El camión de Carmelo

Carmelo fue uno de los pioneros del barrio. Había venido de Italia siendo un niño y tuvo toda una vida de trabajo duro. “Desde los ocho años, filio” gustaba decir. A su reparto de carbón le sumaba pequeños trabajos domésticos. Así lograba reunir un dinero para no pasar necesidades.

Era solidario con sus vecinos y ellos con él. Pero había que tener cuidado. Si alguien le quería dar algo, él agradecía y lo rechazaba orgulloso. Para poder ayudarlo, los vecinos habían ideado una estrategia. Cuando venían de hacer compras, golpeaban las manos en la puerta de su casa. Cuando éste salía, le decían algo así “Mire Carmelo en la feria había ofertas por tres kilos de tomates y de peras. Si me quedo con todo, se me van a pudrir” “¿Usted no me haría el favor de quedarse con algo? De paso me alivia el peso”. De esta manera, Carmelo accedía y traía un fuentón donde volcaban los productos. Por suerte en el barrio nunca faltaban ofertas o por lo menos eso le decían a Carmelo.

Vivía en un chalecito “Que levanté con estas manos” decía orgulloso mostrando sus manos callosas. A menudo se lo veía cortando el pasto. El ruido de la cortadora manual era acompasado. Cuando alguien le decía “Carmelo ¿Por qué no se compra una eléctrica?” el respondía “Ma, déjame de esas cosas modernas que se rompen de sólo mirarlas”. “Esta me va a acompañar hasta la tumba”.

Cuidaba ese jardín con el mayor esmero. En el centro había un rosal que era muy alabado por los vecinos. A Carmelo cada tanto se le escapaba “Es que María tiene una mano para las plantas…” al decir esto se quedaba mirando a lo lejos con los ojos vidriosos, luego concluía “Se me fue muy pronto”.

Era de exagerarlo todo. Si se le creía a pie juntillas lo que contaba, había sido casi un héroe de guerra. Pero donde más exageraba era en las condiciones de su camión. “Es un toro” decía mientras lo palmeaba y luego agregaba “Y qué querés, es un Fiat. Tecnología italiana”.

A Juan, su vecino, le molestaba la fanfarria de Carmelo. Que los tomates de Italia eran incomparables, que el aceite de oliva, que los paisajes, etc. Después comprendió que el recuerdo de la lejana Italia y el camión eran las dos anclas que unían a Carmelo a la vida. Una prueba de ello lo constituía un llavero que tenía la forma del mapa italiano. A él estaba unida la llave del camión. Mostraba el llavero y decía “Me lo mandó mi primo de Nápoles”. Y agregaba “Allá están bien”.

Al hablar de su camión se le iluminaban los ojos. ¡Qué proezas no había sido capaz de afrontar! Contaba una y otra vez las acciones heroicas del camión en parajes distantes, escarpados y peligrosos cuando hacía viajes al interior del país. Al relatarlas una y otra vez repetía minuciosamente cada detalle y se detenía en la misma frase o hacía el mismo ademán. Juan y López lo escuchaban como si fuera la primera vez de contado.

López vivía enfrente de Juan. Curiosamente en más de veinte años de estar en el barrio, nunca habían pasado del Usted y el apellido. Es que López era muy reservado y Juan más. Ambos asistían a Carmelo en las mañanas. Es que el camión iba envejeciendo junto con Carmelo. No se sabía si envejecía más que Carmelo o viceversa. Lo concreto era que la prestación del camión iba disminuyendo.

Cada mañana, a las siete menos cuarto en punto, Carmelo salía de su casa para poner en marcha el camión. Como cada vez se le dificultaba más, Juan y López se acercaban como al pasar y le decían “Buen día Carmelo ¿No arranca?” y éste contestaba “Y no. Lo que pasa es que la batería está vieja. Cuando haga unos pesos, la cambio”. Al parecer los pesos no llegaban, ya que la batería declinaba cada vez más.

Luego de varios intentos frustrados, le decían “¿Lo empujamos?” Carmelo asentía, montándose al camión mientras afirmaba “Es un empujoncito, con medio metro alcanza”. Juan y López se ubicaban detrás del camión e inspiraban profundamente. La calle en bajada ayudaba un poco. Empujaban y, luego de una explosión, el camión arrancaba lanzando una humareda negra y espesa. Y ahí se iba Carmelo subido a su camión, sacando la mano por la ventanilla a modo de saludo y agradecimiento.

Juan miró su reloj, eran las 7 menos veinte, apuró el último mate. Salió de su casa y en la esquina vio el camión de Carmelo. También vio salir a López y pensó “¡Qué viejo está!” luego bajó la cabeza “Él debe pensar lo mismo de mí”. Se saludaron a la distancia y él remontó la cuadra que cada vez le parecía más empinada. Sintió un ligero alivio al pasar al lado del camión. “Por suerte no tenemos que empujarlo”. “Tal como estamos, no podríamos moverlo ni el medio metro que necesita para arrancar”. Meneó la cabeza y se dijo “El camión de Carmelo…”. “A esta altura, habría que llamarlo como a esas canciones de autores anónimos, de dominio público”.

Trató de calcular, infructuosamente, cuánto hacía que no arrancaba. Es que Carmelo había levado anclas varios años atrás. Aquella mañana, cuando lo encontraron, su mano aferraba el llavero con el mapa de Italia.

Emilio Martin

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