Cuando te fuiste, no fue un adiós. Fue un silencio que se instaló en la casa, en la ropa y en los muebles. Un vacío tan denso que hasta el reloj se detuvo.

No supe cómo habitar ese espacio. Hablé con las paredes, ellas no respondían, pero tampoco me juzgaban.

Inventaba que abrías la puerta con torpeza, que dejabas caer las llaves, que olías a café y a humo de cigarrillo.

Pero nunca volviste.

Y lo que duele no es la partida.

Es que, en esa despedida sin fecha, me enseñaste a desaparecer sin saberlo.

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