Uno, en el fondo,
no debería morir.
A lo sumo desnacer,
que es más fácil.
Retroceder las huellas
y los tantos gritos,
nadar en contra de todo
aquello que pasó,
resbalar hacia lo untuoso,
acurrucarse, solo,
en bocas del silencio.
Hundirse en una carne
que no es su carne,
y que amniótica cobije,
caliente y lánguida,
un deseo imposible
de sobrevivir al adiós
y al superficial olvido.

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