poco se fue aplacando. Se sentó, con ambas manos apoyadas en el suelo, y luego, de pronto, la emprendió a puñetazos contra Judas mientras gritaba:

-¡Traidor, traidor! ¡Lo entregaste! ¡Siempre lo imaginamos! ¡Nunca, aunque jamás lo demostramos ni lo dijimos, te tuvimos confianza! ¡Demasiado próximo a él, con tus malditos instrumentos de escritura!

Judas trataba de esquivar los golpes de Pedro pero muchos lo alcanzaban en el rostro y el torso. Al mismo tiempo intentaba calmarlo con exclamaciones:

-¡Tranquilo, Pedro! ¡Él lo quiso así! ¡Me lo pidió! ¡No tuve alternativa! ¡Tuve que obedecerlo!

Pedro se detuvo por un momento, confundido. Judas bajó las manos.

-¿Qué dices?

-Que me lo pidió. Durante meses. Lo quiso así. ¿Recuerdas la mañana, antes de la Fiesta, en que conversamos aparte, Él y yo?

-Claro que la recuerdo.

-Fue entonces cuando me dijo que debía entregarlo. Quería; aunque a veces dudaba, emplear la muerte como un viaje hacia el Reino de Su Padre.

-¡Mientes! –gritó Pedro- ¡Blasfemo! ¡El Rabí jamás hubiese querido dejarnos! ¿Cómo pudiste? ¡Te mataré! ¡Nunca nadie leerá tu maldito libro! ¡No mientras yo pueda impedirlo! –y reanudó la golpiza.

Judas, airado por las ofensas, comenzó a defenderse y así estuvieron intercambiando golpes hasta que Pedro sacó su puñal con rapidez. Judas apartó el tronco ante la estocada pero la hoja, manchada aún con la sangre seca de Malco, lo alcanzó en un costado. Judas se llevó una mano al sitio de la herida, la sangre comenzó a brotar y Pedro aprovechó el descuido y la sorpresa de su oponente para empujarlo por el barranco.

Judas cayó por el despeñadero y su cuerpo dio varios topetazos contra las rocas durante la caída. Pedro se asomó al barranco y miró el cuerpo ensangrentado que yacía, bocabajo en la sima, con los miembros separados del tronco. Aferró con rabia el pedazo de cuerda que se había anudado alrededor del cuello, lo lanzó hacia abajo para que cayera sobre el apóstol maldito, luego escupió y dijo:

-Tienes lo que mereces –y echó a andar hacia la ciudad.

Judas estuvo tirado durante horas en el fondo del precipicio. Cuando abrió los ojos, como lo rodeaba la oscuridad, pensó que había muerto; pero la ardentía en el sitio donde recibió la cuchillada y el dolor causado por los golpes le indicaron lo contrario. Lo primero que hizo una vez recobrado el sentido fue comprobar si llevaba el libro bajo la túnica. En efecto, aún estaba allí. Y en tan buena posición que había servido para frenar en parte el impulso del puñal, cuya hoja hendió primero la cubierta de cuero y sólo después, ya enlentecida, pudo alcanzar la piel. Intentó levantarse y le costó mucho trabajo. Tenía moretones por todo el cuerpo y le dolían los miembros. A pocos pasos logró distinguir la cuerda que Pedro había tirado y junto a ella el tronco medio seco y encorvado de un arbusto. Arrancó la planta, le quitó las pocas ramas que le quedaban y en un extremo le enroscó la soga a modo de empuñadura. Con el improvisado bastón pudo emprender la marcha, que no por ello dejaba de ser dificultosa. Las pupilas se le acostumbraron a la oscuridad y como sabía que iba a costarle mucho salir de allí durante la noche y estaba expuesto a los peligros que las fieras representaban se dedicó a buscar refugio para descansar y reponerse. No tuvo que andar mucho para encontrar, bajo una roca prominente, una oquedad de angosta entrada en la cual cabía un hombre encorvado. Entró allí, se tendió sobre su manto, puso el libro a modo de almohada, al lado ubicó el cuchillo y con el bastón bloqueó en parte la entrada. Por primera vez pasó una mano por su herida, cubierta de sangre seca. Apenas dolía. A lo lejos aullaban las hienas y los chacales, alternando sus siniestros alaridos con el canto de los gallos, por lo cual dedujo que era de madrugada. La algarabía de las aves le trajo reminiscencias del día anterior y su corazón fue colmado por la pena. Pedro, quien había negado tres veces al Rabí antes de que el gallo cantara y se escuchase el ulular de los perros, ni más ni menos que Pedro se había atrevido a agredirlo con un cuchillo y llamarle traidor, a él, al discípulo que el Rabí escogió para llevar a cabo el sacrificio supremo. Los injuriosos gritos todavía le resonaban en la cabeza: “¡Traidor! ¡Traidor! ¡Blasfemo!, ¡nunca confiamos en ti! ¡Siempre cerca de Él con tus malditos instrumentos de escritura! ¡Nunca nadie leerá tu libro! ¡No mientras yo pueda impedirlo!”. Ah, Pedro, cuánta rabia y cuánta mentira contenidas en tu furia y cómo te habías equivocado en tus afirmaciones. El Rabí llevará en su corazón, en el Reino de la Vida Eterna, el lastre de los pecados de todas las almas del mundo. Yo llevaré el peso de una historia tergiversada. Ni soy traidor, ni blasfemo, ni podrás impedir que mi libro sea leído para que la verdad se sepa. Porque regresaré a Querioth y haré cientos, miles de copias para llevarlas hasta los más perdidos rincones del mundo. Consagraré a ello el resto de mi vida, la cual será larga, estoy seguro. Si Dios me hizo escriba, si el Rabí me escogió, si pusieron en mis manos una pluma, tinta y hojas de papiro, fue para esto. Por más que pretendan ocultarle a las generaciones venideras el contenido de mis escritos, tergiversarlos, hacerlos desaparecer, usar otros para ensombrecerlos, destruirlos o sepultarlos, siempre saldrán a la luz, porque la verdad los hará flotar sobre las aguas de la vida, desde el fondo de las tinieblas, como saldré yo mañana de aquí en cuanto los albores del día me permitan orientarme. Dejaré atrás, dalo por seguro, la arcilla del Haceldama, del Campo del Alfarero, ahora enrojecida aún más con mi sangre. Como se enrojeció con la sangre del Rabí el suelo del Monte de la Calavera al pie de la Cruz que sólo hoy alcanzo a comprender por qué es instrumento de perdón y no de suplicio. Como mi madre lo vio en su sueño. Amén.

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