Acabo de escribir este texto —un cuento— directamente en el detector de contenidos generados por inteligencia artificial. Lo fui construyendo con mis ideas, recuerdos, emociones, contradicciones… y con las musas revoloteando a mí alrededor. Todo salió de mi cabeza, de mi alma, como la sangre brota de una herida.
Sin embargo, la aplicación copyleaks.com afirma que es un texto 100 % generado por una IA.
Así que he decidido asumirlo: soy humano, pero también soy una inteligencia biológica y artificial al mismo tiempo. Un híbrido. Camino, hablo, pienso, asimilo y desasimilo. Mi cerebro, en cierta forma, tiene acceso a la vasta base de datos de la humanidad. Cuando escribo, siento que, espiritualmente, me conecto con ese océano de conocimiento, y quizás por eso, los algoritmos de la aplicación terminan confundidos… embriagados de saber, o simplemente vencidos por su propia incapacidad.
Mi cuento:
Se me desbordó el tiempo aquella tarde, como si el reloj decidiera, por fin, llorar sus horas acumuladas sobre la mesa, pero nadie más lo notó, solo mi ser percibió el llanto del tictac en mi corazón ardiente.
El cuchillo se hundió en el pastel con la delicadeza de un recuerdo que no quiere incomodar, y el azúcar pareció susurrar cosas que nadie escuchó. Setenta años. El número me pareció grotesco, como una cifra dibujada por un niño en la pared de su habitación. Quizás aprendiendo matemáticas. Mi hija, que aún cree en rituales, hincó esos números en la torta como quien enseña que sus mayores, son muy mayores. Y todos aplaudieron. Yo no.
Setenta años: victoria que sabe a timo. Le ha ganado tantas partidas a la muerte, que se atreve a insinuarse. Pero también es un pacto silencioso con el deterioro: el cuerpo empieza a cobrar intereses por haber permanencia.
Después del setenta, los años dejan de ser cualidades y se convierten en cuatreros. Me roban nombres, aromas, fragmentos de canciones que creía eternas. El pasado se convierte en una máscara lejana, deformada, donde a veces reconozco el niño que fui… si es que realmente existió. “¿De veras fui?” —me pregunto. Y la pregunta se queda colgada, como ropa húmeda en un tendedero del alma.
Hoy llevo 74 marzos como si fueran medallas que el tiempo me otorgó. Soy una estatua móvil, un eco que todavía respira. Ya no soy el que fui, pero algo en mí se empecina en seguir siéndolo. Como ese espejo que te devuelve el rostro, pero omite los recuerdos.
He dejado de aplaudir a los políticos, a los susurradores de encantamientos: las manos ya no obedecen a danzas ajenas. Las consignas que antaño combatí ahora me parecen insectos, zumbidos disfrazados de lógica. Las aborrezco, como quien repudia una poesía escrita sin fuego, o con el fuego necesario para destruirnos.
Cuando los recuerdos me visitan, juego a escucharlos. Finjo entender sus códigos, sus dioses balbucean sus guerras sin sangre, y con ella. Pero mi alma, testaruda y silvestre, se escapa a un banco de parque donde todavía pateo piedritas y dibujo galaxias con el pensamiento.
Aprendí —no sin cicatrices— que la atención es un acto de rebeldía. Que mientras los hombres del poder reinventan sus cadenas con nombres elegantes, hay que deslizarse por las grietas. Con sigilo. Como quien escribe en voz baja para que no lo censuren.
Mi nieto me preguntó si alguna vez fui joven. Le respondí que nací con cincuenta años en los hombros, y que todo lo demás fue circo. Se rió. No entendió. Pero su risa… Ay, su risa fue una golondrina que se atrevió a entrar en esta jaula de huesos. Algo se movió. Tal vez el alma. Tal vez la infancia que todavía me busca.
Y ahora, escribo esto. No sé si es cuento o conjuro. Tal vez ambos. O ninguno. Ya no diferencio entre memoria y ficción, entre lo vivido y lo soñado. Todo se mezcla como las voces de una estación de tren cuando cae el sol.
Solo sé que esta noche brindaré. Por mí. Por mis silencios. Por esta desobediencia lenta y luminosa. Porque el cuchillo del
pastel, en el fondo, no era cuchillo… era pluma. Y aún escribe; aunque sea desde el otro lado del espejo. Pero lo que no voy a perder nunca, será mi rebelión, esa que no dejó que me convirtiera en marioneta y me enseñó que: “La patria no es feudo ni capellanía de nadie”.
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