La llave giró dos veces, sellando la puerta, pesada y oscura como la cruz de la que ella renegaba y que tanto odiaba lustrar, con ese aceite espeso, que olía a viejo. El cuarto donde estaba encerrada quedaba cerca de la capilla y servía solo para almacenar velas y viejas estatuas de santos desconchados y mutilados. Era oscuro y tétrico, y sus muros gruesos, como los troncos de los árboles que rodeaban ese convento, que le servía de casa.

Te quedarás aquí encerrada hasta que obedezcas, le había dicho Sor Cecilia, con cara de vinagre, cuando la castigó. Su único pecado había sido no ponerse ese corsé que las monjas les obligaban a llevar todo el tiempo para preservar su castidad.

Se sorbió los mocos y se estiró las mangas de la chaqueta de lana, color gris ceniza, que las polillas habían perforado con saña y que ella no eligió. Era mejor no pensar ni cuántos cuerpos la llevaron ni cuántos lo harían después del suyo.

Si se empinaba un poco, a través del ventanuco, podía ver un pedacito del patio tapizado de piedras, que crujían con los pasos ordenados de las niñas que acudían obedientes al último rezo del día.

Desconocía cuánto tiempo pasaría en ese minúsculo y lúgubre lugar que olía a cera amontonada y a humedad, así que se acurrucó, resignada, en un rincón, temblando como una hoja de la cabeza a los pies, calentando con su aliento sus pequeñas manos y tapándose con ellas la punta de la nariz. El sonido de sus tripas le recordaba que era hora de cenar, pero ese día no habría tal cosa para ella. A medida que se hacía de noche crecía su desasosiego y su temor a lo negro la poseyó, apenas se distinguian ya los ojos de los santos, cosa que agradecíó. Ya no se oía más que el viento aullando en la noche y alguna que otra ave nocturna que volaba cerca.

Se contaban cosas de ese cuarto, algunas de las niñas decían que por la noche se oían lamentos, como de almas en pena, otras aseguraban que habían olido a azufre cuando bajaban a buscar velas…

Recordó por ejemplo la historia que le contó Elisa, una de sus compañeras, la más fantasiosa. Le había dicho que un día la madre superiora bajó a ese cuarto con una de las recién llegadas, para enseñarle donde se guardaban las velas y que desde ese día la niña casi no hablaba y que poco tiempo después enfermó, ella insistía que en ese cuarto se había encontrado con el mismísimo Diablo, pero nunca supieron si era verdad o no, lo cierto es que la niña se fue consumiendo hasta que meses más tarde murió de forma misteriosa.

Aunque no sabía si creer a Elisa, esa espantosa historia la hizo temblar aún más, trataba de apartar de su imaginación las imágenes que había visto en algunos libros de ese monstruo medio humano y medio animal, pero cuánto más lo intentaba más viva parecía su imagen y podía hasta sentirlo cerca. Cerró muy fuerte sus ojos anegados y juntando las manos, se arrodilló y en voz alta comenzó a rezar como una plañidera, pensaba que solo así espantaría a cualquier espectro que viniera a visitarla, y se repetía a sí misma que nunca más iba a desobedecer, que haría siempre todo lo que le ordenaran.

Al rato largo el silencio por fin se rompió, oyó unos pasos bajar la escalera y tras ellos el sonido liberador de la llave que abrió aquella maldita puerta. La luz de un candil iluminaba los ojos de Sor Cecilia, enfundada en un camisón largo de algodón grueso, su cabeza cubierta por una especie de pañuelo no dejaba ver ni un solo pelo y sus ojos inexpresivos miraban ahora a esa niña asustada y frágil, que esperaba sumisa las órdenes de aquella figura grande de apariencia bondadosa.

Acércate, le ordenó Sor Cecilia.

Ella, temerosa y aliviada a la vez, se levantó, colocándose la ropa y limpiándose las lágrimas.

¿Has estado rezando? Le preguntó.

Si, madre, he rezado, le respondió con voz temblorosa levantando su mirada.

Nunca, hasta ahora había visto a Sor Cecilia esbozar una sonrisa, ni nunca le había acariciado la mejilla como lo hacía ahora. Sin su hábito, parecía extrañamente amable, cariñosa y hasta humana.

Entonces has comprendido que debes obedecer, ¿verdad? Le dijo en voz baja acercándose a su oído.

Sabes que el maligno ronda siempre, tú eres tan solo una niña y él siempre busca víctimas inocentes como tú, por eso estoy aquí, para mostrarte el camino, los castigos son enseñanzas divinas, no lo olvides. Así que podrás salir de aquí solo si prometes obediencia absoluta, si lo haces yo te protegeré ante todo. ¿Lo harás?

Su voz sonó serena pero firme y convincente.

Lo haré Sor Cecilia, haré lo que me ordene.

Bien, entonces saldremos de este cuarto y me seguirás hasta mi celda, allí rezaremos juntas, para pedir perdón por tus pecados, si haces lo que te digo nunca más volverás aquí.

Aunque estaba prohibido ir a las celdas de las monjas, la niña comprendió que debía obedecer y cabizbaja la siguió.

Tras esa primera, hubo más noches de rezos en la celda de Sor Cecilia, donde la niña, obedeciéndola, acudía sin llevar puesto su corsé.

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