Dos meses, pero como si hubiesen pasado décadas. Parecía haber envejecido veinte años, como si sobre él pesara el tiempo por triplicado, como si de una maldición se tratara.
Ojos huidizos, difícilmente se podía distinguir si perdidos o en eterna búsqueda de algo ya inexistente. Los surcos en su cara habían trazado el mapa de su trayectoria, y se entretenía descubriendo nuevos caminos como si no los hubiese recorrido anteriormente, como si fuesen seres inertes, como si no hubiesen llegado para grabarse en su piel y no permitirle olvidar. La espalda curva ocultaba el cuello, sobresaltos continuos ante sonidos ausentes en las acotaciones de su comedia.
Guiándose por una estricta rutina impuesta por su propia razón, a la que ya poco le quedaba de cordura, se atenía a lo común como un escalador a su arnés, aferrándose a argumentos que nunca osaba decir en voz alta por miedo a no encontrarles sentido.
Y tal y como ocurre siempre, aquel que se empeña en su soledad la encuentra y, finalmente, la odia; pero él todavía no había entrado en esta última fase y disfrutaba del eco del silencio retumbando en las paredes del salón, quienes años antes habían vivido sus mejores épocas amortiguando voces y risas que él ahora pretendía no recordar. Habiendo, pues, encontrado el verdadero significado de la soledad, se autoconvenció de que había llegado un momento de su vida en el que ya nada más que esta anhelaba, y que en ella, la soledad en su más puro e inmaculado estado, su felicidad residía.
Así fue creando un estado de falso confort a una edad temprana que él se empeñaba en considerar suficiente. Quizás pensaba que el reposo que guardaba, la quietud y la repetición, le salvarían años de vida, le alejarían del fin, de la muerte – palabra que solía evitar por emanar podredumbre y provocarse en sí misma a su parecer. Mas nunca se le ocurrió parar a pensar que, a lo mejor, la represión de la tristeza, el encierre bajo llave de la pena y la congoja, aniquilan los años de vida, que la monotonía no hace más que avivar el aburrimiento, y qué mayor cómplice de la muerte que este.
Lo que había hecho era autoaleccionarse en unas enseñanzas surgidas de su interior hastiado, fanatizarse en una nueva religión -como si las existentes no fuesen suficientes- cuyo principal mandamiento era el acomodarse en un corazón exhausto y el exacerbar este cansancio. Excusas como Sacramentos, no más Bautismo que un llanto reprimido, una sonrisa forzada, una tos disimulada o una cana cortada, no más para hacerse miembro de su Iglesia; y cómo no pertenecer a ella.
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