Mi cuñado Alfonso está plantando hectáreas de viña. En medio del terreno donde lo hace, se encuentra un viejo albaricoquero que plantó su bisabuelo. Todo el mundo le dijo que lo quitara, que así podría poner muchas más cepas y que sería mucho más fácil para labrar la tierra, pero él, haciendo caso omiso de esas recomendaciones, decidió dejarlo.
Ayer fuimos a recoger los albaricoques. Hemos traído tantas cajas que no sabemos qué hacer con ellos. Esos muchísimos albaricoques de un árbol que un buen hombre plantó hace años sin saber que mucho tiempo después sus herederos tomarían la decisión de mantenerlo, de hacer perdurar las cosas que son importantes, que son propias, que dan fruto.
En este mundo productivo, mutable, donde todo es susceptible de ser sustituido usando unas cuantas monedas, aún hay reductos de durabilidad que nos hacen tener sentido. En un mundo que se nos queda sin asideros, donde la primavera ya no sucede al invierno porque el sol abrasa temprano y el cielo riega los campos con fiereza cuando hace ya rato se quedaron secos, donde no podemos mirar al cielo para encontrar certezas, quedan algunas cosas, no muchas, que nos sobreviven y trascienden.
A mi cuñado — aún no lo sé porque no nos conocemos tanto — creo que no le hacen falta tantas palabras como a mí para comprender que un albaricoquero en medio de una viña puede tener todo el sentido del mundo, se agarra de manera sólida a su decisión y nos da al resto una lección callada: el árbol se queda donde está y punto. Y ya veremos después lo que hacemos con los albaricoques.
OPINIONES Y COMENTARIOS