1. Mamá

El niño despertó y puso los pies sobre la tierra húmeda, tal vez fría como un invierno. Caminó descalzo (diría que en puntillas) asegurando las alpargatas con los dedos de cada mano como ratones muertos.

Pasó por el fogón de leña en un desbarajuste a todo trote hasta el aljibe del patio. Allí cogió impulso trepando una rodilla sobre los ladrillos del pozo profundo, para mover arriba y abajo la palanca principal de bombeo hasta ver brotar el agua cristalina y desparramarse en la batea alguna vez construida con la primera canoa del viejo abuelo, que ahora servía de canaleta para conducirla hasta la alberca de lavar ropas y ollas tiznadas. Subió a la canoa para sentarse en el plano de madera e impulsarse de manos y pies de un extremo a otro.

En la línea más próxima a la alberca había un recipiente de totumo para sacar agua. Adentro de la totuma se veía un entristecido trozo de jabón Rey. De inmediato recordó a la abuela. El jabón Rey, le había oído decir a ella, servía para todo. Para bañarse uno, lavar los perros, los caballos, tapar las goteras del techo de zinc, de empaquetadura improvisada para el cilindro de gas, preparar lavatorios contra las malas mañas y la mala suerte y retirar espíritus malignos (en un balde con agua disolver una barra de jabón Rey, azúcar Manuelita, alcanfor y ajo criollo; dejar serenar una noche; rociar el líquido por toda la casa a manera de agua bendita rezando el credo con fe). El jabón Rey es una mezcla cocinada (saponificada) de sebo, aceite de palma y potasa con azul de ultramar, colofonia y citronela, que tumba gusaneras a falta de creolina y desinfecta heridas como el Isodine o el alcohol antiséptico.

Salió de la canoa a un borde de la alberca para bañarse primero la cabeza a totumadas de agua y jabonarse. Lo hizo con los ojos cerrados eludiendo la molestia de la espuma ardiente. Se refregó al tanteo el resto del cuerpo con estropajo de monte, hasta volver todo una sola espuma. Al abrir con desconfianza los ojos se veía a través de un espejo añoso colgado en una estaca; sonreía vagamente, sólo por reparar el frío amarillento de sus dientes en medio de la nieve alcalina.

Continuó así por largo rato observándose en las manchas del azogue, inventando muecas e innovando ruidos: un tigre, un sapo, un perro. Luego rió en serio. Para quitarse el frío de encima, hacía un zapateo de joropo o se encorvaba como gallo arisco. Antes de marchar silbó una kirpa, y al final lanzó un lequeo a todo pulmón, un grito al estilo del Cholo Valderrama.

De regreso a la casa, semidesnudo (solo con las alpargatas puestas), afanoso y hambriento, irrumpió por donde aún las gallinas aleteaban en el árbol de dormir y los cerdos adormilados resonaban en las porquerizas entre gruñidos y chillidos de sueño. Su mamá, muy joven y linda, atizaba apenas el fogón para el primer café. Ella no se sorprende al verlo, pero se cubre la boca al tiempo que mejora la lumbre con una tapa de olla vieja.

En el cuarto la hermana más pequeña dormía una somniloquía discursiva que nadie nunca podía entender. El niño se vistió con unos tucos de dril, que son pantalones cortos hasta las rodillas, una camisa de dacrón a cuadros y un sombrero de fieltro con poco uso que al final volvió a colgar en el gancho. Se perfumó más de lo común, tanto así que la mamá volteó la mirada hacia el cuarto cuando le chocó como un golpe aquel olor cítrico en la cocina. Había desocupado la mochila escolar sobre la cama y la arrastraba en una mano. Cuando se sentó a la mesa, sentía la camisa pegada a su cuerpo y los cabellos aplastados contra la frente.

– Dos arepas con queso por favor -dijo mitad en broma y mitad en serio.

La mamá frunció el ceño, a poco seria.

– Hoy llega el circo -continuó hablando y exponía unos boletos de cortesía-, tengo dos entradas.

– ¿Quién le autorizó salir? -preguntó la mamá.

Ella atizaba y acomodaba vasijas al tiempo que hablaba. El humo de leña se desovillaba rumbo al techo como fantasmas que huían entre las rendijas en la pared de guadua y barro. La luz del sol entraba y entretejía los rostros hermosos del niño y la mamá.

– Mi papá -contestó el niño-. Porque tengo diez años.

– Y seguro le dice que ya es usted todo un hombrecito…

– Así es.

La mamá sirvió las arepas con queso y café. Su mirada era de contrariedad porque le emputaba, como ella misma decía, esas expresiones estúpidas del papá conque pretendía secuestrar la realidad tal cual era.

– Invité a Mariana al circo -continuó él mientras sorbía.

Guardó una arepa y queso en la mochila pensando locamente en Mariana. El ruido efervescente y sabroso de la carne frita se esparció dando saltos hasta la nariz del muchacho.

– ¿Cuántos años tiene Mariana? –preguntó ella, maliciosa.

– No sé –mentía a la velocidad de un relámpago.

Por los gestos, la mamá no disimulaba la curiosidad. Quería indagar más mientras se sentó a la mesa con un plato de carne frita y tajadas maduras. Él conocía a su mamá y podía casi adivinar lo que iba preguntar a continuación.

– ¿Y cómo es ella?

– Poco habla y casi solitaria, mamá -explicó él-; creo en definitiva que le tengo un poco de pesar.

– ¿Pesar o cariño?

Jose respondió otra cosa:

– Vive enseguida de la escuela.

Apetecía que no le inquiriera más sobre Mariana y eligió esquivarle definitivamente la plática antes que correr peligro.

– Está en mi curso.

Cuando finalizaron de comer, la mamá vio a través de la ventana el aspecto de las nubes encima de los árboles. Jose terminó el último sorbo del café, se dispuso a salir, y ella le dijo:

– Llévese dos capas de invierno: no sea que les llueva.


2. Mariana

Desde la casa hasta la escuela había un cuarto de hora de recorrido en bicicleta, y desde la escuela hasta el pueblo, media hora. Ese camino de la vereda era un destapado que en invierno se complicaba sin descanso.

Las nubes cerraban el cielo apaciguando el verdor del paisaje en los contornos. En efecto amagaba llover, así que Jose cruzaba los dedos para que no sucediera. Semanas antes había llovido torrencialmente y se anegó la sabana dejando intransitables las trochas y senderos. Los tramos mejores de la vía apenas estaban cubiertos de cascajo y un poco de grava, pero eran así porque la mayor parte solía ser una carretera destapada y vuelta barrizal a cuenta del invierno y los malos alcaldes, los camiones que sacaban ganado o arroz, las camionetas Toyota y los tractores, que con sus llantas dejaban una ristra de baches fangosos por aquellos caminos veredales.

Jose a lo lejos divisó a Mariana y forzó la marcha. Estaba vestida con pantalones de mezclilla desflecados por la rodilla, una blusa alegre con mariposas azules, tenis Croydon y un moño de tela amarrado en el pelo. Con el cabello recogido, más hermosa y esbelta, supuso que no la habría descrito tan perfectamente delante de su mamá. Le entregó la bicicleta para que la comandara y Mariana la recibió con un alegre guiño de ojos; así que cuando ella estaba arriba, aferrada al manubrio, ya Jose se había acomodado en la barra para marchar rumbo al pueblo.

Distantes, a la vera de la carretera o en la profundidad de la llanura, divisaban los ranchos espontáneos de los campesinos, con cubiertas de palma y láminas onduladas de zinc, los corrales con ganado y conucos reverdecidos, más de lo que podía ser verde. Más allá, las nubes grises avanzaban sobre los bosques de galería con sus matas de monte que cerraban el fondo del paisaje. Por momentos, a toda prisa, entraban en parajes frondosos de árboles gigantes que conformaban con sus ramajes techumbres naturales, en donde sólo se oía el crujido de la hojarasca bajo las ruedas de la bicicleta que pedaleaba Mariana.

Más acá se oían las bestezuelas raudas, arrastrándose por las rastrojeras o en los maizales siguientes. También en las curvas, en cercanía a los barrancos del río, se sentía la presencia de las corrientes del agua empujando el olor aminoácido de los peces y de las canoas cargadas de pescado salpreso. Las imágenes se modificaban muy rápido ante ellos, al trote de la bicicleta, al tropel de la trashumancia del ganado, a cuenta de los establos olorosos a bosta, por los llaneros ebrios cantando o silbando, por los mangos enormes y atiborrados a cargo de la temporada, por las plantaciones de cacao, los cañaverales y los trapiches paneleros. Al paso salían los perros satos a perseguir iguanas y se levantaba un largo coro de ladridos que iba pasando de casa en casa. Al final se sentía ineludiblemente la tierra olorosa a hoja seca, a lombriz, a ensueño, al olor del sudor perfumado de Mariana.

Entonces él empezó a hablar del circo, aunque le remordiera profundamente la conciencia porque lo que menos le interesaba era el tal circo. Le dijo a Mariana que había estudiado uno en la enciclopedia de la biblioteca. Uno grande, lujoso y colorido de la ciudad de París, con animales amaestrados, prestidigitadores y payasos trapecistas que reían en francés. Le explicó a ella lo complejo y cada parte que vio: los personajes, la carpa del tamaño de un castillo medieval con banderines multicolores, tigres de bengala, leones melenudos y araguatos bailarines vestidos de políticos honrados.

– ¿Ha estado en algún circo, Mariana?

– Sí mi Jose -contestó ella con una ternura que le encogía el corazón al niño-.

– ¿Dónde?

– En París.

Bajaron de la bicicleta a recoger algunos frutos, no por mucho tiempo. Mientras regresaban a retomar el camino, Jose en una súbita y premeditada disposición la abrazó con suficiente fuerza. Ella también lo abrazó, más fuerte quizá, o más imponente. Mariana era inmensa y firme, de carne dura, de un olor delicioso y cálido en su respiración, aliento y sudor. Ella lo besó en la mejilla, más con devoción que timidez. El cuerpo del muchacho se tensó como si le estuvieran aplicando una descarga eléctrica. De ese modo Jose por primera vez pudo sentir que loslabios de Mariana eran carnosos y dulces como el sabor místico de los mangos y más astringentes que la dulce miel de abejas melitas que solía buscar para los remedios caseros contra la tos.

En medio de la nada se soltaron para volver a la bicicleta, igual que antes, él en la barra y ella en la silla maniobrando. Así retomaron el camino.

– Debo decirle algo -le indicó Jose al cabo de un rato de avanzar, con los ojos entornados, pero sin susto, con la valentía franca y curiosa que se tiene a la edad de diez años, luego agregó–: quiero ser su novio.

Mariana, guardando silencio abochornada, pedaleaba tan fuerte como podía. Sentía que lo hacía con mayor arrebato cada ocasión en que el pedal hacía levantar sus rodillas, pese a que se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente. Jose cerró por un instante los ojos, porque unas gotas de sudor de Mariana le cayeron encima y habían hecho camino desde la frente hasta sus labios como si el destino conspirara a su favor. Al rato observó que tenía toda la cara mojada de sudor. La verdad era que de solo mirar de reojo las grandes rodillas de Mariana la piel se le ponía de gallina.

– Y después nos podremos casar… -dijo finalmente en un tono solemne; sin embargo las palabras que utilizó, no la voz, le parecieron ajenas.

Durante el resto del recorrido no pararon de reírse.


3. El circo criollo

En frente, como un gigante egoísta estaba el pueblo. Una fracción de luz misteriosa y exótica brillaba en los ojos de Mariana. Un viento alegre y rápido acompañaba la prisa del pedaleo. En la distancia se veía la carretera pavimentada y sobre ella un destartalado circo bajo las gotas de lluvia que caían con un suave golpeteo.

Era un toldo raído y vetusto, con parches de olores ruinosos y desteñidos. La verdad, entre el propio bochorno y la mismísima decepción, el avergonzado Jose cavilaba en vilo sobre lo que estaba observando. Nada que ver con el circo de París. Y es que aquella porquería de circo, de veras era un armazón no tan grande, de un ocre entristecido y con un quiosco de latas herrumbrosas que hacía las veces de taquilla. Afuera había un creciente reflujo humano principalmente conformado por una abigarrada tropa de mocosos jipatos. Todos querían entrar al mismo tiempo. Adelante había una mujer sin edad que era quien recibía los boletos de ingreso: por momentos tenía rostro infantil, pero de pronto su rostro era áspero, adulto y confuso.

Poco a poco avanzaron hasta la única entrada.

Unos niños de rasgos aindiados jugaban a gritos y se tiraban ventosidades descaradamente. Jose trataba de disimular la contrariedad y el sofoco, siempre adelante de Mariana llevándola de la mano entre el tumulto. En ocasiones volteó y la veía sonriéndole, radiante, como si el hecho de que él la guiara la hiciera tan feliz.

Adentro el sitio era amplio, iluminado por algunos focos de luz amarilla y macilenta que colgaban de telarañas de cables eléctricos desde la miserable cúpula y que se complementaban con algunas antorchas de queroseno que le daban cierto aire lúgubre al lugar. En el centro se alzaba ruidosa la despatarrada tarima y, a un costado, un tanque rectangular con un caimán dentro que asomaba la trompa y unos ojos acartonados. Más allá, sobre llantas de camiones, la armazón de estacas y guaduas de la jaula del puma. Dentro olía a rincón, a tufo de moho, a vaho de cosa vieja, a encierro, a hediondez de sudor y sobaco rancio. Se podía respirar apenas con dificultad. Del fondo, montado sobre una línea de aire caliente, llegaba el vapor fétido de los meados enfermizos del felino para estrellarse como un mal presagio. Los asientos alrededor eran bancas largas de tablas desportilladas y despintadas, remachadas con clavos y alambres improvisados. Así era el circo criollo: desgastado y maloliente, surgido de una ruinosa empresa de ilusiones despampanantes. Se arrellanaron muy juntos en un rincón, aguardando con la pasividad consabida de los labriegos.

-Cuando sea grande seré escritor -apuntó Jose con entusiasmo, ella reída mordiéndose las uñas–, y entonces nos casaremos.

Entre el calor y la espera pasó una linda vendedora de dulces. Jose le compró gofios y una fruta con caramelo para Mariana. Reconoció a la vendedora sin dificultad: era la mujer sin edad, tenía un vestido resplandeciente de bailarina y un canasto de bejuco colgándole en el regazo. El sofoco arreciaba fuerte por el vaho público. Al poco rato apareció de nuevo la vendedora con un surtido de baratijas, ofrecía alpargatas de hilo, huesas de apostar, trompos, animalitos de madera y otras cosas. Volvía y pasaba vendiendo heliconias… Y otra vez regresaba a vender algo; el público desesperado ya, sin tanta paciencia.

Por fin el director del circo anunció la función. Daba al público la bienvenida al Circo Criollo: “¡Niñas, niños, damas y caballeros, sean ustedes bienvenidos al espectáculo más antiguo del mundo!: El Circo… El Circo Criollo… Un circo llanero que no tiene elefantes, pero sí el león del Llano o puma, el caimán cebado, un araguato bailador, la mujer barbuda, Juan Bimba: El Mago…, y la obra El Paloteo: con Valencey -rey español-… y Moctezuma -rey indio-, acompañados del bufón y los vasallos…, y por supuesto nos acompañan el maromero y el payaso… ¡Y entonces…, a rascarse que llegó la picazón!”

Bajó de una cuerda la contorsionista. Era la mujer, la muchacha, la niña sin edad, la vendedora de gofios caminando de manos y trastabillando patas arriba. El director anuncia el número del mago Juan Bimba, y se esfuma. Llega Juan Bimba, un mago bobo y torpe con un sombrero de paja metido hasta las orejas. Jose tuvo la sensación certera de que era el mismo director: tenía sus mismos ademanes, su mismo modo de hablar y decir las cosas balbuceando, su mismo estilo artístico de caminar, su igual relampaguear de los ojos en medio de un tic nervioso que le apagaba el párpado derecho, su idéntico resabio de contraer la nariz como un chancho. Llegó a aquella conclusión porque era imposible no pensarlo: es el tipo en la taquilla. Desde la fila había estado observándole los gestos con detenimiento. Era el mago menso y parsimonioso que carcajeado prometía del sombrero una paloma y saca una rana de trapo para que todos rían. El público aplaudía sin lugar a dudas. Luego hace lo mismo con un pañuelo y extrae un zapato viejo de suela roída. El público repite aplausos. Jose se impacienta, no le gusta aún el espectáculo.

La mujer sin edad aparece y desaparece luego de recoger en un cofre, esparcidos por el piso, los artilugios del número anterior. Un payaso aguzado atrae la atención del auditorio gritando afónico y brincando como un demente; lleva una tabla en la mano, pantalones desteñidos y recogidos por encima del tobillo a la altura de la media canilla. Una pelota de ping pong despintada está anclada a su nariz. Así que otra (realmente la misma) payasita sin edad surge de la nada y expone en cuatro patas sus asentaderas al payaso director, quien con un contundente tablazo le hace tragar la arena del piso. Jose escucha la onda de risotadas de los niños que celebran en torno suyo. Una niña de la escuela, que los había estado observando largo rato con gran curiosidad e intriga, lo saludó con un movimiento de cabeza. Mariana también se percata, pero sin importarle un ápice codea a Jose para que mueva las manos. Jose mueve las manos y se obliga a aplaudir.

Y así sucesivamente actuaron el faquir criollo director que escupiendo fuego agitaba su antorcha y se reía de forma feroz, la gallina piroca que saltaba el aro, la mujer sin edad con una muy larga barba, un antipático mono disfrazado de soldado de plomo…, etcétera.

La mujer circense entra a la jaula y abre las mandíbulas del felino adormecido. Por un instante sólo se escucha que el puma ronca desparramado sobre el piso húmedo y hediondo. Cada cierto tiempo metía su brazo derecho hasta el fondo y luego lo sacaba para mostrar sus cinco dedos ilesos. La gente la miraba, apreciaba su arte y aplaudía, menos Jose, que permanecía en el borde de su asiento, inmóvil, como si esperara algo más de Mariana. Lo cierto es que Jose descubrió que el rostro de aquella mujer circense expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia.

El payaso regresa con seis clavas, hace malabares, lanza y vuelve a cogerlas en el aire con imprecisión absoluta. Jose muerto de aburrimiento quería salir corriendo pero fue incapaz de decir nada.

Continuó El Paloteo, una representación ancestral en la que dos séquitos combaten bajo el mando de sus reyes, uno español y el otro indio, armados de espadas de madera y ataviados. Valencey es el rey español, y Moctezuma el rey indígena. Un bufón alegra el espectáculo y músicos enmarcan los parlamentos de los vasallos con melodías interpretadas con un bandolín. Como no había tanto actor para la obra invitaron voluntarios del público. Hicieron de reyes, vasallos y músicos. La niña y el dueño del circo eran los espadachines. La música salía del parlante roto.

Como número de cierre del espectáculo presentaron al caimán cebado. El maromero entró al agua y abre las fauces del caimán para meter su cabeza. El caimán parpadea con hambre. Las antorchas encendidas relampagueaban amenazantes con pequeñas pausas de oscuridad. Una música de megáfono roto y de suspenso rechinaba terriblemente. El maromero director pide a la niña que calme al caimán. El caimán cebado apretaba con justicia las mandíbulas. La payasa grita para que el caimán de veras lo suelte. El caimán hambriento y la piscina roja toda, toda llena de sangre con el director destrozado en dos partes.

Todavía Jose no se despabilaba cuando la turba, asustada por la muerte del director, huía hacia la arena gritando y buscando la salida. Todos corrían mientras Jose veía que la jaula del puma era arrastrada y se volcaba. El felino, escapando por encima de las personas, termina comiéndose a un indio, mientras los niños perdidos y asustados lloraban hundidos entre una muchedumbre que había tirado en semejante desbarajuste todas las antorchas de combustible e iniciado el voraz incendio de la carpa. Mariana temblando miraba hacia atrás y descubría las llamaradas que consumían la cubierta como un techo de papel que se estaba viniendo abajo.

El humo negro lo divisaban los campesinos desde el otro extremo del pueblo, en la carretera, en la trocha que los había llevado desde la vereda hacia aquel espectáculo. Adentro todo era caos. El director, como era su costumbre antes de iniciar la función, habría sellado la única puerta de salida con una gruesa cadena y candado de modo que nadie entrara colado sin pagar.

Entre la desesperación y el agobio de la multitud tratando de salvarse, Jose fue atropellado y desprendido de los brazos de Mariana, quien por mucho que intentó y buscó no logró volver a encontrar. Las llamas se habían alzado y empezaron a cubrir a tantas personas que yacían atascadas entre las tablas de las bancas, convertidas desgraciadamente en verdaderas trampas mortales. Mariana extraviada entre el tumulto sentía que tropezaba con uno y otro cuerpo desplomado en el piso.

Jose fue remolcado por la corriente humana hasta una esquina del circo. Allí en el suelo estaba un hombre criollo tirado con un cuchillo en su cinto. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. El niño sin dudarlo tomó el cuchillo y abrió en la carpa una tronera a su medida. Detrás de él salió mucha gente llorando. Desde afuera vio la forma infernal como ardía el circo. Los refuerzos llegaron e ingresaron por el mismo hueco para intentar salvar otras personas atrapadas. Buscó a Mariana, pero no la halló ni siquiera entre los heridos acomodados en esterillas improvisadas, y abatido decidió regresar al punto de la abertura.

– Ya no se puede hacer más nada, muchacho –le dijo el último de los bomberos-: adentro es un verdadero infierno.

Las llamas a punto de cubrir la entrada no fueron impedimento para franquear el paso, pese a los enfadados avisos de advertencia de los socorristas y al intento fallido de los policías por atraparlo

El humo atropellaba sus ojos. La carpa caía a pedazos como una lluvia de fogonazos feroces. La verdad, no recordaba muy bien el punto preciso en el que había perdido a Mariana; pero a pesar de ello se internó, abriéndose camino por los vericuetos sin llamas hasta donde adivinó el lugar en el que estuvieron sentados. Tropezó con infortunados que ni se movían, revisándoles primordialmente los rostros casi chamuscados. En uno de esos intentos había un cuerpo con traje de payaso. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince; comprendió que era la mujer sin edad. La sentó para ayudarla, pero lo que sucedió posteriormente fue que el cuerpo se desgonzó como un fardo, volcándose hacia un costado hasta revelar que debajo de ella, de bruces tosiendo y desubicada, estaba Mariana: la había encontrado milagrosamente. Jose impresionado le indica que conoce la salida y le pide levantarse, que caminen sin pausa mientras arrastran el cuerpo de la mujer del circo, en un último aliento por salvarla.

Treinta cadáveres se habrían extraído de los escombros del circo. Tal vez Mariana no murió, y Jose pudo rescatarla aquella ocasión, porque el cuerpo sin vida de la mujer sin edad la había protegido, o tal vez fue la valentía del niño, quien regresó cuando ningún socorrista se había atrevido. Mariana ni Jose sufrieron quemaduras, solo uno o dos rasguños leves.

Trascurrieron con exactitud siete días para ver que sus heridas estuvieron totalmente curadas. El lunes siguiente volverían a la escuela.


4. Jose

Ese lunes Jose vio a su mamá y a su hermana sentadas a la mesa comiendo trocitos de pescado frito. Por lo visto no se sentó adesayunar porque llevaba quince minutos de retraso para llegar a tiempo a la primera clase. Tendría que darse prisa con el desayuno y pedalear más rápido que de costumbre. Dio tal vez dos mordiscos a la arepa con queso y, con su mochila escolar terciada como una carabina, su mamá lo vio alejarse en la bicicleta como un relámpago.

Al llegar observó la escuela en calma, sin aquella habitual algarabía previa al sonido de la campana para el inicio de la clase. Le restaron cinco minutos para llegar a tiempo y evitar el bochorno de ofrecer disculpas por interrumpir a la maestra. Con emoción, contando los pasos, recorrió el corredor adoquinado en medio de las aulas campestres de los otros cursos. La última aula era la suya, la de quinto de primaria. ¿Por qué carajos había llegado tarde a la escuela precisamente el día que Mariana regresaba?. Pensó que era un pelotudo que necesitaba un uniforme nuevo y un corte de pelo urgente.

Cuando dio dos pasos adentro con la intención de saludar, estalló como un trueno la algarabía de festejo del quinto de primaria. El curso entero lo esperaba. Habían globos y letreros de agradecimiento colgando por todas las paredes y una pastel gigante a su nombre. Un mensaje construido con tizas de colores se leía en la gran pizarra verde: “Gracias Jose por salvarme”. De inmediato sintió el olor místico de los mangos, el olor dulce de la miel de abejas melitas. En frente, dirigiendo el recibimiento estaba la maestra que le sonreía. Sorprendido de verla de nuevo, sólo podía fijarse en ella, hermosa y esbelta como siempre. Cuando se puso a su lado se dio cuenta de que ella estaba llorando.

Jose literalmente era un héroe. Después del incendio el periódico del pueblo había publicado en primera página un titular que hizo revuelo con una foto suya y Mariana: Valiente niño salva a maestra y a otras personas de morir tras incendio del circo.

– Mamá. Mariana es mi maestra.

– Sí, lo sé.

– Le había dicho que quería ser su novio, pero ayer después de clase cuando se lo mencioné de nuevo, me respondió muy triste que técnicamente era imposible… –Hubo una pausa corta, luego Jose continuó-: ¿pero algún día, mamá, será posible?

Todo era cierto, aquello se lo había dicho Mariana con una sonrisa en la que, a su manera, le pedía perdón. La mamá lo escuchó con lástima, a punto de romper en llanto. Luego le dijo suavemente, pero sin pausa:

Hijo, todo aquel que sabe guardar sus sueños de la infancia con persistencia y pureza en su corazón indefenso y noble, y que a pesar de la farsa del mundo se atreve a vivir el resto de su vida como soñaba de pequeño, será un hombre verdadero y completo que logrará ser feliz, y todo le será posible.

El niño quedó pensativo por un momento, los ojos se le humedecieron y luego abrazó a su mamá.

– La quiero mucho a usted mamá.

– Y yo a usted hijo hermoso, mi hombrecito.

Etiquetas: amor de infancia

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