Esa mañana un artista había pintado el cielo de azul con trazos de nubes blancas y con unas ligeras pinceladas de naranja.
Jordina y el abuelo Eusebio bajaban de la mano por las calles adoquinadas en dirección al mar. En la playa se encontraban el resto de pescadores empujando las embarcaciones hacia el agua.
La chica subió a la barca de un salto mientras el abuelo acababa de cargar la cesta con el desayuno, el vino y el agua. Los jadeos y gritos del “¡va!, ¡venga!” del abuelo y de Idrissa resaltaban sobre el leve rumor de las olas al besar la playa.
Una vez en el agua, el abuelo conectó el pequeño motor de la embarcación mientras la chica de pie se despedía del chico negro y el resto de los pescadores agitando la mano y gritando:
-¡Adiós, adiós, adiós!
Al poco rato el abuelo dirigió la barca en medio de la pequeña bahía dejando detrás suyo una estela de espuma blanca.
–¡ Jordina coge el timón que Yo iré dejando las asas!
-¡Abuelo! – Protestó la muchacha –¡ Ya sabes que no me gusta que me llames Jordina!
-Oye bonita y ¿como demonios quieres que te llame?
-Pues, podrías decirme ¡Georgina! O ¡Jou! ¡Me gusta más! ¡Ya te lo he dicho más veces! – dijo con tono burlón.
-¡Mira que llegas a ser tonta! ¡Si tienes un nombre bien bonito! ¡De alguna manera te tengo que llamar! Va, venga aquí nos sobra bastante palabrería y hace falta trabajar un poquito más! Coge fuerte el timón y trata de mantener el rumbo.
Una vez llegados a este punto la Jou sabía que no podía continuar con la broma por qué el abuelo se quería concentrar en el arte de la pesca. Ellos dos siempre seguían este pequeño ritual en momentos como este. Ella se hacía la enfadada. Pero al final se le acababa escapando una sonrisa traviesa bajo la nariz mientras el abuelo mascullaba. Pero esta vez no hubo sonrisa y se quedó silenciosa mirando el horizonte. El hombre continuó faenando ajeno a las cabilaciones de la nieta.
La muchacha miró hacia la línea de la costa. La silueta de las casas blancas del pueblo y la iglesia se dibujaban perfectamente sobre el marrón de la tierra y las rocas. En ese instante se imaginó aquel paisaje como si fuera la parte comestible de un bocadillo mediterráneo: arriba una rebanada de cielo azul y debajo una rebanada de mar, todo bien aliñado con unas gotas de tramontana y sol mediterráneo.
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