El dios Baco

El dios Baco

BillRoses

28/03/2025

La idea fue de Olga, siempre tan creativa y desconcertante. Veníamos, ya en la madrugada, de una reunión de amigos celebrada una primaveral noche de un muy primaveral mayo, reunión que resultó desalentadora. Volvíamos a casa, insisto, pensando que nos faltaba algo, como si a ese día que estaba desapareciendo de nuestras vidas le faltara aún alguna chispa que provocar; y todo, porque la reunión citada no había conseguido que florecieran —¿he dicho que era primavera?— las flores de la alegría que las amistades y el alcohol suelen procurar. Y no florecieron por varias razones que no vienen a cuento; simplemente diré que el comportamiento de algunos colegas de juventud no nos permitió sentirnos jóvenes ni percibirnos como amigos; y finalmente añadiré, que si un anfitrión no ofrece un excelente vino a sus invitados jamás conseguirá que en el ambiente reinante flote felicidad alguna.

En fin, que Olga y yo estábamos faltos de la jovialidad que te aportan el vino y las amistades, y nuestro cuerpo y nuestra mente lo acusaban. Esa sensación de que nos faltaba algo, indefinible y etéreo, referente quizás al orden espiritual, se magnificaba ante la belleza incontrolada de un cielo que, con sus estrellas encandilando a una impávida luna, nos acompañaba en el retorno al hogar.

Olga, que había permanecido taciturna durante el trayecto de vuelta, reclamó sorpresivamente, justo antes de entrar en casa, que quería beber vino conmigo y follarme. ¡Qué fermosura de frase, mi niña!, contesté con la socarronería infantil de mi carácter. Ella rechazó de forma abrupta el tono cínico y cursi de mi respuesta, y continuó verbalizando su plan al tiempo que subíamos en el ascensor hacia el noveno piso.

La noche ha estado muy mustia. ¡Bebamos vino y follemos!, exclamó con cierta pesadumbre y en un tono ciertamente imperativo.

—¿En ese orden? Le quise seguir el juego.

No, no… Bebamos estando yo anudada a tu sexo. (Luego el cursi soy yo).

Cuando volví a responder lo de ¡qué fermosura de frase, mi niña!, resopló impaciente y ascendiendo entre el cuarto y el octavo piso me explicó cómo había planeado finalizar la jornada; el tono utilizado viró de lo imperativo hacia lo dictatorial. Intenté convencerla al respecto de la complejidad del asunto, pero todo fue inútil.

La idea de Olga consistía en que, estando ella encima de mí con mi sexo dentro del suyo, sin grandes aspavientos corporales por parte de ambos, fuéramos tomando sucesivas copas de vino hasta donde Baco quisiera llevarnos. Como el que toma una bebida sentado en una terraza, salvo que aquí, ella se sentaba sobre mi falo enhiesto mientras yo me tumbaba en la cama, algo incorporado.

Dicho y hecho. Nada más llegar a casa, saqué y descorché un buen vino, trayendo la pertinente botella junto con dos copas a la mesita de noche, de donde retiré la lámpara. Coloqué, eso sí, un par de cojines grandes sobre mi almohada para que ello me permitiera cierta verticalidad a la hora de beber.

Ya desnudos los dos y con una excitación iniciada por la frustración de la (no) juerga de hacía unas horas y mantenida por el absurdo reto de acometer esta doble actividad simultánea —beber y follar— surgida merced a una inesperada oferta de dos por uno, introduje a mi Gorki en el sitio convenido, sin realizar ningún tipo de vaivén pélvico ni movimiento abdominal generoso. Olga se quedó acomodada sobre los cimientos de mi monolito y, botella en mano, se dedicaba a verter su contenido en ambas copas. Detrás de su torso, la luna se empeñaba en querer visualizar el acto desde el rectángulo acotado por la ventana, y ya no se mostraba tan impávida.

Empezamos a beber con la perezosa parsimonia del que intuye que no tiene nada que perder; la noche nos había conducido previamente por los páramos propios de nuestro pesimismo generacional y, de repente, reconducíamos la situación encaminándonos hacia las cimas de lo inexplorado. Se nos había presentado una oportunidad para detener el tiempo y desaparecer en los agujeros negros de la fantasía.

El sabor del vino junto con la impresión de estar dentro de Olga conformaban una ilusión inquietante, como si la experiencia sensorial generada estuviera compuesta por un cúmulo de percepciones interactuando de forma inédita entre sí y que, abandonando sus respectivas y habituales zonas de confort, lucharan por explorar nuevos campos neuronales, generando en el cerebro una respuesta sinérgica exacerbada de los sentidos implicados.

Seguíamos sin apenas movernos, solo lo preciso para llenar las copas, brindar y aprehender toda la ceremonia de degustación de un vino que empezaba a acumularse en nuestros cuerpos. Con cada brindis, algún contenido caldoso llegaba hacia mi vientre e incluso mi pecho, tal como hace la espuma de un bravo oleaje de mar al alcanzar, por el viento, al perenne espectador de cualquier estampa costera.

La luna se introducía sin pudor en la escena a través de su brillo refulgente, y dado que Olga se encontraba de espaldas a ese refulgir, la perspectiva generada desde mi posición me permitía contemplar sus pechos y su rostro a contraluz, muy sombreados; su espalda parecía emitir un halo plateado, tiznando de un aura mágica todo su contorno, que se mantenía sentado y erguido sobre mi zona genital.

Manteníamos, pese a todo, una excitación adecuada y recíproca. Lo curioso es que, no olvidándonos de beber, nuestras zonas erógenas tampoco olvidaban su cometido, aun sin el meneo característico de lo que viene siendo un coito ortodoxo en esa posición. Nuestras zonas erógenas se interesaban por este encuentro desconocido donde no se exigían fricciones tempestuosas ni subidas ni bajadas, así como tampoco premuras por acabar.

El efecto conjunto del alcohol, de los rayos lunares y del sostenido contacto de nuestras anatomías más íntimas permitió que, yo por lo menos, alcanzara una suerte de nirvana en el que me sumergí olvidándome del espacio y del tiempo, de lo material incluso, a pesar de lo que me proporcionaban los sentidos. En concreto, el tiempo trocó desde el repetitivo Kronos hacia el fascinante Kairós, olvidando las rígidas convenciones temporales a las que estamos sujetos en el día a día, en el coito a coito.

El culmen hizo acto de presencia como si de una catarata proveniente de un río caudaloso se tratase, y el jolgorio sensorial consecuente consiguió que me disociara de mí mismo. Sucedieron ante mí, en lo que simulaba ser una Experiencia Cercana a la Muerte, muchas vivencias de mi atribulada vida, algunas ya olvidadas; incluso visualicé la luz al final del túnel, no observando a continuación dios alguno —¿y por qué quieres Tú que diga que existes?, recordé haber musitado para mí evocando a Rainer María Rilke. Olga comparó lo suyo con un viaje astral, según me dijo más tarde, pues yo no recuerdo el final común.

Alguien podría decirme que todo derivó de la ingente cantidad de vino que circulaba por mis carreteras sanguíneas. Otros podrían considerar incluso que lo aquí expuesto fue consecuencia de mi tendencia al exceso de lirismo barato. Se equivocan; lo experimentado no se explica desde los efectos espirituosos ni desde mi galopante cursilería. Yo creo en ese Kairós que gobernó mi tiempo. Yo creo en ese paraíso al que arribé. Y Olga, desde entonces, me llama Baco. No vi a ningún dios, Rainer María, porque Yo era el Dios.

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