Lo dicen los libros santos
y también lo gritan los cuerpos
cuando se abrazan a destiempo.
Es una promesa dicha con los ojos
y rota con el silencio.
Una flor que crece en ruinas
y aún así, perfuma el desastre.
He amado, sí.
Como quien bebe del vaso equivocado
y no deja de hacerlo.
Como quien regresa a la herida
porque allí, al menos, algo late.
El amor —ese viejo impostor—
te ofrece refugio,
pero te cobra el alma.
Te acaricia la espalda
mientras esconde la daga.
A veces se parece al milagro,
otras a la resaca del alma.
Es un crimen sin castigo
y una culpa que sabe a miel.
Nos enseña a hablar en susurros,
a dormir con ausencias,
a escribir nombres en la piel
que nunca se terminan de borrar.
Y sin embargo,
regresamos.
Siempre regresamos.
Porque el amor también es ternura
en la mitad del caos,
un poema mal escrito
pero que aún queremos leer.
Y si es un pecado,
no pido absolución.
Pido tiempo.
Para pecar de nuevo.
Para volver a perderme en alguien
como si esta vez fuera distinto.
Porque en el fondo —muy en el fondo—
todos sabemos
que hay pecados
que salvan más que cien oraciones.
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