Era yo el que estaba en aquel hospital, solo, mientras el capitán partía por última vez. Su nave se alejaba entre brumas otoñales. Recuerdo la madrugada: fresca, aunque no fría; húmeda como las cuadernas tras una singladura.
Me descubrí a mí mismo despidiéndome de él, sin comprender del todo lo que ocurría. Creí estar en un embarcadero lleno de movimiento: marineros saludando al capitán, familias despidiéndose, furgonetas descargando la mercancía de última hora. Y música. Siempre hay canciones en mis recuerdos. Aquella vez sonaba una letra conocida:
—Ay, mi pescadito, no llores ya más…
Juraría que era de una película, quizá con Spencer Tracy.
El barco hizo sonar su bocina por primera vez. Lo busqué para despedirme, pero otra vez no lo encontré.
Su vida había sido un ir y venir constante: capear temporales, transportar mercancías, pescar. Suez y el petróleo. Terranova y el bacalao. El mar del Norte y Argentina, a por merluza. África del Sur, Mozambique, Angola… siempre tras el atún.
Tanto mar y tan poco hogar lo hicieron solitario. Bohemio, romántico, incluso extraño para la vida apresurada de tierra.
Lo recuerdo en una panadería, sorprendido:—¿Cómo pudo subir tanto el pan? —decía, mirando la barra como si fuera un lujo.
Pasaban años entre sus regresos, y todo cambiaba deprisa. También nosotros. Y, sobre todo, ella.
El tiempo suavizó su carácter, pero seguía tan hermosa como antes. Él no lo comprendió, o quizá sí. Ella, sola, sacando adelante a sus hijos y peleando sin su compañero, también capeaba tormentas. Y lo logró. Pero quedó marcada, como marcan las aguas y los vientos a las rocas.
Él, en cambio, se quedó anclado en la mar. Para cuando regresaba, la vida en tierra le resultaba extraña, ajena. Y muchas tormentas interiores le desarbolaban la paz. Nuestra paz: cómoda, pero huérfana.
Sin embargo, siguió escribiéndole poemas a la luz de las estrellas del Atlántico, en aquel puente, solo. Letras hermosas, sentimientos adolescentes en un hombre ya mayor. Amaba, no me cabe duda. Lo sé porque, como él, yo también amo en silencio, por dentro. Locamente.
La radio de Walvis Bay lo traía a casa de vez en cuando. Fue una vida dura para todos. Lo sigue siendo para mí, porque mis ojos me delatan mientras escribo.
La bocina del barco sonó por tercera vez. Yo, solo en aquel puerto, no me pude despedir.
El Capi se marchó en silencio y en paz, llevándose a Verolosky —como lo llamaban sus amigos—. Llevándose al amor de mi madre. Al padre de mi hermano. Llevándose a papá.
Poco pienso en él, y debería hacerlo más. Esta noche su recuerdo me inundó, y no he podido dormir.
Una vida salada en ambos casos. Extraña. Como todas las vidas.
Abur, Capi. Tu nieto sabe de ti. Me pregunta si tu barco era grande como una casa, si dormías junto a ballenas y tiburones. Siempre le respondo lo mismo:
—Sí, Lolo. Tu abuelo subía olas enormes con su barco y hablaba con los peces. Una vez llegó al fin del mundo y regresó para contárnoslo. Las tempestades le huían, y conocía cada roca, cada playa, y a todas las sirenas del mar.
Te quiero.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS