El Conde de Mayfield

El Conde de Mayfield

Niska Carrera

17/07/2022

Cuando el Conde de Mayfield fue declarado oficialmente loco, todos sus problemas desaparecieron al instante. Ayudado por su título y la falsa promesa de que iba a seguir el tratamiento pautado, consiguió evitar el encierro en el centro psiquiátrico y permanecer en su mansión bajo el cuidado de su mayordomo Wilson. Hacía solo un par de semanas desde el incidente, pero se sentía tan bien que ya era capaz de dormir toda la noche sin interrupciones.

Aquella mañana se despertó unos minutos antes de que Wilson llegara. El atento mayordomo tenía por costumbre golpear tres veces la puerta antes de invadir su territorio y atacar con el arsenal de medicación que nunca se consumía. Abrió los ojos y se desperezó con esmero.

– Buenos días dormilón- dijo una estridente voz desde el techo que interrumpió su estiramiento.

El Conde no contestó. Miró hacia arriba y la vio sentada en el borde del armario de madera de sándalo. Sus piernas colgaban al ritmo de una música inaudible y una sonrisa maliciosa se dibujaba en su rostro redondo.

– Dime que hoy saldremos a divertirnos. ¡¡¡Porfa, porfa, porfa!!!- dijo con una melosa voz que atravesó sus encendidas pupilas.

– Sabes que no es buena idea- dijo el Conde.

Se frotó los ojos y se levantó sin prestar demasiada atención a las quejas de aquella estridente voz. Se hacía llamar Locura. Es cierto que su primer encuentro había sido bastante desafortunado, por decirlo de alguna manera, ya que había terminado con un ingreso en el centro psiquiátrico. Pero ahora, ya no concebía su mundo sin las conversaciones con aquella pequeña diablilla.

Los tres golpes de la puerta lo sacaron de sus pensamientos.

– Señoras y Señores, aquí llega el Señor Wilson Muermo. Siempre tan puntual- dijo Locura con un exagerado movimiento de brazos mientras descendía de un salto del armario.

El Conde se puso el batín de seda italiana y esperó a que Wilson entrara en la habitación.

– Buenos días, Señor. ¿Cómo ha descansado hoy? Tiene buena cara.

– Muy bien, Wilson. Me encuentro mucho mejor.

– Me alegro. Siga así y verá cómo muy pronto las cosas volverán a ser como antes.

– ¿Cómo antes? El Señor Todopoderoso nos libre de semejante disgusto- dijo Locura a dos centímetros de la nuca de Wilson.

El Conde tomó las pastillas en su mano y simuló tragarlas junto al vaso de agua, mientras Locura hacía muecas burlonas tras el cogote del abnegado mayordomo. Wilson asintió satisfecho y se dirigió hacia la puerta.

– El desayuno está listo, Señor. Puede bajar cuando quiera.

El Conde no contestó. Se levantó despacio y se acercó a la ventana. Corrió la cortina y dejó que los rayos de un sol ya acomodado en mitad del azul celeste golpearan su frente.

– Qué manía con abrir las cortinas- dijo una voz pálida oculta en el fondo de la habitación. A Soledad, que así se llamaba aquella otra voz que acompañaba al Conde a diario, no le gustaba la luz del día.

– No empieces con tus tonterías- dijo Locura.- Ya que no vamos a salir de aquí, déjanos disfrutar de las vistas.

– Venga, señoras. No empecemos ya con la discusión, que aún ni hemos desayunado- dijo el Conde camino del servicio.

– Lo siento, Conde- dijo Soledad- Sabes que a veces me cuesta tratar con ella.

– Lo sé, lo sé. Hay días que a mí tambien me pasa.

– No habléis de mí como si no estuviera.- dijo Locura dando un brinco hasta la cama.- Si no fuera por mí, ya os habríais suicidado.

– Puede ser- afirmó el Conde- La verdad es que desde que hablo contigo los días son de otro color.

– ¿Lo ves, Soledad? Soy de gran ayuda.

Soledad no contestó. Se acurrucó en la esquina de la habitación y dejó que la luz del día bañara la punta de sus zapatos. Locura saltó de la cama y se acercó a ella a gatas con rapidez. Colocó un mechón rebelde de su cabello y acarició la pálida mejilla de Soledad, con discutible ternura.

– Lo siento. Sabes que no puedo controlar lo que digo. Y aunque a ti no te guste la gente, a mí sí. Y tú me gustas. Y al Conde también le gustas, aunque no lo diga mucho.

El Conde sonrió y Soledad levantó la cabeza despacio. Locura dió otro brinco y se puso a un centímetro de la nariz del Conde.

– Ayer dijiste que hoy saldríamos a dar un paseo por el jardín. No se me olvida.

– No sé si estoy preparado.

– No sé si estoy preparado, no sé si estoy preparado…La historia de siempre. Lo prometiste.

– ¿Y si sufrimos otro ataque? La última vez estuviste a punto de desaparecer.

– Uy, ni me lo recuerdes. Esta vez será distinto. Solo estaremos nosotros. Bueno, y Wilson Muermo. Pero a él podemos ignorarlo.

– Si me ve hablando con vosotras tendremos problemas. Él no puede veros.

– Ya, ya…Solo los elegidos pueden hacerlo.

– Cuando lo dices así me haces sentir importante- dijo el Conde mientras soltaba una carcajada.

– Pero es cierto. ¿Crees que Wilson sería capaz de mantener una conversación conmigo?

– No, no lo creo.- contestó entre risas.

– Su mente está vacía y ni siquiera es consciente de ello. – dijo Locura al tiempo que un nuevo brinco la encaramaba al borde de la ventana.- Wilson es incapaz de apreciar la belleza de bailar desnudo bajo el rocío del amanecer, de cantar tan alto que sienta como sus pulmones le parten el pecho, o de decir lo que realmente piensa sin temor a ser juzgado por otras mentes vacías como la suya. Bueno, si es que realmente puede pensar.

El Conde se rió de nuevo. Soledad se acercó a ellos despacio sin levantarse del suelo.

– Incluso ella- dijo Locura señalando a la joven pálida que tenía a sus pies- es capaz de vivir más intensamente que Wilson y todos los demás.

Soledad bajó la cabeza ruborizada y sonrió a medias.

– Tienes razón- dijo el Conde.- Si fueran capaces de ver lo que yo veo no estaríamos en esta situación.

– Exacto. El día que logren entender de lo que es capaz una mente sin ataduras, el mundo será mejor. Porque, en realidad, ¿quién es el loco aquí? ¿Tú que has dejado que tu corazón sea libre o ellos? Gente que elige sus amistades en virtud de sus aspiraciones políticas. Que están tan vacíos que incluso eligen el amor en base al dinero y al escalafón social que desean alcanzar. Y no me hagas hablar de las guerras sin sentido en nombre de una libertad inventada que no nace de su pecho sino de la opresión. Y todo ello por no decir lo que realmente sienten. Por eso, mi querido Conde, déjame decirte que el único cuerdo aquí eres tú.

–Lo único que se le da bien a la gente es hacer daño. A los demás y a sí mismos. Por eso no los necesitamos.- susurró Soledad al amparo de la sombra de los pies de la cama.

El Conde asintió justo en el momento en que un rugido hambriento atravesaba las paredes de su estómago hasta estrellarse en la ventana de la habitación.
– Vamos, creo que ya va siendo hora de desayunar. Y luego puede que un paseo por el jardín nos vaya bien.

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