El bufón de la corte

Quedó prendado de ella desde aquel mediodía en el que la vio entre los brazos de la virreina junto al ventanal abierto del castillo. Que por los dedos del sol que la acariciaban, que por su piel blanca de ninfa, que por su sonrisa renacentista con labios de ornamento barroco, que por sus ojos profundos de obsidiana negra, Goñi apenas pudo ocultar el entusiasmo de tener frente a sí la que, supo entonces, era la mujer de su vida. La virreina sonrió al verle estupefacto al pie de la puerta y lo invitó a pasar con un movimiento delicado de su mano derecha. Goñi avanzó con pasos lentos, sintió que sus manos comenzaban a temblar y su garganta se anudaba. No recordaba cuándo había sido la última vez que había sentido tal nerviosismo. Ni siquiera cuando su papá lo vendió a un mercader a cambio de un puñado de reales de plata, ni cuando aquel mercader, un judeoconverso, lo regaló al arzobispo en agradecimiento por el sacramento del bautismo, ni cuando el arzobispo lo dejó olvidado en el castillo del virrey, sintió la agitación en el pecho que en ese momento lo invadía y lo hacía tartamudear. La virreina, como de costumbre, rió ante su presencia y lo invitó a acercárseles más. «Le presento a Catalina», le dijo. Goñi se preguntó si eso que sentía era la felicidad y fue la pequeña Catalina la encargada de responderle con la sonrisa más sincera que Goñi había visto jamás, una sonrisa diferente a todas las que él había provocado, lejana a la hilera de dientes amarillos del virrey, a la boca chimuela del arzobispo, a los dientes chuecos del mercader o a la sonrisa huraña de su padre. Goñi acercó su mano trémula a Catalina y la niña envolvió sus dedos finos de perla a ella. Entonces lo invadieron unas ganas inaguantables de dar vueltas saltando por todo el salón, se sintió ruborizado y creyó que su corazón saldría saltando de su pecho. Respiró profundo y sólo atinó a decir: «¡Felicidades! No se parece al virrey», la virreina estuvo a punto de soltar una carcajada, pero la evitó llevando la palma de su mano a su boca. Goñi dio media vuelta y salió del salón dando pasos de estúpido.

Esa noche Goñi no pudo dormir. El corazón le latía tan fuerte como las campanas de la catedral en el llamado a misa, sin embargo, hizo de su insomnio el espacio ideal para pensar en Catalina. Por vez primera en mucho tiempo no deseó entrometerse en la cama de la doncella mulata de la virreina para reír con ella, sino que las ganas de estar junto a la cuna de la infanta le despedazaban la paciencia. Sentábase en su cama, caminaba por su cuarto, se asomaba a la ventana, regresaba a su cama para acostarse, cerraba los ojos y pensaba en la niña. Así lo hizo cada noche desde entonces. Dormía menos, no descansaba y a veces no comía, pero su carácter guasón se tornó, contrario a la falta de descanso, aún más jovial. Un cronista que presenció una de sus presentaciones ante el virrey aseguró que «hacía de la risa el himno del virreinato». Su fama trascendió las fronteras del mar e incluso el rey de España lo quería para sí. Al enterarse, cuando un pregón pasó calle a calle dando la noticia, el arzobispo, el mercader y su padre se arrepintieron de haberse deshecho de él. Cada uno pensó en la fortuna que pudo haber hecho con su talento para las tonterías. Los tres se imaginaron nadando entre monedas de oro y joyas. Pero era el virrey quién entonces lo poseía y lo defendió hasta llegar al extremo de amenazar al monarca con encabezar la insurgencia independentista si es que Goñi le era arrebatado. El pueblo, que solamente lo conocía por lo que se decía de él en el mercado, a veces con hipérboles tan inverosímiles como creídas a pie juntillas, como aquella que aseguraba que un día hasta el manto de la virgen de Guadalupe había reído con una de sus bromas, aprobó la gallardía con la que el virrey lo defendió. De hecho, nadie reclamó cuando el virrey decretó el incremento de impuestos, la única medida con la que el monarca se sintió satisfecho, aunado a que Goñi se presentara una vez al año ante él.

Goñi se convenció del amor que sentía por Catalina el día del bautizo de la infanta. Después de recibir el sacramento, Catalina estalló en un llanto irremediable y estruendoso que se oía en cada rincón del castillo. La virreina la arropó entre sus brazos confiada en que así se tranquilizaría, pero el efecto fue el contrario, de los ojos de Catalina comenzó a brotar un torrente de lágrimas que empapó el ropón de seda blanca con pedrería de vidrio. Después fue la madrina de Catalina, la marquesa de Vivanco, quien intentó apaciguarla, pero con ella la niña cambió el color de cristal de leche de su piel por un rojo febril tan intenso que hizo arder la cadena de oro que llevaba colgada al cuello con la imagen de Santa Cecilia. Llególe el turno a cada duquesa, marquesa, condesa, vizcondesa y señora invitada al bautizo, pero el semblante de Catalina empeoraba a cada brazo. Su peinado de reina se había degradado a una vulgaridad similar a la del peinado de un hijo de villano. Así pasó la infanta de pecho en pecho por todas las invitadas. Incluso la doncella mulata y la sierva jíbara trataron de arrullarla, que para entonces lucía tan descompuesta que en lugar de parecer el serafín que a todos había arrancado suspiros, parecía la encarnación del alma de Judas. Ya algunos duques y varones comenzaban a injuriar al arzobispo por haberla embrujado cuando Goñi se acercó a la sierva jíbara con el fin de suplirla. Ningún hombre había hecho el intento y no quedaba ningún brazo femenino por explorar. Tomó a Catalina con torpeza mientras la virreina rogaba al cielo que no se le fuera a caer. Era la vez primera en que Goñi cargaba a un bebé, sin embargo, Catalina abrió los ojos, miró al bufón que sonreía de nervios, y se calló; su piel volvió a su color de mármol, su cadena de oro regresó a su temperatura de joya y sus rizos recobraron su brillo de miel fresca. Todos celebraron con júbilo la hazaña del bufón y desde ese día sirvió como aya sustituta. A Catalina se le llamó desde entonces, a espalda de los virreyes, Catalina, la berrinchuda.

La relación de Catalina con Goñi se estrechó con el paso de los años. Los dos caminaban por los jardines del castillo en las mañanas, después del desayuno y antes de las lecciones de protocolo. Posterior a estas, la infanta enseñaba a Goñi, un zafio sin educación, cómo coger los cubiertos y a distinguir una copa para vino tinto de una para vino blanco, a caminar con la espalda erguida sin balancear los brazos como tonto y sin dar tumbos, a sentarse con propiedad a una mesa, nunca con las piernas cruzadas ni con los codos sobre la mesa, y a siempre masticar, cortar y deglutir en silencio y también a dejar algunas sobras en el plato para no mostrar voracidad. A cambio, y aunque no estaban permitidas al interior del palacio, él le cantaba en secreto algunas canciones que había escuchado de los juglares en las calles; el vocabulario corriente provocaba la risa de nereida de Catalina y también la hacía ruborizar. En cuanto la infanta tomó sus primeras clases de confección trató de hacerle unas medias nuevas que terminaron tan deshilachadas a la primera puesta como aquellas que intentaba reemplazar. Sin embargo, el gesto le pareció tan tierno al bufón que hizo todo lo posible durante tres años para conseguirle el afamado abanico de marfil con litografía de los tres reyes magos que ella había soñado en una ocasión. A nadie sorprendía la cercanía que la infanta y el bufón tenían desde aquella tragedia del bautismo, el virrey estimaba a Goñi como un hidalgo estima a su escudero y la virreina lo consideraba un ser asexuado cuyo único sentimiento podía ser el humor. Goñi era la mascota preferida del virreinato. Él lo sabía y se sentía conforme, estaba en un lugar privilegiado para alguien de su ralea. Mientras sus primos, hermanos y medios hermanos tenían que trabajar en minas que vomitaban oro y plata, pero comían mineros, o como marineros que arriesgaban la vida en el Pacífico para comerciar en China, o como mendigos holgazanes que se caracterizaban de ciegos, mudos o lisiados, él se paseaba por el castillo del virrey, comía en la misma mesa que él, e incluso se daba el lujo de imitarlo para hacerlo reír. Tales privilegios valían las noches en que era despertado porque el virrey tenía insomnio y quería entretenerse viéndolo, o aguantar las humillaciones de invitados beodos que le arrojaban migajas de pan por diversión, o a los párvulos truhanes que lo pisaban o le ponían agujas donde se sentaba. Goñi podía asegurar que estaba a gusto con su vida. Había dejado atrás los tiempos en que era golpeado por su padre peor que una mula o cuando este se acercaba en las noches a la esquina donde Goñi dormía y le tocaba donde ni siquiera él se tocaba. Por eso uno de los días más felices en la vida del bufón fue cuando su padre lo mandó llamar para presentarle a un tío, quien al verlo de inmediato mostró sus dientes chuecos, lo examinó como se examina al ganado, pasó sus dedos sucios por la boca maloliente de Goñi, le abrió los párpados para observar sus ojos yermos, le dio golpecitos en el pecho y en la espalda para saber si eso le provocaba tos, lo hizo correr hacia un manzano y de regreso, y finalmente asintió con la cabeza. «Está un poco tilico y esa mirada de estrábico lo hace parecer más imbécil de lo que es, pero de algo me servirá». Entonces el tío le ordenó que se pusiera de pie junto a una mula lánguida y desde ahí vio a su padre recibir un puñado de monedas de plata y, sin despedirse de él, se metió a la vieja casa de adobe casi dando brincos de la felicidad. Una vez en su casa nueva, el tío lo dejó dormir en un petate que antes había servido para un perro ya muerto pero del que todavía quedaban pelos y pulgas; estas últimas aprovecharon el cabello ensortijado y grasoso de Goñi para mudarse, reproducirse y no morir sino hasta el día en que el arzobispo lo rapó. Convirtióse en el siervo del mercader, a quien hacía mandados tales como ir por agua a un pozo que quedaba a tantas leguas de la casa que cada tarde tenía que reventarse las ampollas de los pies con una navaja y a veces debía exprimirse la pus y curarse con un preparado de tomillo. Servíale también de lazarillo para las ocasiones en que de beber tanto pulque le resultaba imposible ponerse de pie, o de centinela cuando el mercader se metía a las casas de mujeres casadas cuando sus esposos no estaban. Él era feliz, tenía dónde dormir, comía todos los días, así fuera una tortilla con frijoles, y en el pozo había entablado amistad con una joven india cuyo nombre nunca entendió, pero la ayudaba a cargar sus cubetas. Un día el comerciante se vistió con lo mejor de sus piltrafas: un par de zapatos con tacón bajo que cerraban con una hebilla floja, unas medias de lana blanca ajustadas al calzón con hilo de cordobán, y una chupa y una casaca color caqui rotas de los sobacos. «Ahí nadie se fija», le contestó el mercader cuando Goñi le preguntó por esos orificios. Después emprendieron su camino hacia la catedral. «Hoy me van a bautizar», le contó el mercader mientras él viajaba sobre la mula lánguida y Goñi lo seguía a pie. «¿Y cómo se va a llamar?», preguntó el niño estrábico. «Vernáculo», afirmó con seguridad el mercader a la par que dejaba ver sus dientes chuecos. «Yo no tengo nombre», dijo con pesar Goñi viendo hacia el suelo. El mercader hizo parar a la mula, sacó una cantimplora de vidrio protegida por una bolsa de mimbre, quitó el tapón de corcho e hizo que el mozo bajara la cabeza para que recibiera el chorro de agua. «A partir de hoy te llamarás Goñi». Continuaron su camino en silencio hasta que Goñi tuvo que esperar afuera de la catedral porque no le permitieron entrar descalzo. El tiempo en que estuvo afuera lo aprovechó en aventar piedras a las palomas que volaban cerca. Después de una paloma muerta, tres heridas y una que se cagó en su cabeza, el tío Vernáculo salió acompañado por el arzobispo, quien lo cogió de la mano y lo metió a la fuerza a la catedral. «Ahora eres del señor arzobispo, Goñi. Hasta luego», se despidió el mercader antes de subir a la mula y regresar sobre sus pasos. Acostumbrado a la personalidad afable del mercader, las actitudes inhóspitas del religioso le recordaban el tiempo con su padre y lo que más miedo le provocaba era la boca sin dientes de su nuevo amo. Con él vivían en un orfanato otros niños de diferentes edades. Todos dormían en una habitación con camas apolilladas, hacían sus necesidades en un hoyo en la tierra y se bañaban con jícaras de agua fría debajo de un techo de piedra. Goñi no tardó en pasarle sus pulgas a los otros niños, lo que provocó un caos desproporcionado lleno de llantos, niños rascándose la cabeza con estropajo y noches en las que cientos de puntitos negros saltaban por toda la habitación. A pesar de que las monjas trataron de quitar con pinzas pequeñas pulga a pulga niño a niño y les lavaban la cabeza con mezclas de aceites y vinagre, la única solución fue cuando todos, incluidas las monjas, se raparon. Fue entonces cuando el arzobispo, furibundo, le puso su primer apodo a Goñi, el Pulgoso. Cada semana el arzobispo tenía un sobrenombre nuevo para él, a quien llamó desde el Palurdo hasta el Ganapán. Era tal el carrusel de insultos que llegó a olvidar el nombre con el que lo había bautizado el tío Vernáculo, por ello, cuando la sierva jíbara lo encontró perdido en la cocina del castillo y le preguntó su nombre, él contestó «Gaznápiro», último mote con el que el religioso lo había señalado. Goñi llegó al castillo como parte de un coro compuesto por huérfanos a los que el propio arzobispo dirigía, sin embargo, entre tantas entradas, escaleras que subían, escaleras que bajaban, salidas, pasillos, balcones, salones, estatuas y fuentes, Goñi, cual lerdo, se alejó del grupo hasta terminar en uno de los jardines del alcázar. Al darse cuenta de que estaba completamente solo y de que el sol comenzaba a caer, giró sobre sus talones para regresar por donde había llegado, pero dobló a la izquierda por donde debía hacerlo a la derecha, caminó hasta el fondo en donde debía hacerlo hasta la tercera puerta, y bajó las escaleras paralelas a las que lo hubiesen llevado a una gran sala, adornada con los retratos de familiares del virrey y donde el coro recibía aplausos más por compromiso que por talento. Cuando la sierva jíbara lo encontró ya había anochecido y el arzobispo ya no se encontraba en el palacio. De inicio ella se asustó al ver su sombra entre las ollas sucias, pensó que era un chaneque, pero al iluminarlo con la lámpara de aceite y verlo vestido con la caperuza carmín de bordados dorados que habían llevado los niños del coro dedujo lo que había sucedido. La sierva jíbara le contó sobre el abandonado a una cocinera, quien le contó al capellán y este a su vez le informó a una tejedora de alfombras que se encargó de hilvanar un rumor que en menos de quince minutos ya había alcanzado cada rincón del castillo. El último en saberlo fue el virrey, quien se enteró por la virreina después de que la doncella mulata se lo contara mientras la ayudaba a quitarse el corsé con liguero blanco y con listones de encaje de seda. El virrey de inmediato pidió que le llevaran al intruso y bastó con que Goñi se presentara ante él, escuálido, sucio y asustado, para que el hombre de sonrisa amarilla hiciera estallar una sonora carcajada. La respuesta que obtuvo cuando le preguntó su nombre hizo que se doblara y se tomara el estómago con ambas manos a causa de la risa, y el movimiento dubitativo de sus ojos estrábicos cuando le preguntó su edad provocó que se orinara en la cama. Esa noche el virrey adoptó al bufón que le daría su primer nieto.

A Catalina le salió un pretendiente en la figura del hijo del Conde de Calderón, un criollo apiñonado de sonrisa pícara y ojos saltones que confundió los rechazos de la hija del virrey con invitaciones a más lisonjas. El muchacho aprovechaba la misa de los domingos para acercarse lo más posible a ella y hacer sonidos guturales parecidos a gruñidos que a Catalina le parecían despreciables, le bastaba escuchar uno para que se enfureciera. La doncella mulata se daba cuenta de esas reacciones, pero le causaban ternura pues creía que el rojo del rostro de Catalina era de coqueteo y no de coraje. El hijo del Conde de Calderón, Enrique supo después Catalina, aprovechó la confusión de la doncella mulata para convertirla en su alcahueta. A veces era con papelitos de garabatos indescifrables, en otras ocasiones eran cartas escritas con faltas de ortografía y alguna vez fue un retrato que parecía haber sido hecho por el peor pintor del mundo, en él Catalina tenía la nariz del mismo tamaño que su dedo índice, su color de piel estaba más cercano al de una mandarina que al de la leche y su hermoso cabello que en Babilonia hubiese sido el más bello jardín se asemejaba a un estambre enredado en un pino, pero Enrique no desistía en sus intentos por conquistar a la que poco a poco se convertía en la doncella más solicitada del virreinato. Ya varios marqueses, condes y señores se habían acercado para negociar la pedida de mano de Catalina, pero el virrey desairaba a todos con la misma frase: «Catalina se casará con el hombre que la haga santa». Confusos y enojados, los padres de los pretendientes regresaban a sus moradas con la convicción de que Catalina no moriría santa sino virgen en un claustro. Todos, excepto Enrique, ciaban en sus propuestas de matrimonio. En una ocasión, Catalina estaba en su cuarto con Goñi platicando sobre si el canto de la alondra era más armónico que el del tzentontle o si el del jilguero era el más adecuado para despertar en las mañanas, cuando, sin esperarlo y arruinando la melodía imaginaria que ambos tenían en sus cabezas, escucharon un laúd pandeado acompañado de un canto parecido al aullido de los coyotes. Acercáronse a la ventana, corrieron ligeramente la cortina y se encontraron con Enrique al pie del balcón ejecutando unas décimas que, aseguró, él mismo había compuesto. «Descompuesto», corrigió Goñi entre dientes. Después él vio cómo el color de piel de Catalina volvía a ponerse tan rojo como en su bautizo y él mismo comenzó a sentir una temperatura febril que poco a poco ascendía a su cabeza. Ese día Goñi conoció los celos porque pensó, igual que la doncella mulata, que Catalina correspondía al amor del enamorado iluso. El miedo que Goñi tenía de perder a Catalina y el coraje que ella sentía no los dejaron escuchar el momento en el que la guardia del castillo aprehendió a Enrique para romper su laúd y después sacarlo de los jardines entre empujones y gritos de amor eterno. La virreina también había presenciado el concierto y fue así que decidió la partida inmediata de Catalina hacia Madrid para evitar los cortejos de los pretendientes americanos y acercarla a los de los europeos. Si el virrey quería para Catalina un hombre que la hiciera santa, la virreina quería a uno que la hiciera reina, por eso su alegría fue inmensa cuando el propio rey la acogió en su castillo; la ilusión de que su hija se convirtiera en la próxima reina de España le llenaba el pecho y la hacía practicar frente al espejo saludos y sonrisas adecuadas para la madre de una reina. Sin embargo, el príncipe Fernando trataba a Catalina con el mismo desdén con el que Catalina trataba a Enrique. No así su padre, quien la recibió el día de su llegada con un hermoso arreglo de orquídeas holandesas, todos los días la invitaba a jugar damas en el cuarto de juegos hasta pasada la medianoche, le regalaba vestidos de brocado de seda, cajitas de carey con rosarios de perlas y joyas de oro o abanicos de madera tallada y de concha de nácar; incluso una noche Catalina fue la acompañante del rey a un banquete al que la reina no quiso asistir por indisposiciones femeninas aunque en realidad tenía disposiciones amorosas de pasar la noche con el caballerizo mayor. Aquella ocasión la sonrisa renacentista con labios de ornamento barroco de Catalina y sus ojos profundos de obsidiana negra hicieron las delicias de la fiesta. A partir de ese día una parte de la nobleza se olvidó de Catalina, la berrinchuda para comenzar a encumbrar a Catalina, la bella; la otra parte de la nobleza hispana prefería señalarla en secreto mientras la rebajaba a ser Catalina, la criolla. El príncipe Fernando ni siquiera la mencionaba, pues su boca solo tenía palabras para Felipe, el hijo del duque de Uceda, y le gustaba decírselas al oído en sus escapadas estivales a Sevilla. En cambio el rey sí tenía palabras, aliento, ojos y manos para Catalina. Para ella encargó un soneto cada semana durante más de un año, un retrato para cada estación y una escultura por cumpleaños. Además, el rey la agasajaba con rosarios de perlas, aretes de oro, anillos de plata y pulseras de bronce. Hacía de ella la invitada especial en cada obra de teatro y ópera, y le llevaba hasta el castillo a los mejores músicos de Europa para que le ofrecieran conciertos privados. De inicio Catalina se sentía conmovida y cada nuevo espectáculo la emocionaba, pero con el paso de los meses aquellos esfuerzos del rey se le asemejaban al gruñido de Enrique en la catedral. Su padre quería para ella a alguien que la hiciera santa, su madre a alguien que la hiciera reina, pero ella quería para sí a alguien que la hiciera reír. Por eso su alegría fue indescriptible cuando volvió a ver a Goñi.

El bufón no la había pasado bien en el castillo del virrey. Después de la partida de Catalina le regresaron los insomnios y tenía hambre insaciable, además de sentir hastío hacia todos aquellos lujos que lo rodeaban sin que él pudiera tener lo que realmente quería. Encontró consuelo en la comida para suplir con sabores dulces la soledad insabora que le llenaba el estómago. Tornóse negro su humor y engordó. Para el virrey y sus invitados ya no era el simple estrábico tilico, sino un bizco panzón que rumiaba como loco una majadería tras otra. Ese nuevo estilo agradó al virrey y acrecentó su fama, pero a él solo le importaba volver a ver a Catalina. Por ello cada noche se quedaba de pie junto a su ventana observando el cielo y, a pesar de que tenía una cama, dormía sobre el suelo, como cuando vivió con su padre, las pocas horas que lograba cerrar los ojos sin pensar en su amada. A veces lloraba y en ocasiones lo hacía chupándose el dedo, siempre en posición fetal. Lo único que lo mantenía ilusionado y por lo único que no huía del castillo era la posibilidad de ver a Catalina en uno de los viajes anuales a Madrid pactados tiempo atrás. El primer año, Catalina estuvo de viaje con Fernando en uno de pocos intentos que hubo entre ambos por conocerse, sin embargo, fue el viaje en el que el príncipe conoció a Felipe y quedó prendado de él, y en el que Catalina los encontró besándose cuando regresaban de una cacería; en el segundo año Catalina estuvo enferma y no pudo abandonar la cama a causa de la fiebre que le duró exactamente trece días y la hizo alucinar con habitaciones inundadas, erupciones volcánicas en los balcones, tornados en las sábanas y terremotos en las puertas; en el tercer año Goñi no pudo viajar a Europa porque se le rompió una pierna cuando uno de los invitados del virrey lo arrojó de unas escaleras pensando en que, como ocurrió, su caída arrancaría las carcajadas de los presentes, y así Goñi, además de ser un estrábico panzón malhumorado y loco, empezó a ser cojo; en el cuarto año Catalina no se enteró de la llegada del bufón a causa del destiempo en el que vivía cuando el pintor la tenía estática de sol a sol para cumplir con el retrato respectivo a la primavera; en el quinto año, el rey se enteró de la infidelidad de la virreina con el caballerizo mayor y la mandó a Portugal, pero ella exigió como compañera de viaje a Catalina con el fin de alejarla de un rey que entre la pléyade tenía la fama de ser el progenitor de la mitad de los españoles, no por nada era conocido como Felipe, el Galante. Así pasaron años en los que Goñi y Catalina no se pudieron ver sino hasta aquel día en el que ella, harta de tantos espectáculos en los que todos la lisonjeaban en exceso, se encontró de sorpresa con un Goñi de mayor peso, entrecejo fruncido, mirada huidiza, pero con la misma sonrisa de niño inocente. No corrió a abrazarlo porque desde sus clases de protocolo aprendió a no exhibirse coqueta, sin embargo no paró de reír tras un abanico con el que se cubrió el rubor de su rostro durante la presentación de Goñi ante el rey. El único acercamiento que tuvieron ese día fue cuando el bufón se aproximó a ella para besarle el dorso de la mano. Catalina de inmediato comenzó a sentir que su mano se derretía a causa de una ternura febril nunca antes experimentada. La ternura pasó a su brazo, luego invadió su pecho, ascendió por su cuello hasta instalarse en su rostro enrojecido que tuvo que velar de nuevo con su abanico, más por la vergüenza de saberse enamorada que por la risa nerviosa que le cosquilleaba el pecho. Goñi también experimentó la dicha posterior a un beso sincero. Su corazón se elevó con rapidez hasta el cielo, cruzó las nubes, y después cayó de nuevo a su cuerpo, pero con una fuerza brutal que le dejó las piernas temblando. Ambos apenas disimularon su emoción ante los demás, pero no ante sus ojos.

A la noche siguiente, cuando Catalina caminaba sola por los jardines del castillo, escuchó una hoja seca crujir detrás de ella. Al voltear se encontró con Goñi sosteniendo una rosa roja que parecía tener pétalos ardientes como la sangre de los enamorados. Ella llevó con delicadeza su mano derecha a su pecho, abrió la boca sorprendida y, antes de violar cada reglamento del buen comportamiento femenino, sonrió; volteó hacia todos lados para comprobar que nadie más estuviera cerca, guiñó un ojo y le pidió a Goñi que se le acercara moviendo su dedo índice, pero en lugar de esperarlo comenzó a avanzar hacia los cipreses que rodeaban el laberinto del castillo. Goñi la seguía en silencio a una distancia que le permitía ver la figura de Catalina a través de su vestido de seda blanca, cuya falda ella sostenía con ambas manos para evitar que se arrastrara por el pasto. Cuando pudieron esconderse bajo el cobijo de oscuridad que les proporcionaban los árboles, Goñi entregó la rosa roja a Catalina y antes de que ella tuviera cualquier otra reacción le arrancó un beso de la boca. Sin separar sus labios, Goñi bajó sus calzones y Catalina subió más su falda. Treinta y siete segundos después Goñi ya descansaba estertóreamente sobre el pecho de Catalina mientras a ella la invadía una melancolía que le llenaba los ojos de lágrimas. Se abrazaron por un instante previo al momento al que Goñi se pusiera de pie, subiera sus calzones, diera media vuelta, se dirigiera al castillo, se despidiera del rey, partiera a la Nueva España, se instalara en la Intendencia de Veracruz sin aviso ni permiso del virrey, fuera amenazado de muerte por un pescador armado con un machete después de que le robara una mojarra recién pescada, huyera en un barco que naufragó cerca de la Florida por los ataques de piratas ingleses, cambiara su nombre por el de Vernáculo Soto, se enamorara de una mestiza, hija bastarda de un sacerdote, con la que se casó y tuvo nueve hijos, de los cuales tres nacieron muertos, cinco mujeres y un varón que murió cuando un caballo lo pateó, pero todos nacieron con la vista derecha, aprendiera el oficio de la herrería y finalmente muriera asfixiado por un pedazo de pan atorado en su garganta. Catalina, en cambio, permaneció tendida sobre el pasto por horas con las piernas abiertas y la falda alzada mostrando sus muslos duros de cerro fértil hasta que fue descubierta por el príncipe Fernando, que pasaba por allí llorando de infelicidad a causa de una carta del hijo del conde de Uceda en la que le anunciaba su próxima boda con la hija de la vizcondesa de Cabrera. El príncipe Fernando no sintió deseo alguno al ver a Catalina en aquella posición lasciva, con el escote estrujado, los labios babeados y el cabello despeinado sobre el pasto. Acercóse a ella para ayudarla a levantar pero tan pronto le tomó las manos ambos fueron descubiertos por el capellán, que pasaba por ahí en la búsqueda de un árbol donde mear. El «¡Ay, Dios mío!» exclamado por el capellán fue escuchado en todo el castillo, llegó a oídos de la reina como una maldición e incluso cruzó el Atlántico para llegar hasta el castillo del virrey, en donde para la virreina sonó como una melodía alegre de jilguero; una lloró, la otra sonrió.

La boda se celebró tan pronto los virreyes llegaron a Madrid para acompañar hasta el altar a una Catalina cuyo vestido blanco sólo engañaba a los monaguillos. Mientras los virreyes cruzaban el Atlántico sorteando tormenta tras tormenta, la reina trató de impedir la boda sumándose a las voces que señalaban a Catalina como una pérfida nacida en América que mancharía los blasones de la familia, pero el rey, de quien todos esperaban una reacción similar, aprobó el casamiento. Si bien él también estaba prendado de Catalina, el pecho se le llenaba de orgullo de saber que su único hijo no era un sodomita como decían los rumores de la corte, y sí el hombre precoz que vieron los ojos del capellán cuando ayudaba a Catalina a levantarse, todavía manchada de esperma en las piernas y con un seno de fuera. Además, Catalina seguiría viviendo en el castillo, siempre disponible para una partida de damas extendida hasta más allá de la medianoche. Cuando el galeón de los virreyes arribó a Cádiz, una comitiva compuesta por veintisiete enviados ayudó a transportar los trece baúles de la virreina en donde guardaba centenares de cambios de ropa, joyas y demás accesorios. La virreina quería lucir impecable para el cumplimiento de su sueño de ver a su hija, por el momento, princesa, en un futuro, reina de España. El virrey también estaba satisfecho con el enlace de su hija con uno de los sobrinos del papa, sin duda era lo más cercano a su deseo de ver a su hija convertida en santa. Los menos convencidos eran los novios. El príncipe Fernando buscó a cada instante la tranquilidad que le brindaban los rincones de la catedral de Madrid, del salón del castillo y de los jardines del alcázar para sacar de su casaca un portarretratos con la imagen en goauche del hijo del conde de Uceda y suspirar amargamente, no sin antes acariciar el rostro pintado y disculparse con su amado, quien quizás en ese mismo instante tomaba de la mano a su esposa, reía con ella o la acariciaba suprimiendo sus gestos de asco. Esos pensamientos hacían desear al príncipe darse muerte ahí mismo, en su propia boda, frente a sus padres y al papa que lo casó con alguien que no amaba y no podía amar, pero siempre había alguien que lo interrumpía y lo tomaba de la mano para llevarlo a su asiento junto a su esposa, la princesa Catalina. Ella lucía regia, su cabello de luz crepuscular agasajaba la vista de los invitados, su piel, blanca como el marfil, pero delicada como la porcelana, provocaba comentarios lascivos entre duques vetustos, vizcondes imberbes, marqueses perversos e incluso los religiosos célibes. Todos ellos estaban alegres de que ella fuera la futura reina a quien tendrían que rendir pleitesía en lugar de a la vigente, siempre malencarada y altiva. Sin embargo, la sonrisa renacentista con labios de ornamento barroco de la princesa Catalina se desdibujó aquella tarde, quienes le veían el rostro en lugar del cuerpo se dieron cuenta de su congoja, atribuida a su estado físico y no al sentimiento de despecho que la obligaba a bajar la cabeza y, al igual que el príncipe Fernando, resistir las ganas de llorar. Sus ojos negros de obsidiana solo brillaron en los momentos en que su vista la engañaba con el avistamiento de algún panzón malhumorado cojo de mirada huidiza, pero tan pronto su ilusión se convertía en un invitado tan solo semejante, suspiraba, bajaba la cabeza y los hombros y enjugaba una lágrima con la manga de su vestido de seda, después levantaba la cabeza e intentaba sonreír hasta el momento en que una nueva ilusión de Goñi se le volviera a aparecer. Su corazón cobró vida propia cuando el rey se acercó para anunciarle la próxima presentación del bufón, de inmediato los ojos de Catalina buscaron por cada rincón, mesa y ventanal de la sala del castillo con la esperanza de encontrar por fin a su primer amante. Su desilusión fue mayúscula cuando vio frente a ella a un enano barbado de voz tipluda y fuerte acento costeño, a quien todos los invitados recibieron con júbilo desbordado, excepto ella y el príncipe Fernando.

A menos de nueve meses de casada, Catalina dio a luz a un bebé flaco y débil como las ramas de un árbol en invierno. La partera que la ayudó tuvo que envolver al párvulo entre las frazadas más tersas del castillo y arrullarlo con extrema delicadeza. Sin embargo, el infante lloró por largas horas apretando sus párpados y sus puños sin encontrar consuelo. La princesa Catalina recordó las historias que le contaban de su bautizo y cómo se calló solo hasta el momento en el que Goñi la tomó entre sus brazos. Se preguntó si Goñi sería capaz de repetir la hazaña de tranquilizar a un bebé inconsolable y se durmió imaginándose en una vida apacible y bucólica, en la que el castillo fuese una morada humilde perdida en un llano entre naranjos y ganado pastando, donde ella fuese una reina paupérrima vestida con la sencillez que da la vida pastoril y Goñi ostentase una corona pobre, cuya única joya fuese una sonrisa colgada en su rostro, y su hijo se comportara como un príncipe modesto que disfrutara más el perseguir por diversión a una liebre que un banquete exquisito compuesto por faisanes, perdices y corderos. Cuando Catalina despertó, el rey y el príncipe Fernando movían los brazos con aspavientos mientras discutían sin que ella pudiera escuchar lo que decían. La partera estaba cansada de pasar horas arrullando al niño, que en lugar de haber moderado su llanto lo había arreciado provocando tal estruendo que Catalina sintió mareos comparables solo con aquellos que sintió en el barco durante su viaje a España. Pidióle a la partera que la dejara abrazar a su hijo y esta aceptó gustosa el ofrecimiento, le dejó al infante y salió de la habitación para descansar. La princesa Catalina acariciaba el cabello rubio del bebé y observaba sus ojos sin rienda, iguales a los de su padre, cuando el rey y el príncipe Fernando entraron a la habitación. «¿Francisco o Alberto?», preguntó el príncipe en tono de amenaza más que de propuesta. Catalina observó nuevamente a su hijo, sonrió al momento de decir «Francisco». El rey y el príncipe se miraron y negaron con la cabeza, …el Bizco, musitó el rey. El príncipe Fernando se acercó a Catalina para arrebatarle el niño de los brazos. «Yo prefiero que se llame Alberto» y comenzó a hundir su dedo índice en el ojo izquierdo del niño ante la mirada horrorizada de Catalina y el reinicio del llanto de …el Tuerto.

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