«Donde no existe el tiempo, es un resumen muy acotado de una historia que estoy empezando. Se basa, fundamentalmente, en la depresión desde un punto de vista abstracto. Relata de forma indirecta los pesares y las etapas de transición por las que transcurre una persona en ese estado, todo ello para culminar en un final que resulta ilógico para las personas del entorno. James, teniendo la felicidad y el alivio a su alcance elige el sufrimiento. Es lo que resulta muy difícil de entender para un tercero; sin embargo, para las personas como James no hay otra salida mas que la autodestrucción.
Todavía no me animo a dar a conocer la verdadera historia, ya que siento que la debo pulir mucho mas. No obstante me gustaría que lean apenas un fragmento de como va a ser la estructura. Este es un escrito totalmente ajeno al original, solo pensado como un resumen brutal.
Espero que les guste. Es mi primer intento de escribir una novela corta, me gustaría recibir sus opiniones. ¡Gracias!»
I
Observo el acantilado reclinado sobre el oxido de una baranda de hierro.
—¿Dónde se han ido todos?
—No hay nadie aquí, nunca ha existido otra persona.
—No recuerdo haber muerto.
—Naturalmente.
Miro el crepúsculo violáceo proyectando largas sombras desde los yermos erosionados.
—¿Por qué se está aquí? —le pregunte. Hacía mucho que venía repitiendo la pregunta sin siquiera recibir el eco de una respuesta sarcástica.
—¿Terminara algún día? —insisto.
—¿Te sientes mal, James? ¿Algo te provoca un sentimiento insufrible?
Ni siquiera pude negar con la cabeza, pienso en la razón de sus palabras. ¿Por qué habría razón para irme? ¡Cielos, aquí se está bien!, pero tengo que admitir que después de tanto tiempo uno se cansa de estar solo.
—¿Qué es lo que más extrañas de ese lugar, James? —me pregunta en tono apático. Sus palabras surgen vacías, efímeras. Tan maquinales como el acero después de la purga.
—El silencio.
—¿Por qué el silencio? Creí que dirías algo diferente, estas solo.
No conteste, no es necesario. El hombre de traje azul siempre sabe lo que siento, lo que pienso, como si el mismo estuviera dentro de mí. No sabría explicar con palabras como el ruido se va amontonando en mi cabeza, es difícil de explicar. Me recuerda a la ocasión en que leí una entrevista sobre qué es lo que podía ver una persona ciega. Pese a no entender muy bien el sentimiento, algo de la cita quedo grabado en mi mente a fuego.
«A veces, lo que más echo de menos es la oscuridad, ¿sabe? La posibilidad de cerrar los ojos y adentrarme en mi mundo. Pues no, no es algo que pueda hacer ahora, ¿comprende?». No, seguramente no, ¿quién podría comprenderlo? Un pragmático y vacío «si, lo entiendo», es todo lo que podía decir el periodista ante tal falacia. Lo mismo que muchos dirán de mí.
«Te entiendo»
—¿Quieres hablar de algo?
—No tengo nada para decir —le respondo después de un muy largo rato. El tiempo más ridículo que uno podría haber aguardado en vida. Pero aquí no importa, que va.
Me cruzo del otro lado de la baranda y me sujeto con mis manos cruzadas en la espalda. El viento roza mi rostro como un murmullo cada vez más tenue. El desfiladero ya no me causa la impresión de antes, no siento nauseas ni la inestabilidad de unas piernas temblorosas.
—¿Qué sucede si lo hago?
—No lo sé.
—¿Pero me dejarías hacerlo?
—Estoy aquí para cuidarte de otros, no de ti mismo.
Suelto la baranda y extiendo los brazos sin miedo alguno. Antes por lo menos podía sentir una pizca de eso, alguna vacilación o un leve temblor en mi labio. El miedo casi se ha esfumado de mi persona. Ahora comprendo que cada vez me estoy pareciendo más y más al hombre del traje azul.
—¿De quién me cuidas? Nunca me lo dices.
—No sabría decirlo.
Me aparto de la ladera escuchando con indiferencia como un peldaño se suelta de la piedra y abajo el eco retumba con sequedad.
—¿Si acaso alguna vez acabo contigo?
Solo me mira, pero no lo hace con intención. El hombre de traje azul examina el paisaje, siempre lo hace; con ojos apagados y fríos como el pedernal. Por un momento, por unos segundos yo no soy más que parte del paisaje, del cual no demora mucho en escrutar. Solo eso, soy una piedra estorbando su panorama.
Camino por una larga ripiera que en el horizonte se dibuja como un monótono camino serpenteante, donde no hay hierba, y si uno mira un poco más allá puede ver como el camino se deforma como si estuviera detrás de una gelatina derritiéndose bajo el cenit. Y Dios, hace tiempo ya que he olvidado el calor del sol en mis hombros. El hombre del traje azul me acompaña como siempre, sumiso, férreo. Tan solo su presencia no resucita en mi mucho más que la hoja crujiente que el otoño pasea de una acera a otra, tentándola al destino de hacerse pedazos bajo la suela de alguien.
—Quiero irme. Ya estoy listo.
—No lo estas.
—¿Y cuándo será hora? No hago más que vagar en un mundo donde no existe nada.
—Pronto, James.
II
Siempre termina en lo mismo, todos los días durmiendo sin apenas recordar el proceso. Luego despertándome demasiado temprano, mucho antes de que el alba inunde la tierra con un suave y prolongado fulgor dorado, que en otros tiempos con seguridad produciría cierto alboroto en mi piel. Y luego camino… camino en cualquier dirección, sin rumbo, y sin apenas pensar que tal vez mis pasos pudieran describir un circulo y devolverme a mi punto de partida. Pero nunca sucede, y es extraño porque no hago más que mirar mis pies ir y venir, apenas levantando la cabeza cuando creo escuchar el canto de algún emplumado. Y es entonces cuando encuentro al hombre del traje azul, esperándome en alguna parte del camino. Apoyado en un árbol o sentado en alguna piedra tan caliente que quemaría la piel de uno si la tocara.
—¿Qué hay en ese lugar? —le pregunto.
—Lo que tú quieras.
—¿Incluso el volver a sentir?
—Incluso el volver a sentir.
Una oferta implacable, pero de todas formas no ganaría nada con volver a sentir sed, si aquí el agua es turbia y no la encuentra uno en una canilla. Tal vez pudiera sentir el placer de la carne otra vez, pero cielos que ya he olvidado hasta como se mira una mujer. ¿De qué me valdrá todo eso? Es como devolverle la vista a un ciego que vive en las entrañas de la tierra.
—¿Y si quisiera volver? A donde estaba antes, me refiero.
—Lo que tú quieras, James.
Vuelvo la vista a mis pies descalzos, la piel negrísima y tan curtida que con seguridad podría encender la cabeza de un cerillo en ella. Una de las tantas cosas que también se han desvanecido en mi persona es la curiosidad, la virtud insaciable de entender cómo y por qué funciona el mundo. Ahora tengo todos los engranajes frente a mí, los veo girar sistemáticamente teniendo todo el tiempo del mundo para entender porque giran así y no de otra forma. Pero no me interesa, mis pies se mueven con automoción, como si fueran miembros que en realidad le pertenecen a otra persona.
—¿Cuántos días han pasado? —le pregunto.
—En este lugar no existe el tiempo, James.
—¿Cuántos?
—Mil quinientos treinta y dos días. Hoy suma uno más.
III
Me siento en un terraplén de hierba, húmedo, únicamente evidenciado por la tierra negra y blanda que cede ante mis pies. Me siento en el borde, dejando caer mis pies al agua verdosa del lago. El hombre del traje azul se sienta a mi lado. A veces, en esos días en los que mi mente se resiste a la impavidez de la apatía, solo esos días puedo mirar al hombre de traje azul y pensar si en realidad es un fiel reflejo de mí mismo. Y cuando lo pienso, el mismo me mira con unos ojos fríos, impenetrables, que me desconciertan. Reflexionando sobre si pueden existir ojos tan difíciles de traspasar, o si en verdad resulta que no hay nada que entrever en ellos. Vacío, sin alma. Muerto para siempre.
—No estas chapoteando —me dice.
Miro mis pies moverse sin voluntad. Es verdad, hace un momento estaba seguro que había hundido mis pies en el agua, pero están justo un palmo de ella, salpicando nada más que aire. Me siento un poco más adelante y finalmente hundo mis pies en un agua que luce templada. Me cuesta trabajo poder recordar la sensación.
—¿Puedo saber que voy en la dirección correcta? ¿Cómo voy a saber cuándo estoy yendo a ese lugar, y no girando en círculos?
—No tienes que saberlo, James. Hagas lo que hagas iras en esa dirección. Tarde o temprano.
—¿Da igual si me quedo quieto?
—Da igual, pero nunca llegaras.
Permanezco hipnotizado viendo las suaves ondulaciones que se dibujan en el agua como estelas. Me quedo embobado por un largo rato, inconsciente de las incomodidades que podrían resultar para mis piernas y mi espalda en otros tiempos.
—¿Me ayudaras a encontrarlo?
—No, James.
—Te liberaría si lo encuentro. Ya no necesitarías cuidarme, serias libre de irte a donde te plazca. Incluso en mi mundo puede que haya lugar.
—Para mí no existe el tiempo, James.
Es insólito, hasta recuerdo en una ocasión no le dirigí la palabra por varios días, y todo resulto en un aberrante mutismo. Pensé que me volvería loco, con el miedo ridículo de abrir la boca y olvidar como se articulan las palabras. Sin embargo, el hombre de traje azul nunca me dirigió la palabra, apenas si una mirada que ahora recapacito no era más que un estorbo ante su vista al paisaje, como muy recurrente solía pasar. Él no hablaba nunca, nunca lo haría si yo mismo no lo hiciera primero.
A veces me pregunto por qué esta aquí el hombre del traje azul. De que me cuida, y a que debo temer si el no estuviera a mi lado. El miedo también es una emoción, y admito que cada día siento perder un trozo más de mi humanidad. Como una especie de necrosis, los puedo ver, recordar incluso, pero soy consciente de que las emociones ya no me pertenecen. Y solo las contemplo, esperando el momento en el que simplemente caigan muertas al suelo, olvidadas, inútiles.
Debo darme prisa.
IV
Miro el campo inundado de una luz blanquecina, las plantaciones de lilas se reflejan con azul índigo que aún tienen esencia suficiente para atraer mi atención. Me siento en el rellano del camino y lo avizoro, bajo la lámpara de la luna llena. Hace frio, lo sé, mis dedos lo sienten, pero al resto de mi cuerpo no le importa.
En mis fosas puedo notar el vapor que exhalo al respirar de una manera tan débil, que resulta irrisorio que un cuerpo pueda funcionar con tan poca oxigenación en sangre. ¿Pero que me sorprende? Soy un muerto vivo después de todo.
—Deben haber pasado muchos por aquí —comento con diligencia.
El hombre del traje azul no dice nada, incapaz de acaparar una conversación si esta no es una pregunta explicita.
—¿Cuántas personas han estado aquí?
—Solo tú.
—¿Este mundo solo existe por mí? ¿Cuántos mundos hay entonces?
—James, es tu mundo, y yo soy parte de él. No puedo saber lo que tú no sabes.
—¿Seguirá existiendo para cuando me marche? Este lugar, digo.
—Es posible.
—Me figuro que me ocultas algo.
Camino por la hierba celestina y me dejo caer de espaldas contra un sauce estupendamente retorcido. Deslizo mis dedos por la corteza arrugada del árbol, pasando por la salvia endurecida y finalmente llegando a mi cabello desgreñado. El roció de una noche húmeda cae sin gracia, apenas evidenciándose a regañadientes entre mis dedos callosos y duros.
—¿Qué sucederá cuando ya no sienta nada?
—Lo natural, James.
—¿Seré como tú? ¿Aun te quedaras conmigo hasta el fin de los tiempos?
—Sí, probablemente.
V
Como un recuerdo difuminado me llegan las imágenes de mí mismo hace algún tiempo, regañando con el hombre del traje azul desde el primer momento en el que apareció. ¡Cómo me irritaba sus respuestas mordaces hasta el colmo! Como alguien demasiado sarcástico y absorto en un ego imaginario. Pero pese a lo desagradable, uno puede desvelar la parte sensible de las personas. Como si con un bisturí pudiera zanjarse toda su esencia y espiar lo que hay adentro por algunos segundos. No obstante, el hombre del traje azul se resiste al bisturí. Por mucho que lo intente, la mirada afilada no consigue divisar más que… nada. Es como si estuviera perdido mirando hacia ninguna parte.
—Estar contigo es lo mismo que estar solo. Me pregunto si en realidad no he enloquecido y estoy hablando solo, bajo algún poste de luz en una transitada avenida. Un vagabundo más en el mundo.
Dejo escapar un bufido intencional, y recapacito que es imposible de que se escuche como naturalmente habría sido en otros tiempos. Incluso yo mismo lo puedo escuchar fingido, innatural, carente de todo.
—¿Alguna vez fuiste alguien?
—James, yo lo soy todo. Todo lo imaginable.
—¡Pero no eres nada! Tan solo mírate, yo por lo menos aun puedo sentir algo. Y el día que me acerque peligrosamente a la apatía, acabare con todo, me arrojare a un barranco. Tú no te atreviste. Anda, mírate, incapaz de decidir nada.
Quise escupir asqueado pero mi boca reseca y agrietada como un viejo códice, no hace más que un sonido gutural acompañado de un movimiento torpe. ¡Dios! ¡Que el agua nunca me ha hecho falta y sigo aquí! Quizá, la romántica idea de terminar con todo no sea más que una ilusión. Puede, incluso, que el hombre del traje azul lo haya intentado ya infinidad de veces sin obtener resultado. Condenado a la eternidad en un cuerpo imperecedero.
Haces días que ya he adoptado la rutina de caminar por la noche. Ya no solo me basta con hacerlo durante el día. Y mientras veo mis pies moverse en una oscuridad infinita siento una sensación vaga, lejana, débilmente familiar. Siento como el bello de mis brazos se eriza, y el miedo se arrastra a mí con descaro.
—¿Se puede vivir sin dormir? —lanzo la pregunta al aire como una plegaria. Desde luego, el hombre del traje azul siempre está detrás mío, fiel a mis pasos.
—No, James.
—Pero yo estoy muerto, y no importa —ante el silencio, me obligo a preguntar—. Es eso, ¿verdad? ¿Así es como funciona?
—Así es, James.
No lo vi venir, pero cielos… ¿hace cuánto tiempo que he perdido los sueños? Ya no recuerdo el momento en el que olvide lo que se siente estar cansado. Con indiferencia observo como el poco vestigio de vida se va alejando de mí. Poco a poco, visible, sin prisa alguna.
—¿Tu sueñas?
—No, James, no lo hago.
—¿Y despierto?
—No, James.
—¿Pero alguna vez lo hiciste?
No me responde, y debo admitir que el hombre del traje azul no se resiste a las preguntas.
VI
El alba me deslumbra al frente, donde el cielo abandona su azul profundo y deja lugar a un celeste más bien claro. Y yo sigo caminando, de día, de noche. Ya no tiene importancia para mí. Lo intente, de verdad, que intente forzarme a dormir y soñar algo que me remontase a otros tiempos porque, pese a todo, aún queda un recuerdo vago en mi mente de cómo era la vida. Pero cuando lo intento veo que en realidad no son recuerdos, ya no son nada. Es como si estuvieran en mi mente los días trazados con un trozo de tiza sobre una pared de ladrillos porosos. Inertes, monótonos, pero con conocimiento de que alguna vez fueron reales.
No voy a ser como el hombre del traje azul. Y me obligo a caminar más rápido. A veces perdiendo la concepción del tiempo. Notando que los días son cada vez más cortos, y tampoco me es urgente hablar con él. A pesar de la infinita extensión, tengo la sensación de que este lugar enorme y despojado de vida se engulle sobre mí. Achicándose cada vez, hasta que no quede nada más bajo mis pies. Me imagino flotando para siempre como uno de esos astronautas que se pierden en el vacío.
VII
Frente a mí, en medio de un desierto interminable se alza una ciudad gris. Tan gris y derruida como se puede imaginar. Tanto, así como la imagen de esos panoramas post-apocalípticos, que se ilustran como consecuencia de una desastrosa guerra.
—¿Es ahí?
—Sí, James.
—Esperaba otra cosa. ¿Qué le ha pasado?
—Ha sido abandonada.
—¿Por qué?
—James, falta poco.
—Está destruida.
VIII
La quietud del lugar es insólita. Camino por una calle angosta, sin siquiera inmutarme por ver los autos cubiertos por un manto de polvo plomizo. Mi mano deja una huella, removiendo la polvareda de la eternidad solo cuando es preciso hacerlo. Al abrir alguna puerta, o cuando necesito asirme por alguna pared bombardeada hace mucho tiempo.
Me siento en el umbral de una cafetería en la esquina de la calle Hope, de la que ya no queda nada más que oscuridad y un aire toxico, cargado de podredumbre.
—¿Llegue?
—Llegaste, James.
—¿Cómo te llamas? Si no te importa decírmelo. A estas alturas…
—No tengo nombre, James.
Asiento en silencio, como si aquello acaso resultara ser una sorpresa. El hombre del traje azul se sienta a mi lado con los pies muy juntos.
—¿Qué deseas, James?
Con entumecimiento observo el edificio del frente; tan colorido y lleno de luces como un oropel. En sus vidrieras relucientes puedo ver el reflejo refulgente de un sol ausente, que solo existe en ese cristal. En el reflejo veo también a dos personas, una pareja, si, es una pareja. Caminan de la mano por la acera con un montón de autos pasando a su lado. Veo también un puesto de comida rápida, una de esas comidas de las que ya he olvidado su nombre. En esas vidrieras veo todos los colores de otros tiempos, ya olvidados por más que los tenga frente a mí.
Escucho el ruido, una especie de jolgorio festivo que retumba en mi cabeza como una mala sinfonía. Como un montón de metales golpeándose entre sí, despidiendo chirridos de los más irritantes. Miro al hombre de traje azul, lo veo con sus ojos enfrascados en la acera del frente. Y debo decir que, para él, parece no existir más paisaje que ese.
¡Insólito, no aparta su mirada de las vidrieras! ¡El! ¡El hombre del traje azul! Siempre tan atento y observador, alguien que no desprecia nunca los detalles de un mundo vacío y estéril.
IX
—Creo que no estoy listo —le miró fijamente—. ¿Te molestaría el acompañarme adentro?
A mi espalda, la soledad de un pasillo largo y oscuro se abre como sendas fauces dispuestas a recibirme.
—No, James. No me molestaría.
Le aprieto el hombro con suavidad, sin sentir nada más de lo que la vista dice de mis dedos.
Las marcas de nuestros pies quedan plasmadas en las calles cubiertas de polvo. Huellas que tardarían mucho tiempo en desaparecer, allí donde no existe el tiempo.
Fue en ese momento en el que comprendi quien es el hombre del traje azul.
Desde dentro, cuando veo pasar las estaciones con demencia una tras otra; aún queda en mí, latente, un sentimiento de nostalgia. Y encerrado en mi capullo de dolor y soledad, comprendo que la autodestrucción no entiende de saciedad, sencillamente nunca es suficiente. Como una droga, como una mala adicción siempre necesito más y más.
Es por ello que paso mis días eternos en esa ciudad plomiza y vacía. Solo con la compañía de las sombras impregnadas en el cemento por la radiación. No voy a salir de la cafetería, no lo voy a hacer nunca más, porque me gusta. Encontré mi regocijo en el dolor donde me siento vivo y conmovido por mi propio sufrimiento. En una espiral sin fin que se adentra en mi persona, una persona que finalmente empiezo a conocer.
Y es entonces, casi como ausente, escucho un sollozo ahogado proveniente del hombre del traje azul.
Y su sufrimiento me hace sentir placer.
OPINIONES Y COMENTARIOS