—Buenas tardes—. Dijo ella.

—Noches ya. Casi madrugada, diría—. Estocó él.

—Disculpe, me es indiferente el horario—. Con un bufido regresó a las palabras de Homero, u otros hombrecillos amarillos de humor despampanante

Sabrià silbó una balada escrita en su mollera por sombras bandoleras de la calle. Aquello irritó visiblemente a la mujer. El paisaje urbano apareció en súbito tras media vuelta de reloj. A grosso modo se exponía docenas de casonas, con sus umbrales de fierro fundido, lugares mortecinos de bóvedas acromáticas, de cantera negra y arcos en los traspatios, con aljiberas donde sepultar a los desaparecidos y trapos bañados en inmundicia de papá gobierno, y, como crema y nata, una imponente fachada, toda azulejada a vivos tonos y retablos astillados simulando ser el Atlas de zapatos y balcones. Faroles de puntas fálicas rasgaban la noche, algunas con velas reutilizadas, otras con focos intermitentes a un suspiro de fundirse. El sereno, perdido por ahí, gritaba sus encantos entretanto esquivaba el sazonador amarillo que caía de la bacinica a los incautos y, en resumen, disfrutaba de su contemplativa labor. Iglesias más, iglesias menos, todas dedicadas a un santo, una aparición de la polifacética virgen María o una deidad superior que se traduce de diferente apariencia a misma esencia.

Sabrià apuró con el rabillo del ojo a la mujer, quien con las zarpas estrangulaba a un rosario; oraba tan mecánica como trivialmente, acción infructuosa. <<Orar por orar, eso sólo lo hacen los genocidas >>

— ¿Le preocupa algo?, señora

—Señorita, y sí; los viajes en tren siempre le angustian a una. Pero verá, La Santísima Virgen María Auxiliadora (todo con mayúsculas) siempre me ha salvado de la desgracia. Cada día, a cada hora, siempre rezo por el prójimo y por mí.

—Bueno—. Sabrià decidió, sólo por curiosidad científica, dar una réplica que llevaba cociéndose muchos años—. Con tantas encarnaciones de las vírgenes que hay regadas por ahí, creo que María, madre de Cristo, debe de ser diagnosticada con trastorno de personalidad múltiple

Diecisiete persignaciones después, bufidos de mono enrabietado, un posible cólico en el dogma y una oración efímera, (y un poco falsa) por el alma de los blasfemos; la dama habló:

—Con razón el mundo va como va.

—Vuelve la redundancia, ¡ladrando! Que afán de encomendar el destino de nuestras vidas a un ser que nos dio el libre albedrío. Dígame, señorita, ¿Eso es un atraso en el pensamiento humano?, ¿O un acto alevoso y consiente de liberación de compromiso para con uno mismo?; porque, con ese pensamiento, todo lo bueno, malo y trágico son que acaece por designios del Señor.

Al parecer de Sabrià, a la dama le asaltó una sacudida, reflejada en el zangoloteo de las carnes blandas tras el estremecimiento, con epicentro en lo arraigado de casa. Al silencio de esta, el hombre prosiguió:

—Jamás se le corrió por la mente, acaso, que todos los que llevan una aureola sobre la testa están hasta el hartazgo de cuanta oración y petición banal de llorones que derraman melancolía porque se les enterró una astilla en el meñique rezan por los rincones.

— ¿No cree en el poder de la oración?—. La mujer se mordió la lengua. Aquella pregunta había abandonado su cabeza años atrás. Ese hombre le estaba confrontado en realidad.

—La omisión es el origen de todos los males. Me lo dijo un buen amigo, antropólogo por vocación: Con la boca orando y la zarpa arando. O, ¿Cuántos individuos no han visto alrededor del mundo esperando a que les caiga la misericordia del añorado cielo?

—La verdad, nunca he sentido empatía alguna por los haraganes, ni por los hipócritas o embusteros.

Que coincidència! A mí tampoco me agradan los abogados.

La mujer soltó una risita nerviosa, prosiguió:

—Asimismo, no siento empatía por… por—. La gaguea apareció, enroscada en el cogote—. Por los ateos.

— ¿Y esa misericordia de la que tanto presumen los de su clan?, ¿Dónde se encuentra?

¿Y el asaz conocimiento de ustedes los ateos, presumiendo a cada vuelta de conversación su «logro» de vida?

—Se equivoca conmigo señorita; soy creyente, empero, dudo de que la Sacrosanta Iglesia Católica Apostólica Romana, siempre profesando la fe, esperanza y caridad sea del todo lo paradisíaco que se adjudica.

—Si su Santidad le oyese, le juro que ganas no le faltarían de azotarle unas buenas bofetadas.

— ¡Santidad!, un hombre de Dios es aquel que profesa y actúa con la labor de Cristo; sea creyente o no. Alejandro VI, Urbano II, y otros cuantos déspotas, mojigatos e intransigentes que se resumen en un simple etcétera, supongo, no eran del mismo barro que el hijo de Dios.

—Y las sagradas escrituras…

La señorita no culminó aquella frase cuando Sabrià aporreó con la lengua, dijo:

— ¿Ha leído el antiguo testamento?, senyora meva. El marqués de Sade, Boccaccio, Vatsiaiana y los crueles loquitos, Nerón y Calígula se vuelven niños de teta a la sombra del enajenado mental que se le ocurrió presentar a un ser magnánimo de un modo tan atroz. Sexo, drogas y corrupción en estado de éter.

—“Sin Fe es imposible agradar a Dios” Hebreos 11:6… Si prefiere el nuevo testamento.

Y entonces, comenzó uno de los juegos favoritos de Sabrià, uno que había aprendido allá por Montserrat gracias a un clérigo invidente; mas no ciego en el interior, que obligado estaba a ser ermitaño por gentuza de mayor rango que él. La danza de las epístolas bíblicas daba inicio. El catalán se desenrolló:

—“No bastará con decirme: ¡Señor!, ¡Señor!, para entrar en el Reino de los Cielos; más bien entrará el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo” Mateo 7:21

—“Amarás a Dios sobre todas las cosas” lo dicen claramente las tablas entregadas a Moisés.

—Veo que usted y yo no congeniamos, amiga meva. Profesamos un credo que para el resto del vasto mundo es el mismo; pero que, para nosotros dos, lo que reza el otro es un absurdo. Una mofa. Y…—. Comenzaba a enrollarse, y siempre que esto acaecía, era una duro sevillano lanzado al aire, en otras palabras, un ardid que él decidía cuando ultimar—. Y el meollo que nos divorcia, es la esencia; el mismísimo Dios.

— ¿A qué se refiere?—. Su voz flaqueó, vencida por el peso de la curiosidad.

—Su Dios y el mío no son el mismo. Y para compréndelos, tachemos el rostro, el origen y el mandato del propio. Dígame senyora meva, un Dios que tiene que despreciar el sacrificio de uno, para aceptar el de otro. Un Dios que apremia la obediencia ciega. Un Dios que azota con agua, plagas y lluvia de fuego a aquellos que sopesa que van contra él. Un Dios que exima las penas con dolor. Un Dios que no exhorta, exige alabanzas. Si usted, senyoreta, aún cree en el Dios que el catecismo le adoctrina a uno cuando todavía tiene tepache en el cerebro, si profesa el Dios del antiguo testamento, profesará a un Dios que, aunque sabio y omnipotente, es una viva encarnación del orgullo.

Aturdida, indagó:

— ¿Y usted qué Dios profesa?

—Le responderé con otra pregunta, ¿A que vino Cristo Jesús al mundo?

—A salvarnos a todos.

— ¿A salvarnos de qué?; el comunismo se fundó al final. Perdón. No me maté con la mirada. En su foro, senyoreta, usted acaba de responder a mi pregunta, a su vista, satisfactoriamente. Para mí, sus palabras han sido una colosal barbaridad. Ya que en mi foro, que cada quien tiene aprobado a tener uno tan variopinto como el culo mismo, la venida de Cristo al mundo es, ni más ni menos, para demostrar al mundo que el monstruo que es pintado en el antiguo testamento no es el Dios que quiere que conozcamos, sino un ser tolerante, justo, compasivo y, sobre todas las cosas, amoroso; los demás andares son banalidades,

Así, la moneda sevillana cayó por la cara de la victoria. El hombre se recostó agotado, con la labia supurando por la piel. La mujer, ensimismada como tripa de gato; barajando sus pensamientos, dudando por primera vez a su cuarentena de abriles. Y la noche, excelente oyente de las causas que jamás serán escuchadas, silbaba al compás de los engranajes de la locomotora.

(…)

Sabrià y la joven no habían intercambiado palabra tras el enredo de la moneda sevillana, dejando entonces tiempo de hablar a los engranajes y al paisaje madrugador que relucía en albo esplendor. La mujer estrangulaba el rosario con zozobra en piel. Era visible que las palabras del hombre le habían enterrado una espina en lo más profundo. Dedicaba suspiros de nostalgia a la niñez y bufes de odio a las enseñanzas, que cuando se les confronta, dan como producto el encuentro con el alter ego. Sabrià dormía como boxeador después de una ardua pelea donde no recordaba quien de los dos cayó primero, o, como ejemplo irrefutable, tal cual rey ibérico noqueado en la prensa tras explicar las diferencias palpables y aparentes de los utensilios en una vajilla. Roncaba con gravedad desde el cogote, repicando en las molduras y los retablos, en los cristales y en los neumáticos. <<Ese mísero hombre>>, pensó la mujer. <<Hizo de mí dudar>>. Y dudar era lo que a ella le habían enseñado a temer. Era eso lo que corrompía y volvía soez e impuro a un individuo bueno a los ojos de Dios. Dudar. <<Intransigencia. Vendría al caso ¿Cuántas “Magnificas” le encomendaría el padre Julio para la sanación de su alma? El padre julio>>. Le recordó amargamente. <<Un sacerdote con asaz juventud, bastante a decir, como para ser considerado sabio; y, muy al contrario de lo que su profesión dictaba como misión, él no brindaba la serenidad característica de un buen clérigo. El pecador que se le acercaba para redimirse con aquellas palabras clamas que renuevan la conciencia e inspiran al cambio, recibía en su lugar, una verborrea de ademanes campechanos y palabrería acartonada, muy popular para ser un hombre de Dios, perfecto para ser un hombre de dogmas. Además>> Rio por lo bajo, con el miedo de no reconocerse al reencontrase con los espejos. <<Esa cara de gorrino que se carga, maridad con su carácter intolerante, grosero y pedante le alejan de la verdadera paz y felicidad, que es al final, el plan de Dios para cada uno.

—Déjeme adivinar lo que está pensando—. Se oyó una voz lánguida reviviendo en súbito de una modorra incómoda—. Y sí, todos los miembros de la seo se creen cagados por un arcángel.

—No generalice; que se convierte en uno de ellos.

—Dispénseme, a mi progenitora se le olvido vacunarme contra el pesimismo.

—Lo que le pasa a usted, hombre; es el hecho de que ha sido un abeto de buenas raíces en un alud de malas nuevas y jugadas que ni los desesperados políticos osarían confabular, ergo, no ha tenido una fortuna agradable con los sacerdotes.

—La cuestión aquí recae en que aún no han vislumbrado mis ojos a un verdadero clérigo, un hombre dado y entregado a la esperanza, a ratos pienso que son un mito. No, jamás he visto a un hombre de Dios, sólo a fatuos hombres que adoctrinan al prójimo y lo convierten en un cordero ciego, que no piensa y habla por hablar. Y eso, senyoreta, es lo que es sumamente trágico—. Calló un instante, caviló sus sentimientos y se sinceró, articulando con dificultad las palabras—. Ciertas noches, esas donde la oscuridad se siente espesa y los furgones de mal agüero prenden sus sirenas y anuncian que la muerte está presente, esas de luna llena; una conmoción pavorosa me recorre desde la testa hasta la uña de los dedos de los pies, pasando por el espinazo y todos sus derivados, entonces despierto, sudado y agitado, con la respiración entrecortada, el corazón dando vuelcos y logro darme cuenta, tras eso, de mi llanto. ¿Sabe usted por qué?

La fémina negó rotundamente, conteniéndose de salir a paso de inmigrante (rápido) del cubículo; esperaba una inevitable barrabasada del hombre como continuación de su discurso.

—Porque siento dolor y amargura. Siento melancolía por Dios. Rabia, por el derrotero del mundo más pérfido, desfilando de perfil al precipicio. Ira, por la ventilada indiferencia de los viejos o la copiosa hipocresía, desmedida palabrería en materias que necesitan actos urgentes. Desazón, por la vuelta en el significado de la palabra humanidad, de algo benevolente, cálido, a su antónimo, una criatura abyecta, que con placer infunde zozobra y cierne la mar de penurias en la vida de los otros. Sin embargo, senyora meva, lo que en verdad taladra mi caparazón que he sabido endurecer tras varios fusilamientos morales y hace que me eche abajo en lágrimas es que siento soledad. Soledad por la falta de buenos individuos y hombre de provecho. La fe es la trinchera por excelencia para los hombres de dogmas, un lugar donde regir, hacer y deshacer, imponerse, bajo la divulgación de palabras que de sagradas, sólo aparentan. Bajo este panorama, usted no cree que Dios se siente solo. Que acaso, si por mera casualidad esos filósofos y hombres sabios, quienes vivían en un mundo pomposo de linfas con olores deleitables y seda estaban equivocados en eso de que Dios nos había abandonado, sino que nosotros abandonamos a Dios. Siento pena por él y por los escasos bienaventurados que rezan obrando con la voluntad y las manos, ensuciándose por el bien común en este jodido mundo. Y en ocasiones, desearía que Dios fuese la bestia de las escrituras de antaño y nos partiera a todos con un bendito relámpago. Pero por más perfecto y templado que él sea, le juro algo, senyoreta. Ni por todas las plegarias ni las dádivas, ni por el amor con el que tanto se habla o se presume gozar de él, Dios dejará de sentirse solo.

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