Detras del Salvador

Detras del Salvador

Magaly Ramirez

15/10/2019

Todavía recuerdo aquel día, cuando llegaron por mí los soldados romanos, parecían molestos y burlones.

La verdad es que hace unos días escasos había llegado al taller, no conocía a casi nadie más.
No sé por qué me tomaron a mí, ni siquiera prestaban atención para escoger, no éramos las favoritas en ese tiempo.
Nosotras simbolizábamos sufrimiento, odio y castigo, si alguien era puesto sobre nosotras significaba que él realmente lo merecía.
Unas y otras conversábamos.
-¿Quién crees que será crucificado?
-No lo sé, pero no me gustaría llevarlo sobre mí.
-Oí que decían algo del Mesías.
-¿Mesías? ¿Estás hablando del Mesías que vendría a salvar a la humanidad?
-Sí, así es.
-Estás loca, el Mesías no podría morir y menos de la peor manera.
Yo permanecía callada y recargada sobre la pared, me limité a escuchar todo.
Hasta que el soldado más alto, él de cabello corto y tez morena me tomo y dijo:
-Nos llevaremos esta, ¡soldados! , llévenla y crucifiquemos a ese Rey- dijo con carcajadas.
Los demás comenzaron a hacer chistes y a burlarse de Jesús.
Mientras salía del taller de cruces, escuchaba susurros de las demás cruces.
Decían cosas como: “pobrecita de ella” “qué bueno que no me escogieron a mi” “no sabe lo que le espera”.
Tengo que confesar que no creí que fuera el Mesías, era imposible creer que el Hijo de Dios sería crucificado.
Durante el recorrido hacia donde me encontraría con Jesús comencé a hacer conjeturas sobre lo que había dicho o hecho para llegar a aquél punto.
Pero, lo único que sabía de él, era que hacía milagros y que se hacía llamar Hijo de Dios.
Al llegar al palacio de Pilato yo me encontraba recargada sobre la pared, los soldados tenían a Jesús vendado en medio de ellos, se la pasaron escupiéndole y haciendo burlas de él. Aquel hombre estaba callado, jamás oí una sola palabra suya mientras se burlaban de él, era sorprendente.
Después uno de los soldados llegó con una especie de corona, hecha de espinas.
-Todo Rey necesita una corona, y aquí está la tuya, mi Rey.- dijo el soldado burlándose.
Aquel hombre sangraba, su cuerpo estaba lleno de heridas pero a pesar de eso, había algo en sus ojos, y no, no era odio y repulsión hacia los soldados, era algo diferente.
Comenzamos el recorrido hacia el Gólgota, el lugar donde eran crucificados los criminales. Me tomaron para entregarme a Jesús, parecía muy debilitado, aun así me tomó.
Sobre mi había un título escrito con letras griegas, latinas y hebreas, que decía: ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS, y verdaderamente lo era.
Poco después, Jesús no pudo seguir cargándome, cayó al suelo y junto con él, yo también.
Uno de los soldados llamo a un hombre que estaba entre las personas.
-¡Hey! ¡Tú!, el de ahí. Si tú. Ayuda a este hombre a cargar su cruz, queremos verle aún con vida hasta que sea colgado en esa cruz, pero apresúrate que no hay tiempo que perder.
Durante el recorrido no paraba de pensar en el delito que habría cometido, no podía dejar de preguntármelo, una y otra vez: ¿Qué hizo para merecer esto?
Al llegar al lugar, los soldados ni siquiera dejaron que Jesús se levantara, comenzaron a golpearle y reírse de él.
Jesús, debilitado y sangrado me tomo de nuevo, lo pusieron sobre mí, los soldados lo acomodaron. Primero, sucedió del lado derecho, el afilado clavo me había atravesado, había traspasado la mano de aquel hombre, gotas de sangre comenzaron a caer sobre mí. Después el lado izquierdo y por ultimo sus pies fueron clavados en mí.
Gotas y gotas de sangre cayeron, lágrimas se derramaron sobre mí. Recuerdo haber visto el sufrimiento en sus ojos, el dolor que sentía. Sin embargo jamás vi un solo rastro de odio. Lo único que sus ojos reflejaban era un inmenso amor que cubría todo dolor.
Aquel día, más o menos desde la hora sexta, hubo tinieblas hasta la hora novena. Y el sol obscureció, el velo del templo se rompió. Entonces, Jesús clamando a gran voz dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Al terminar decir esas palabras, expiro. Había muerto.
Escuche a uno de los soldados decir:
-Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios.
Fue ahí cuando todo tomó sentido para mí. Aquel hombre que había muerto en una cruz no era un criminal, no había hecho nada para merecer estar ahí, Él no merecía estar sobre mí, yo no lo merecía, aquel hombre que murió sobre mí, verdaderamente era el Hijo de Dios.
Ese hombre que cargue sobre mí durante horas había dado su vida por amor a la humanidad, el Mesías, aquel del que oí hablar, era real.
Ahora que pienso las cosas, no creo que los clavos hayan sido los que sostuvieron a Jesús durante horas en mí, yo creo que lo que sostuvo a Jesús sobre mí, fue su amor por la humanidad.
Después de su muerte, los soldados tomaron el cuerpo de Jesús para sepultarlo en una tumba donde lo que quedaba de él, reposaría. Sin embrago nadie contaba con lo que estaba por suceder.
Me dejaron cerca de la tumba y pude verificar por mí misma que Él era el Mesías, justo al tercer día de su crucifixión hubo un estruendo y Jesús salió de la tumba, con vida y un esplendor que lo rodeaba. ¡El resucitó!, el que había muerto sobre mí, volvió a la vida.
Hasta el día de hoy las marcas de su sangre continúan sobre mí, sangre derramada llena de perdón y gracia.
Aún no logro comprender porque me tomaron los soldados romanos en aquel taller de cruces, sin embargo fue lo mejor que me pudo pasar, mientras su sangre caía sobre mi salvación se estaba produciendo.
Y esa, fue mí historia, la historia de una cruz, la cruz que cargo al Salvador.

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