El entierro de Manuel Valbuena

El entierro de Manuel Valbuena

Darvyn

23/12/2022

(Septiembre, 1996)

A las cuatro de la tarde de aquel viernes, como era costumbre todas las semanas, mis hermanos mayores y yo nos pegábamos frente al televisor para ver nuestro programa de acción favorito. Antes de que empezara el programa, igual que siempre en esos días, yo tenía que sufrir las torturas de mi hermano mayor, Daviel (siete años mayor), que en aquel día consistían en colocarse detrás de mí, mientras me doblaba el brazo, y con su otro brazo darme cosquillas–que combinadas con el dolor del brazo retorcido, eran insoportables. Yo solo tendría que chillar de dolor (ganas no me faltaban, claro está) para que mi otro hermano mayor, David (ocho años mayor), me defendiera. Yo sabía que si David intervenía en mi defensa, eso sólo contribuiría a crear mayor tensión y hostilidad entre Daviel y yo. No me gustaba particularmente aquel programa que mis hermanos veían todos los días religiosamente por las tardes, no era mi elección verlo, pero si no lo veía, entonces no vería nada. Lo que me gustaba era que, por medía hora, los tres nos olvidábamos que éramos hermanos–o al menos me olvidaba que yo era el menor y que ellos eran mayores; por media hora éramos iguales.

Ya la voz del locutor anunciaba que el programa iba a empezar, mi hermano soltó mi brazo y lo dejamos así, sin resentimientos; nos sentamos en el suelo, pegados al televisor, cuando escuchamos un griterío familiar, en la calle. No le pusimos atención–no lo hacíamos cuando eran las 4:00 pm y no era un sábado o un domingo.

Más temprano ese mismo día, alrededor de las doce, cuando iba de camino a la casa solo (mis hermanos se suponía que debían haber ido a buscarme, pero como no llegaban, y me encontraba solo frente a la escuela–ya los otros niños habían sido recogidos por sus parientes–, decidí emprender el camino a casa por mi cuenta) en la calle, vi a alguien a quien le tenía pavor, aunque sin fundamento, pues el Loco Manuel, o la Loca Manuela, como le decían algunos, sólo atacaba a las mujeres–en especial a las más coquetas y hermosas–, desgarrándoles la blusa o la falda (si la tenían) o halándoles el cabello hasta que gritaban de dolor.

Iba caminando en la acera cuando de repente apareció, a cuatro casas de distancia, caminando hacia mí, moviendo las caderas de derecha a izquierda, como imitando los movimientos de una mujer, sin mucho éxito. Tenía puesto una blusa a todas vistas femenina, la cual le quedaba tan ajustada que se le subía hasta el pecho velludo, dejando libre su abdomen gordo, flácido y también lleno de rosquillas de vello; el grotesco atuendo que portaba era completado con unos shorts que, al igual que la blusa desgastada, también se le subía por entre los glúteos, acentuando los testículos, que ante la presión, daban la desagradable imagen de ser enormes, y que casi se le salían de entre las mangas de los shorts, provocando que a uno le dieran ganas de arrancarse los ojos con las uñas. Detrás de él lo venían persiguiendo un grupo de niños, de alrededor de la edad de mis hermanos, gritándole “¡Maricón!”, “¡Loca!”, “¡Culo partido!” a todo pulmón, mientras le arrojaban piedritas que no podrían causarle lesiones graves; menos para lastimarlo y más para humillarlo.

Para mi alivio, el loco, viéndose a sí mismo acorralado–pero riendo como si se le desquebrajara el esqueleto–, cambió de dirección en la esquina más cercana, a dos casa de distancia de mí. La pandilla lo siguió, hasta que finalmente lo perdieron de vista, pues ya no podía escuchar su griterío.

Ese era el mismo griterío que mis hermanos y yo escuchamos al poco tiempo de dar las cuatro, pero no le dimos mucha atención, porque no era la primera vez que lo escuchábamos o, mejor dicho, formábamos parte de la algarabía. Nuestra madre nos había exigido que no nos uniéramos a la turba de niños que apedreaba al loco de vez en cuando por semana cerca de nuestra de casa, ni mucho menos, que nos hiciéramos cómplices en la acción. Teníamos, a esa hora, algo mucho mejor que ver.

Luego, empecé a notar algo distinto entre los gritos y los insultos; sonaban, digamos, un poco más serios–los gritos sonaban más adultos, por así decirlo, y por lo tanto la gravedad del asunto estaba en otro nivel. Pero decidí no darle más atención, decisión que mis hermanos no compartieron, porque ellos también notaron lo mismo que yo. Empujándose para poder tomar el mejor lugar, se subieron al sofá para ver mejor a través de la ventana, la cual daba hacia la calle.

Como nuestra pequeña tradición semanal estaba ya en disrupción, traté de unirme a mis hermanos para ver lo que ellos veían.

–¿Lo viste? –dijo Daviel a David–Parece que la Loca Manuela se metió en donde estaba el “Bar Colonia.”

–Es un pendejo–dijo David. –Ahora si es verdad que lo van a matar con las piedras que hay allí.

El “Bar Colonia” era un bar que desde hacía mucho tiempo estaba desocupado; los dueños lo vendieron y los nuevos propietarios decidieron demolerlo porque el edificio se encontraba en muy mal estado, estructuralmente hablando. Estaba ubicado al otro lado de nuestra calle, a tres casas de distancia, en la esquina. El local quedó reducido a un montón de bloques rotos, ladrillos desgastados, botellas de cerveza rotas y demás objetos metálicos. Cuando David dijo que lo iban a matar por haber entrado allí, se refería a esos escombros. Pensó que los niños, al quedarse sin piedras que probablemente habían recogido en la calle y que, al agotarse éstas, tomarían las que allí había, lo que aumentaría las probabilidades en gran medida de causarle heridas graves, o la muerte.

Daviel abrió la puerta para salir a la calle, sin que David pudiera protestar, pues él nos tomó por sorpresa. David, en vez de amonestarlo, lo siguió; y yo lo seguí a él.

En efecto, el loco se había metido, para su infortunio, en los escombros del bar en ruinas y ya los niños lo tenían rodeado para cuando mis hermanos y yo llegamos. Pero, había personas a las cuales no reconocíamos y que no encajaban en la edad promedio de los que usualmente le arrojaban piedras; esas personas, en su mayoría hombres jóvenes quienes obviamente no pertenecían a la comunidad, permanecían pasivos, aunque expectantes. Yo era muy joven, pero sabía que no estaban allí sólo para mirar el espectáculo; tenían un aire hostil que hasta el más forastero entre nosotros podría percibir.

La multitud de jóvenes estaban de pie sobre los bloques rotos. Nuestro hermano Daviel, estaba del otro lado del círculo de personas, observando, pero sin tomar parte activa en el apedreamiento, debido a la orden directa de nuestra madre. Me di cuenta, que mi hermano David no sabía que estaba justo detrás de él. Y, él mismo, estaba demasiado distraído viendo y escuchando el alboroto provocado por los perseguidores–y el loco, partido de la risa–como para siquiera acordarse de mí. La verdad es que nadie parecía percatarse de mi presencia (yo era muy bajito, incluso para mi edad).

Aquellos que ya no lanzaban piedritas sino escombros de tamaño considerable, no apuntaban a la cabeza, como siempre lo hacían, sino a los pies, más bien al lugar cercano a sus pies; era claro que la Loca Manuela no estaba en peligro inminente. Tal vez la multitud disfrutaba más del morbo causado por el peligro en el cual se encontraba el loco; quizá por eso se quedaban, esperando que, algunos de los pedazos de bloque lo alcanzaran y así tener algo de qué conversar más tarde. Entonces, Manuel lanzó un grito de dolor al aire que nos asombró a todos. Nadie supo de donde vino el pedazo de bloque que alcanzó a Manuel en el hombro. Hasta los niños que lanzaban las piedras, quienes se escaneaban a si mis mismos con la mirada para ver si alguno de ellos había lanzado el pedazo de bloque, fueron tomados también por sorpresa.

Manuel, cuya expresión había cambiado a una de desconcierto, escrutaba la multitud con incredulidad y, diría yo, con cierta decepción en la mirada, cuando pude ver como lo alcanzaba a toda velocidad otro pedazo de bloque en el abdomen, provocando que el loco repentinamente se inclinara en torno a su parte media, llevándose los brazos al mismo lugar donde lo habían alcanzado. La multitud ya no gritaba de alegría ni abucheaba al loco con hilaridad. Todos nos pusimos serios.

–¿Viste a esos tipos raros? David–le preguntó María Isabel a mi hermano mayor, sujetándole el brazo. Ella siempre tuvo un interés romántico hacia mi hermano, que no era recíproco de parte de éste– Me dijeron que lo venían persiguiendo desde el barrio La Pólvora.

–Entonces, ¿esos son los tipos que lo están jodiendo con los pedazos de bloque? –dijo mi hermano.

Los tipos raros que no pertenecían a la comunidad–quienes para mi gran sorpresa parecían ser más de una docena–tomaron el protagonismo de la acción, haciendo a un lado a los niños que al principio lanzaban las piedras.

–Si. Lo vienen persiguiendo desde La Pólvora, pero entonces esos niños, como lo vieron corriendo hasta acá, se pusieron a lanzarle piedritas también

–Pero, ¿por qué?

–¿Cómo que por qué? –dijo María Isabel–Por lo mismo de siempre, ¿tú qué crees? Estoy segura que agarró a una pobre estúpida y la dejó en pelotas en la calle. Y estoy mucho más segura, que esa estúpida es novia de alguno de esos tipos. Tarde o temprano se iba meter en un barrio peligroso y…

El loco, mientras trataba de escapar, fue alcanzado en la cabeza por un trozo de botella rota. Gritó como un niño a quien le estaban dando una paliza por haberse portado mal. Cayó de espaldas sobre los escombros al ser alcanzado por lo que parecía ser un pedazo metálico retorcido, gritando de dolor y pidiendo ayuda. Es irónico, pero en ese momento de su angustia, mientras rogaba que alguien lo auxiliara, me pareció el más lúcido (el menos loco) de entre todos los que estaban allí, viéndolo sufrir por la angustia y el dolor; nadie movió un dedo por él. Tal vez por miedo a los extraños, o probablemente porque no les importaba, no hicieron nada para ayudarlo. En cuanto a mí, al llegar las cosas a tal extremo de brutalidad, ya quería marcharme. Quise hacerle saber a David que estaba allí, pero no pude encontrarlo (María Isabel también se había marchado): estaba solo entre extraños, quienes no se daban cuenta de mi presencia.

Vi como Manuel, cuyas heridas–en piernas, brazos y cabeza–sangraban, se llevaba los antebrazos a la cabeza, gritando de dolor, suplicando por piedad, pero sin recibirla. De pronto alguien–tal vez el líder de la pandilla–dio la señal de alto. Manuel lentamente dejo de cubrirse, como para ver a sus agresores y suplicarles con la mirada que lo dejaran marcharse con vida.

A pesar de la brutalidad de la escena, las personas que se encontraban presentes, aunque aterrorizadas por lo que veían, parecían crecer en número, porque bloqueaban mi campo visual. Tuve que arrastrarme, sin ser notado, por entre las piernas, las cuales, también, parecían aumentar en tamaño y anchura entre una y la otra. Ahora, en el grupo de jóvenes, se podía ver a personas de mayor edad; algunos ancianos, inclusive.

Manuel se estaba incorporando, sentándose sobre los escombros. Parecía querer hablar, pero algo se lo impedía, tal vez el pánico, porque sus agresores comenzaban a cerrar el círculo a su alrededor, pero aún yo podía ver todo con claridad. En el momento en que empezaba a erguirse, su cara dio vuelta bruscamente hacia su izquierda, como si una mano grande y musculosa la hubiese abofeteado; alguien le había lanzado un pedazo metálico–que probablemente había sido parte de una de las vigas–justo al lado derecho de su cara, volviéndolo a acostar sobre los escombros del bar abandonado. El pedazo de hierro cayó justo al frente de unos de los agresores, quien estaba de pie en el lado opuesto del que lo lanzó; él lo tomó, sopesándolo de mano en mano, con una mueca dibujándose en su cara, mientras hacía malabares con el objeto.

La expresión del rostro de Manuel era tal, que parecía no estar vivo pero moviéndose, como muerto en vida. Su boca estaba abierta, enrojecida por dentro; sus ojos se movían hacia los lados, al cielo y hacia el suelo, sin mirar realmente, porque el dolor que se hacía presente después del shock del impacto no los dejaba enfocarse. Un nudo de saliva le salía por entre la comisura del labio, enredado entre un hilillo de sangre que, tan pronto empezó a salir, no tardó mucho en teñir de rojo todo lo que le salía por la boca. Se podía ver que aquella fuga de fluido sanguíneo no era lo suficientemente intensa como para drenar la sangre que se acumulaba a borbotones en la boca herida del loco.

Grito tan fuerte, que la sangre salió expulsada como si un cañón de aire comprimido la hubiera disparado. Su grito sonaba como si se le desgarrara la garganta; como si la muerte fuera inminente. Eso fue lo que colmó mi horror, porque ya no era un juego (Manuel ya no se partía de la risa­­­­­­­), sino un obvio intento de homicidio–sabía que lo querían matar. Traté de marcharme, pero había tanta gente que apenas podía moverme de donde estaba parado.

–¡Kevin! –escuché a alguien llamándome.

–¡Kevin! ¡Dónde estás! –alguien llamó de nuevo, pero esta vez sí pude reconocer la voz, era mi hermano David; su voz lo hacía sonar asustado, tal vez lo pensé así, porque yo también lo estaba.

Tuve que agacharme, y luego gatear por entre un bosque de piernas, hasta que pude ver la calle y, un poco más lejos, mi casa, con David junto a la entrada, escaneando frenéticamente con sus ojos a la multitud en la que yo estaba. A pesar del rumor ensordecedor que hacía la gente que estaba presente, y el de aquellos que llegaban en grupos cada vez más grandes, podía escuchar los gritos de Manuel, quien ya no articulaba palabra alguna, sólo, “¡AAAH!” con todo el aire que podía exhalar, como cuchillas que cortaban el aire.

Cuando finalmente pude salir, vi a muchas personas corriendo, de ambos lados de la calle, hacia donde yo estaba. Noté a gente de todas las edades, de ambos sexos, excepto a los que realmente debieron estar allí casi desde el principio, la policía.

–¿Se puede saber qué hacías tú allá? –me preguntó David, cuando llegué a la entrada de nuestra casa.

–Yo estaba contigo–le dije–, pero tú después te fuiste y no pude encontrarte.

–¿Desde cuándo estabas allá?

–Llegué allá contigo, pero no te diste cuenta, ¿verdad?

–Ok. Entonces, ¿por qué no me seguiste cuando me fui?

–Cuando quise irme no te pude encontrar…

–Bueno, no es como si te hubieras perdido–dijo David, llevándose las manos a la cintura. Siempre me pareció gracioso cuando hacía eso, como si imitara a nuestra madre. Cuando ella estaba en el trabajo, David heredaba su rango dentro y fuera de la casa, al menos cuando se trataba de mí, porque de Daviel ni se diga. –Tú sabes muy bien donde queda la casa.

Me encogí de hombros porque ya no tenía nada más que decir al respecto. Luego, noté algo extraño, que no supe deducir con claridad…, como si faltara algo en aquel ambiente fuera de lo normal. Pude ver que David, también había empezado a notarlo; nuestras miradas se encontraron y lo supimos.

Manuel ya no gritaba.

David y yo nos quedamos viendo a la multitud reunida en la esquina, sin saber muy bien qué hacer, tal vez esperábamos que alguien viniera a decirnos lo que ya sospechábamos. Yo esperaba que María Isabel viniera a contarnos, entonces noté, que ella se nos había unido desde hace algún rato (recordé que ella y David habían desaparecido al mismo tiempo y que probablemente estaban en mi casa) y que no me había dado cuenta. Del mar de gente vimos salir a Daviel, de quien me había olvidado totalmente. Luego, miré la cara de David, en la cual se podía ver pintada su desaprobación con un brochazo de impotencia, porque sabía que él no se tomaba en serio su superioridad de hermano mayor. David tuvo que tragarse sus amonestaciones.

–Lo mataron–dijo Daviel, aspirando aire–. Cuando estaba medio muerto, los tipos del barrio La Pólvora le agarraron los brazos, entonces vino otro y lo remató con un pedazo de hierro así de grande–dijo, mostrándonos el tamaño del objeto con sus manos–. Le reventaron el cráneo, yo lo escuché romperse. Su descripción me hizo pensar en el extraño que recogió el pedazo de metal; el malabarista.

–Cuando mi mamá llegue, no le vayas a decir nada–dijo David–. Ni se te vaya a ocurrir decirle algo como eso, ni siquiera diciéndole que otro te lo dijo, porque no te va a creer.

–Yo sé. Además, no es a mí a quien tienes que advertir sino a éste–dijo Daviel, haciendo un pico con sus labios, apuntando hacia mí.

David y María Isabel me miraban, como esperando confirmación de mi parte.

–Yo no voy a decir nadar–dije–, si ustedes no dicen nada, claro.

María Isabel se fue para su casa y mis hermanos y yo entramos a la nuestra. Lo único que podíamos hacer era ver televisión y pensar en lo sucedido, sin prestarle mucha atención a lo que veíamos.

Nuestra madre llegó a las 6:15 pm–usualmente llegaba a las 7:00 pm, excepto los viernes. Tan pronto entró a la casa nos llamó: ya sabíamos lo que quería preguntarnos.

Antes de que David pudiera hablar (siempre era el primero en hacerlo en estas situaciones), mamá dijo:

–Díganme la verdad–dijo ella, cortante–. Ustedes estuvieron allá viéndolo todo, ¿verdad?

Odiaba cuando se formaba ese silencio; cuando nuestra madre nos hacía una pregunta, de la cual ya parecía saber su respuesta, pero que de responderla nosotros, significaría un castigo ejemplar–aunque no para mí, para mis hermanos, quienes me lo harían pagar más tarde, cuando mamá no estuviera presente para defenderme.

David rompió el silencio:

–Lo único que vimos fue al gentío en la esquina donde estaba el bar. Nos quedamos en la acera de la casa–Era la más plausible mentira que podía decir. Daviel había sugerido que le dijéramos a mamá que no salimos de la casa porque estábamos viendo televisión. Una sugerencia que fue rápidamente descartada por David, pues él sabía que mamá jamás creería que nosotros escuchando aquel alboroto y los gritos de agonía del loco no saldríamos siquiera a asomarnos a ver qué pasaba.

Pero aun así, mamá parecía escéptica.

–Entonces, me están diciendo que no fueron a ver como mataban a ese pobre hombre y que no llevaron a Kevin con ustedes, ¿eso es lo que me estás diciendo?

–Sí, nos quedamos en la entrada de la casa–dijo David–. Kevin se sentó en la acera, pero no fuimos a ver nada.

Nuestra madre se quedó en silencio, sin vernos, como tragándose la mentirilla que le habían dicho. Nos dijo que se iba a su cuarto a quitarse la ropa y vestirse con la que usaba usualmente cuando estaba en casa. Cuando ya estaba dentro, llamó a Daviel a su cuarto.

David y yo entonces supimos que se había creído la pluralidad de la mentira de David, al menos el mínimo (David y yo), pero que Daviel no estaba incluido.

Sin mirarnos, Daviel se fue, resignado, al cuarto de mamá. Cuando escuchamos a éste cerrar la puerta tras de sí, fuimos a pegar el oído, con mucho cuidado, a la puerta.

–¿Y tú?–preguntó mamá–¿Me vas a decir que no estuviste allá, viendo como mataban al loco?

–La verdad es que yo quería ir, pero David no me dejó, diciendo que te iba a decir si me iba para allá–Su mentira sonaba creíble, al menos para nosotros.

–Tú entiendes que lo que le hicieron a ese hombre no está bien, ¿verdad? Yo te prohibí que le lanzaras piedras porque eso no está bien; eso no se le hace a nadie, así los demás muchachos lo hagan. Hasta verlo está mal. ¿Entiendes?

No escuchamos que Daviel respondiera–imaginé que movió la cabeza de arriba a abajo en afirmación a la pregunta de mamá.

–¿Sí o no? Respóndeme–dijo mamá.

–Sí, mamá, yo entiendo–dijo finalmente Daviel.

Cuando escuchamos movimiento dentro del cuarto, David me tomó de brazo y me llevó hacia la sala.

En aquel momento tenía la certeza (y estaba seguro que David también la tenía) que Daviel nos delataría; que sintiéndose acorralado, diría que todos estuvimos allá, viendo como apedreaban a Manuel hasta matarlo, pero no lo hizo y mamá tuvo que conformarse con nuestra versión.

Más tarde en la noche, alrededor de las 8:00 pm, nuestro abuelo político nos dio una visita sorpresa. Él era una de esas personas que se llevaba bien con todo el mundo y que, por lo tanto, sabía todo lo que pasaba en la comunidad. Y, por su puesto, él ya sabía todo lo que había pasado aquella tarde. Nos dijo que la policía había llegado diez minutos después de consumado el hecho; que interrogaron a algunas personas, como para tener una versión clara de lo que había pasado, pero que nadie había sido arrestado; y que después, la policía científica se hizo presente para llevarse el cadáver, pero sin siquiera recolectar algún objeto que pudiera catalogarse como evidencia.

–¿Notificaron a la familia del loco?–preguntó mamá–Y, hablando de eso, Julio–él era su padrastro, pero nosotros lo llamábamos abuelo–, ¿usted conoce a la familia de ese tipo?

–Supuestamente son de apellido Valbuena–dijo Julio.

Nos contó que la familia de Manuel lo había corrido de la casa porque supuestamente una vez, cuando Manuel tenía doce años, su madre lo encontró en su cuarto con otros muchachos, desnudos y teniendo relaciones sexuales. Que desde entonces estuvo viviendo en las calles, sobreviviendo de las sobras de comida que le daba la gente que se apiadaba de él y de las limosnas que mendigaba en el centro de la ciudad.

–Al parecer esa gente–dijo Julio, refiriéndose a la familia de Manuel–no quiso reclamar el cuerpo del loco, por lo que (así me lo dijo doña Fernanda, que ustedes saben es mamá de un policía), tiraron el cuerpo al Hades.

El Hades del que hablaba Julio, era el nombre que le había dado la gente al basurero municipal, donde los camiones que recogían la basura de las comunidades de la ciudad, tiraban la basura. Algunos le decían el purgatorio, otros lo llamaban la cochinera, pero el nombre que estaba de moda en aquel entonces era el Hades, probablemente porque se estaba rumoreando entre la gente que en aquel lugar estaban tirando cadáveres humanos, sin saberse su origen o causa de muerte. Julio, a través de un rumor proveniente de la supuesta madre de un policía que no se sabía si estaba de servicio en donde mataron a Manuel, nos lo había confirmado, y si el abuelo Julio lo decía tenía que ser verdad.

El lunes, después de salir de clases, mientras exasperadamente esperaba, por alrededor de treinta minutos, que alguno de mis hermanos viniera a recogerme–ya daban las doce y media–, vi a uno de los profesores tirar al cesto de basura un periódico–el diario “La Colmena”–; y pensé “Ahí debe de estar la foto del loco muerto.” Todos los lunes, al igual que éste, “La Colmena”, como todos los inicios de semana, acostumbraba publicar en su última página fotografías muy gráficas (demasiado gráficas) de los sucesos del fin de semana, en especial, de personas asesinadas de las maneras más brutales que se podían encontrar por toda la ciudad: cuerpos en descomposición–donde se los podía ver negros, inflamados de gases, con la boca abierta, la lengua negra e inflamada hacia afuera y con los dientes desfundados hasta las encías, también negras; cuerpos de niños, de cualquier edad–para “La Colmena”, no había límite de edad para esto; cuerpos de mujeres encontradas entre matorrales, abandonadas por sus asesinos/violadores, desnudadas, aporreadas, ultrajadas, con expresión de horror, tristeza y resignación. Todas estas cosas la había visto, casi todas las semanas, ya a la edad de seis, gracias al solícito trabajo de este diario, en buscar–y encontrar–los cuerpos de desafortunadas personas sometidas a las más deshumanas maneras de ponerle fin a sus vidas.

En el mes de mi cumpleaños, en julio, vi, sin querer ver, pero vi de todas formas, la foto de un tal Cirio, a quien llamaban “El loco saltarín”, porque supuestamente tenía la mala costumbre de entrar a los patios de las casas para robarse lo que sea que encontrara: mangueras (nuevas o desgastadas), jabones, palas, sillas, mesas, gatos y perros; lo que fuera que estuviera en sus manos tomar. Lo mataron a machetazos; vi, con lujo de detalle, los machetazos en su carne, como se veían las heridas full de sangre coagulada, sus ojos abiertos hasta donde humanamente era posible, con una mueca horrible dibujada en donde estaba la boca. El diario “La Colmena” ciertamente no tenía reparos en causarles pesadillas a los niños, y a adultos también.

Debido a esto, yo esperaba ver en la última página de “La Colmena” lo que no pude ver el viernes pasado: a Manuel “Loca Manuela” Valbuena, muerto y cubierto en sangre. Así que me acerqué, con mucho cuidado de no ser visto, hasta el cesto; tomé el diario y lo metí dentro de mi bolso–sentí que se aproximaban personas, por lo que decidí llevármelo a casa, para poder verlo en la privacidad de mi cuarto.

Para mi fortuna, aquella tarde mis hermanos habían salido a la calle, por lo que no habría peligro de ser descubierto. Saqué el periódico y pasé de página en página, sin apuros, viendo las fotografías, pero sin leer–debo admitir que para entonces mis habilidades de lectura eran casi nulas–, disfrutando de las caricaturas y los fragmentos de comics, hasta lentamente llegar a la sección de sucesos, al final. Al llegar a la última página, encontré a Manuel exactamente como esperaba encontrarlo: cubierto en sangre, tirado sobre los escombros del otrora “Bar Colonia”, con los brazos distendidos por encima de la cabeza, como protegiéndose, incluso muerto, de las pedradas, pero sin éxito. Su rostro, en cambio, no se podía distinguir–claramente, al final, fue el receptor de las pedradas que dieron muerte al desafortunado.

Pero había algo más en la fotografía, algo intangible, que sólo podría describirse con la palabra tristeza. La fotografía tenía un aura de tristeza. Eso me conmovió, algo que no había sentido antes. Me hizo consiente de que algún día, también moriría, inevitablemente. Ver a Manuel acostado, cubierto en su propia sangre, él, quien nunca le había hecho daño a nadie, me hizo ver la gran impunidad del hecho en el cual yo estuve presente, en sus inicios. La fotografía me cubrió con su aura–ahora yo estaba triste, y en aquel momento no entendí por qué. No sabía qué hacer para dejar de sentirme así.

Luego recordé algo muy extraño que había hecho durante la Semana Santa de aquel año.

Por primera vez vi la historia Jesucristo y su crucifixión en una película. Me gustó mucho, excepto la parte cuando lo capturan, lo torturan y lo ejecutan; ni siquiera su resurrección hizo que me gustara. Al día siguiente, mientras jugaba con soldaditos plásticos verdes–de esos que vienen de pie sobre una plataforma que me recordaba a una tabla de surfear–en el patio, recordé la crucifixión; eso me dio una idea (un poco morbosa, debo decir). Tomé a uno de los soldaditos y lo enterré en un hoyo que había escarbado con las manos, no muy profundo. Después de enterrarlo, hice una cruz con dos palitos secos; amarré los palitos con fibra del tallo de una rama seca. Clavé la pequeña cruz por encima del bulto de tierra donde estaba enterrado el soldadito surfeador. La tumbita estuvo escondida detrás de una planta de flor cayena todo el fin de semana, hasta que una repentina lluvia desenterró al soldadito y desapareció la cruz de madera. Mientras la tumbita estuvo allí tuve conciencia de ella todo el tiempo, como si hubiera enterrado a una persona real. Pensar eso me daba terror, especialmente cuando estaba solo en la casa; la lluvia se encargó de hacer lo que yo hubiera hecho un día más tarde.

Recorté la fotografía de Manuel del periódico, fui al patio, al mismo lugar donde había enterrado al soldadito y la enterré, al abrigo de la cayena y lejos de los ojos de mis hermanos y madre. Hice una cruz parecida a la que había hecho para el soldadito y la clavé a modo de tumba, por encima del bulto de tierra. Pero, a diferencia del ritual anterior, no sentí temor. De hecho, me sentí bien por la memoria de Manuel. El abuelo Julio nos había dicho que al cadáver de Manuel lo habían tirado al basurero municipal, al Hades, como si fuera un perro callejero, para ser devorado por lo perros que allí había. Por saber esto, hice de cuenta que el cuerpo de Manuel estaba enterrado en mi patio, con su cruz, con el respeto que se merecía.

Hice de cuenta que había enterrado a Manuel Valbuena. Hasta el día de hoy, que yo sepa, su “cuerpo” sigue allí.

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