Vivimos, sí, en una era donde la piel se ha vuelto tan fina que el roce más leve se siente como una laceración profunda. Un tiempo de trincheras invisibles, donde cada individuo se parapeta tras sus convicciones, listo para el asalto verbal, para la defensa visceral.
La reflexión, ese pausado ejercicio del intelecto, parece haber desertado del campo de batalla de las ideas. En su lugar, impera la reactividad, el impulso primario de señalar al «otro» como el depositario de la sinrazón.
La sensibilidad exacerbada, cual nervio expuesto, nos impide siquiera esbozar una perspectiva personal sin que se interprete como una declaración de guerra. Intentamos, con cautela, dibujar los contornos de nuestro propio universo perceptivo, insistiendo en la validez de una mirada individual, pero la respuesta, a menudo, es un eco airado que divide al mundo en dos bandos irreconciliables: los iluminados poseedores de la verdad y los desorientados habitantes de la ignorancia.
Olvidamos, en esta vorágine de juicios sumarios, la naturaleza intrínsecamente subjetiva de la experiencia humana. Cada mente es un crisol donde la realidad se funde y se moldea según las vivencias, las creencias, los miedos y las esperanzas. Lo que para uno es una verdad ineludible, para otro puede ser una sombra distorsionada. Pero en lugar de detenernos en la orilla de esta diversidad para contemplar el rico paisaje de la diferencia, preferimos lanzar piedras de incomprensión, atrincherándonos aún más en nuestras posturas.
Y así, el ciclo se perpetúa. La falta de análisis precede a la acción impulsiva, el dedo se dispara antes de que la mente siquiera intente comprender el blanco. Nos sentimos atacados, heridos en nuestra susceptibilidad, y respondemos con la misma virulencia, alimentando una espiral de confrontación que nos consume.
Es imperativo, entonces, rescatar del olvido esas nobles facultades que nos distinguen como seres pensantes: la aceptación, el respeto, la empatía. Necesitamos aprender a calzar los zapatos del otro, a sentir el peso de sus cargas, a vislumbrar el mundo a través de sus ojos. Solo así podremos desmantelar estas trincheras invisibles que nos separan y construir puentes de entendimiento.
Es urgente nutrir esa esencia intangible que reside en nuestro interior, esa alma que, al fin y al cabo, es nuestra posesión más genuina. ¿De qué sirve acumular títulos y reconocimientos externos si nuestro mundo interior se marchita, si la compasión y la bondad se atrofian? Sería una inversión vana, un esfuerzo fútil. Porque al final, somos definidos no por lo que poseemos, sino por lo que hacemos y, fundamentalmente, por lo que damos. La verdadera riqueza reside en la calidad de nuestro espíritu, en la capacidad de conectar con la humanidad que reside en cada uno de nosotros, más allá de las trincheras de la sensibilidad exacerbada.
Autora; Naiz Francia Jiménez D’arthenay
Fecha 06/04/2025
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