«El chico de los mandados»

«El chico de los mandados»

Jorge Pérez no era mi amigo ni amigo de mis amigos , era el primo de Horacito que vivía casi enfrente de mi casa.

Jorge vivía en el mismo barrio pero del otro lado de las vías del tren.

Dos o tres veces por semana él y su mamá cruzaban los rieles por un estrecho sendero de tierra rodeado de yuyos y flores silvestres, para visitar la casa de sus parientes.

Las madres de Jorge y Horacio eran hermanas, estaban muy unidas y tenían varias cosas en común. Las anualidades con retazos de telas, los paseos al mercado, los chusmerios de barrio y la gran repulsa que sentían por nosotros, la barra brava de la calle Adelina.

Éramos unos desaforados de 8 o 9 años que se la pasaban todo el dia jugando al fútbol en la calle, gritando obscenidades y tocando los timbres de las casas para salir corriendo y refugiarnos en lo que llamábamos ”el terreno” que no era otra cosa que una obra en construcción abandonada, mítica base de operaciones donde pasamos los mejores días de la infancia. El fútbol era la base de todo lo que comprendía nuestro universo, en época de clases los picados comenzaban después de las dos de la tarde y en verano los primeros pelotazos se escuchaban cerca de las 10 de la mañana.

En esa época por la calle Adelina apenas transitaban coches, lo más movido sucedía los lunes por la mañana con la feria semanal de verduras y alimentos. La cuadra se llenaba de gente, de sonidos y aromas, de carros con caballos y pequeños utilitarios repletos de mercadería. A las 2 de la tarde la calle quedaba vacía y la banda de amigos comenzaba a pelotear justo a la hora de la siesta.

De vez en cuando había que suspender el picado unos segundos por que un vecino tenía que entrar o salir de su casa con el coche, incluso varias veces se quedaban esperando detrás de los arcos a que terminara la jugada.

Algunas tardes en medio del fragor del partido veíamos como Jorge y su madre se acercaban desde la esquina a paso veloz para meterse casi corriendo en la casa de Horacito.

Jorge vestía siempre de forma impecable, bien peinado, con su remera a rayas horizontales blancas y rojas, pantalón corto y soquetes blancos, sus zapatillas estaban siempre impecables, lejos de las nuestras, sucias y gastadas de tantas batallas, con olor a agua

rancia, la que salía de los desagües de las casas mezclada con el jabón de la ropa que nuestras madres usaban. El agua bajaba lentamente hacia las vías, junto a los cordones de cemento que a su vez hacían de límite lateral del campo de juego.

Jorge siempre llevaba en su mano derecha la bolsa de las compras, la cual era de fibras de plástico entretejidas, con rayas de varios colores y también tenia un monedero pequeño y redondo, de cuero rojo, que su madre le había regalado.

Nuestro look era irreverente y mugriento, nuestras manos olían igual que nuestras zapatillas y que nuestras cabezas, con mechones de pelo duro de tanto cabecear la pelota empapada por el agua bendita.

La cara de Jorge al vernos jugar era de deseo y de impotencia. El quería con todas las ganas meterse en el partido, nosotros lo invitamos a que se sume al deporte rey, pero siempre nos decía que tenía que hacer una compra o un recado.En realidad era una excusa

impuesta por su madre para no juntarse con nosotros. Alguna vez lo pudo lograr, una tarde mientras las hermanas tomaban el te, volvió rápido del almacén del Tano Pascual, Horacio ya estaba jugando y Jorge se metió de una en el partido.

Lo recuerdo gritando un gol, la pelota rebotó en el cordón y lo dejó sólo frente al arquero,

se la paso de caño al gordo “Bochi” , la “Pulpo” de goma paso entre los adoquines

que marcaban la línea de meta y siguió su trayecto de rastrón, recto hasta la calle Bolivia.

La pelota quedó en medio de una ciénaga llena de mosquitos y renacuajos radioactivos,

Jorge se metió con sus zapatillas blancas e impolutas, rescato la pelota mugrienta embadurnada de barro y de otras cosas más.

Comentaron algunos vecinos que ese día los gritos de la madre se escucharon hasta en la cancha de Chacarita y un poco más lejos.

Esa mujer nos despreciaba con todas sus ganas, no quería que su hijo se contagiase nada de nuestro estilo de vida, éramos atorrantes de barrio.

A cada vecino le habíamos puesto un apodo, nadie se salvaba de nuestro sarcasmo irreverente, “la bestia” “el neardental” “bastón largo” “el cuco” ,

Doña Amelia era una viejita de pelo blanco y bastón, muy frágil y encantadora,

pero tardaba casi una hora en recorrer los 98 metros de nuestra cuadra.

Un pelotazo en su cuerpo significaba la muerte, cuando la veíamos venir sabíamos que teníamos un tiempo de descanso,algunos incluso corríamos a nuestras casas a tomar “la leche”, a Doña Amelia le decíamos “flecha veloz”. Yo era “El cabeza” estaba “Bochi”, “El colo”. “El Chino”, “ Rulo” , pero Jorge Pérez era un chico se podría decir excelente, mas bueno que el pam, nunca había pegado una piña a nadie y tampoco había recibido castigo alguno.

No daba ponerle un apodo despectivo ni gracioso, ni siquiera a su madre, teníamos respeto por él, en parte nos sentíamos salvajes a su lado. Jorgito tenía buenos modales y nunca gritaba. También nuestra imaginación quizás, ya estaba un poco agotada

y tan solo lo bautizamos simplemente “el chico de los mandados”.

Siempre con su madre, o solo, pero salía de compras todos los putos días.

Yo creo que también a él le gustaba, lo hacia a paso rápido, con convicción,

moviendo la bolsa con el brazo como si fuera un péndulo descontrolado,

había algo en su misión que lo motivaba, como una vocación de servicio o algo así.

Nunca hubo una burla ni un “dejate de joder” por parte nuestra. Al fin y al cabo no éramos tan malos chicos.

El tiempo fue pasando, un día abrieron un túnel debajo de las vías del tren y nuestra calle Adelina se convirtió en una pista de carreras.La nueva generación que nos precedió, mas que jugar al fútbol en el cemento se dedicó a ver los choques de autos que se producían todos los días en la esquina de Adelina y Avenida América.

Un día el fútbol se convirtió en algo más serio, pasamos de la Pulpo de goma a la Pintier de cuero, de los Sacachispas a los Adidas, de los pantalones cortos a los acampanados.

Un dia el Pato Pastoriza colgó los botines , apareció Bochini , el Beto Alonso, se fue Madurga y un día volvió Perón.

Llego el sexo, el amor, el pelo largo, Sui Generis, Artaud,. Zepelin.

Una mañana se pudrió todo y llegaron ellos “Los dinosaurios.”

Los veranos se fueron apagando y las primaveras comenzaron a desaparecer.

Algo en la vida estaba cambiando, los cielos se iban desaturando como una Polaroid antigua que va perdiendo los colores de a poco cada día.

Fue un sábado a la mañana, en enero del 82 cuando estaba arrodillado cortando el pasto en la puerta de mi casa, por la esquina apareció una coupe GTX roja, la conducía Jorge, paró el coche justo a mi lado, me estrechó la mano sin bajarse del auto y empezó a contarme que en 15 días tendría que presentarse a la colimba,

y que por el número de sorteo le tocaría aeronáutica, también me dijo que su madre estaba muy preocupada por el acontecimiento.

Al instante me preguntó por mi situación y le conté que yo estaba citado para el 15 de febrero y por el número (525) me tocaría ejército. Le comenté que mi madre también estaba angustiada y que el día del sorteo había estado pegada a la radio llorando toda la mañana, pero yo la había tranquilizado diciéndole que me lo tomaría como una aventura y que la colimba no era la guerra.

Nos dimos un fuerte apretón de manos al estilo de los legionarios romanos,

nos deseamos suerte, también nos preguntamos cuándo seria la próxima vez que nos reencontraríamos, que ese dia hablaríamos de las experiencias de la vida militar tomando unas cervezas en la pizzería del Quique, justo frente a la estación .

Antes de poner primera y marcharse, le hice la pregunta, no sabia si hacerlo, pero Jorge ya estaba grande, se había convertido en un joven independiente, aparte ese día nos faltaba gente, podía darse, por qué no?, después de todo algunas veces lo había logrado.

Casi metiendo mi cabeza dentro del coche le dije que por la tarde jugariamos un partido de fútbol en la cancha de la Iglesia y que estaba invitado,si quería…

El ya tenía su mano izquierda en el volante y la otra en la palanca de cambios, miró unos segundos hacia el horizonte o lo que es lo mismo hacia las vías del tren y volvió la mirada hacia mi, me dijo que a la tarde le había prometido a su madre llevarla a Canguro (supermercado) que lo sentía mucho pero no podía, esa tarde tenía que ir de compras.

Vi como la coupé roja se alejaba emitiendo un sonido hermoso, doblo en la calle Bolivia hacia la izquierda y se perdió en el túnel oscuro.

El 15 de febrero del 82 a las 4 de la mañana me subí a un colectivo rumbo a Ramos Mejía,

después de estar toda la mañana rodeado de 2000 reclutas me subieron a un camión

junto con 20 más y a las 3 de la tarde llegamos a Campo de Mayo.

El coronel nos recibió con un discurso patriótico, solo recuerdo la frase “acá vamos a enseñarles a amar esa bandera.”

La bandera flameaba en el centro de la plaza de armas custodiada por dos cañones del siglo 19, al costado había un grupo de oficiales vestidos de combate, ellos nos miraban con ganas de machacarnos y de apoderarse de nuestra dignidad.

A la mañana siguiente ingresé en la peor compañía de las tres que había en el cuartel,

para los milicos era la mejor, campeona de Campo de Mayo por dos años consecutivos,

había que mantener el título y el honor. La compañía Demostración era una compañía de combate.Todo el día estábamos a dos metros del suelo, saltando y corriendo entre cardos y mosquitos salvajes, en la pista de combate o en el polígono de tiro, pidiendo un ridículo permiso a nuestro jefe de grupo para disparar a un enemigo imaginario.También nos enseñaban distintas formaciones de combate, la más usada era aquella que le decían “en cuña” que servía para reprimir y romper manifestaciones obreras y estudiantiles.

Al final de la tarde quedábamos reventados, llegábamos casi arrastrándonos hasta las duchas para luego cenar en la cantina como si fuera la última comida en la tierra..

Por la noche antes de dormir y parados firmes frente a las cuchetas sucedía algo un tanto surrealista.Un oficial nos leía un libro con relatos heroicos de batallas ganadas a la subversión marxista. El tipo se recorría los 60 metros ida y vuelta una y otra vez con paso marcial y con voz robusta.

Para terminar, siempre recitábamos una oración a la Virgen María. Solo recuerdo el final que decia asi.

“Virgen María madre de Dios, ruega por nosotros y si tengo que morir que sea como un soldado”

Mi familia no era de frecuentar la Iglesia, solo en casamientos y bautismos,

yo no había tomado la comunión por decisión propia y mi abuelo Ulderico era un “tano”

veterano de la primera guerra mundial que directamente odiaba a los curas.

Ese rezo de todas las noches me fastidiaba bastante, lo decía de corrido, mirando de reojo la cama. La oración terminaba y los 100 soldados de la compañía hacíamos la señal de la cruz y nos íbamos a dormir.

Pero hubo una noche en que todo fue distinto, el 1 de abril al terminar la oración mi ser se estremeció. “Virgen María madre de Dios ruega por nosotros y si tengo que morir que sea como un soldado”.Nunca había experimentado esa sensación, sentí un frio que me subió por la espalda, desde la cintura hasta la nuca, para pronto apoderarse de todo mi cuerpo, trepé a la cama superior y me tapé con la manta hasta la nariz,

mire el techo de la compañía un largo rato, vi sombras oscuras que se movían lentamente,

esa noche casi no dormí, continuamente venían a mi cabeza recuerdos de la infancia.

Las batallas en el barrio con bombitas de agua en carnavales,

las picadas con salame, queso y Cinzano puro en el patio de mi casa, rodeado de mis tíos italianos los domingos por la mañana, la entrada de la mano de mi abuelo a la cancha de Chacarita, y el terror que me provocaba la canción “Mambrú se fue a la guerra” cuando tan solo tenía cuatro o cinco años. Mientras mi madre y mi hermana cantaban sentadas en el piso del comedor yo no podía resistir girar la cabeza y mirar hacia la puerta que daba al patio. A través del cristal granulado siempre veía la silueta oscura de un soldado que me venía a buscar, y al negarme el soldado daba una vuelta sobre su eje y se perdía en la oscuridad de la noche.

También pensaba en mis padres y en el sacrificio que habían hecho para criarnos a mi hermana y a mi.

Pensaba en mi novia que se había quedado llorando sola el día de la despedida en un banco de la plaza Mitre en Villa Ballester y en todos mis amigos del alma con los cuales habíamos compartido tantos momentos inolvidables juntos.

En ese momento sentía que había vivido una buena vida,

pero esa noche todo mi ser se encontraba lleno de tristeza y soledad.

A las 5 de la mañana nos despertaron con gritos eufóricos una banda de oficiales enceguecidos de patriotismo y nos dijeron que fuerzas del ejército y la marina habían desembarcado en las islas Malvinas, que era un día histórico y que nosotros teníamos la suerte de vivirlo dentro del Ejercito Argentino.

Recuerdo a Nino con sus ojos verdes saltones mirándome de costado con expresión de asombro y la cara del tano Miguel diciéndome por lo bajo “estos tipos están todos locos”

El 12 de Abril llegamos a Puerto Argentino. Se abrió la puerta trasera del Hércules C130

y una brisa helada nos golpeó en la cara, estábamos en el culo del mundo.

Marchamos unos 10 kilometros con todo el equipo en nuestras espaldas, cruzamos el pueblo y nos instalamos a las afueras, frente a los montes al margen de la bahía.

La guerra comenzó una mañana temprano, cuando yo y seis compañeros dormíamos dentro de un pequeño galpón de madera al costado de la ruta, frente al mar.

Se escuchó una explosión y el suelo tembló por primera vez,

fue un ruido sordo, estruendoso, pesado. Escuché los gritos y las corridas de los soldados,

yo seguía acostado boca abajo ,volví a cerrar los ojos y cerré también los puños con fuerza,

pegando mi frente contra el suelo, como queriendo volver a dormir y no despertar.

Pensaba que no podía ser, que no podía estar en esa situación,

pero tres explosiones seguidas estremecieron la tierra nuevamente.

De repente escuche al cabo Catay gritar, la puteada era para mi, salí corriendo con mi fusil y mi correaje a medio poner, encaré hacia la trinchera pero de repente me quedé parado como una estatua frente a la bahía de Puerto Argentino. La puesta en escena era atrapante, todo un espectáculo y en primera fila. Los Harriet pasaban delante mio a baja altura, las baterías antiaéreas disparaban sin cesar, todo el cielo se llenó de luces y explosiones, las bombas inglesas caían sobre el aeropuerto. Simplemente no lo podía creer, estaba en la puta guerra.

A partir de ese 1 de mayo cada día que pasaba todo iba a peor.

El frío y el hambre se instalaron en nuestras entrañas y la muerte empezó a danzar a nuestro lado. Desde 40 kilómetros los buques ingleses bombardeaban nuestras posiciones. Primero se escuchaba el cañonazo lejano, después un silbido penetrante que cortaba el aire helado en el cielo y de repente se partía la tierra cuando llegaba “ la pepa”.

La guerra no es como en las películas, el ruido de las bombas se parece más a una fuerte tormenta eléctrica repleta de truenos ensordecedores y relámpagos enloquecidos.

Desde la trinchera y a solo cinco kilómetros se veía el infierno que se vivía en el frente.

Una obra macabra donde los hombres combatían cuerpo a cuerpo en la inmensidad de la noche. La visión era dantesca y cautivadora, los montes quedaban recortados a contraluz por el fuego demencial de la batalla.

Un dia el cabo Catay con gesto serio y preocupado nos juntó a todo el grupo y nos dijo la frase “estamos rodeados, preparense”. Fue un momento duro y desconcertante, pero también inolvidable.

Comenzamos a limpiar nuestros fusiles con esmero y a llenar de municiones y granadas nuestras posiciones.

Durante esos días no había descanso posible y el sueño nos jugaba malas pasadas.

Un ataque de comandos anfibios podía darse en cualquier momento,

muchas veces nos quedábamos dormidos y de repente nos despertábamos sobresaltados en la soledad del pozo, ese era el momento de tocarnos el cuello para saber si aun teníamos la cabeza sobre los hombros.

Entre los días 12, 13 y la madrugada del 14 de junio la situación se volvió insostenible.

Desde el frente llegaba un olor rancio a pólvora y muerte que caía en forma de nieve sobre nosotros.

Nos metimos en la trinchera esperando el final de todo.

Con el amanecer del dial 14 empezamos a ver a soldados volver del combate, se acercaban caminando lentamente, erráticos, como zombies perdidos entre la neblina espesa.

Volvían desde las entrañas del terror, algunos caían y no se volvían a levantar,

otros seguían como podían, parecía que sus almas ya no los acompañaban.

En un momento nos sobrepasaron y quedamos frente al enemigo, pero no lo veíamos.

De repente se hizo el silencio más grande y cautivante de todos los silencios que pueden existir en el mundo. Fueron 10 minutos sublimes, casi lo mejor de la guerra,

10 minutos de una espera desconcertante que encendía todos los sentidos.

10 minutos donde toda mi corta vida se proyectó delante mío,

como si fuera una película muda,

20 años en 10 minutos, hasta que el silencio terminó.

Una lluvia de bombas comenzó a caer sobre nosotros, el ruido y los gritos se apoderaron de todo el entorno,era cuestión de tiempo, íbamos a morir.

Asomé la cabeza un poco para ver la situación,

delante mio vi caos y confusión, vi soldados salir de sus trincheras y replegarse a un lugar más seguro, también vi al sargento Palavecino marcharse de su guarida sin dar una sola orden.

Me arrastre por el pozo hasta donde estaba mi compañero en posición fetal

y le grité !VAMOS!! salimos de la trinchera y corrimos , nos caímos varias veces,

en un momento me doy vuelta y veo como una bomba cae al borde de mi trinchera,

pasaron unos minutos, nuestro paso cada vez se hacía más lento a medida que nos alejabamos del fuego enemigo.

En un momento vi como una docena de soldados a 50 metros gritaban y festejaban con aplausos y decian -ahi !!! están vivos!!! grande Ñato!!!. Distinguí que eran algunos de mis compañeros, que ya estaban a salvo, todos nos abrazaron. El ruido de la batalla había terminado. Nos refugiamos en un galpón de madera en el puerto.

Empezamos a preguntar por muchos compañeros a quienes hacía días no veíamos,

en ese momento supimos que Daniel Ugalde había sido alcanzado por una bomba en los últimos minutos de la guerra. Su cuerpo y sus sueños habían quedado partidos en dos sobre la turba helada. El silencio invadió el lugar, nadie hablaba, levanté la vista y solo vi hombres que se consolaban los unos a los otros compartiendo algún trozo de galleta o una pequeña porción de una diminuta barra de chocolate.

Era la paz, pero también, la derrota, la incertidumbre y el dolor de ya no ser.

De mis ojos empezaron a brotar lágrimas, no sentía nada, estaba inmóvil, con la mirada perdida, era un llanto sereno, tranquilo, pero devastador,

nunca mas volvi a sentir algo así hasta la muerte de mi madre.

Una hora después el sueño nos abatió, estábamos dentro del galpón sin saber que pasaba afuera, no recuerdo si fue por un grito o me desperté solo, pero de repente estábamos en medio de un incendio.Un humo negro nos envolvió por completo,no podíamos respirar.

Entre 4 o 5 soldados o quizás más comenzamos a tratar de abrir un enorme portón que se encontraba a nuestra izquierda. Nos arrojábamos con desesperación una y otra vez con toda la fuerza. En un momento se rompió algo y el portón cedió, salimos corriendo, sentir el aire puro y helado fue como una bendición. Miré a mi alrededor, estábamos en la calle rodeados de soldados ingleses. A 20 metros uno de ellos fumaba sentado arriba de un tanque, lo miré y le hice el gesto con mis dos dedos en ve , le pedí un cigarrillo,

con otro gesto el soldado me dijo que me acercara, caminé hasta él, se agachó un poco y me entregó el cigarro, tambien me dio fuego.

Había caos en la calle, el incendio y las corridas continuaban y yo estaba ahí fumando en medio de todo un cigarrillo de un tipo que hacía un par de horas estaba con su tanque cagandome a bombazos.

Al amanecer una fila interminable de hombres derrotados, hambrientos y abatidos

comenzó a marchar hacia el campo de prisioneros.

La primera noche dormimos a la intemperie, por la mañana estábamos congelados,

nos sacabamos el hielo de nuestras espaldas golpeándonos los unos a los otros.

Lo que más deseaba en ese momento era un café con leche y medialunas.

En el campo había soldados por todas partes deambulando sin rumbo.

La atmósfera del lugar me hacía recordar un poco a una secuencia de la película “Milagro en Milán”, donde un grupo de pobres en medio de un basural corren todos juntos en grupo

en busca de un rayo de sol en un crudo día de invierno.

Esto era parecido pero sin sol y rodeados de máquinas de guerra destruidas.

Empecé a caminar lentamente arrastrando mis pies por el campo escarchado,

recordé que en un bolsillo de mi chaqueta tenía una pequeña bolsa con leche en polvo,

anduve un rato hasta ver un sitio que estaba lleno de basura en medio de un charco de barro e hielo. Recogí una lata de Coca Cola del suelo y la llene con el agua del charco, meti la leche y revolví todo con lo que quedaba de un bolígrafo Bic azul. Bebí el brebaje helado y caí de rodillas frente a la basura, empecé a buscar latas con algo de comida,

iba raspando las sobras con mi dedo índice , pero casi no había nada para llevarse a la boca, algún resto de paté o de roast beef, tres lentejas solitarias dentro de un cubo oxidado,

levante un poco la vista y a 3 metros vi una lata de carne, la mitad estaba enterrada en el barro, la otra mitad un poco aplastada, no tenía energías para levantarme,

avance de rodillas unos dos metros y cuando estaba apunto de llegar

un par de botas negras se interpusieron en mi camino.

Levante la cabeza, un soldado me miraba fijamente a los ojos,

era Jorge Pérez, el estaba ahí frente a mi.

Me incorpore con cierta dificultad y nos abrazamos como viejos amigos,

nos mirábamos sorprendidos , no lo podíamos creer.

solo habían pasado cuatro meses desde aquel enero soleado

y estábamos ahÍ, frente a frente con toda nuestra inocencia pisoteada hasta el hartazgo por la locura de la guerra.

Me preguntó cómo estaba, cómo había pasado todo aquello. Le conté algunas cosas, que había sido duro que habíamos tenidos varios heridos y un compañero muerto, pero que yo estaba bien, que estaba vivo con ganas de volver al barrio, de sentir otra vez el sol caliente en la cara y de estar con los míos.

Y vos Jorge como la pasaste? le pregunté, por dónde estuviste?

El empezó a contarme que su sitio durante la guerra había estado en la parte alta de una colina, arriba del pueblo donde había un radar de la fuerza aérea y que él junto con 10 soldados más, custodiaban el aparato. Me dijo también que al estar cerca del pueblo no había pasado tanta hambre pero sí habían sufrido bombardeos y que una vez un misil teledirigido había impactado sobre sus posiciones causando varios heridos.

Yo lo miraba a Jorge mientras contaba sus vicisitudes, sus ojos achinados habían perdido la profundidad y el brillo de la adolescencia y su voz era la de un hombre golpeado por la vida.

En un momento él estiró un poco su brazo izquierdo y depositó su mano en mi hombro derecho, fue en ese instante que le pregunté: y vos jorge? no te paso nada? no tenés ninguna herida?.

Él giró la cabeza y miró a lo lejos, hacia el mar, quizás más lejos, pasando el horizonte

ahí, donde a veces fijan la mirada los hombres, para recordar de dónde vienen y que una vez fueron niños.

Después de unos segundos volvió a girar su cabeza y mirándome a los ojos

me dijo – yo zafé de casualidad, por unos minutos, justo había bajado al pueblo,

fui de compras al supermercado y ahí cuando estaba volviendo se produjo la explosión .

No hubo de mi parte ninguna reflexión ni pensamiento alguno,

el momento no estaba para descifrar los caminos de la vida ni nada de eso.

No repare en ese instante en la imagen de jorge con 8 años y su bolsa de colores camino al mercado. Simplemente lo escuché y nos quedamos unos segundos en silencio.

Nos abrazamos mas fuerte que antes, entre los veteranos le decimos abrazo malvinero,

se despidió diciéndome que se iba con los suyos y que nos veríamos en San Andrés.

Se alejó caminando lentamente con la mirada perdida , nunca mas lo volvi a ver.

Un dia, despues de 15 años de aquel encuentro

caminaba con la “Negra”, mi mujer, por los bosques de Ezeiza,

entre árboles centenarios en un domingo de sol y solo con el canto de los pájaros como banda sonora. Mi cabeza empezó a divagar por lugares lejanos, por rincones olvidados,

estaba en silencio, juntando momentos del pasado y ella me preguntó si estaba bien,

le dije que sí, pero que estaba pensando en un episodio increíble

que nunca antes lo había relacionado, que había estado oculto muchos años

en los confines más remotos de la memoria.

Ella y yo nos sentamos en el tronco de un árbol caído en medio del bosque silencioso

un silencio solo interrumpido por el canto de los pájaros

y le conté esta historia.

Daniel del federico.

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