20/12/2022
Como muchos otros días en estos últimos años, me encuentro sentado sobre el sofá del balcón de mi departamento. Desde aquí puedo ver gran parte de la ciudad, escucho el tráfico de Tobalaba que no cesa, y cada cierto tiempo se pueden ver a lo lejos los fuegos artificiales que anuncian que llegó la merca. A veces extraño la sensación de libertad que me producían esas drogas, esas noches de desenfreno que eran pura descarga. Las extraño cuando siento el peso de la soledad; esas noches en que buscaba saciar el vacío que me devora desde adentro; esa melancolía que llevo inscrita en el cuerpo por el fantasma de una ausencia.
Han pasado casi cuatro años desde que me alejé de esa vida, tiempo en el que me he aferrado a la ilusión de que dedicarme a los estudios, dejar el abuso de drogas, el alcohol y trabajar comprometidamente me cambiarían la vida. Y sí, mi vida ha cambiado drásticamente, ya no vivo de la misma manera, pero el fondo del abismo no ha dejado de expandirse, su oscuridad, cada día más reluciente, me impulsa a descender como por efecto de una narcosis. Quizás haber consumido tanto LSD durante mi adolescencia me dejó algo tocado. O bien, puede ser que el haber vivido tanta violencia durante mi infancia me haya marcado con la necesidad de encontrar un agujero en el cual esconderme.
Le pego un sorbo al mate tibio, enciendo un cigarro. El mañana está siempre en desplazamiento, retirándose. El hoy lleva la marca de su ineludibilidad; pero mi humanidad me permite engañarme de mi existencia.
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