EL DON DE RACHEL
A. J. García
El don de Rachel
A.J. García
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Segunda Edición: Septiembre, 2018
A mi madre por su esfuerzo más allá de toda frontera.
A mis hermanos por su ayuda desinteresada.
A mi hijo por su amor en los momentos más difíciles.
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1
<<Tranquila Rachel, no querrás despertarlos>>, pensó mientras avanzaba
sigilosamente, usaba los zapatos de tacón más bajos que pudo encontrar.
La superficie de madera no ayudaba y eran muchos los escalones hasta la
planta baja, sobre todo cuando cargaba a su hija de casi dos años en un brazo;
una maleta pequeña –a reventar– y el registro de su vida en el otro.
Arthur tenía el sueño muy pesado, él no sería problema; sin embargo, los
Fairchild se habían convertido en algo así como los cuidadores de la propiedad,
además de sus administradores; y tomaban su labor muy responsablemente;
sobre todo, en ausencia del jefe de la familia. Rachel creía que, si podía llegar a
la recepción sin ser detectada, lograría su cometido.
La luminosidad de un relámpago por la ventana desbalanceó a la fugitiva,
anunciaba tormenta. El grito de la naturaleza tardó unos segundos más. Ella
hubiera deseado escucharlo antes, tenerlo más cerca hubiera sido una excelente
cortina de humo para cubrir sus intenciones. De cualquier forma, el estruendo
esporádico era muy útil para ocultarla.
La inmensidad de la casa en silencio y a oscuras podía producirle miedo a
cualquiera; pero no más del que tendría si se quedaba. Hasta la brillantez de la
luna había cedido, como si apoyara los propósitos de una madre aterrorizada.
Sólo la eventual luz que iluminaba apenas las siluetas de los interiores con cada
grito del cielo, proporcionaba una ocasional guía.
Rachel conocía muy bien la medida de cada escalón; pero, temía, que al final,
alguien le saliera al paso. Le costaba mantener el equilibrio con todo lo que
llevaba en las manos; mas no quería prescindir de nada. Repentinamente, experimentó
uno de sus acostumbrados episodios, la atacó con gran fuerza haciéndola
fruncir el ceño. No tenía sentido, aunque estos siempre habían sido así.
Llegó por fin hasta la recepción, en el horizonte se erguía la puerta principal
–su escape– y a la izquierda la sala de estar con la chimenea y el reloj de péndulo
que marcaba unos minutos después de las 11:00pm.
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Sus manos estaban ocupadas y tenía que encontrar todavía la copia de la
llave, la que su marido ocultaba detrás de uno de los retratos en la repisa de la
chimenea. Su sexto sentido tiritaba sin dejarla en paz, le gritaba que debía desprenderse
de un poco de su carga.
Caminó hasta el sofá frente al fogón tratando de darse fuerzas para hacer lo
que su intuición le indicaba. Justo en ese momento, el trueno y el rayo estuvieron
a punto de volverse uno mismo; las primeras gotas repiquetearon suavemente
en las ventanas.
La pequeña fue recostada en el mueble como si estuviera en su cama. Se
veía tan apacible; pero no había tiempo de contemplarla ahora, tenía que actuar.
—¿Mamá? —preguntó con voz adormilada.
—… Duerme mi amor, no pasa nada —Tocó su cara y la niña cerró los ojos
nuevamente.
Antes que nada, buscó la llave, la cual encontró fácilmente; luego miró casi
con lágrimas su diario. ¿Qué lógica tenía esconder su más profundo secreto en
la casa? Alguien algún día lo encontraría. ¿No sería mejor tirarlo por el camino?
No, ella era demasiado romántica para destruirlo. Rachel Bourke era más
una persona intuitiva que racional, lo que le había funcionado muy bien hasta
ese día, así que miró a su alrededor y creyó encontrar el lugar ideal.
Hizo ruido, el suficiente para despertar a Oswald, el mayordomo, y lo sabía.
Tomó a su hija, la acomodó contra su hombro, luego su equipaje con tres dedos
y con el meñique apretó la llave, avanzó hacia la entrada principal. Ya no importaba
el sigilo, imaginaba a Oswald y su escopeta saliendo por el corredor
rumbo a las escaleras. No volteó hacia atrás, giró la llave y salió corriendo
dejando la puerta abierta. El ajetreo despertó a la niña, que no sabía lo que
pasaba, sólo sintió el fresco de la noche y las primeras gotas de la tormenta.
—Calma mi amor —le dijo acurrucándola como pudo contra su cuello.
Cerró sus oídos a cualquier voz que intentara detenerla. El camino hasta los
límites de la propiedad parecía medir kilómetros. Desde donde estaba, no observaba
el automóvil que debía esperarla. Corrió guiada casi por sus instintos –
quien ha caminado por la noche en luna nueva entenderá de lo que se trata–. Un
par de faros debajo de un árbol le volvieron el aliento. La puerta del vehículo se
abrió dejándolas entrar. Un motor encendido y una última mirada a la residen-
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cia fueron la despedida de aquella madre asustada, después, todo fue seguir
hacia adelante.
En el interior de la casa, ante los ojos del robusto Oswald, la puerta abierta
significaba un intruso. Amartilló su arma y empuñó el cañón como si fuera una
ballesta. La casa se veía tranquila y no existía más perturbación que la de la
tormenta encima de ellos; sin embargo, suponía que alguien había entrado.
<<No sabe lo que le espera>>, pensó valientemente.
Se inclinó por revisar primero la cocina, pero husmeó sólo un momento,
como si supiera que no pasaba nada ahí; luego fue rápidamente a la puerta
principal para detener su golpeteo por el viento, quizás el intruso ya se había
marchado. Grande fue su asombro al encontrar la llave en el cerrojo.
—¿Señora? —murmuró casi con certeza recordando los acontecimientos recientes.
Bajó la escopeta con rapidez y abrió la puerta gritando—: ¡Sra. Bourke!
—Ni siquiera el eco retornó en aquel vacío generado por la lluvia y la noche
oscura.
—¿Qué pasa? —preguntó Diane, el ama de llaves, desde las escaleras.
—¡Ve a la recámara de la señora, mujer, y despierta a Arthur!
—Pero, ¿qué sucede?
—¡La señora se fue!
—¡¿Y mi niña?! —así llamaba a la pequeña Rachel.
Subieron a toda prisa guardando la esperanza de estar equivocados, pero no
fue así.
El reloj marcaba las 11:17pm. de la primavera de 1939, en las afueras de
Lingfield, Inglaterra, cuando Rachel Bourke y su hija, desaparecieron.
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2
Ocho años después.
Los ojos de la pequeña huérfana nunca habían visto un camino tan colorido,
o al menos no recordaba uno así. Aquella primavera fue particularmente cálida
en Lingfield; aunque no así el rostro de su conductor, quien rara vez manifestaba
algo más que una leve mueca. Nicholas Knaggs no era exactamente un
hombre de muchas palabras, y menos con los infantes, era más bien del tipo
rudo, no tenía hijos, ni estaban incluidos en sus planes de vida. Su rostro era
duro y su ética muchas veces había sido puesta en duda; pero una cosa era cierta,
siempre cumplía con su trabajo y era esa reputación la que lo mantenía dentro
del juego.
Las cuatro paredes de Hope Field, aquel…refugio que albergó a Rachel era
todo lo que conocía del mundo, a excepción de una que otra escapada ocasional
con compañía responsable. Dentro de ellas se originaron sus primeros recuerdos
siendo muy niña, aunque la mayoría no eran propiamente agradables. Ahora,
ante la expectativa de una nueva vida, las cosas iban a cambiar, así se lo
habían hecho ver; sin embargo, no sabía qué esperar. Atrás dejaba pocos amigos,
era una niña reservada, o más bien, diferente. Disfrutaba de cosas que la
mayoría de los niños harían a un lado, por eso, casi nunca encajaba. Recordaba
que siendo más pequeña su instinto infantil le indicaba que sería bueno tener
una mamá y un papá, o al menos todos le contagiaban esa idea en el orfanato.
Con el paso de los años empezó a volverse más independiente, al grado de que
le daba lo mismo si era adoptada o no. Desde temprano empezó a formar un
estilo de vida, y como no conocía otro, no le parecía del todo malo.
Ante la incertidumbre, abrazó lo que ya conocía, manteniéndose callada y
esperando. Quizás no había sido lo mejor haber emprendido aquella aventura,
pero no estaba en sus manos decidirlo.
—¿Qué pasa Rachel? —el hombre por fin habló, aunque con falso interés.
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Su sonrisa no convencía a nadie.
Aquel rostro inocente sólo se meneó de un lado a otro sin pronunciar palabra
mientras sus profundos ojos marrones se perdían en el paisaje.
—Estas cansada —insistió el investigador mirando el retrovisor sin recibir
respuesta—… No te preocupes, ya pronto llegaremos.
¿Qué no entendía que no quería hablar? Rachel prefería mantener su distancia
con él ya que no le provocaba ninguna confianza.
—Callada la niña, ¿cierto, hermana?
—¿Por qué no le contestas al Sr. Knaggs? —susurró con ternura la hermana
Mary reconviniéndola como sólo ella sabía hacerlo.
La religiosa venía sentada junto a Rachel en el asiento trasero, y habló con
su protegida sólo por cortesía, ella tampoco simpatizaba con el hombre que
había venido a quitarle a su niña.
La pequeña la observó con un poco de tristeza. Sabía que posiblemente
aquel sería el último día en que la vería. Era la única persona que se preocupó
por hacer soportable su estancia en Hope Field; quien le demostró su amor y
había ocupado perfectamente la función de una madre para todos los que ahí
habitaban; pero especialmente para su favorita, Rachel.
La niña miró a su protectora como lo haría una cómplice de alguna travesura,
sólo para dibujar su acostumbrado gesto que parecía una sonrisa, pero que
no mostraba sus pequeños dientes.
—… No quiero platicar con él —musitó.
Su encubridora interpretó perfectamente su sentir. La conocía muy bien y
no insistiría más con el asunto, así que respondió en su lugar:
—… Así son los niños, Sr. Knaggs, Rachel está asustada. Todo esto es nuevo
para ella.
Knaggs no podía despegar mucho tiempo los ojos del camino, así que sólo
hizo una mueca de inconformidad sin percatarse del embrollo que se traían
aquellas dos. Él no había estado muy de acuerdo en que Rachel hubiera venido
acompañada; pero era un requisito –innecesario a su parecer–, que el orfanato y
la ley establecían para que el encuentro final se llevara a cabo.
El viejo Ford Prefect atravesó finalmente los límites de una propiedad. Había
una vieja muralla corroída por el tiempo y la falta de mantenimiento, la reja
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de hierro, que estaba abierta, partía el escudo de la familia Bourke en dos, uno a
cada lado del camino. Aproximadamente cincuenta metros después, una serie
de círculos concéntricos engalanaba el patio frontal; iniciando en el interior con
lo que alguna vez fue una figura perfecta de césped de unos tres metros de
diámetro; luego un camino que lo envolvía con algún tipo de piedra grisácea
que había dejado crecer entre sus hendiduras un poco de hierba; unos pequeños
arbustos de altura y grosor similar le seguían; conformando finalmente el último
círculo con una pequeña valla de medio metro de altura que perfectamente
encerraba lo que podía considerarse el jardín principal, casi del mismo tamaño
que la fachada.
Unos ojos maravillados observaron a través de la ventanilla abierta mientras
las manitas se sostenían de la orilla por encima de la hermana Mary. Había
dejado un poco de lado su más valioso tesoro en el asiento, no iría a ningún
lado de cualquier modo estando ella cerca.
<< ¿Es aquí donde voy a vivir? >>, se preguntó en silencio.
Contrario a lo que Knaggs esperaba, no hubo comité de bienvenida, no al
menos uno que fuera visible. La casa parecía vacía; pero el investigador estaba
seguro de que no era posible. Había mantenido contacto con Jerome Bourke por
correo y telégrafo, el dueño de la finca y su contratante. Las últimas palabras de
él, hacía tan sólo dos días, fueron: Traiga a la niña cuanto antes, los estaremos
esperando.
Las condiciones del país después de la guerra no eran las mejores. La reconstrucción
había sido complicada. La economía apenas empezaba a ver la luz
y muchos orfanatos sufrían de sobrecupo, sobre todo los que se encontraban en
o cerca de las ciudades importantes. Sin embargo, el investigador tenía que dar
gracias a esta situación, ya que eso había facilitado los trámites de Rachel. Eso
y las buenas conexiones de la familia Bourke.
—¿Cree que haya alguien en casa, Sr. Knaggs? —preguntó la hermana
Mary algo preocupada.
—Estoy seguro que sí —dijo convencido—. No pude avisar al Sr. Bourke
de nuestra hora exacta de llegada y si tienen el portón abierto es porque seguramente
nos esperan.
La religiosa pidió a Rachel que se bajara de sus piernas y se echó para atrás
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acomodándose en su asiento mientras tomaba la mano a su pequeña. Sabía que
el momento de la separación había llegado. Esta era la parte más difícil de su
trabajo, pero era algo que tenía que hacer. Aquellos niños significaban mucho y
encontrarles un hogar era lo más importante, pero esta ocasión era muy especial.
El escape del automóvil lanzó un escandaloso tronido propio de su antigüedad
al aparcar justo frente a la puerta principal. El mismo Knaggs volteó como
si esperara que alguien saliera a tenderle una alfombra roja; después de todo, su
gran hazaña lo merecía.
Pocos segundos después, un tipo robusto, de escaso cabello y enfundado en
un chaquetín cruzado y oscuro, abrió la puerta.
—¡Oswald! —exclamó el conductor que ya se había apeado pretendiendo
dibujar una sonrisa amable.
—Sr. Knaggs —hizo una pequeña reverencia y extendió su brazo a manera
de bienvenida—. El Sr. Bourke los está esperando.
Rachel ponía mucha atención a todo desde su asiento. El aspecto bonachón
de aquel buen hombre le pareció agradable, aunque un poco serio. Su sonrisa
era sincera y servicial, como la de algunos de los padres que visitaban su antiguo
hogar.
La hermana Mary bajó del vehículo instando a la pequeña a hacer lo mismo.
Esta seguía prendida de la orilla de la puerta desde el interior manteniendo sus
reservas.
Aquella casa era enorme, incluso el espacio entre el portón y la entrada
principal era mucho más extenso que la propiedad entera de Hope Field. Nunca
había estado en un sitio semejante, de hecho, no había estado en muchos lugares.
Su pequeño sombrero se meneo de un lado a otro sorprendido por las dimensiones
del lugar. Esperó a que Knaggs se apresurara a abrirle la puerta, no
porque supusiera que iba a hacerlo, sino porque su misma incertidumbre la
había clavado a su asiento.
La falsa sonrisa del investigador y la mirada tranquila de la hermana Mary
aguardaban a que la niña diera el primer paso. Sus piececitos tocaron lentamente
el suelo, justo antes del pequeño escalón que la separaba del pórtico. Su traje
sastre color beige y su coqueto sombrero, se detuvieron apenas un poco ante la
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mirada de todos, mientras sus brazos aprisionaban su tesoro más valioso sobre
el pecho.
—¡Vamos cariño! —invitó la hermana Mary mientras la tomaba del brazo
para ya no dejarla escapar.
<< ¡Vamos niñita, avanza, que bien que me costó ese trajecito! >>, pensó el
detective.
Knaggs las dejó pasar mientras regresaba por el resto de las pertenencias,
una modesta maleta que no era más grande que la niña. Pasaron al lado del
mayordomo, quien no perdió el protocolo. Las paredes de la recepción las flanquearon
haciendo que los ojos marrones de la pequeña se perdieran entre los
detalles.
Oswald no pudo evitar ensanchar sus ojos al observar la presencia de la
nueva inquilina. El parecido con la Sra. Bourke era innegable. Esa vieja memoria
no podía olvidar a quien había apreciado tanto.
La hermana Mary fue la que entró primero y Rachel apenas un poco atrás.
Entró con paso lento y silencioso como si temiera que el crujir de la madera
provocara que todo se les viniera encima. La cabeza de la religiosa veía hacia
un lado y hacia el otro. Era una casa muy elegante, propia de una familia de
clase alta. Sus muros estaban arreglados con paneles de madera y finos tapices
al estilo victoriano, eso sin contar el gran número de adornos, cuadros y fotografías.
Más adelante, en la última puerta a su derecha, como algo que estuviera
fuera de lugar, un gran reloj de péndulo que había detenido su marcha, se erguía
como si fuera un guardián. Estaba colocado justo enfrente de un elegante
sillón de nogal finamente tallado que a su vez era flanqueado por un par de
sofás que hacían juego, justo a unos metros de una gran chimenea. Tanto la
fachada como el interior, eran más bien sombríos, como si anunciaran la cruenta
época que acababan de sufrir, o quizás sólo era el eco de una pérdida acaecida
en el pasado.
A pesar de la evidente opulencia de la residencia, eran notorios también los
descuidos en su mantenimiento, situación que no era extraña debido a los difíciles
tiempos vividos en el país: La Guerra. Habían pasado apenas un par de años
después del cese al fuego, e Inglaterra, así como sus territorios y población,
apenas se recuperaban.
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—… El piso suena así en varias partes de la casa —las alcanzó el mayordomo
emparejándose con Rachel—; pero no se preocupen, podría resistir otros
veinte años. De cualquier manera, pronto lo repararán.
Su voz era grave y seria; sin embargo, había algo muy diferente en él comparado
con el Sr. Knaggs; y al bajar su vista al frente y sonreírle a la niña, Rachel
se dio cuenta de que tenía razón. Le correspondió.
—¿Puede anunciarnos Oswald? —pidió Knaggs con un poco de prisa.
—Enseguida señor —Regresó su vista al frente como en automático y caminó
los tres pasos que le faltaban a la puerta del fondo.
La pequeña no dejaba de apretarle la mano a su protectora, estaba un poco
asustada; aunque el tipo bonachón de los guantes blancos le inspiró confianza.
—¿Sr. Bourke? —tocó en dos ocasiones.
—¡Adelante! —se escuchó casi de inmediato.
Con la puerta a medio abrir, Oswald advirtió en voz baja:
—Están aquí.
—Hazlos pasar —dijo ansiosamente.
El sirviente, con una previsible felicidad, como si fuera partícipe de la situación,
cedió el paso a los visitantes quienes avanzaron en silencio hasta el interior
del despacho. Rachel no pudo evitar curiosear con aquella cara amiga, la
que terminó despidiéndose con un saludo que ella imitó.
Knaggs entró apenas un paso atrás de ellas cargando la maleta de la niña y
saludando efusivamente al dueño de la casa.
—¡¿Cómo está Sr. Bourke?! —agitó su mano con fuerza.
Jerome Bourke no estaba muy interesado en Knaggs ahora. Accedió a su
cortesía casi mecánicamente; pero su vista no se retiraba de la niña, con quien
sintió una conexión inmediata. No sabía cómo iba a ser ese reencuentro, ni si
realmente aquella niña era quien pretendía ser o sólo se trataba del deseo de su
corazón por ver su búsqueda terminada. ¿Qué debía hacer ahora?
—Sr. Knaggs —dijo—, ¿podría esperar afuera?
La sonrisa se le borró del rostro al investigador como si le hubieran echado
un balde de agua fría. Se quedó un momento congelado sin saber qué decir.
Sabía que Jerome era un hombre que terminaba revisando hasta la última tilde
antes de cerrar cualquier trato. ¿Qué le había hecho pensar que entregaría a la
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niña en dos minutos y saldría de ahí con su dinero?
—… ¿Afuera? —preguntó remilgoso como si no hubiera escuchado.
—Por favor —Le extendió su largo brazo enfundado en su pulcra camisa
blanca.
Dejó el equipaje en el suelo junto a la hermana Mary.
—… Bien, estaré en el salón de la chimenea —Se retiró sobre sus pasos.
—Haré que Oswald lo llame cuando sea conveniente —completó, despidiendo
también a su mayordomo.
Jerome dejó su cómodo asiento. A su espalda estaba el gran ventanal con el
que contaba su estudio y desde donde podía observar perfectamente el patio
trasero, y más allá, el bosque, parte también de su propiedad. Sus casi dos metros
de estatura podían intimidar a cualquiera, aunque no era su intención, simplemente
no sabía cómo continuar la plática. El salón se quedó en silencio.
Muchas veces se había imaginado este momento, había preparado su discurso
de memoria: Diré esto, diré lo otro; pero no, una niña de diez años lo había
dejado sin habla.
Sólo un escritorio de nogal los separaba. La figura de aquel hombre imponía,
pero tanto Rachel como él experimentaban la misma ansiedad y ninguno se
animaba a hablar. La habitación también contaba con un alto librero al lado
derecho de la puerta y una pequeña chimenea al lado izquierdo con una repisa y
algunas fotografías.
Jerome olvidó todo protocolo y su característica caballerosidad inglesa, ensimismado
en la posibilidad de que aquella niña fuera realmente su hija. Alguien
tenía que romper la tensión:
—… ¿Podemos sentarnos? —preguntó la hermana Mary, quien parecía ser
la única persona medianamente tranquila.
—¡Perdonen mi torpeza! —exclamó apenado—. Por supuesto que sí —
Cruzó el espacio que los separaba y aproximó un par sillas justo enfrente del
escritorio.
Rachel había escudriñado el lugar durante todo aquel gran silencio sin pronunciar
una sola palabra. Seguía atada al brazo de la única persona en la que
podía depositar su confianza y del objeto que sostenía desde que salió de aquel
olvidado convento cerca del mar de Irlanda.
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—¿Siempre es tan callada? —se animó Jerome a preguntar tratando de contener
sus emociones.
—No siempre —rio un poco la religiosa acariciando el cabello lacio de la
niña mientras guardaba su sombrero—. En realidad, Rachel es muy comunicativa.
Cuando le toma confianza a la gente nada la detiene. Es muy curiosa y
observadora.
—¿Y qué escondes bajo tu brazo, pequeña? —dirigió con dulzura las primeras
palabras a su hija.
Rachel miró un momento a la hermana Mary, como si ella le fuera a dar
permiso de responder, finalmente, inició el diálogo.
—… Mi diario —dijo colocándolo sobre el escritorio. Se tuvo que acercar
para eso.
—¿Tu diario? —se sorprendió—… ¿Sabes escribir? —Miró a la hermana
Mary.
—Sí, Rachel es muy inteligente, Sr. Bourke —aseguró con orgullo—. Muchas
niñas mayores en el convento no han logrado unir dos palabras; pero ella
siempre se interesó por aprender.
Al tenerla más cerca observó sus ojos valientes que no le negaban la mirada,
justo igual que su madre; y así como ella, le gustaba escribir en su diario.
—Entonces —Buscó un tema en común—…, también te gusta leer, ¿cierto
Rachel?
Ella asintió con la cabeza regresando un poco a su silencio.
—¿Y te has dado cuenta de todos los libros que tengo aquí?
La pequeña los había visto, pero no se había atrevido a mencionarlo. Sus
pies estaban ansiosos por ir hacia ellos y su corazón saltaba esperando una
invitación.
—¡Ven! —Jerome salió de su escondrijo y se encaminó a su orgullosa biblioteca
haciéndole una seña con la mano.
En esta ocasión no hubo una mirada a la hermana Mary; la estaban llamando
a su elemento. La niña simplemente dejó su diario en el escritorio y rodeó su
silla para alcanzar a aquel amable señor. Su cálida curiosidad infantil se abría
ante un prodigioso panorama.
Aquel hombre alto le sonrió como quien entrega un dulce a un niño –había
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logrado una conexión–. Al acercarse a él, Rachel no pudo evitar compararlo
con alguno de los gigantes de los cuentos infantiles que alcanzó a leer; aunque
dichos cuentos no eran mucho de su agrado.
Aquellos piececitos caminaron con paso rápido al principio, para ir disminuyendo
su trote al acercase al par de altos libreros, como si el buen hombre
fuera repentinamente a cortar su paso. El dueño de la casa alcanzaba, si se estiraba
un poco, el último volumen; mas no así Rachel, que sólo hubiera podido
tomar algo de la primera repisa. Era claro que el mueble estaba hecho para
alguien como él.
—… Veamos —dijo intentando encontrar algo propio para una niña de su
edad.
—¡Ese! —dijo ella con voluntad.
—¿Este? —Tomó una novela clásica—… ¿Historia de dos ciudades? —
leyó el título sorprendido.
El tema no era exactamente el que él le hubiera seleccionado; pero una cosa
era cierta, él no conocía nada acerca de su hija.
—¿Sabes de qué se trata? —Se agachó colocándose de rodillas dudando aún
de su precocidad.
—Historia de dos ciudades, ¿eh? —intervino la hermana Mary mientras observaba
el fraternal cuadro—. Sí, claro que conoce la historia —Sonrió recordando
un episodio del pasado—. Rachel y yo la leímos algunas veces a escondidas
—confesó—. Desafortunadamente sólo teníamos parte de la historia.
—¿Cómo es eso? —preguntó Jerome entregándole el título a su hija.
—Ese libro fue uno de los que nos donaron; pero sólo teníamos la mitad.
Siempre tuvimos la curiosidad por saber cómo terminaba —Sabía que ahora
Rachel encontraría ese final.
—Creí que en el convento sólo leían temas… religiosos.
La hermana Mary suspiró un poco mirando por la ventana y dijo:
—… Sr. Bourke. Creo que nadie se imagina lo difícil que es mantener la
cordura en tiempos como estos. Tener que escuchar las necesidades de estos
niños sin conseguir suplirlas; o a veces hasta mendigar el pan para que ellos
puedan comer. Aunque hay ocasiones en el que algunos buenos cristianos se
compadecen de nosotros y nos dan la mano, pero no siempre sucede —aquella
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no era la aclaración que Jerome había pedido, pero el corazón de la mujer anhelaba
expresarlo—. El que Rachel esté aquí puede considerarlo también… un
milagro de Dios. Entre tantas cosas que pudieron suceder y después de tanta
confusión por esta insulsa guerra, ahora ella está aquí, como pudo no haber
sucedido. Debe sentirse afortunado por eso —Hizo una pausa observándolo—
… y en cuanto al libro. Sí, hay veces en que tenemos que doblar un poco las
reglas para mantener la salud mental de estos niños…, y la nuestra también.
Rachel es una niña muy vivaz e inteligente. Ahora la ve muy tranquila, pero su
voluntad y curiosidad va mucho más allá de lo normal, sobre todo cuando le ha
tomado confianza a la gente, ya pronto se dará cuenta —esto último sonó como
una graciosa advertencia.
La pequeña la observó de forma penetrante, como gritando con sus ojos:
¿Había necesidad de decir eso?
Historia de dos ciudades fue a parar al escritorio de Jerome, justo frente a
él, mientras unos ojos curiosos buscaban el punto exacto donde había interrumpido
su lectura.
La mirada de aquel padre de familia se enrojeció al imaginar los problemas
innecesarios que había pasado su pequeña cuando tenía cama y comida caliente
en Lingfield. Por qué su esposa había hecho lo que hizo es algo que se seguía
preguntando hasta el día de hoy.
Mientras trataba de controlar sus sentimientos, el ver la figura de Rachel
emocionada por un simple libro le hacía evocar buenos momentos –los cuales
consideraba insuficientes–. No podía creer que aquello estuviera pasando. Sentía
el deseo de abrazar a la niña con todas sus fuerzas; pero tampoco quería
incomodarla ni sabía cómo podía reaccionar. La había visto tan reservada que
lo más prudente era esperar. Los últimos años que había pasado llena de privaciones
–y quizás de amor–, no debieron ser fáciles para una niña. Su ímpetu de
padre debía reprimirse un poco por el bienestar de ella, al menos por el momento.
Había algo que arreglar primero.
—Rachel —dijo Jerome—, ¿te gustaría probar alguno de los postres especiales
que hacemos aquí?
Asintió con la cabeza sin soltar la página que estaba leyendo.
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Sin más, el hombre se dirigió a la puerta y llamó a su mayordomo.
—… Oswald, lleva por favor a la niña al comedor y ofrécele de esa maravillosa
tarta que hace tu mujer.
—Inmediatamente, señor…
Rachel se alegró que fuera ese hombre amable quien la acompañara, él parecía
tener un toque especial con los niños. Acto seguido, la niña empezó a
complicarse para cargar su diario y la novela que le entregó su padre.
—Deja tus cosas aquí, querida —pidió la hermana Mary—, yo las cuidaré…
Acompaña al Sr. Oswald. Nosotros necesitamos tener una plática de adultos…
La niña obedeció y se retiró en silencio de la mano de Oswald. Cerraron la
puerta.
—Usted perdonará, Sr. Bourke, pero Rachel es muy aprensiva con sus cosas…
y en el orfanato, bueno, no siempre es fácil el desarrollo de los niños en
un lugar así. Espero que con el tiempo muestre otro comportamiento.
—No se preocupe hermana, la comprendo…
Era evidente el apego que la niña tenía con su protectora y era algo que Jerome
debía agradecer; pues alguien al menos, en la difícil infancia de su hija, se
había preocupado por ella; pero quizás, también podía convertirse en un obstáculo
para la nueva vida que le esperaba.
—… No puedo negar que es la viva imagen de su madre —dijo pensativo e
intentó ser frío, para traer al verdadero Jerome a escena, el que sabía controlar
sus emociones—… Hermana Mary —Entrelazó sus dedos sentado detrás del
escritorio mientras pensaba sus siguientes palabras—. Primero que nada y antes
de entrar en los detalles que nos atañen, debo agradecerle el incuestionable
cariño que siente por Rachel. Sé que usted, como los miembros de su congregación,
tienen una labor muy dura, y siendo francos, dentro de sus obligaciones
no está el amar a todos los niños que llegan a sus manos —dijo con sinceridad—;
mas, sin embargo, sí le agradezco la labor que ha hecho con ella… En
verdad —se quebró entornando sus ojos—… no puedo imaginar la clase de
vida que pudo haber llevado; pero lo que sí sé, es que usted hizo todo lo posible
porque esa vida fuera la mejor posible…
La hermana Mary escuchó con atención compartiendo el sentimiento de su
contraparte y agradeció en consecuencia, para después agregar:
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—… Debo señalar, Sr. Bourke, que en el tiempo que estuve con Rachel,
ella me dio mucho más de lo que yo a ella. Fue como un ángel que avivó mi
espíritu desde el primer día que llegó al orfanato. No fue difícil encariñarme
con ella… Tal vez, la que deba agradecer por todo esto, debo ser yo.
Después de un poco de sentimentalismo, llegó la parte complicada, pero a la
que Bourke tenía que llegar:
—Sin embargo —limpió sus lágrimas y ofreció un pañuelo a la hermana—,
y aunque creo que nunca podré pagarle todo lo que hizo por ella, sí debo velar
por lo que considero es mejor para mi hija —La miró intentando traer al viejo
militar que llevaba dentro—: No quiero sonar áspero, pero debo ser sincero.
Para que Rachel se desarrolle en su nuevo ambiente, es primordial que corte
con toda conexión con su… triste pasado… Necesito que todo eso quede atrás y
que ella inicie una nueva vida aquí, con su familia, como le corresponde.
La hermana Mary se entristeció mucho. Las palabras de aquel hombre horadaron
su corazón hasta lo más hondo, puesto que sabía que ella era parte del
pasado de la niña; y aunque no la había mencionado directamente, sabía que se
refería a ella. Los casos de adopción en Hope Field, como en cualquier otro
orfanato, seguían el mismo protocolo: Se entregaba el menor a los padres adoptivos
en completa confidencialidad y no se le volvía a contactar. Así era siempre,
en realidad no debería de sorprenderse. Sin embargo, este no era estrictamente
un caso de adopción; y por alguna razón, que quizás podría catalogarse
como destino, todo el amor de madre de una mujer que no tuvo hijos, lo canalizó
a aquella niña; y muy en su interior guardaba la esperanza de que esta vez,
sería un caso diferente, de que esta vez podría seguir frecuentándola y que
Rachel no se convertiría en una sombra más en los viejos expedientes de Hope
Field.
—… ¿Me he explicado claramente hermana? —preguntó Jerome sacándola
de su trance.
—Lo entiendo Sr. Bourke —respondió enderezándose y obedeciendo sin estar
de acuerdo, sus ojos no dejaron de clavarse en los de él. Retadores—…; y
aunque el afecto que siento por la niña es mucho, sé que el procedimiento dicta
que debo retirarme y no volver a verla… Sé que es lo mejor para ella.
—Perfecto, estamos de acuerdo entonces —se congratuló—; y en conse-
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cuencia a su desempeño y el de su institución, me comprometo a brindarle
mensualmente una ayuda especial para que sigan adelante con su gran labor.
—No es necesario, Sr. Bourke—señaló orgullosa de inmediato. Sintió que
el gesto era como una limosna—. Nuestras visitas no persiguen fines recaudatorios.
—Me queda claro que su visita no persigue ese objetivo, pero sé también
que todo apoyo sería bien recibido en el orfanato; y si está dentro de mis posibilidades
hacerlo, qué mejor que utilizar el dinero en esta buena causa.
La hermana Mary se sintió un poco impotente por la situación; mas, sabía
que su anfitrión tenía razón en todo; además, lo más importante eran los niños.
—… Debo agradecer su intención, Sr. Bourke —dijo con seriedad y desviando
la mirada—; pero no está en mis manos la administración de las donaciones.
Creo que para eso debe comunicarse directamente a Hope Field… y sí,
seguramente su apoyo será bien recibido —recordó algo importante—… ¿Y qué
hay acerca del diario?
El libro estaba en el escritorio como mudo testigo de aquella plática. Ambos
voltearon a verlo al mismo tiempo.
—¿Qué hay con él? —preguntó Bourke como si fuera algo prescindible.
—Es el diario de la niña —acaso no era obvio—. Es la única pertenencia de
Rachel.
Jerome se echó para atrás mientras su índice jugueteaba con sus labios.
—¿Podría usted llevárselo?
La religiosa ensanchó sus ojos comprendiendo que el que tenía enfrente tenía
poco tacto con los niños. Era lógico considerando que su única hija se había
perdido hacía ocho años y él regresaba de la guerra. No sabía qué tan bueno
sería para Rachel tener un padre con un extremo de vivencias semejante.
<< ¿Cómo lo convenzo de la importancia que tiene el diario para mi niña
sin hacerlo sentir mal? >>, pensó.
Ya Bourke había establecido sus reglas y el hombre había sido muy directo.
Tenía que ser muy diplomática para no provocar un conflicto. Rachel no podía
quedarse sin aquel registro de vida, no se lo perdonaría nunca.
—Sr. Bourke, ¿podría hacerle algunas preguntas personales? Es parte del
procedimiento.
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—¡Adelante! —aseguró detectando que había un trasfondo.
—¿Cómo fue su vida familiar?
Jerome lo pensó antes de contestar, puesto que había una parte que prefería
no recordar.
—… Tengo que agradecer a mi padre la cercanía que tuvo conmigo en mis
primeros años. Me enseñó muchas cosas y me inspiró a seguir su carrera.
—¿Y qué pasó después?
—La Guerra… papá tuvo que enlistarse.
—¿Cómo fueron esos días para usted?
—Terribles —sus ojos se desviaron buscando ese fragmento del pasado—…
mamá no se daba abasto y todo empezó a escasear. Además de que vivíamos
con el temor de que, cualquier día, un telegrama tocara a nuestra puerta avisándonos
lo peor… Me hizo mucha falta esos años.
—Entiendo —Hizo una pausa y explicó luego—: En Hope Field, como en
cualquier otro orfanato, las cosas no son fáciles para los niños; y empeoraron
con la guerra. Debemos darles techo, alimento, ropa; y agradecemos a Dios
cuando lo logramos. Además, debemos buscarles un hogar, lo cual se vuelve
complicado conforme los niños crecen. Olvídese de darles un juguete en Navidad
o su cumpleaños, casi todo es compartido… ¿Se ubica usted en una situación
similar?
—No, hermana, no creo poder ponerme en los zapatos de ninguno de ellos.
—Recuerdo bien la noche que Rachel llegó a nuestro hogar: La encontramos
en la puerta, estaba casi desnuda y probablemente tenía tiempo sin comer.
Creemos que fueron los ladrones que la despojaron de todo los que la dejaron
ahí. Durante la primera semana sólo repitió: ¿Dónde está mi mamá? Afortunadamente
la dejaron a mi cargo, la cuidé y la alimenté, hasta que repentinamente
comenzó a hablar, supimos entonces que su nombre era Rachel. Supusimos su
edad, aunque su dicción hacía pensar otra cosa. Pronto se interesó en las letras
y aprendió a leer y escribir… El año pasado le compré ese diario, lo cual la puso
muy contenta.
El jefe de la familia Bourke tomó el libro y lo hojeó un poco, no con el afán
de averiguar sus secretos, era más bien una distracción a lo que estaba escuchando.
En aquel instante empatizó, y quizás le hubiera concedido cualquier
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petición en ese momento, porque ya lo había convencido.
—Le pido por favor que olvide un poco que es un regalo mío, piense un poco
en su hija. Ese diario es su única pertenencia; y ahora que va a vivir en un
ambiente diferente al que conocía, tal vez sea mejor no separarla del único
objeto en el que ha aprendido a refugiarse.
Jerome se quedó pensativo, dejó el libro en el escritorio notando que sus hojas
estaban a punto de terminarse y respondió:
—Creo que tiene razón, será lo mejor para Rachel.
La religiosa dibujó un gesto de victoria.
—… Muy bien —prosiguió echándose para atrás en el asiento y limpiando
una lágrima en sus ojos—… Creo que, habiéndonos puesto de acuerdo, podemos
enfocarnos en la cuestión legal.
—Supongo que el Sr. Knaggs ya le envió un informe detallado, yo sólo
traigo los formatos necesarios para su firma. ¿Quiere revisarlos?
Bourke ya lo había hecho, Knaggs se los había proporcionado con antelación,
así que no lo consideró necesario. Todo lo que deseaba era cerrar ese
círculo y abrazar a su hija.
—Me parece que están bien —dijo hojeándolos descuidadamente—, confío
en usted, ¿cuál sería el siguiente paso?
—Gracias, Sr. Bourke —Acercó la maleta de la niña—. Hago entrega de las
pertenencias de Rachel… Bueno, le tengo que ser franca. Todo lo que viene en
la maleta se lo compró el Sr. Knaggs camino a Lingfield… ella no tenía nada
adecuado para la ocasión.
—Lo sé, lo compró con su racionamiento.
<<Debo prepararle un bono especial por el detalle>>, pensó.
—Sé que no es mucho, pero le servirá por unos días.
—No se disculpe hermana, es más de lo que puede esperarse en esta situación.
—… ¡Ah! —recordó—, me permití incluirle el camisón con el que llegó a
Hope Field. Era lo único que traía puesto; pero tomando en cuenta sus indicaciones,
no sé si desee sustraerlo antes de entregar la maleta a la niña.
—No olvida ningún detalle, ¿verdad, hermana? —sonrió satisfecho—; pero
tiene razón, lo tomaré antes de entregársela —Examinó las pertenencias e hizo
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una pregunta que podría sonar tonta dadas las condiciones, pero tenía que hacerla—:
Hermana, mi esposa le regaló a Rachel un relicario muy valioso con la
foto de ambas, ¿no fue hallado?
—No, como le dije antes, Rachel llegó sin nada a Hope Field. Muy probablemente
eso fue lo primero que llamó la atención a quien quiera que la haya
abordado. Demos gracias a Dios que tuvieron el corazón para dejarla en las
puertas del orfanato y no deambulando por ahí. Cómo se hubiera defendido una
niña de dos años sola en este mundo —Hizo una pausa y recordó como acotación—…:
Sabe, un día estábamos tres hermanas y yo en la cocina. La niña estaba
desayunando en silencio, como había sido hasta ese día. Discutíamos cuál
debía ser su nombre, cuando de pronto dijo: Mi nombre es Rachel. Nos dejó
calladas y continuó con su avena. Desde ese día no ha parado de hablar; aunque
nunca supo decirnos ni su apellido ni su edad…
—Hasta que el Sr. Knaggs llegó —completó Jerome.
—Así es.
Sus historias eran muy relajantes, tenía que reconocerlo. Quizás podía hablar
todo el día de su experiencia con Rachel; pero el ex-militar no deseaba
quitarle más tiempo:
—… Hermana Mary, me ha gustado mucho escuchar sus anécdotas, pero
debo recordarle que todavía me falta entrevistarme con el Sr. Knaggs, y a usted,
un largo camino de regreso a Hope Field.
—Tiene razón, Sr. Bourke —rio con confianza haciendo un ademán con la
mano—, sólo debe firmar los papeles. La verdad es que únicamente es una
formalidad, el Sr. Knaggs y usted, ya hicieron la mayor parte del trabajo.
Jerome los tenía ya en su escritorio, pasó su vista rápidamente, y, sin pensarlo
mucho, estampó su rúbrica en ellos. La hermana Mary los guardó sabiendo
que su labor había terminado.
—Sólo me queda pedirle un último favor —Lo miró con un dejo de tristeza—…
Déjeme despedirme de Rachel.
—Claro hermana, no hay ningún problema —aceptó sin vacilar.
Rachel había hablado muy poco desde su salida de Hope Field. Era lógico
considerando que de la noche a la mañana había encontrado a su padre. La niña
no lo asimilaba aún, permanecía expectante observando todo y a todos; aunque
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su boca no dejaba de moverse devorando el pastel de frutas de la Sra. Fairchild
en la cocina. Sus piececitos colgaban de la silla meneándose nerviosos mientras
Diane y su esposo la miraban de frente.
—Es idéntica a su madre —susurró el ama de llaves sintiendo estremecer su
corazón.
—Sí —reforzó Oswald—, cómo olvidar a la señora, es su viva imagen…
Hasta comen de la misma manera.
Cuando la niña terminó, Diane se acercó rápidamente. No podía ocultar su
alegría por tenerla en casa.
—¿Quiere más mi niña? —dijo con dulzura como si la conociera de toda la
vida.
Aquellos ojos marrones miraron con curiosidad las canas de la señora. Por
alguna razón le transmitían confianza.
—No, gracias —contestó con una sonrisa.
Oswald también estaba contento de tenerla de vuelta y observaba con agrado
la escena, era como si el reloj hubiera retrocedido –ojalá así hubiera sido–.
El llamado del Sr. Bourke lo volvió a la realidad.
Le permitieron a la hermana Mary unos minutos a solas con Rachel. La niña
escuchó cada palabra de aliento de la que hasta ese momento había sido lo más
cercano a una madre que había tenido. Su tristeza no se manifestó más allá de
unas cuantas lágrimas, su corazón estaba confundido. No comprendía por qué
ya no podría verla y la hermana no supo cómo explicarle cómo era el procedimiento,
y mucho menos pensó en decirle que también era una instrucción de su
padre.
La mayoría de los niños en Hope Field habían perdido a sus padres antes y
durante la guerra. El lugar era habitado por menores de todas las edades: Refugiados,
abandonados o algunos que había llegado por mero accidente; pero
todos tenían un sueño en común: Pertenecer a una buena familia –y qué mejor
que fuera la propia–. Rachel había encontrado a su verdadero padre por azares
del destino; pero era difícil que abrazara la idea en tan corto tiempo.
—Sr. Knaggs —se acercó Jerome al detective mientras la hermana Mary y
Rachel se despedían—, sé que tenemos que finiquitar nuestro asunto, pero se
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hace tarde y tienen que regresar a Londres. Me gustaría que viniera el día de
mañana para platicar con calma.
Aquel no era exactamente el mejor plan para Nicholas, él había pensado en
concluir el tema esa misma tarde y así pagar sus deudas; pero cómo podía negarse
a los deseos de su mejor cliente.
La paciencia no era exactamente una de sus virtudes, pero la había ejercitado
bastante bien con Jerome Bourke durante los últimos años. Tendría que
morderse los labios y aceptar los términos de su contratante.
<<Y encima de todo, tengo que llevar a la monja conmigo a Londres>>, refunfuñó.
El viejo Ford Prefect se retiró dando vuelta a la rotonda y perdiéndose por
el mismo camino por donde había llegado. Jerome, Oswald y Diane los despidieron
desde el pórtico, mientras la pequeña Rachel permanecía en silencio
agitando tibiamente su mano.
No hubo un berrinche, no hubo un llanto profundo, sólo silencio y una mirada
inocente. El padre de familia se acercó a su hija y la tomó por la cabeza,
acariciando su cabello liso y recogido. Rachel volteó para observarlo, pero no
se negó al toque de aquel hombre; quien rápidamente se acuclilló para estar al
mismo nivel.
—Y bien, hija, ¿cómo te sientes?
Ella se encogió de hombros desviando la mirada. En realidad, no tenía una
respuesta apropiada.
—¿Estás cansada?
Ahora asintió con la cabeza.
—Bueno, entonces la Sra. Fairchild te llevará a tu habitación. Ella te ayudará
a cambiarte y a instalarte. Puedes llevar contigo tu maleta y el libro que te
presté.
Rachel estaba a punto de girar en dirección hacia Diane cuando Jerome la
detuvo.
—Puedes… darle un abrazo a tu padre primero —Sus ojos se entornaron,
seguía de rodillas.
Ella no se lo negó, aunque tampoco fue muy efusiva. Se sentía extraña y todavía
no sabía cómo reaccionar; aunque para su padre, aquel instante significó
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todo.
El Sr. Bourke la abrazó con fuerza mientras los brazos de la pequeña no alcanzaban
a abarcarlo. El hombre lloró mucho lleno de una inmensa felicidad.
No pudo evitar cargarla en brazos y entrar en la casa hasta llevarla a su recámara,
luego dio las indicaciones pertinentes para que la Sra. Fairchild se hiciera
cargo de ella.
Rachel se sentó en la orilla de la cama observando, fiel a su costumbre, cada
rincón de su habitación mientras meneaba nerviosa sus pies. Miró aquella elegante
cama finamente decorada y todo lo que había alrededor en un espacio
mucho mayor del que nunca había visto para una sola persona.
—Apenas tuvimos tiempo para encontrar lo necesario para ti, mi niña —
dijo un poco apenada la Sra. Fairchild.
—¿Todo esto es mío? —preguntó con inocencia—. ¿La cama es para mí sola?
Diane no tuvo que indagar mucho en su triste historia. Sabía a lo que su vocecita
se refería. Caminó con prisa para abrazarla y le dijo llorando:
—… Sí, mi niña, todo esto es tuyo, y habrá muchas otras cosas más; pero,
sobre todo, tendrás el amor de tu padre y el nuestro. Seremos una familia otra
vez, ya lo verás que sí —Se sentó en la cama—… Sabes, sé que no lo recuerdas;
pero cuando eras muy pequeña yo te cargaba en mis brazos, era un poco
menos vieja —Sonrió—… Y tu madre, tu madre siempre te quiso mucho…
—Me dijeron que había muerto —soltó directamente y con un poco de
frialdad.
El ama de llaves suspiró sin estar segura de cómo contestarle, así que sólo le
habló con la esperanza que aún guardaba:
—… Aún no estamos seguros de eso, pequeña; mas, de cualquier modo, tú
estás aquí, y si ella regresa, sabrá dónde encontrarte.
—Quisiera que estuviera aquí, tampoco me acuerdo de ella, ni de papá…
—Pues ten fe, mi niña, ten fe —La llevó a su costado—… Bueno, este día
ha sido muy largo para ti. Descansa un poco y más tarde vendré por ti para la
cena —Abrió el pequeño maletín que le servía de equipaje—… Habrá que
comprarte ropa… —señaló y observó luego el diario y la novela que había
tomado del estudio—… ¿Sabes leer y escribir?
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—Sí.
—Tu madre hacía lo mismo. Incluso también llevaba un diario.
—¿Le gustaba escribir?
—Sí, siempre lo hacía —Alzó los ojos recordándolo—; bueno mi niña, creo
que ya deben estarme esperando en la cocina y hay muchas cosas que hacer
todavía en la casa —Acomodó su poca ropa y se dirigió a la puerta, pero antes
de dejarla comentó—…: Espero que podamos ser amigas.
—Pensé que ya lo éramos —dijo con sencillez.
—¡Claro mi amor! —le arrancó una sonrisa—. Te llamó más tarde para la
cena y… ¡Bienvenida a casa!
Rachel se quedó sola en medio de aquella habitación sintiéndose un poco
fuera de lugar; aunque eso no era nuevo para ella, lo experimentaba continuamente
en el orfanato, siempre estaba acompañada, pero sola. Regularmente no
se relacionaba mucho con los otros niños de su edad, y menos con los mayores.
Siempre iba un paso adelante de los demás y se interesaba por temas que quizás
a una niña no debían interesarle. Por esta razón, había hallado en la hermana
Mary a la cómplice perfecta de sus aventuras. Lingfield aún no conocía a la
verdadera Rachel.
Giró su cabeza en medio de aquellas cuatro paredes: Había una sola puerta
que daba a las escaleras, una sola ventana grande en la que bien podía caber a
lo alto y desde donde se observaba el patio trasero y el bosque. También contaba
con un escritorio enfrente de su cama, aunque nunca utilizaba una superficie
plana para escribir.
Sus ojos curiosearon un poco a través del cristal sin decidirse a abrir la ventana
y luego se acostó en la cama. El colchón era fresco, suave; pero a la vez
firme, lo acarició. Nunca había sentido esa calidez y menos ese… espacio.
Muchas veces había tenido que acurrucarse para defender esa tercera o cuarta
parte del territorio que le correspondía para dormir. Ahora se sentía extraña y
cansada, habían sido demasiadas cosas para un solo día, el sueño le estaba ganando,
pero tenía que hacer otra cosa antes de dejarse vencer:
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16 de abril de 1947.
Hoy por fin llegué a casa, al menos eso creo. Conocí a mi papá, el Sr. Jerome
Bourke. Dicen que es una persona importante. Su casa es enorme y está
en medio del campo. Aquí muchos dicen que me conocen, pero yo no recuerdo
a nadie. Mi mamá sigue perdida, parece que falleció; pero yo sigo creyendo
que un día va a volver, como mi papá. Me gustaría poder abrazarla y darle un
beso. Me tuve que despedir de la hermana Mary y no sé si la volveré a ver
algún día. Ahora tengo una habitación y una cama para mí sola. Me siento
rara aquí, aunque todos parecen ser amables conmigo. El Sr. Bourke, mi papá,
tiene muchos libros…
Se quedó pensativa sobre el papel mientras su pluma giraba sin escribir una
sola letra más. Cerró los ojos y se quedó dormida.
-33-
3
—El Sr. Knaggs está aquí —anunció Oswald.
Jerome miró su reloj de bolsillo, eran las 9:00am, el detective sí que había
sido puntual. Hizo a un lado los papeles que estaba revisando e indicó después:
—Hazlo pasar por favor.
El investigador entró apresurado cargando un maletín de piel maltratado y
saludó a su contratante para luego tomar asiento.
—¿Le ofrezco algo? Por la hora supongo que habrá salido muy temprano de
Londres.
—Gracias, así estoy bien.
—De acuerdo, Knaggs, no le demos más vueltas al asunto y finiquitemos
esto —dijo al observar que traía prisa. No obstante, otro tema le daba vueltas en
la cabeza.
—Así es, Sr. Bourke —se alegró al escuchar esas palabras.
—Aquí está lo que pactamos, ya lo tenía preparado —Extendió un sobre
con el dinero—. Creo que encontrará todo en orden. Además, le hago extensiva
mi gratitud con un buen bono por el detalle que tuvo con la niña.
Knaggs era desconfiado por naturaleza; pero podía ceder ante aquel recto
hombre de negocios; además, eso implicaba también una muestra de respeto.
Tomó el sobre abierto, algunos billetes de alta denominación se asomaban. Sus
ojos se ensancharon al verlos. Lo guardó en su saco sin negarse a ocultar su
felicidad.
Cuando el hombre consiguió lo que había venido a buscar, su tensión bajo a
cero y se relajó hundiéndose en el asiento. Hubo unos segundos de silencio,
como si uno esperara a que el otro hablara.
—… Pero no crea que he olvidado que la búsqueda sigue en pie —apuntó el
detective.
—Así es, Knaggs —resopló mirando hacia abajo sabiendo lo complicada
que era la odisea.
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El investigador intentó acompañar el sentimiento de su cliente; mas no era
su fuerte.
Jerome regresó a lo que ya se había logrado para darse fuerza:
—… Ha sido muy gratificante que haya logrado encontrar a mi hija. No me
imagino lo que tuvo que hacer para tener éxito en medio de tanta desinformación.
<<Cierto, no se lo imagina>>, pensó Knaggs.
—Para serle franco, Sr. Bourke —alegó con sinceridad—, y aunque mi
reputación me precede. Tengo que admitir que tuve un gran golpe de suerte, o
quizás todo tenía que ser así, no lo sé; llámelo destino, si así lo prefiere… Después
de años en blanco, uno encuentra la pista adecuada, a veces, donde menos
se lo espera, y de la noche a la mañana consigue el objetivo. Así es el trabajo de
la investigación privada.
—Creo que entiendo esa parte; aunque donde muchos ven suerte, uno ve
trabajo. Yo ya había perdido toda esperanza.
—Pues, todo es cuestión de mantener los ojos y oídos permanentemente
abiertos.
—… Bueno, agradezcamos a Dios que mi hija apareció. En cuanto a mi esposa…,
¿tiene noticias?
—Lamentablemente no —bajó la mirada decepcionado.
—Pero el hallazgo de Rachel nos ayuda en algo, ¿cierto?
—No en este caso, Sr. Bourke.
—Pero escaparon juntas de esta residencia…
—Así es —lo interrumpió pensando en cómo diría lo siguiente—…; sin embargo,
en algún punto del camino se separaron…
Se observaron conociendo las terribles condiciones de la historia y sus probables
consecuencias. La palabra la tenía el profesional:
—Sr. Bourke, tengo que ser honesto: Si nos enfocamos en la experiencia de
Rachel como una base; ella fue víctima del hurto de sus pertenencias, y debo
señalar que corrió con mucha suerte, muchos de los ladrones no se conforman
sólo con eso; usted sabe a qué me refiero —Lo miró fijamente—. En cuanto a
lo que ocurrió, mi teoría es: Que aprovecharon un descuido para llevarse a
Rachel; la tomaron por la fuerza, aunque eso también implicaría el probable
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secuestro de su esposa; o que hubo algún distanciamiento entre ambas por alguna
razón que todavía desconocemos…
Bourke se tomó la barbilla un momento, era como si el detective lo empujara
a un callejón sin salida.
—Mi mujer nunca abandonaría a nuestra hija, eso téngalo por seguro.
—Eso, Sr. Bourke, es lo que me temo yo también —Lo observó con seriedad—…
Debe estar preparado para lo peor.
—Lo peor, créame, es no saber qué le pasó.
—Estoy de acuerdo con usted, Sr. Bourke, seguiré las pistas entonces hasta
que usted me indique lo contrario.
Jerome sabía, muy en su interior, que cualquier noticia que le trajera
Knaggs no sería buena; sabía, que su esposa no se hubiera separado de la niña
por ningún motivo, y eso aumentaba las probabilidades de que hubiera desaparecido;
mas él se empecinaba en mantener una leve esperanza.
Knaggs se encaminó entonces a la salida deteniéndose un poco en los escaloncillos.
Su ánimo fue menguando con cada paso que daba en el crujir de
aquel pasillo del estudio a la puerta principal. Giró varias veces su sombrero de
bombín enfrascado en un trance de preocupación. ¿Sabía Bourke realmente lo
que había al final del camino? Él sí lo sabía, su experiencia se lo gritaba.
Haber rescatado a su hija ya era bastante, considerando las condiciones.
Knaggs creyó que la búsqueda terminaría ese día con un apretón de manos,
bueno, él no podía razonar como esposo, nunca lo había sido; pero tampoco
quería llegar con malas nuevas, regularmente sus casos terminaban con éxito.
<< ¿Sería prudente rehusarme a continuar? ¿Y si me equivoco? >>.
Su codicia peleó contra su ética. Ya había quedado bien claro que los próximos
resultados no serían nada agradables, qué más podía explicarle a su
cliente. Tal vez debía regresar a los barrios bajos a investigar, o a aquel viejo
bar donde solucionó el caso de la niña. En algún lado había una respuesta, pero
no sabía si podría encontrarla.
Los ojos de Oswald permanecían fijos sobre el huésped sosteniendo abierta
la puerta de su Ford Prefect casi gritándole que todo estaba dispuesto para su
partida.
—Tú siempre tan servicial, Oswald —sonrió al encaminarse a su vehículo.
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—Se hace lo que se puede, señor —respondió con una reverencia a medias
y esperó a que Knaggs abordara su auto.
—Por cierto, Oswald, esa madera del pasillo cruje demasiado.
—Lo sé, señor, ya está en los planes repararla.
El escape resopló con un fuerte tronido.
—Creo que su mofle también está averiado —reviró.
—Lo sé, Oswald, también está en mis planes —sonrió—… ¡Hasta pronto!
El mayordomo lo despidió de vuelta con una reverencia a medias y permaneció
en el pórtico hasta verlo cruzar el límite de la propiedad.
Bourke continuó con sus asuntos apenas se retiró Knaggs. Había tanto por
hacer en Lingfield que no se daba abasto, mucho menos con los nuevos negocios
que pretendía iniciar.
Pasaron sólo unos minutos cuando vio el reloj nuevamente. Llamó entonces
a su ama de llaves:
—¿Rachel sigue dormida? —preguntó.
—Sí, desde ayer, señor.
—Ya es un poco tarde, ¿no lo cree Sra. Fairchild? —se escuchó un poco
dictatorial—. Creo que lo mejor será despertarla. Es conveniente que se vaya
acostumbrando a los horarios de esta casa.
—Entienda su condición, señor.
—Porque entiendo su condición lo dejé pasar este día, pero sólo hoy. Vaya
por ella por favor.
—Como usted indique.
—También dígale a Arthur que prepare el coche y que Rachel esté lista,
iremos a la ciudad para comprarle algunas cosas.
17 de abril de 1947.
La Sra. Fairchild me despertó por la mañana, bueno, eran casi las diez. No
recuerdo haberme levantado tan tarde anteriormente, si lo hubiera hecho y no
estaba enferma, hubiera implicado un castigo del que prefiero no acordarme.
En el orfanato siempre nos levantaban al amanecer para ayudar con los
quehaceres de la casa. Los más grandes terminábamos ayudando más; pero la
señora me dijo que ya no tendría que hacer nada de eso, lo cual me alegró. No
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sé por qué me levanté tan tarde. La Sra. Fairchild es muy amable conmigo,
tanto como lo era la hermana Mary. Quizás también llegue a hacerla mi cómplice,
ji, ji, ji.
Me sentí extraña al no despertar con un pie en mi cabeza y tanto espacio a
mi alrededor. Lo primero que pensé es que me habían dejado sola. Fue hasta
que vi a la Sra. Fairchild que recordé lo que había pasado ayer.
Tuve que bañarme y desayunar aprisa porque teníamos que salir. Hay varios
cuartos de baño en la casa; pero la Sra. Fairchild me llevó a uno muy
grande donde había una tina. Nunca me había metido a una, sólo las había
visto de lejos. Creo que en el orfanato había una que no usaban. La Sra. Fairchild
llevó varias cubetas de agua caliente para poder bañarme y logró que el
agua hiciera mucha espuma. Dice que hacía tiempo que necesitaba de un buen
baño. Nunca había olido mi cabello tan limpio ni lo había sentido tan suave,
me gustó; ahora su liso sí era natural.
Después de eso, papá me llevó a Londres, él dice que antes vivíamos allá,
yo no recuerdo nada, dice que era muy pequeña cuando nos mudamos a la
casa de campo en Lingfield y que por eso no lo recuerdo. Pasamos por una
casa muy grande que aún están arreglando, bueno lo que quedaba de ella,
papá dice que fue destruida en los bombardeos. También dice que terminarán
de arreglarla en unos meses y que entonces regresaremos a habitarla.
Papá parece ser un señor importante, lo noté desde que entramos a la primera
tienda, donde fue tratado con mucho respeto, a veces me da la impresión
de que le tienen miedo. No entiendo por qué lo llaman: <<Almirante>>. Estuvimos
afuera casi todo el día, dice que necesitaba muchas cosas y que nada de
lo que traje me serviría ya. Sólo me quedé con el trajecito que me compró el Sr.
Knaggs. Bueno, tuve que usarlo nuevamente porque era la única ropa decente
que traía. Papá dice, que como toda una dama Bourke, siempre debo tener una
excelente presentación; nunca me había fijado en esas cosas, pero creo que
puedo acostumbrarme.
Las calles de Londres fueron hermosas alguna vez, me dijo, eso fue antes de
que fueran arrasadas por los bombardeos, fue en ese tiempo que nos mudamos
a Lingfield. Ahora apenas algunos edificios se mantenían en pie y otras casas
están reparándose. Hay mucha pobreza y muchos niños sin hogar. Muchos de
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ellos se nos acercaron a las ventanillas pidiéndonos de comer; pero papá los
ignoró. Tampoco sé por qué, parece que él hubiera podido hacer algo más por
esa gente; únicamente repetía: <<No puedo ayudar a todos>>.
Conocí también a Arthur, el hijo de los Fairchild. Tiene tiempo sirviendo en
la casa. Es el chofer, el granjero, el cazador; no sé de qué, pero algo comentó
con papá acerca de eso; y el que regularmente hace los viajes a la ciudad
cuando algo se requiere.
Hubo algo que me llamó la atención mientras estábamos en Londres. Papá
dijo: <<Malditos yankees, ahora también dependemos de ellos>>. Eso fue
algo que no entendí; pero lo mencionó mientras observaba las reparaciones
que se estaban llevando a cabo en la ciudad. Quizás es un tema del que no
deba preguntarle, quizás aún no.
No puedo quejarme del viaje; aunque terminé muy cansada, otra vez, papá
me compró muchas cosas, más de las que nunca imaginé tener. Creo que si la
hermana Mary me viera se pondría muy feliz… Ha pasado sólo un día y ya la
extraño.
—¿Los señores no bajarán a cenar hoy tampoco? —preguntó Oswald a su
mujer en la cocina.
—El Sr. Bourke mencionó que sí —respondió mientras revisaba la olla de
la sopa.
—Han estado muy callados.
—Como siempre —Regresó a la mesa y empezó a tararear una alegre tonada.
—Te escuchas muy feliz, mujer —dijo Oswald sonriendo de oreja a oreja.
—Lo estoy. El sólo hecho de saber que Rachel está de vuelta es razón suficiente.
—Yo también lo estoy, y el señor Bourke ni se diga —Se acercó entrelazando
sus manos en la espalda.
—Creo que la niña puede traer de vuelta la alegría que se fue de esta casa
hace años.
—Sí…, el mismo día que la señora Rachel se fue.
—Sí —Se privó unos segundos—…, ese maldito día —Dejó caer con ren-
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cor sobre la carne el hacha de cocina.
El mismo Oswald se hizo a un lado por el golpe.
—Calma, mujer. Creí que estabas contenta.
—Lo estaba, hasta que me recordaste eso… ¡y no sigas o pondré tu cabezota
abajo de esta hacha! —reclamó con carácter.
Oswald ensanchó los ojos, dio un paso atrás y alzó las manos en señal de
rendición –aunque reía por dentro–.
—Mejor deberías encargarte del piso de la entrada.
—Arthur ya lo está haciendo.
—¡¿Arthur?! Arthur esto, Arthur lo otro. Él no puede hacer todo solo.
—La juventud mujer, la juventud…
Londres, en el departamento de Knaggs.
—¿Quién es? —preguntó el investigador al escuchar el golpeteo en la puerta.
—¡Antoine! —respondió una voz aguardentosa con cierta confianza.
El hombre estaba sentado en la sala fumando un cigarrillo y tomando un
trago del licor que le quedaba. Ya había organizado sus cuentas de acuerdo al
dinero que le entregó Bourke, pero había olvidado un pago que no deseaba
hacer. El sólo enterarse de la llegada de su visitante lo hizo maldecir el día.
Sabía de quién se trataba y a qué venía. Su tranquilidad se fue al hoyo en un
instante.
—¡Ábreme Knaggs! —golpeó más fuerte.
El detective no tenía ganas de verlo, pero sabía que debía hacerlo tarde que
temprano. No quería tampoco que armara un alboroto en el edificio.
Lo dejó entrar.
—Pensé que me dejarías afuera —dijo con un suave acento francés.
Pasó con un poco de prisa, olía a licor barato y suciedad, pero el detective
tuvo que soportarlo.
Knaggs dudó en cerrar la puerta, quizás sería buena idea tener ventilada la
habitación. Finalmente decidió que era más valiosa la discreción que la comodidad.
—Ya sabes que quiero —dijo sin sentarse, cosa que el anfitrión agradeció.
Habló con mucha autoridad, como si tuviera el derecho.
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Knaggs comenzó a caminar lentamente de vuelta al interior. Antoine le daba
la espalda. En aquel instante muchas ideas turbias cruzaron por la cabeza del
detective, pero todas desembocaban en más problemas; así que simplemente
siguió adelante hasta la sala e introdujo su revólver al pantalón. Sólo era una
advertencia para que su huésped tuviera cuidado.
—¡Vamos!, sé que ya conseguiste el dinero —luego olfateó fuerte—… ¿Es
whisky?
—Estás muy bien informado —se sorprendió. Caminó un poco y volteó una
silla para usar el filo del respaldo como asiento. Se cruzó de brazos de frente a
Antoine como si lo retara—… Claro que lo conseguí.
—Dame mi parte y me iré. Sólo he venido por eso —suavizó su voz.
El dueño del lugar estaba solo, como de costumbre. Era un sujeto soltero y
sin más compañía que su propio ego. Antoine había entrado con su facha de
ladrón a su casa sin que un solo testigo hubiera visto cómo. Además, los contactos
que tenía el detective en la policía podían ser suficientes para manejar la
justicia a su favor. Aquella pobre alma vivía en las calles y mendigaba un trago
en las cantinas; pero sus oídos escuchaban todas las noticias que transitaban por
Londres. En su boca encontró el rumor que lo llevó a Rachel justo el día que se
había dado por vencido.
—Te pedí que no vinieras aquí —le recordó molesto.
—¿Qué pasa Knaggs?, ¿temes que mi presencia manche tu reputación? —
preguntó con ironía.
—Algo así.
—Bien, después de hoy ya no me verás, eso te lo prometo…, a menos que
vuelvas a necesitar una oreja en la ciudad.
El último comentario retumbó en la cabeza del detective. Quizás el incómodo
visitante tenía algo más que darle ahora; aunque ya se lo había preguntado
con anterioridad.
Knaggs no deseaba esta relación y seguramente Antoine tampoco. Sólo era
un frágil trato hecho en una cantina que cambiaba información por dinero.
Policía y delincuente, qué cosa tan absurda. Knaggs quería tomar su revólver y
asesinar a su visita ahí mismo. Podía hacerlo, todos le creerían si maquillaba un
poco la escena. Le molestaban los que, como él, traficaban con vidas humanas
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para vivir. Ellos no deberían de existir. El mundo no extrañaría a Antoine, el
francés.
Knaggs empuñó su arma sin aviso, sólo un sofá los separaba, empezó a caminar
hacia el… intruso.
—¡¿Qué haces?! —gritó nervioso alzando sus manos por reflejo.
El cañón cubrió primero la única salida, arrinconando a Antoine hacia la pared
contraria.
—… Sólo acabando con el tipo que se metió a robar a mi casa —Knaggs tenía
su plan. Lo miró unos segundos apuntándole a la cabeza—… Mmm creo
que te verías mejor del otro lado —Lo jaló de la camisa y lo puso contra la
puerta principal sin dejar de apuntarle—. Creo que de este lado sería más creíble.
—¡Esto no fue el trato! —exclamó buscando que alguien lo escuchara.
—¿Cuál fue el trato, entonces? —Dejó de encañonarlo y se alejó lentamente
moviendo las manos y dándole la espalda, como si lo invitara a actuar.
Antoine tenía la oportunidad, tal vez la única para salir bien librado. Si
aquel aspirante a policía iba a acabar con él no perdía nada al arriesgarse; sin
embargo, el atemorizado soplón no podía dar ni un paso.
—No juegues conmigo Knaggs —su voz tiritaba. De pronto el dinero dejó
de ser lo más importante—. Podemos olvidarnos de todo… haz de cuenta que
nunca vine —El detective tenía todas las de ganar y Antoine lo sabía. Si iba a
jalar o no del gatillo, prefería no averiguarlo.
El investigador le sonrió sobre su hombro, ahora él controlaba la situación,
como debió ser desde un principio. El envalentonado Antoine estaba congelado
junto a la puerta.
—No será necesario mi amigo —Enfundó su arma en el pantalón lo que hizo
que el alma del francés regresara al cuerpo—… Disculpa mi descortesía —
añadió cínicamente y fue por un par de sillas, no quería que aquel tipo ensuciara
sus muebles. Lo pasó al centro de la habitación y volteó su asiento para apoyarse
en el respaldo—. ¿En qué nos quedamos?
—… ¿En qué nunca debí venir a tu casa?
—¡Cierto! Pero ya estás aquí… así que eso ya no importa, y después de todo,
tenemos una deuda que saldar.
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Antoine reflejó la media sonrisa de su anfitrión como un espejo, era notorio
la ausencia de algunas piezas dentales, no propio de alguien de su edad. No
estaba seguro si las aguas ya estaban tranquilas, sólo reaccionó.
—Sabes —prosiguió—, aquí tengo tu dinero —aplastó dos veces su billetera—;
pero tengo algunas preguntas que hacerte, aprovechando que me ahorraste
la vuelta a tus terrenos…
El vicio de Antoine lo hizo imaginar inmediatamente las botellas de buen licor
que podría comprar con ese dinero. Hubiera inventado cualquier historia
con tal de recibir un bono extra; sin embargo, Knaggs lo tomó por sorpresa.
—¿Recuerdas a la niña Bourke?
El sujeto se inquietó un poco antes de responder:
—… Sí, la encontraste, ¿no es así?… claro, de qué otra manera hubiera conseguido
el pago.
—Cierto.
—Ya habíamos hablado de este asunto —Empezó a frotarse las piernas nervioso.
—Lo sé —Lo observó a la cara tratando de descifrarlo.
—¿Qué más quieres saber? —sus ojos estaban inquietos—… Supe de alguien
que había encontrado a una niña con la descripción que tú buscabas y la
había entregado en un orfanato y eso fue lo que te dije.
Knaggs se paró repentinamente moviendo su silla y dándole la espalda. Escuchaba
por segunda vez la misma historia.
—¿En 1939? —repreguntó cruzando sus manos en la espalda.
—Sí.
—Me quieres decir —regresó a confrontarlo—, que conoces a alguien que
conoce a alguien en tu… círculo social, y que esa persona recordó que había
dejado a una niña de dos años en un orfanato lejos de aquí.
—La historia fue cierta, ¿o no? —dijo tartamudeando.
—¡En 1939 lo que sobraban eran huérfanos! —Knaggs empezó a darle
fuerza a su interrogatorio, se sentía en su elemento—. ¿No crees que todo fue
una gran coincidencia?
—No lo sé —dijo casi murmurando.
—¡¿No lo sabes…!? Y no lo había pensado porque el hecho de encontrar esa
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pista me cegó… Ahora que te vuelvo a ver empiezo a desarrollar algunas hipótesis
nuevas sobre el caso —Se puso en pie y se sirvió un whisky.
Fue entonces que captó por completo la atención de Antoine. Aquellos ojos
desorbitados por el alcoholismo se perdían en cada gota de la bebida en el vaso.
—… ¿Quieres saber cuál es mi teoría principal? —lo torturó pasando frente
a él la botella y consiguiendo un sí automático—. Yo creo que tú eres el perpetrador
del delito. Creo que tú eres el que le robó sus cosas a la niña —Se acercó
a su cara por maloliente que fuera.
—De qué hablas Knaggs… yo siempre he vivido en Londres.
—¿Siempre? ¿Estuviste aquí durante los bombardeos?
Antoine se quedó callado.
—Sé que tú y los tuyos muchas veces se la pasan en los muelles y a veces
toman un barco pesquero a cualquier parte. Las manos eran pocas en ese tiempo,
aceptaban a cualquiera. Quien dice que no andabas de aventura al norte de
Inglaterra y te topaste con la niña…
—¡Te juro que no!
—… O con su madre —Terminó con su trago y lo dejó callado.
—… No sé de dónde sacas eso.
—Quizás el dinero que ofrecí en aquella cantina era demasiada tentación
para quedarse callado. Un relicario de oro y ropas finas no fueron suficientes
para ti… ¿Dónde está la Sra. Bourke?
—¿Quién?
—La mamá de la niña. Iban juntas en el viaje.
—No lo sé, Knaggs —Se talló la frente cansado del interrogatorio.
El detective caminó un poco por la habitación sin dejar de mirarlo. Su pistola,
aún en el cinturón, lucía amenazadora.
—¿Supongo que sabes quiénes son los Bourke?
—Todo el mundo lo sabe.
—Sabrás entonces de lo que son capaces de hacerte en caso de que hayas
dañado a la señora o a la niña.
—… Sí.
Knaggs se mantuvo de pie apoyando sus manos en el respaldo de su asiento
esperando leer algo más en el rostro de aquel tipo; pero sólo consiguió ver a un
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hombre amedrentado y de bajo perfil. Su experiencia le decía que no era el tipo
de delincuente capaz de asesinar a una persona o secuestrar a una niña, al menos
no por su propia cuenta; sin embargo, algo sabía, de eso estaba seguro.
—… Bien, pasemos a lo nuestro —interrumpió bruscamente el proceso sacando
la cartera.
Los ojos de Antoine regresaron al primer plano. El investigador contó los
billetes enfrente de él con rapidez y los extendió para que se levantara.
—Lo que acordamos.
El sujeto se levantó tembloroso y tomó su dinero sin decir palabra. Se dirigió
a la salida.
—¡Antoine! —lo detuvo—. En verdad espero que no hayas tenido nada que
ver… Te buscaré después si se me ocurre algo.
<<Me las pagarás, maldito policía>>, pensó dibujando el odio en su rostro
al retirarse por el pasillo.
La puerta se cerró sin respuesta, luego el detective observó las sillas vacías
un momento y empezó a caminar hacia la ventana con las manos en los bolsillos.
—… Veamos qué haces —murmuró buscando la figura de su informante en
la calle.
Su departamento estaba en un tercer piso. Pronto vio la espalda de aquel intento
de delincuente cruzar la calle sin voltear atrás. El cebo estaba tendido.
Knaggs se puso a trabajar esa misma noche. Recuperó la información que
tenía, fotografías y contactos. Empezaría de cero, pero con una base que le
llamaba la atención: Hope Field estaba bastante lejos de Londres, y de acuerdo
con los registros de la hermana Mary, Rachel había aparecido poco después de
desaparecer de Lingfield. ¿Dónde estuvo en ese tiempo?, ¿escondida con su
madre?, ¿con sus captores? Era un acertijo que probablemente no tenía respuesta
en la ciudad, tal vez debía iniciar por otro lado.
Hacía ya varios años que la cena familiar en la casa Bourke no cobraba la
importancia que ahora tenía. Desde la desaparición de su esposa e hija, y luego
su reclutamiento para la guerra, Jerome no había tenido ánimo para reunirse
cada noche como antes. Además, al regresar tuvo que enfrentar las enfermeda-
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des de sus padres, una casa que se estaba cayendo y negocios en quiebra.
Rachel ya estaba sentada a la mesa. Había cuatro lugares más solos y salvo
la señora Fairchild, nadie más estaba presente. La niña no sabía nada acerca del
resto de los habitantes de la casa. Su padre había tenido cuidado de manejar las
cosas paso a paso.
La pequeña bamboleaba sus pies con la peculiar inquietud que caracteriza a
los niños de su edad. Desconocía los protocolos propios de una cena de este
tipo, aunque su apetito parecía que ya experimentaba una trifulca en su estómago.
—¿A qué hora cenaremos? —preguntó ansiosa.
—Ten paciencia mi niña —pidió la Sra. Fairchild—, tu padre vendrá pronto…
Fue a preparar una sorpresa para ti.
—¡¿Una sorpresa?! —exclamó sin recato. ¿No habían sido ya demasiadas?
La expectativa le dio fuerzas para aguantar un poco más. En un día lleno de
ajetreo, una sorpresa era un excelente colofón.
Finalmente, una serie de pasos cortos anunciaron el fin de la espera. Ambas
voltearon hacia la entrada, la que daba al pasillo principal cerca de las escaleras.
Oswald entró primero llevando del brazo a una mujer mayor –aunque notablemente
más joven que la Sra. Fairchild–. La mujer apenas notó la presencia
de alguien más en la habitación, fue conducida a la fina mesa de nogal tallado.
Se sentó justo frente a Rachel, quien no pudo quitarle los ojos de encima preguntándose
su identidad. Inmediatamente después, Jerome apareció por el
mismo lugar llevando consigo a un hombre mayor, a quien sentó al lado de esta
mujer. Ninguno de los dos pronunció palabra y su mirada se perdía como si no
estuvieran conscientes de lo que estaba sucediendo. Rachel era la más ajena a
toda la situación.
La mirada alegre de su padre al verlos a todos reunidos no pudo ser más
evidente. Se acercó a su hija y le dijo:
—Rachel, mi amor, ¿sabes quiénes son ellos?
La niña volvió a su anterior retraimiento negando con la cabeza en lugar de
hablar.
—Ellos son tus abuelos —aclaró.
La confesión pudo ser escuchada por todos los presentes. Los viejos ignora-
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ban que su nieta había regresado. Los ojos ensanchados de los tres se cruzaron
sobre la mesa sin pronunciar palabra, hasta que la voz del mayor se atrevió a
decir algo:
—¿Eres tú Rachel? —su voz se entrecortó. Alzó los brazos intentando pararse,
pero para esa hora el efecto de los medicamentos lo tenían aturdido.
Jerome hizo entonces una seña a su hija y esta comprendió. El padre la tomó
de la mano y la llevó hasta los brazos de sus abuelos quienes la flanquearon.
Christopher Bourke fue el primero en abrazarla, mientras su mujer se mantenía
un poco a raya, como si su consciencia no alcanzara a comprender la
magnitud de lo que estaba ocurriendo.
—¡Eres idéntica a tu madre! —dijo él al mirar su carita—; pero cómo no te
reconocí de inmediato.
El abuelo era un tipo enorme, tan alto como su padre, pero del doble de ancho.
Sus largas y espesas patillas hacían ver su cara más redonda de lo que era
y esa sincera sonrisa le valieron un gesto de aceptación.
Jerome se alegró mucho por su padre, quien era poco menos que una sombra
de aquel sociable hombre al que todos querían. Rachel pareció convertirse
en su mejor medicina, y qué decir de su hija que seguía encontrando un lugar
donde se le amaba.
Después fue el turno de Charlotte, quien la tomó de los hombros y la observó
de arriba abajo. Su semblante no reflejaba mayor emoción, sólo un duro y
frío escrutinio. La pequeña sintió cierta desconfianza con ella. La abuela lucía
mucho más joven que el abuelo.
—¿Estás seguro de que esta niña es tu hija? —preguntó con insensibilidad.
El cuestionamiento puso nerviosa a la niña y era bastante descortés, pero así
era la abuela.
Ese par de manos sujetaron sus pequeños hombros y la menearon como si
no fuera una persona. Jerome no dijo nada hasta que la arrancó de las tenazas
de su madre:
—Tú siempre tan… comprensiva.
—Sólo fue una pregunta —reclamó con falsa inocencia.
Los ojos de Rachel se enrojecieron queriendo llorar. Por primera vez la ha-
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bían hecho sentir como una extraña en la casa. Su padre la levantó en sus largos
brazos para llevarla de vuelta a su asiento y le susurró al oído:
—No le hagas caso a la abuela, está enferma…
Se arrodilló después junto a ella viéndola contener las lágrimas. Era algo
que había practicado mucho en Hope Field. Después clavó su mirada en aquella…
señora, como buscando pelea.
—A eso viniste, mujer, a arruinarle la cena a la niña —reprochó el abuelo.
—Ya está bien papá, y tú, madre, no quiero que vuelvas a hacer un comentario
como esos —Se sentó—… Como se habrán podido dar cuenta, esta cena…
familiar, es para darle la bienvenida a mi hija, y también para renovar la tradición
de sentarnos juntos cada noche. El regreso de Rachel me ha traído gran
alegría y espero que los demás también la arropen y la traten como debe ser —
recalcó.
La abuela tenía con frecuencia episodios poco lúcidos, al igual que su marido;
aunque eran de personalidades muy diferentes. Jerome se parecía más al
corazón de su padre, aunque a veces había tenido que usar la dureza de ella
para administrar la casa.
Repentinamente, como en un acto de completa bipolaridad, Charlotte le
sonrió a la pequeña como si le diera la bienvenida, o tal vez sólo obedecía las
intenciones de su hijo.
La cena transcurrió en completa armonía después, aunque la chispa que trajo
la niña al abuelo parecía haber hecho renacer al antiguo Christopher Bourke,
y eso le dio mucho gusto a Jerome, quien rio con las anécdotas de su padre.
Seguramente las había escuchado cientos de veces antes, pero esta vez era especial.
Rachel olvidó rápido el mal momento y también se divirtió con el buen
humor del abuelo.
El menú incluía: Carne de cerdo, patatas asadas y gravy.
—¡La cena está deliciosa! —felicitó Jerome a su cocinera.
—Gracias, Sr. Bourke —agradeció.
—¡Bien por usted! —recalcó el abuelo levantando un gran trozo de carne.
Rachel estaba encantada con todo lo que hacía, y él parecía tener todo un
espectáculo para que le aplaudiera.
<<Ojalá y siempre mantuvieras ese ánimo, papá>>, pensó Jerome, luego
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volteó a ver la silla vacía en el comedor. << ¿Dónde estarás, Rachel, mi amor?,
siento que sin ti las cosas no están completas >>.
Se puso un poco serio y vio la abundancia que tenían sobre la mesa, entonces
llamó Oswald con sigilo.
—… ¿Arthur tuvo algún problema con los suministros? —interrogó calladamente.
—Algo, señor, como ya es costumbre. Usted sabe que a veces es difícil conseguir
lo necesario.
—¿Cómo están las cosas con la granja?
—Saliendo adelante, como siempre…
—… Gracias Oswald…
El candil de araña empezó a titilar repentinamente interrumpiendo la plática.
Los habitantes de la casa sabían lo que seguiría. El sonido de un trueno se
escuchó pocos segundos después, lo que levantó de su asiento al abuelo. Su
rostro reflejaba un tremendo terror, como si el solo estruendo acelerara su corazón.
Oswald conocía perfectamente estas reacciones y antes de que Jerome
interviniera, él lo tranquilizó. Acto seguido, la energía eléctrica se fue, no
siempre sucedía así, pero estaban preparados. Jerome intentó mantener la calma
en la mesa mientras el mayordomo iba por un candelabro y velas. Extrañamente,
la más tranquila era Rachel.
—Mantente tranquila, mi amor, no pasa nada —pidió Jerome.
—Estoy bien…, papá —aseguró con tranquilidad—… En el orfanato siempre
estábamos a oscuras.
El jefe de familia se convenció de las palabras de su hija y dirigió su atención
a su padre, quien se ponía muy nervioso en estos casos. Jerome se lo achacaba
a su enfermedad y las experiencias que había sufrido durante la guerra.
Oswald encendió una base de velas que se abrían de tres en tres a los lados,
eran varias a lo largo de la habitación.
—¿Estás conmigo papá? —preguntó para tranquilizarlo.
—… Sí —respondió agitado tocándose el pecho. No se veía muy convencido.
—Esto nos sucede a veces cuando se aproxima una tormenta —explicó Jerome.
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—No me asustan las tormentas tampoco, papá —recalcó Rachel.
Tomó la mano de su hija en un acto de felicitación a su valentía.
—Me alegra que no, hija, aquí son frecuentes. Te acostumbrarás.
La cena se prolongó sólo un poco más, hasta que las primeras gotas de la
lluvia empezaron a azotar las ventanas. Fue entonces que el Sr. Bourke dio
indicaciones para que sus padres se recogieran, al igual que su hija. Ellos dormían
en habitaciones separadas desde hacía tiempo. Por comodidad de ambos,
eso había indicado el doctor de la familia. Junto con esta separación, la salud de
Christopher Bourke fue empeorando hasta caer en su actual estado en el que
llevaba tres años con medicamentos. El abuelo tenía episodios lúcidos a veces
por un largo período y era un caso extraño. Ocasionalmente rehuía a tomar sus
medicinas; aunque nunca consideraron que fuera peligroso para él o los demás.
Charlotte, su mujer, empezó a manifestar los mismos síntomas un año después,
aunque el diagnóstico era similar, no tenía sentido tratándose de un padecimiento
no contagioso.
Jerome llevó a su hija hasta la recámara y la recostó.
—… No sabía que tenía abuelos —dijo la pequeña una vez en la cama.
—Así es —Colocó la vela y su base de espiral en el mueble al lado de la
cabecera—… y ellos no sabían tampoco que habías regresado. Como verás, se
pusieron muy contentos.
—Yo también lo estoy —bajó la mirada y jugueteó un poco con sus manos—…
Estoy contenta de estar aquí.
—Todos lo estamos —La levantó para abrazarla. Ella se prendió de su cuello.
—Papá —dijo en esa posición—, ¿crees que mamá regrese algún día?
El padre ignoraba que esas cuestiones le preocuparan a la niña. Con uno que
se preocupara ya era más que suficiente. Sin embargo, tampoco era bueno para
mentir. Regularmente se manejaba con la verdad, aunque esta fuera dura. ¿Debía
darle a conocer su parecer a Rachel justo en aquel momento?
—Hija…, no lo sé. Hice todo lo posible por encontrarlas a ambas. Afortunadamente
tú apareciste… Tu madre debe estar en alguna parte, y sí, sí tengo fe
en que regrese.
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La pequeña lo observó unos segundos. El rostro de aquel hombre parecía
sincero. Se acostó de nueva cuenta y dijo:
—… Yo también lo creo… ¡Buenas noches, papá!
Él se acercó a darle un beso y se despidió.
—Descansa mi amor, mañana tenemos que platicar de muchas otras cosas…
La tormenta no dejó en paz a la casa Bourke durante toda la noche. Relámpagos
y vientos azotaron las ventanas casi sin cesar. Esta parecía una tormenta
especial, pero, ¿qué anunciaba?
Rachel había vivido sola y privada de muchas cosas desde que tenía memoria.
De la noche a la mañana tenía papá, abuelo, abuela y una gran casa donde
vivir. Muchas veces había pensado en su mamá, a quien no recordaba; pero
sentía que la reconocería si la volvía a ver.
La tranquilidad en el corazón de Rachel la hizo conciliar el sueño sin mayores
problemas. Muchas veces le había tocado dormir así, incluso debajo de una
ventana rota. ¿Qué era entonces una simple tormenta para una niña valiente
como ella?
—Rachel —la voz suave de una mujer susurró por los aires. ¿Estaba en su
habitación?
Los ojos de la niña se abrieron de golpe sintiendo la familiaridad del llamado.
Estaba acostada de lado dándole la espalda a la puerta; pero sabía que alguien
estaba con ella. Giró para quedar sentada escudriñando con un rápido
giro el espacio que le rodeaba.
La puerta de la recámara estaba hasta el tope y no la había escuchado abrirse;
mas no había nadie. Tal vez su papá había olvidado cerrarla. No. algo en su
interior le decía que no. Mientras aguzaba sus oídos, la silueta de una mujer se
irguió en el primer pestañeo justo en el límite de sus terrenos, su rostro se perdía
en la oscuridad; pero no se trataba de la Sra. Fairchild. Cada relámpago que
entraba con su luz por la ventana quería iluminar aquella extraña figura y todos
los objetos a su alrededor; pero, aun así. seguía manteniendo su identidad como
una incógnita. Tenía forma y profundidad, no era algo imaginario, y daba la
impresión de que en cualquier momento avanzaría.
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Probablemente, una reacción humana normal sería asustarse en ese ambiente;
pero no Rachel, quien, además, percibía cierta confianza con la visitante. Su
intuición le insinuó de quién se trataba:
—¿Mamá…?
Liga al libro: El don de Rachel-Muestra
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