Los ecos

El olor a esperma era insoportable. El aire revolvía las últimas hormonas disponibles en la esquina, formando un torbellino que por poco me atrapa. Los vientres revoloteaban como polvo en ráfagas de viento que sangraban los vestidos ya púrpuras de deseo.

Eran las diez mientras la oscuridad le levantaba la falda a la noche, le rozaba el silencio bajo la más mínima soledad, recostada a la tierra, cautelosa de no despertar a los vecinos de la cuadra. Desde el cuarto se escuchaba el eco de un gemido profundo que no pude precisar. Los perros aullaban, protestaban a su manera. Del suelo brotaba el sudor, el fuego iluminador y la fatiga, todo pringaba las ventanas.

El fantasma de las muchachitas alegres chocaba entretanto con los postes de las casas, fustigando mi puerta, rasgando los vidrios; afinando su voz; invitándome a entrar en su ámbito retorcido. No obstante, en torno mío, un impulso creador, un sonido dominante que sosegaba mi espíritu, dilató mi cuerpo, penetró mi alma en el más puro placer y me sedujo lentamente, maravillosamente debo decir, dejando atrás el ruido del mundo para incorporarme en mi caverna y lidiar con lo que me bastaba.

Pero necesitaba registrar lo que estaba sucediendo; las insensatas vírgenes poseídas por el demonio de la estupidez y la lujuria, exhibiendo sus cuerpos para añadir vida a sus lánguidos cerebros y rendir culto a la viciada carne del pecado.

No quería ver más cadáveres, más vientres con paisajes descoloridos, segundos escurridos, hombrecillos desfigurados; me bastaba con el surrealismo de mi corrupción. Era menester protestar, enloquecer de la envidia o abstenerse, hacer lo que fuera posible pero no volver a quedar embarazada. Tenía la suficiente fuerza de voluntad para pintar un cuadro o escribir una novela, escurrirme entre las mortificaciones de la madrugada y sus apasionados demonios. Estaba a punto de ser violada por mi propia voluntad e imaginación y pensaba en la incesante crítica que me arrastraría hacia mi irreductible destino; escribir.

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