Diciembre. Las calles estaban desiertas. Tímidamente acompañadas por la luz tenue de las farolas. El agua de una barredora salpicaba nuestros zapatos. Me quedé mirando mis cordones. Entrelazados, perfectamente atados, mimetizados con la piel de mis botas negras. Pensé, en las cuerdas que sujetan nuestras almas. En las que nos habían axfisiado, en las que alguna vez nos apretaron el cuello. Incluso nos ataron las manos y los pies como si fuésemos delincuentes. Yo, allí, siguiendo mis pasos. Con la mirada perdida en mis Cordones. Cagada de miedo…
Mis ojos dejaron el inframundo, para posarse en esos edificios antiguos. En silencio, unos marcaban sus años por sus ventanas de madera medio podridas. Pero con la fachada retocada, sin perder su encanto. Paredes robustas, que por muchos años se escudriñaron en sus ladrillos, desprendían un ímpetu descomunal.
Miraba sus persianas, e imaginaba como soplaba el viento. Y golpeaban contra las ventanas de madera. A la vez que una de las hojas chocaba contra la pared. ¿Sería un dejavu?, tuve la sensación de repetir esa escena. El amanecer, el aire, mis manos agarrando su brazo. Y mientras mi mirada, se perdía entre el suelo y el cielo…
Después de cuatro calles más, quizás, después de varios días, la losa sobre sus hombros, aplastó su corazón. Tan frágil como el cristal de bohemia. Enfadada con las baldosas discontinuas de las aceras. Atrapada en su propio laberinto emocional. Sin comprender, la fragilidad que se había quedado a vivir en su pecho. Esa que por las noches, la llevaba a la oscuridad sin poder respirar. Pero al buscar su cara y palpar con las yemas de los dedos su pelo, una bocanada de aire llenaba sus pulmones.
¿Que estaba haciendo mal?, no sabia el motivo de su angustia. Quizás se estaba volviendo loca….
Quizás, simplemente quizás, le aterraba la idea de perder al amor de su vida.
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