El cielo es gris y el viento solo es sentir de su rostro, no de lo ajeno. Sus ojos no ven nada, aunque se mantengan abiertos y las voces que quiere escuchar solo son ruidos minúsculos que parecieran alarmas que indican la hora de ir. El no quiere ir. Una joven vestida de blanco, interfiriendo el ruido perjudicial con sus pasos, se acerca. Lo mira con simpleza y actuar cotidiano. Él quiere decir tanto, él puede decir tanto, nadie va a escuchar algo, tal vez ni siquiera vayan a entenderlo, aludiendo a sus palabras y no a su existencia.

“Elena, Elena” dice. “Deja descansar a los demás” Ordena la mujer de blanco. “Elena, Elena” trata de gritar. Como si esta vez funcionase que darle fuerza a la voz te dará la razón, la mujer refuta: “Te he dicho que te calles”. “¿Dónde está mi Elena? Pregunta, con palabras quebradas acompañada de gemidos de llanto. La mujer persiguiendo los olores del viento responde “Tus lagrimas no van a solucionar nada, ¡Duerme ya!”. El cielo sigue gris y ya amaneció. Los papeles entre fólderes manilas gastados tocan entre ellos mínimamente. Mantiene la espera del sonar de la campana que durante más de trece días en su estadía ha significado el ingreso de los jóvenes vendedores de periódicos al cuarto. Las noticias políticas han dejado de deprimirlo, empezó a ignorar la sección de espectáculos y no comprende los términos que usa el redactor de las paginas de deportes. Pero ahora daría la vida acurrucando el alma, por reírse de los poderes, ver impresión en lo ordinario y debatir los vocablos de lo que fuera a leer. El piensa. Vivió antes de pensar. Con dolor e impulso se arrepiente de lo imposible.

Sus dedos con torpe ligereza recorren sus cienes y siente los abismos entre abismos hasta topar con sus mejillas, repite el movimiento tan lento tres veces más. ¿Dónde he entregado mi mejor época? Se pregunta. “Mi fuerza no es la misma, y esa debí aprovecharla días pasados, la aproveché por hábito, ¿Vivir habrá sido solo un hábito? Mis hijos están y son, yo estoy, sin querer dejar de ser. La vejez es pesada por el alma y sus cuestionamiento que te dejan frustrado y encerrado en minutos que no quieres conocer el cuando vayan a dejar de seguir. Me juzgo propiamente obligándome a creer que alguna fuerza superior estará después de esto y también va a juzgarme. El propio juzgamiento deteriora más que quitarse la vida a decisión de uno mismo (aunque estos sean como alma y cuerpo, porque van uno detrás de otro), el primero debería ser pecado mortal como el segundo, así no recibiría su justicia en su juzgamiento. En cambio, ahora bastaría verle el rostro y pedirle oportunidad de vivir mejor, con propósito. ¿Ahora? Quise decir, no sé cuándo”. Los gestos que causan sus brazos impulsados por los inútiles esfuerzos de sus piernas consiguen la breve caída de la tela que cubre su cuerpo. La mujer se acerca. Suspira. Y pone la tela sobre el tacto.

Ignora el suceso y vive una idea que no quiere perderla. Se aferra a lo pensado y esta vez no dudará, pues cada pensamiento cuestionario lo impidió siempre. El sol aparece, lo mira y no lo desea. Refleja su cuerpo delgado y fuerte. Dirige sus pies hacia el piso y empuja las sandalias hacía el fondo de la sala, sentirá el suelo que no ha de dejar su frialdad. Sentir se ha vuelto su ilusión. Pisa y sonríe. Va hacía la ventana y escucha una voz decir: ¿Qué es lo quieres? Sus ojos brillan, pero la valentía no le permite derramar lagrimas tituladas de alegría. “Quiero la luna” dice. Nunca pudo terminar la profesión ni subir de rango en su trabajo burocrático, y ahora quiere lo imposible. “Lo imposible será posible si los improbables dejar de ser significantes. Iré por ella”. Abre la puerta con fuerza y con el propósito de despertar a los demás para que lo acompañen. Corre hacia el campo y voltea para observar, han despertado y lo ven con muestras de asombro y orgullo. Ya no anhela compañía, quiere sus miradas sobre él para incrementar su ego. Trata de fingir que no les da importancia, pero no lo puede ocultar más.

Levanta la mano y asemeja comunicar una orden. “Voy a traer la luna” señala. Pasos fuertes para no tropezar sobre sus pies se apoderan de su correr. No evita más su sentir y le grita al cielo “Luna, Luna. Ven a mi” “¡Hay que sentirnos!” “Estoy yendo a recuperarte, Eres mi convicción. Te soñé”. Las estrellas como pequeñas gotas de lluvia caen a su alrededor sin causar daños, solamente nada. No significan nada. La luz no brillará bajo el cielo amanecido. La luna no apareció.

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