El día en que el mundo dejó de llorar

El día en que el mundo dejó de llorar

Todavía hoy le era posible a doña Marisa recordar aquel fatídico día. Habían pasado ya 8 años. Un 3 de febrero amaneció con la extraña noticia de que el mundo había dejado de llorar, literalmente. Nadie sabía bien por qué (aún no se sabe a ciencia cierta), el ser humano perdió la capacidad de derramar lágrimas. Como si de una pandemia se tratase, al unísono los lacrimales de todos y cada uno de los seres humanos del planeta quedaron sellados a perpetuidad.

Los expertos lo vieron como algo bueno, cada uno como siempre interpretando el fenómeno desde su propia parcela: los biólogos aducían un salto evolutivo global; los científicos de la salud, un avance médico debido a la maestría de este campo; incluso algún político adujo que el estado de bonanza que había conseguido su partido había llevado a una desaparición global de la pena en el ser humano.

Pese a que la noticia produjo un clima positivo en las altas esferas académicas en general, la gente más humilde recibió con recelo todo ese revuelo. Marisa sabía, su mamá se había encargado de enseñárselo, que una lagrima se lleva poquito a poco las penas del alma. Una lágrima es el camino que recorre lentamente el dolor del corazón antes de marcharse. Un minúsculo alivio salado que surcaba el rostro y se evaporaba llevándose consigo parte de la infelicidad. Doña Marisa sabía que si no liberas las penas del alma esta se pudre y marchita, como una rosa consumida por el lamento. La gente llana comprendió mucho antes y más fácilmente que llorar es el primer paso para superar algo, que sin la liberación del llanto el dolor jamás se mitiga, se niega a desaparecer.

Y aquel saber popular se confirmó después de un tiempo. El ser humano se convirtió en pura frustración, la cáscara de un alma seca incapaz de dejar el dolor atrás, incapaz de seguir adelante. El fallecimiento de un ser querido dejaba un poso amargo en el corazón de las personas que jamás se hacía más llevadero, pues no había posibilidad de llorar a aquel que se fue. El hombre había perdido la capacidad de sobrellevar los golpes de la vida. Las generaciones posteriores a ese día nacieron como seres incompletos, incapaces de expresar dolor, tristeza, desolación, ni siquiera podían llorar ante la frustración que les consumía desde la cuna. Pero por lo menos ellos no recordaban sentirse de otro modo. Los que recordaban los días anteriores al suceso sufrían mucho más. Se produjeron innumerables suicidios de personas incapaces de asumir ese estado gris en el que se había convertido la vida. Y así, dejamos de tener la capacidad de ser felices, perdimos la esencia de la vida, el dolor nubló el horizonte y la amargura tiñó el mundo del azul del que está hecha la más amarga desdicha.

Doña Marisa era una señora de las de antes, pelo cano recogido en un moño, chal negro y bolso a juego, y siempre se había considerado una persona feliz. Desde pequeña le enseñaron que la vida te pone a prueba y que hay que tener narices de levantarse, sacudirse el polvo y reanudar el camino apretando los dientes. Así había vivido, y la verdad es que le había ido bastante bien. Su Marcelino había sido su gran amor, su mejor amigo, su confidente y, como ella le llamaba al final de sus días, “su arrugado amuleto de la suerte”. Todo le iba bien cuando Marcelino iba de su mano. Habían sido un matrimonio sólido, de los que arreglan las cosas que se rompen, no tiran a la basura una relación cuando se estropea, como hacían los jóvenes de hoy en día. Baches habían tenido, claro, pero juntos habían apretado los dientes y tirado para adelante. De esta tierna historia de amor nacieron unos maravillosos hijos que ahora eran mayores y que les habían obsequiado con tres nietos preciosos, de los cuales Marcelino solo conoció a uno.

En ocasiones, a la anciana le gustaba recordar el día que su gran amor se marchó. Hacía ya casi diez años. Estaba enfermo desde hacía un tiempo, pero jamás perdió su sonrisa y sus ganas de hacerla reír. Y ese instante final que le brindó, antes de irse para siempre cogiéndole la mano por última vez, cuando le dijo: “Niña, sigues tan bonita como aquel martes que te vi por primera vez corriendo en el campo de tu padre. Dale las gracias a esa pequeñaja por hacerme vivir cada día, por estar a mi lado cuando la tormenta arreciaba y por darme el mayor regalo que se le puede dar a un hombre; una vida feliz y una mirada de amor”. Y así se marchó. Y ella lloró por él. Lloró con ese llanto desgarrador de quien camina por primera vez solo en mucho tiempo. Ese llanto que sale de lo más profundo del alma y que no busca consuelo, solo llenar de ruido el inmenso vacío que asola el corazón. Lloró y lloró a su Marcelino. Y cada lagrima era un recuerdo, y cada sollozo un canto de amor que nadie oiría jamás, y cada gota era un beso que se evaporaba en el tiempo igual que se evaporó su destinatario. Y aunque nunca lo olvidó, pues sus vidas se había forjado juntas y no podía concebir ya su propio ser sin notar las huellas de su difunto esposo, el dolor se fue suavizando con el paso del tiempo.

Y ahora debía vivir lo que nunca debería ser vivido. Ahora debía enfrentarse a una de las atrocidades más grandes que la naturaleza concibió para poner a prueba la entereza del ser humano. Los avatares del destino se cebaron con ella con la crueldad e inconsciencia de un mar embravecido. No podía creerlo cuando la llamó su hija en mitad de la noche. Tampoco quiso creerlo en el camino que recorrió con paso presuroso intentando convencerse de que debía existir algún error. Llegó al frio edificio, preguntó a la joven que encontró allí y siguió sus indicaciones. Se detuvo un instante ante el marco de la puerta cerrada como si la fuerza de su voluntad pudiese borrar lo que le esperaba al otro lado de aquella madera. Respiró hondo, intento contener el temblor que se apoderaba de sus huesudas manos y giró el pomo despacio. Su hija corrió a abrazarse en su pecho, hundiendo su rostro en el regazo de la anciana aunque su rostro se mantenía completamente seco, en una escena absurdamente habitual en esos tiempos. Abrazó a su querida hija durante un instante, intentando consolarla a la vez que reunía fuerzas para hacer frente a lo que le esperaba. Finalmente, decidió no prolongar más la incertidumbre. Esa insensata incapacidad del ser humano de no dar algo que nos aterra por cierto hasta no verlo con nuestros propios ojos, dejando abierta la pueril esperanza de no tener que afrontarlo. Pero como siempre, esa esperanza era vana, y allí estaba: delante de ella en una cama de hospital, yacía el cuerpo inerte de su nieto, el más joven de todos, Paquito. La muerte reclamó el alma del pequeño sin darle tiempo a cumplir los tres años. Y aquella vez era distinto a cuando perdió a su esposo, y doña Marisa lo sabía. No había posibilidad de duelo, nadie podría llorar al pequeño, pues el mundo había olvidado lo que era. Nada podría paliar jamás la ausencia del niño, nunca se haría más soportable la ausencia de su risa infantil. Nada llenaría el silencio que había sin sus pisaditas, nada compensaba el hecho de que nunca volvería a oír su voz. El terrible dolor que consumía a la anciana por la muerte de su nieto se veía acrecentado por esta certeza de que su alma jamás podría soportar la pérdida. Y ante este panorama, al verse presa en un desierto desolado de angustia, al verse enjaulada en una cárcel de amargura de la que no había salida, Marisa decidió dejarse ir. Sin Marcelino a su lado guiándola, sin la posibilidad de clamar al cielo por la injusticia con el alma rota en un llanto de puro desconsuelo, su futuro se llenó de nubes y su corazón anheló un descanso, suplicando dejar de pelear, por fin. Y entonces la imagen de su difunto esposo vino a su memoria, con su atuendo de siempre, su expresión alegre de toda la vida, y su invariable sonrisa. Aquello era todo lo que necesitaba. Nada la retenía ya, lejos de su gran amor y con el cuerpecito de Paco delante de ella. No sabía si sería capaz de hacerlo, pero para su sorpresa le resultó increíblemente sencillo. No tenía razones ni ganas para vivir más, así que poco a poco se fue introduciendo en el océano de la inconsciencia. Un océano del que jamás saldría, un paseo del que no volvería. Y mientras se dejaba vencer, mientras abrazaba voluntariamente la muerte, su último pensamiento fue “qué no daría yo por que una lágrima surcase mi rostro; maldito sea el triste día en que el mundo dejó de llorar”.

J.L. Aróstegui

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