En lo profundo del bosque, donde la luz del sol apenas penetraba, se encontraba una caverna oculta entre raíces y maleza. Era un lugar que pocos se atrevían a explorar, envuelto en leyendas oscuras y susurros de advertencia. Decían que en sus entrañas habitaba un duende antiguo, uno que no conocía ni bondad ni piedad.
Una noche sin luna, Emilia, una joven intrépida y curiosa, decidió desafiar las historias y adentrarse en la caverna. Armada con una linterna y su valiente determinación, se abrió paso entre los arbustos, guiada por una mezcla de curiosidad y escepticismo. Había oído a los ancianos del pueblo hablar del duende, un ser pequeño y deformado, con ojos rojos como brasas y una risa que helaba la sangre. Pero Emilia no creía en cuentos de viejas.
El aire dentro de la caverna era espeso y húmedo, y un silencio ominoso la envolvió al cruzar el umbral. La linterna proyectaba sombras fantasmales en las paredes rocosas, haciendo que cada paso se sintiera como una intrusión en un territorio prohibido. Sin embargo, Emilia avanzó, motivada por un deseo irrefrenable de desmentir las leyendas.
A medida que se internaba más, un eco distante comenzó a resonar: un murmullo bajo, como una risa apenas contenida. Emilia se detuvo, conteniendo el aliento, y enfocó su linterna hacia el fondo de la caverna. Sus ojos se adaptaron lentamente a la penumbra, revelando una figura pequeña y encorvada, con una sonrisa torcida que destellaba en la oscuridad.
«¿Quién se atreve a perturbar mi hogar?» preguntó el duende, su voz resonando como el crujido de hojas secas.
Emilia sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no retrocedió. «Soy Emilia,» dijo con firmeza. «He venido a desmentir las historias sobre ti.»
El duende rió, un sonido agudo y perturbador. «Las historias… Ah, las historias nunca capturan la verdadera esencia del horror,» susurró, dando un paso adelante. Sus ojos, rojos como carbones ardientes, brillaban con malicia. «Permíteme mostrarte.»
Antes de que Emilia pudiera reaccionar, el duende alzó una mano y un torbellino de sombras la envolvió. Sentía como si estuviera cayendo en un abismo sin fin, su mente asaltada por visiones de pesadillas y monstruosidades indescriptibles. Voces de antiguos viajeros perdidos en la caverna la rodeaban, gritos de desesperación que la hicieron estremecer.
Cuando las sombras se disiparon, Emilia se encontró en una vasta cámara subterránea, rodeada de los restos de aquellos que, como ella, habían sido demasiado curiosos. Cráneos amarillentos y huesos rotos formaban montones lúgubres, y en el centro de todo, el duende la observaba con una satisfacción siniestra
Ahora entiendes,» dijo, su voz un susurro seductor. «No soy solo una criatura de leyendas.
Soy el guardián de este lugar, y todos los que se aventuran aquí, pertenecen a la caverna.»
Emilia trató de retroceder, pero sus piernas no respondían. El terror la había paralizado, su mente incapaz de procesar la magnitud de la maldad que tenía ante sí. El duende avanzó, su forma pequeña y grotesca creciendo en su percepción, hasta llenar todo su campo de visión.
«Te quedarás conmigo,» susurró, mientras la oscuridad volvía a envolverla. «Para siempre.»
La linterna de Emilia quedó olvidada en el suelo, su luz parpadeando hasta extinguirse. El bosque, ajeno a los horrores que albergaba, continuó susurrando su canción nocturna, y la caverna permaneció en silencio, esperando al próximo curioso que se atreviera a desafiar su oscuridad.
Y así, la leyenda del duende de la caverna se fortaleció, alimentada por los ecos de aquellosque nunca regresaron , susurros que advertían a todos los que escuchaban: no entres en la caverna, pues su guardián nunca duerme.
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