Un día de repente, ella despertó con algo pesado en el pecho, en la mente, en el corazón, en los pies, en la cabeza, en los brazos y en todo lo que la formaba.
Es como esos virus que se adquieren en un momento y muestran síntomas hasta que la persona infectada está a punto del colapso. Desde la ventana, poco a poco vi como se le iba de las manos y se desmoronaba ante mis ojos sin yo poder sostenerla, levantarla, ayudarla. Su sonrisa antes era una luciérnaga en la oscuridad, tan nítida y dulce, hoy ruego por ver al menos un poco de lo que era su rostro antes de su colapso.
Comenzó llorando por nada, hoy ya no llora, solo se desploma y se queda en silencio como si fuera rehén dentro de su cuerpo.
Ya no me habla, no me dice que siente, no sé cómo ayudarla. No sabe que día es, no sale de la cama, ya no mira la luna de la ventana. De noche da vueltas por toda su casa, pero no me habla.
Quería pensar que era hormonal o algún problema de aquellos adolescentes y que se iría pronto, un mal momento, eso era todo. Pero como enfermedad crónica, pasaban los meses y lejos de sanarse pasaba a fase terminal, todo estaba bien en ella, su pulso, su respiración, el problema era ¿Qué sucedía dentro de ella? Ese espacio que los médicos ya no tocan.
Me evade la mirada, se safa de mis brazos. Solo quiero que me hable, que me diga que hago, si quiere más tiempo o renuncio a mi vida por salvar la suya, tengo miedo de regresar y ya no poder despertarla.
Ella soy yo.
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