Juan Domingo caminaba en dirección Sur-Norte por la Isabel la Católica, como suele suceder en el mes de abril, Quito había sido sepultada por una torrencial lluvia que había durado toda la mañana y tarde. Juan Domingo salía del bufete de abogados en el que trabajaba, su fanatismo (casi enfermo) por la puntualidad, el pánico que tenía por conducir un auto, trauma heredado desde un accidente que tuvo su familia rumbo a salinas; junto con su aberración por el transporte público hacía que este trabaje a no más de 6 cuadras a la redonda de su casa. Siempre salía las cinco y media de la tarde, procuraba no perder el tiempo en conversaciones sin sentido con personas que no tenían alma, desde que entró a la facultad de derecho llamaba vampiros a los abogados (incluyéndose en aquel despectivo).

Se acercaba hacia la vieja casa esquinera que había comprado a una de esas familias antiguas de Quito, al igual que todos sus vecinos huían de la ciudad hacia los valles o las montañas. Había pasado por el límite sur de su barrio, un graffiti que juraba ¡Cachudo Maricón! AVC. La calle había cambiado bastante desde que el conoció Quito por primera vez, estaba más sucia, más alta, más vieja (toda la ciudad se sentía así durante esa época). Sabía perfectamente que vivían una edad oscura, a pocas calles de su trabajo se hacían marchas de gremios y estudiantes, pervertidas por los intereses personales de políticos que buscaban un curul en el congreso. Juan Domingo no sentía felicidad real desde hacía años atrás, cuando no tenía conciencia del mundo real, de como influye en tus acciones el mono que tenga la banda presidencial, recordaba como se sentía de orgulloso de su padrino presidente, años después rompería contacto con él, después del incidente del revolver. Sentía que la depresión nacional era aún mayor en democracia, nadie odiaba a Bombita (a excepción de una lista de políticos), no había represión aparente y la ambición más grande que ese hombre podía tener no iba más allá de que cierto equipo gane el campeonato nacional. Todo había sido más triste desde la Democracia.

La cantidad de agua que de agua que recorría las calles hacía que Juan Domingo pase su caminata cada vez más hacia el extremo de la vereda, cosa innecesaria tomando en cuenta la completa ausencia automotriz que había en la calle (¡Cómo cambiaron las cosas!). No faltaba más de media cuadra para llegar a su portal, por lo que empezó a sacar sus llaves a medida que se acercaba, con un ojo en la puerta y el otro en su bolsillo, fue en este instante cuando su visón se sumió en completa oscuridad.

Le tomó un buen rato volver a tomar conciencia de la realidad, un pequeño haz de luz se mostraba encima de su cabeza, al principio le lastimó, trató de poner su mano entre el rayo y sus ojos, pero apenas se podía mover del dolor. Le sangraba la nariz y le costaba respirar, aprovechó el dolor de la luz, para echar un vistazo de reconocimiento, fue ahí cuando entendió lo que le había sucedido, a juzgar por el lúgubre y claustrofóbico espacio en el que estaba, sabía que estaba dentro de una alcantarilla. El golpe de realidad junto con la sangre que le caía selló su silencio, fue incapaz de emitir algún sonido, incluso cuando los trabajadores municipales cerraban sin mirar el enorme circulo de luz que caía sobre él, dejándole en completa oscuridad.

Una hora después de la caída empezó a llover, las gotas de agua helada poco a poco se fueron convirtiendo en chorros que caían sobre las hendijas de la gigante tapa de hierro que se levantaba sobre su cabeza, fue ahí cuando Juan Domingo empezó a gritar, gritaba tan fuerte como podía, no se detenía a pesar del dolor de garganta; de como el agua y la suciedad estaban arruinando su frac de trabajo ;del eco; de los chillidos que emitían las ratas cada vez que el gritaba; a pesar del aplastante hecho de que nadie le escuchaba. A las ocho de la noche dejó de llover, es increíble el silencio que se puede apreciar cuando amaina la lluvia, incluso en la Metrópoli de la mitad del mundo, silencio. El agua le llegaba a la altura del pecho, las ratas se paseaban por sus hombros y su vejiga empezaba a ceder ante el medio acuoso en el que se encontraba.

Juan Domingo lloraba de indignación, maldecía a todas las personas que se le cruzaban por la cabeza como posibles culpables, el cachudo, los Alfaro, al bastardo de Pérez, a los pacos, a los gorilas, los abogados, dios… lloraba despacio, emitiendo sollozos que pasaban desapercibidos bajo el naciente ruido de la ciudad, a pesar del miedo que estaba pasando, lo único que le causaba verdadero temor era que alguien le escuche, ya se imaginaba la conmoción que causaría en el barrio, como todos comentarían como el respetadísimo abogado salía llorando de aquel agujero; como había quedado su nariz después del golpe, como se había orinado encima. Cerca de las once y media de la noche, el agua seguía cayendo a pesar del enorme obstáculo que tenía para esta hora todavía estaba inundado hasta la cintura, fue ahí cuando el frío y el cansancio hicieron que se someta a un sueño profundo.

Dos pepitas de granizo lo despertaron, su reloj de mano, que milagrosamente todavía funcionaba, marcaba las 4 de la mañana. Sus ojos estaban acostumbrándose a la oscuridad del entorno, la falta de circulación había hecho que la lluvia del día anterior se estanque y despida un tufo desagradable que lo mareaba. A pesar del esfuerzo sobrehumano que había hecho, su cuerpo dormido había traicionado sus intenciones y sus esfínteres terminaron cediendo ante la cantidad de porquería que se había acumulado en su intestino.

Aquel día no hubo ninguna tormenta, la horrible lluvia del día anterior fue reemplazada por una molesta llovizna que duró todo el día. Domingo veía como pequeñas gotas caían en su frente levantada, le desesperaba la sensación de picor, de incomodidad, las gotas de agua se confundían con las lágrimas que le bajaban por el rostro. Habían pasado ya dos años desde que habló con sus padres por última vez, soportó las frías felicitaciones de su padre cuando se recibió de su maestría, le dolió como su madre ocultaba sollozos en cada frase que le decía, tratando de recuperar aquel niño que perdieron desde hace años, como aquel pequeño niño había cambiado tanto. Al igual que varias familias de la época, la política separó la familia, Domingo recordaba como se sentía orgulloso de su padrino presidente, de aquel personaje que llegaba y abrazaba a su padre, como el hombre más poderoso del país, le tenía aprecio; por lo mismo cuando ocurrió aquel incidente del disparo, se sintió aún más humillado y confundido de lo que esperaba, fue la primera vez que su pensamiento racional iba en contra de la moral de su padre y de los planes que este tenía para él. Su familia terminó por darle la espalda justamente después de recibirse de su posgrado, los amigos de su padre habían conseguido que le nombren juez, Domingo rechazó con vehemencia el puesto, el tiempo le terminaría dando la razón y su conciencia se mantuvo limpia. Pensó en como su madre pudo haberle llamado, en como se hubiese preocupado por la ausencia de su hijo en el teléfono, para entonces el habría estado libre y seco. Decidió llorar y juró que tan pronto saliera llamaría a su mamá, aún corriendo el riesgo de enfrentarse a la ira de su padre.

Para cuando el agua le llegaba a las rodillas y su reloj marcaba las diez en punto de la mañana, pudo oír como alguien le pasaba por encima, el hambre, el sueño, el cansancio, así como la gripe que le había llegado, se esfumaron. Pudo percibir olor a cigarrillo mezclado con perfume barato, estas señales de vida humana estaban cada vez más cerca de su persona. Aquel misterioso personaje era un mensajero a sueldo del bufete de abogados, cuando una persona llegaba a la posición que había llegado Domingo no se puede permitir ausentarse al trabajo y sus inmediatos superiores siempre le recordaban lo mismo. Empezó a gritar con todas las fuerzas que todavía le quedaban, aquel mensajero que probablemente no tendría más de dieciséis años prestó poca o nada atención a los gritos que se podían oír. Los colegios regidos por curas ensañaban el valor más importante de todos: No busques donde no te llaman. Domingo escupía sangre mientras sentía como se alejaba, pronto la garganta se le empezó a cerrar y le caían lágrimas por todo su rostro. Su llanto explotó cuando sintió como una de las colillas que botaba aquel desgraciado le cayó en el ojo. Meses después varias personas juraron que habían escuchado aquel grito, muchas tiendas de barrio dedicaron semanas enteras a la divulgación de como fueron testigos de aquel suceso, nadie (incluyendo al desgraciado) pudo escucharlo realmente. Posteriormente Domingo siguió llorando desconsoladamente hasta quedarse dormido.

Cuando se despertó la oscuridad absoluta se había apoderado de la naturaleza hidráulica de su nuevo hogar. El hambre se encargó de quitarle el sueño y J.D. sintió algo que nunca había sentido, hambre…hambre real. Como hijo de burgués nunca vivió limitaciones, varias veces sus padres le reprendieron; la vez que jugó fútbol con los hijos del payaso maricón que vivía en la otra esquina; cuando abandonó la militancia política del PSC; la vez que su papá lo cargó a palos porque lo encontraron fumando marihuana; incluso en aquellos momentos nunca pensó que puede haber necesidad de algo tan implícito en su vida.

Antes de ponerse a llorar por segunda vez en el día, recobró el sentido y recuperó el pensamiento crítico. Todavía le quedaba una esperanza. Sandra, era la esposa de uno de sus compañeros de trabajo, uno con menos nombre y más edad; Sandra le llevaba al menos quince años a su marido y cuando este llegó a la tercera edad esta diferencia se hizo más notable. Era la noche del viernes y al igual que todas las noches del viernes desde hacía dos años Sandra pronto pasaría por el portal de su casa. Ella no llegó. Semanas después aparecería el mensaje de despedida de ella en su contestadora. Sandra conoció un pequeño fabricante de vinos francés, dos días antes de aquel viernes. Se acostaron el jueves y fue cuando decidió que encontró el amor de su vida. El viernes ambos viajaron a Guayaquil, de donde saldrían con destino a Marsella dos meses después. Al francés le tomaron dos años deshacerse de lo que alguna vez se llamo Sandra Barahona; los constantes dramas a causas de celos; las infidelidades suscitadas por ambas partes y el consumo masivo de bebidas espirituosas acabó con la voluntad de aquella mujer. Años después le encontrarían viviendo en alguno de esos países eslavos, nadie sabe bien si era alguno de los países que salió de Checoslovaquia después del 89 o uno con costumbres aún más bárbaras.

D. se cansó de esperar cuando pudo ver la luz que caía, el cansancio y la desesperanza agotaron su cuerpo y espíritu. Para este momento se había transformado en una parte de aquella inmunda alcantarilla; sus ropas empezaron a decolorarse; el olor ya no le molestaba; la luz que alguna vez representaba la poca cordura que le quedaba, le molestaba los ojos hinchados por el llanto; su estómago se acostumbró al agua que caía por las rejillas y las ratas recorrían su cuerpo como si este fuera una más de las rocas que sobresalía. Fue durante este instante cuando empezó a perder su lucidez o al menos eso creyó. Pudo notar como una de las innumerables ratas que transitaban por su espacio personal hizo un espacio entre su apretada agenda de roedor y se separó del grupo. Buscó un lugar entre los agujeros de las paredes, D. podía ver como el animal se paseaba a su alrededor hasta que encontró un puesto a menos de dos cuartas de su rostro. Lejos de sentir miedo o repulsión D. quién había estado bebiendo el agua que le caía de las hendiduras, trató de mostrar alguna señal de asco, pero no pudo. D. habló durante seis horas seguidas con el raro animal, le contó de su vida, sus fracasos y lo más importante sus angustias, como se le hacía cada vez más difícil mantener la esperanza, como poco a poco perdía su movilidad y su sanidad.

Para el quinto día de encierro D. había perdido todo rastro de humanidad, habían pasado dos horas desde que se abalanzó sobre las ratas que se paseaban por su cuerpo; al principio su cuerpo reaccionó ante la carne cruda (todavía palpitante y llena de pelos), pero el hambre que sentía hizo que se le tapone la tráquea. Sus vísceras agradecieron el peculiar alimento, para entonces estaban acostumbradas a procesar inmundicia y poco efecto hubo sobre su sanidad corpórea. Parecía que todavía podía oír el chillido de las ratas jamás se imaginó que tan terrible pueden ser los lamentos de un animal agonizante, lo obscenamente bien que se sentía saber que él era la fuente de dolor de aquella bestia, cuánto se había perdido por guardar sus instintitos carnales de violencia, de necesidad. Cuántas veces había soñado con despedazar a golpes a aquellos jueces bastardos que ponían precio a su conciencia, las innumerables veces que se imaginó violando a la empleada doméstica que atendía su casa, tal y como hacía su padre; tanto se había concentrado en reprimir todos estos instintos que en estos instantes le ayudaban tanto a sobrevivir, que mantenían vivo el patético sueño de libertad. Empezó a acumular una gran cantidad de cuero y huesos a su alrededor, los suficientes como para reducir drásticamente el transito de su fuente de alimento, el hambre que sentía disparó su creatividad y su dieta proteica se expandió a ciertas descuidadas cucarachas y un incauto gato callejero que cayó ante sus garras atraído por el olor a mortecina.

Poco a poco fue perdiendo su fuerza, sus cuerdas vocales fueron las primeras en ceder; de su boca solo salían gemidos y sonidos ferales. Sus extremidades poco a poco se fueron adaptando a la nueva situación de vida, sus piernas se endurecieron tanto que nunca más las pudo mover, sus brazos se llenaron de cortes, golpes, mordidas. Su cabello se decoloró por completo, el mismo había pensado que envejeció cuarenta años en catorce días, pronto la luz le molestaba y sus ojos se manejaban mucho mejor en la oscuridad. Su lucidez mental fue la última en caer, trataba de mantener su humanidad recitando a Mistral mientras lloraba, pero los únicos besos que sentía eran los de su propia locura, pronto solo pensaba en como engañar a más ratas, en dejar parte de la carne para que las cucarachas se acerquen, en la felicidad que le causó matar aquel gato desaventurado.

El 18 de febrero de 1997 cayó un aguacero terrible en Quito, mezclado con la ceniza y escombros del ajetreo del quinto del mes, el sistema de alcantarillado metropolitano colapsó. Como es de costumbre, la rapidez de restauración de las alcantarillas dependería del posicionamiento de estas con la Estrella Polar. Las reparaciones de la Isabel la Católica tomaron alrededor de una semana en realizarse, probablemente no tomaría mas de un par de horas realizar el trabajo, la complicación ocurrió cuando dos despreocupados obreros encontraron un esqueleto metido en la alcantarilla. Como era de esperarse aquel terrible incidente solo acarreó consigo varias horas de incesante burocracia que implica encontrar un muerto en la calle. Por suerte no hubo testigos visuales, los vecinos bohemios estaban acostumbrados a lidiar con un mundo surreal, ya sea fantástico o desastroso, sublime o vulgar; ninguno de los habitantes de ese extraño universo tenía la dedicación o tiempo para fijarse en el inmundo sistema de alcantarillado de una ciudad hirviente. El recién impuesto presidente había accedido a solucionar problemas de este tipo, no era la primera vez que un muerto sin identificar aparecía en Quito y si bien no había forma de asegurar que la sangre caía sobre las manos que dirigían Guayaquil, los incontables casos anteriores habían hecho que los funcionarios públicos trabajen con discreción en todos los casos.

Los huesos mal olientes y mordidos fueron enterrados a cuatro metros bajo un parque poco transitado en el sur de Quito, a pesar de que todo el proceso de putrefacción ya había terminado se vació un saco de cal sobre los restos para cumplir con el protocolo, años después cerca de elecciones se colocó un monumento “a la madre” sobre el mismo agujero.

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