Dos hombres, vestidos con sus elegantes trajes, caminan por la ciudad. Uno de ellos tiene una melena corta recogida en una coleta, con la parte inferior de ambos costados de su cabeza rapados, y el rostro afeitado. El otro, como conjugando en negativo con su compañero, tiene una alopecia total y absoluta a la vez que luce una barba frondosa y cuidada.
Se cruzan con personas que deambulan, que pasean, pero ellos no. Ellos caminan, avanzan, dirigen sus pasos hacia algún lugar. ¿A cuál? A una cafetería, pero eso no importa. Lo único relevante aquí es que sus pasos son decididos y enfocados, y no vagos e impredecibles. El de la barba se fuma con mecánicas caladas un cigarrillo. A diferencia de otros de sus conciudadanos, sentados en bancos o terrazas, no lo saborea, no lo disfruta; lo engulle. Lo consume.
Mientras andan hablan entre sí. Conversan sobre tal o cual proyecto, sobre la tiarrona que se ha pillado el subdirector de secretaria; del partido del finde anterior; de a ver cuándo arreglaran la máquina de la sala de descanso, para que puedan volver a disfrutar de su maravilloso café colombiano de intensidad extra fuerte (su jefe no escatimó en gastos para hacerles el obsequio a sus empleados); de lo palurdos que habían demostrado ser los directivos de tal o cuál compañía al rechazar un proyecto financiero y luego acabar aceptándolo, habiéndoles obligado a diseñar y presentar otro entre medias; de las buenas notas que sacaban sus hijos, sin duda gracias a la disciplina que les sabían inspirar; del plan de vacaciones que tenían pensado para irse a algún país exótico del trópico o del norte, de África o de Asia; del partido del siguiente finde; del nuevo modelo Audi que se quería comprar el de la melena, y del Mercedes del que ya se quería deshacer el calvo; de cuánto les había costado la broma de la fiesta de cumpleaños de sus hijas de cuatro años, en la sala de actos de uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad; de la inflación general y de la subida del valor bursátil de tal o cuál empresa. Hablan de todo. De todo y de nada.
Se paran en su cafetería habitual. El fumador da la última chupada al cigarrillo antes de entrar, el cual justo se acaba de consumir en calculado aprovechamiento. Se acercan al mostrador y sacan sus tarjetas de crédito de la cartera sin dejar de hablar. La empleada los saluda con postiza afabilidad, pero ellos no responden, tan sólo le piden, le exigen, el datáfono agitando sus doradas tarjetas hacia ella sin tan sólo mirarla. Cada mediodía se repite la escena. No hace falta verbalizar el pedido. En las dos semanas que llevan viniendo no han cambiado sus café latte, ni tampoco su napolitana de jamón y queso, el de la melena, ni su donut relleno, el calvo.
Debe ser el tercer chute de cafeína del día para los dos y el segundo almuerzo. Ambos disfrutan, después de haber comido y bebido, la energía que les brinda. Se les nota en el brío de sus gestos, de sus palabras y de sus expresiones. Éstas no desfallecen en ningún momento. En todo caso, se vigorizan. Lo sé porque llevo vigilándolos desde primera hora. Al entrar a la oficina por la mañana, muestran la misma vitalidad dopada. No creo que consuman cocaína. Sus gestos son enérgicos pero no nerviosos, y sus mandíbulas se mueven de arriba a abajo, no de lado a lado. Aunque también debe tenerse en cuenta que los ejecutivos y empleados de oficina son de los consumidores más expertos que he visto nunca. Aplicando un consumo útil y aplicado, desarrollan una tolerancia ejemplar. Todo podría ser, pero con éstos dos lo dudo.
Dejan las tazas y los platitos en la mesa y salen de la cafetería dirigiéndose de vuelta al trabajo. El portador de senda barba se pone otro cigarrillo en los labios y lo enciende. Vuelven a caminar decididos. Se cruzan con turistas, estudiantes, repartidores de paquetes, madres con niños y gente anciana. A todos ellos no les dedican más que pasajeras miradas. Están centrados en su conversación, en los viajes y los partidos.
Deben tener unos veinte minutos de descanso, porque desde que han salido del edificio hasta que se han terminado su segundo almuerzo han mediado quince minutos. Ni uno más ni uno menos. Han cruzado las puertas a las doce y dos minutos y han salido de la cafetería a las doce y diecisiete. Van a cruzar de nuevo las puertas del edificio dónde se encuentran las oficinas de su empresa a las doce y veintidós minutos. Tal cómo lo hicieron ayer, antes de ayer y el día anterior.
Ahí es el punto dónde los pierdo de vista. A partir de ese umbral metálico y cristalino, tan sólo hay lugar para imaginaciones y supuestos. Pero no creo que las que me formulo en mi cabeza anden muy desacertadas. Me he pasado veinticinco años observando a esta subespecie humana en su salsa y en varias oficinas diferentes. Trabajando frenéticamente ante sus escritorios, moviéndose prestamente entre despachos y mesas, gritándose entre ellos, gritándome a mí, escribiendo con eficacia y presteza en papel y en teclado, riendo, llorando…
Desde que me jubilé de mi trabajo como limpiador, me he dedicado a observarlos fuera de su hábitat. Podría parecer una cosa insana u obsesiva, pero lo cierto es que se trata más de un ejercicio sociológico. O así lo veo yo.
Lo disfruto bastante. Después de años en su terreno, me ofrece una perspectiva externa a las oficinas que concatena la interna. La eficacia y la productividad de tareas, informes y proyectos mutan en perfecta traducción en los pedidos inexpresados y los cigarrillos calculados. Los apresurados pasos pasan de moverse entre mesas a moverse por encima de la acera.
Lo único que varía, aunque no siempre, son las conversaciones, que escucho con semblante distraído mirando hacia sus nucas por la calle. Durante esos instantes, aflojan sus cinturones y hablan sobre cosas de su vida fuera de esas ventanas. Aunque tampoco son pocos los días en que, tristemente, les oigo seguir hablando de los asuntos de dentro que deben emprenderse, continuarse, terminarse o prorrogarse.
En esta subespecie humana, que se ramifica a su vez en otras sub subespecies (oficinistas, empresarios y secretarias), hay una evidente y fácil clasificación jerárquica y luego hay otras según distintas características.
La primera, como digo, resulta bastante obvia. Hay un reducido estamento en las alturas compuesto de directivos, muy frecuentemente familiares o allegados entre sí, que no responden a nadie y gobiernan a todos. A sus pies se postran (no sin mirada ambiciosa) los jefes de sucursal o de región, los subdirectores y cargos semejantes, que aunque sí deben deben obedecer y rendir cuentas ante alguien, forman parte de la cúpula y ésto se les nota en su habla, en su carácter y en sus relojes de muñeca. Debajo suyo habría los hombres y mujeres con cargos importantes y bien remunerados que acatan y ordenan a su vez. Pueden parecer severos a veces e incluso crueles algunos, pero años de atenta observación dentro de este mundo de carpetas, grapadoras y reuniones me han hecho entender que su posición no es la que más envidiaría de su ecosistema. Se encuentran justo en medio de la cúspide y la tropa. Deben contentar a esos y disciplinar a éstos. Han de cumplir objetivos de empresa, solucionar constantemente problemas de productividad o de personal y encima son los verdugos que dispensan los despidos. Los encargados, a mi juicio, son los peores vistos y tratados dentro de una empresa, pues vomitan los gritos y escarnios a sus plantillas que ellos han recibido de arriba. Supongo que sus nada escuetos honorarios, de los que sus beneplácitos jefes se ríen en sus despachos, les compensan todas esas penurias.
Y, tal cómo ya los he nombrado, vendría la tropa. Esas filas y filas de trabajadores entre las que se entreteje otra telaraña jerárquica de cargos que no me entretendré a describir y que comprende desde los sub encargados hasta los becarios que preparan cafés e infusiones. En este grupo conviven mucha ambición y resignación a la vez. Hay recién graduados que posan sus miradas ingenuas en las oficinas en las que se fuman puros y se regalan acciones como regalo de boda, y hay padres en las postreras horas de su cincuentena que ni pueden ni quieren nutrir esperanzas que se han visto aplastadas y desangradas por largos años de experiencia y trabajo.
Con más evidencia que en los estamentos superiores, es en la tropa dónde se condensan y se reflejan más las tensiones, las presiones, las decepciones, los maltratos, las somatizaciones, las depresiones, la ansiedad y las humillaciones. Aquí es donde más reina el vacío, ese agujero existencial que tarde o temprano nos refleja el rostro de una vida sin vera ni destino. No niego que los hay felices y con propósito, audaces que de alguna manera han conseguido amoldar el significado de su vida a los programas de televisión, los restaurantes y las mesas repletas de folios. Pero aún así, a pesar de un carácter con vitalidad y lo que podría llegar a considerarse felicidad, no les auguro una eudaimonía a largo plazo. Se puede sobrellevar pero o mejor, pero el agujero siempre acabará devolviendo la verdad a quién le mire.
Y por último y por ello más loable estaríamos los currelas, los trabajadores (con todo el peso de la palabra). Limpiadoras, conserjes, recepcionistas, responsables de mantenimiento, camareros, etc. Los que considero con mucho orgullo los pilares sobre los que se sustenta todo el circo. Que no se me malentienda. Ojalá no viviésemos lo que nos ha tocado. Ojalá el mundo fuese el lugar justo e igualitario que podría ser. Pero resignándome a la realidad, que finalmente siempre se impone, reconozco y aprecio a todos ésos que hemos aguantado y hecho aquello que los demás consideran simple y trivial. Esas reparaciones, limpiezas y servicios que hacen rodar todo desde la base.
De acuerdo, no gestionamos grandes operaciones financieras ni cerramos grandes tratos. Pero para qué quiero hacer eso si estoy feliz con mi escoba y mi mopa, con las bromas del día a día con mis compañeros, con mis tareas sencillas pero agradables (al menos yo tuve la suerte de que me gustaran). Los hay quién aprendimos a llevarlo, mofándonos de la fortuna con nuestra actitud desenfadada y paciente. Pero debo decir que no éramos muchos, y tuve la suerte de coincidir en mi plantilla con un par de ellos. Era una sana resignación que aunque demandaba un carácter estoico de base, también se trataba de una especie de esperanza que se podía infundir y contagiar. Mi memoria no sabría decir si mis compañeros fueron alentados por mí o fueron ellos los que me brindaron ese don, pero la verdad es que me da igual.
Al principio de mi jubilación, cuándo di inicio a esta práctica de seguir y observar a los empleados de las oficinas del centro de mi ciudad, constituía todo un hobbie para mí. Los había visto durante años dentro, y ahora quería verlos fuera. Quería ver cómo salía de las sedes toda esa frustración, estrés y miedo. Albergaba la esperanza de que algunos de ellos desenchufaran al acabar la jornada, de que marcaran una línea clara y definida entre su profesión y su vida. Pero, ¿cómo iban a hacerlo? ¿De qué manera podían respirar y relajarse con todos los deberes que les mandaban los encargados para el día siguiente, con todas ésas extraescolares que les exigían llevar a sus hijos de un sitio a otro, con toda esa publicidad bombardeándolos con imágenes y eslóganes de falaces promesas de felicidad, con todo ese ruido de cláxones y obras que le recibía nada más abandonar el de gritos e impresoras funcionando a todo trapo?
Cuándo los veo sonrío. Siento lástima por todos ellos, porque por mucho que apriete este sistema no me quitará la humanidad. Sus caras largas, su falta de empatía y sus prisas son simplemente el reflejo de lo que les ha tocado vivir. No puede culparse al que tan sólo procura sobrevivir a su hábitat. Pero sin dejar de compadecer, sonrío, pues algunos de los de abajo, con nuestras pequeñas alegrías y bromas, hemos sobrevivido.
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