Era medio día, afuera el sol brillaba, se podía escuchar a la gente hablar, reír. Los perros ladraban y los chicos del vecindario jugaban. Sin embargo adentro todo era oscuro, en la casa había silencio, de lejos apenas si se podía oír las agujas del reloj de pared que se posaba en el comedor (tic-to, tic-to). En la habitación del fondo, junto al baño, ahí se encontraba ella. A oscuras, su ventana seguía cerrada, su teléfono apagado, el vaso de cerveza de la noche anterior seguía posado sobre el mueble, a su izquierda. Las colillas de cigarrillo seguían en el cenicero. Algo andaba mal (pensaba ella) y no se refería a su teléfono apagado, ni al olor a cigarrillo en su habitación, ni la ventana cerrada. Algo andaba mal, algo estaba completamente desordenado, fuera de equilibrio. Ella no sabía por donde empezar, era tanto el desastre que se perdió en él. Su vida, estaba fuera de su control, todo lo que tuvo en un tiempo y espacio determinado ya no se encontraba allí. Todo cambio, ahora estaba sola, sin nada que perder (pues ya había perdido lo poco que tenía).
Mientras miraba hacía la nada con su mirada perdida, suspiró y pensó en voz alta «Soy dueña de mi destino, de mis decisiones, puedo hacer lo que quiera. Puedo volver a tener todo o empezar de cero. Yo puedo, porque yo quiero y porque soy la única persona que puede dármelo». Se levantó, se duchó, ordenó su cuarto, abrió las ventanas y sonrió. Estaba decidida a sacar su vida del desastre.
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