DERROTADOS

La derrota era inminente, sin embargo, nadie daba un paso atrás. El valor de aquellos hombres me provocaba una desazón insoportable. Sabiendo que morirían, seguían manteniendo la posición. En los rostros, en las miradas de mis compañeros podían leerse gestos de admiración, incluso de asombro, hacia aquellos a los que poco a poco iban eliminando, como si no fuesen más que fichas de un gigantesco y siniestro juego de mesa. Se me antojó delante, ensombrecido por la cúpula gris del cielo, un enorme tablero de ajedrez, lleno de peones; sin torres, sin alfiles, sin caballos, solo peones, algunos de pie, muchos derribados. Todos con la misma mirada pétrea, tallada con orgullo y valor.

¿Qué orden, qué ideología, qué sentimiento era capaz de sacrificar miles de vidas? ¿Qué hacía que esos hombres no retrocedieran?
Preguntándome, buscando una explicación, me vino, como una respuesta obvia, el recuerdo de los días anteriores, en los que la columna motorizada en la que voy agregado, avanzaba como una inmensa oruga de metal, atravesando sus pueblos, sus tierras, sus vidas.

Desde que entramos en el país, el cielo nos dio la espalda, el sol parecía avergonzarse de nosotros. Íbamos en retaguardia; los restos de las batallas retrasaban nuestro avance. Pasábamos por algunos pueblos, por unos cruzábamos sin detenernos, en otros aprovechábamos para descansar.
De la infinidad de huellas que la guerra dejaba a su paso, había una que en las casas, en las calles de cada pueblo se hacía palpable, una huella, que en la mayoría de los casos sería imborrable. La pérdida, en la mirada de ancianos, mujeres y niños, se volvía física. En aquellos pueblos no veía rostro que tras el miedo y el rencor no reflejase ese sentimiento. Muchos se han grabado en mi memoria, sobre todos dos, dos rostros que me torturarán siempre, como un castigo más que merecido.
Hace dos días nos detuvimos a descansar en uno de los pueblos, lo atravesaba la carretera por la mitad. Estaba compuesto en su mayor parte por casas, separadas entre ellas por pequeñas parcelas de siembra. Parecía abandonado. Hasta que no llevábamos un rato allí, no noté presencia alguna, comencé a ver siluetas tras las ventanas, como fantasmas intentando asustar a los intrusos, que venían a profanar su eterna tranquilidad.
Era mediodía. Las nubes estaban increíblemente bajas; provocando una sensación de bochorno asfixiante. Como siempre que parábamos, cada uno buscó el lugar más cómodo que pudo para echarse un rato. Yo me dirigí a una casita, que como todas, tenía a la derecha un pequeño terreno con un viejo olivo en el centro. En el umbral de la puerta había un anciano, que me atravesaba con la mirada. El odio que trasmitía me hizo dudar por un momento, pero terminé preguntándole con gestos, si podía descansar debajo del árbol. Me miró fijamente durante unos segundos, pero se volvió y entró en la casa ignorándome. Me sentí increíblemente incómodo, ¿Quién era yo para profanar su intimidad? Más allá de la guerra, de su razón o su sinrazón, ¿quién éramos nosotros para humillar con nuestra presencia a esas personas?
Entré en la parcela y me senté debajo del árbol. En ese momento el silencio era casi total, un silencio extraño, irreal. Me pregunté, ¿Qué hubiese estado haciendo ese hombre un día cualquiera, sin guerra, sin invasión? ¿Qué sonidos habían sido desterrados por ese silencio forzado? Imaginé al anciano, aquel enjuto ser de rostro moreno surcado de arrugas, labrando la parcela con el arado. Qué parecido eran la tierra y su cara, qué idénticos, aquel rostro arado por el tiempo, aquella tierra marcada de recuerdos. Me imaginé a niños jugando alrededor del olivo, a su señora, con traje y delantal, tocada con pañuelo gris, acercándole agua fresca.
Un ruido desde la puerta de la casa me devolvió a la realidad y me erizó la piel. Una señora con traje y delantal, tocada con pañuelo gris, se acercaba hacia mí. En la mano llevaba una jarra de cerámica, que me ofreció; era agua.
En aquel gesto, aparentemente samaritano, deduje precaución. Si me ofrecía el agua, no tendría necesidad de entrar a pedirla. Si no entraba, mantendrían su hogar a salvo. Era mejor saciar a la bestia.
Me incorporé y cogí el agua dándole las gracias. Detrás llegó él, llevaba un mendrugo de pan y algo de queso. Los cogí y también se lo agradecí.
¿Qué hubiese pasado si hubieran decidido cerrar la puerta y esperar dentro? Me lo pregunto y me lo preguntaré siempre, pero decidieron salir, acercándose intentaron alejarnos de sus vidas.
En sus miradas leía perfectamente, “tome, pero aquí no es bienvenido. Por su culpa nuestro hijo, nuestros hijos no están con nosotros, no están con sus esposas, no están. Descanse, coma y márchese”.
Y así hubiera ocurrido, pero hay bestias insaciables.
Tres soldados que pasaban por delante de la casa los vieron ofreciéndome el agua y la comida. «¡Eh, mirad! Aquí tienen hasta servicio», dijo uno de ellos.
Los ancianos se miraron y se apresuraron en volver a la casa. Antes de cruzar la puerta, el anciano se volvió y me miró. Sus ojos se me clavaron en el alma y ahí los llevaré siempre.
Los soldados cruzaron la valla que separaba la parcela de la carretera, me saludaron y entraron detrás de los ancianos.
¿Cuántas familias terminarán así, a causa de esta maldita guerra?
Bromeaban sobre el pésimo servicio del hotel. Todo parecía inofensivo hasta que oí, «¡anda!, pero si hay una buena moza», de repente todo cambió, a las bromas de los soldados se unieron las voces, seguramente de los dos ancianos. Aunque no entendía nada, ella parecía suplicar, él sonaba brusco, amenazador.
Voces de unos y otros, ruido de objetos metálicos, (supuse que utensilios de cocina), de repente un disparo, maldiciones de los soldados, gritos, llantos. Yo, que permanecía de pie, me fui acercando a la casa.
«Vámonos», aconsejó uno de los soldados.
Salieron de la casa, iban serios, callados: Uno de ellos, tenía la cara cruzada por tres arañazos y sangraba por la parte de atrás de la cabeza, otro respiraba más fuerte de lo normal, llevaba una pistola en la mano. Cruzaron la entrada y se marcharon sin mirarme.
Me detuve antes de llegar a la puerta, paralizado. El llanto de dos mujeres se mezclaba con dos palabras que repetían sin parar, como una letanía de dolor. No tuve valor para entrar, ni siquiera fui capaz de mirar dentro. Me giré hacia el árbol; allí estaban, en el suelo, el pan, el queso y la jarra volcada, con el disparo habían caído de mis manos. El estómago se me revolvió.
Salí a la carretera y me marché sin mirar hacia atrás, me daba vergüenza y miedo encontrarme con aquel drama. No sabía en qué estado estaría el anciano, pero lo imaginé inerte, con la última mirada, fija hacia la puerta, una mirada llena de odio, rencor y perdida.
El sol sigue escondido; parece que espera a que nos marchemos para salir, como esas personas, que vamos dejando atrás, en el umbral de sus casas. Miro hacia delante, al enorme tablero de ajedrez lleno de peones, pero en lugar de reyes y reinas, detrás, veo ancianos labrando la tierra, ancianas tocadas con pañuelos grises, muchachas esperando amores y niños jugando. Siento admiración. Los entiendo. Los envidio.
No sé cómo acabará esto, de lo que si estoy seguro es que, de una forma u otra, todos saldremos derrotados.

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