El Eco de los Secretos

Elaborado por: Ordiano Robles Andrea Guadalupe 

En una pequeña ciudad costera, envuelta en la neblina de un otoño, vivía Laura, una joven periodista ansiosa por encontrar una historia que le permitiera sobresalir en su carrera. Había oído rumores sobre una mansión abandonada en el borde del acantilado, la Casa del Eco, llamada así porque se decía que las paredes repetían las palabras de los visitantes mucho después de que se hubieran ido. Nadie en la ciudad se atrevía a acercarse, pero Laura decidió que era la oportunidad perfecta para desentrañar un misterio y quizás, al mismo tiempo, conseguir la historia que había estado esperando.

Una noche, equipada con una linterna, una cámara y una libreta, Laura se dirigió hacia la mansión. El camino hacia la casa estaba cubierto de enredaderas y maleza, lo que hacía difícil avanzar. Al llegar a la puerta principal, notó que estaba entreabierta. Empujó suavemente y la puerta chirrió en un tono que parecía un lamento. Entró y sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

Comenzó a explorar la casa, encontrando habitaciones llenas de muebles cubiertos con sábanas blancas y cuadros antiguos que parecían observarla con atención. Tomó algunas fotos y anotó sus impresiones, intentando ignorar el creciente sentimiento de inquietud que se apoderaba de ella. Al llegar al salón principal, encontró un viejo piano cubierto de polvo. Decidió tomar un breve descanso y se sentó en una silla cercana.

Mientras revisaba sus notas, escuchó un murmullo lejano, casi imperceptible. Pensando que podría ser el viento filtrándose a través de las ventanas rotas, trató de concentrarse en su trabajo. Sin embargo, el murmullo se hizo más claro y Laura pudo distinguir palabras entrecortadas. «¿Quién está aquí?» preguntó en voz alta, su voz temblando ligeramente. El eco de sus palabras rebotó en las paredes y regresó a ella: «¿Quién está aquí?»

La periodista decidió seguir el sonido. Cuanto más avanzaba, más claros se volvían los murmullos. Parecían venir del sótano. Al encontrar una puerta que llevaba hacia abajo, la abrió y descendió cuidadosamente por las escaleras crujientes. La oscuridad era casi total, y la linterna apenas lograba iluminar unos pocos metros por delante.

Al llegar al fondo de la escalera, Laura se encontró en una gran habitación subterránea llena de antigüedades y libros antiguos. En el centro, había una mesa con una pila de papeles desordenados. Mientras revisaba los documentos, descubrió cartas y diarios de una familia que había vivido en la mansión hacía más de un siglo. Las entradas del diario hablaban de experimentos extraños y rituales oscuros realizados por el patriarca de la familia, un hombre llamado Samuel Deveraux.

De repente, un susurro helado resonó cerca de su oído: «No debiste venir aquí.» Laura giró bruscamente, pero no había nadie. El miedo la invadió y sintió que debía salir de inmediato. Sin embargo, su curiosidad era más fuerte que su temor. Continuó leyendo y encontró una referencia a una habitación secreta detrás de una librería.

Con el corazón latiendo con fuerza, comenzó a buscar la librería mencionada. Al encontrarla, notó que una de las estanterías se movía ligeramente. La empujó y, efectivamente, reveló un pasaje oculto. Entró y descubrió una pequeña habitación llena de símbolos extraños y velas apagadas. En el centro, había un altar con un antiguo libro encuadernado en cuero.

Cuando Laura tomó el libro, la habitación se llenó con un murmullo ensordecedor de voces superpuestas. Intentó leer las páginas, pero estaban escritas en un idioma que no podía entender. En ese momento, las velas se encendieron solas y una figura etérea apareció ante ella. «Debes irte antes de que sea tarde», dijo la figura con voz profunda y autoritaria.

Laura, ahora aterrorizada, dejó el libro y corrió de regreso por el pasaje. Subió las escaleras y salió de la casa tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Al llegar al exterior, respiró profundamente el aire fresco, tratando de calmar su mente agitada. Mientras se alejaba de la mansión, decidió que no escribiría sobre lo que había encontrado. Algunos secretos, pensó, están mejor enterrados en el olvido.

Nunca regresó a la Casa del Eco y se aseguró de no mencionar su visita a nadie. Pero en las noches tranquilas, cuando el viento soplaba desde el acantilado, a veces le parecía oír un susurro lejano que repetía su nombre, recordándole que hay lugares y misterios que nunca deben ser desenterrados.

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