La Soledad es muy atractiva, cuando se tiene alguien a quien decirlo.

«(…) Y me encontré atado en un mar de desilusiones, descontentos y situaciones que no me eran comunes, ni pertenecían a ninguno de los círculos en los que me movía para ese entonces. Me vi rodeado de infortunios, flóres abundantes y coloridas; no las del patriarca de Gabo, aquellas amarillas que adornaban y recorrían la calle de honor en su funeral, sino en una casa de color grisáceo provista de flores secas y de talismanes.

No hubo mariposas cuando nos vimos, ni entradas por ventanas de balcones, ni pensamientos comunes que se reflejaran en movimientos torpes de enamorados, ni mucho menos las largas conversaciones rodeando temas banales y esperando leer el movimiento del otro ante cualquier estímulo; por insignificante que fuera. No había familias enemigas que interrumpieran el aflorar de un hermoso romance y que lo hicieran más intenso y prohibido, no había ni ogros que encadenaran a la doncella en una alta torre; ni esperaba tener que ser yo el príncipe quien, armado de valor y de espada en mano, irrumpiera la fortaleza y la rescatara del yugo de la bestia, para así haber sido el protagonista de un salvamento más fabuloso que el de la misma Helena y desatar una guerra tan temible que superara la misma Troya.

Me encontré que la vida era mucho más simple, infinitamente ridícula, desastrosamente infructuosa y terriblemente mecánica. Descubrí que no tenía la disposición ni el deseo de malgastar energía en vivir relaciones pasajeras, ni en crear lazos con alguien que no fuera mi propio yo. Comprobé, como se demuestra en un laboratorio y no sólo por experiencia propia, que somos tan ridículamente simples como para complicar nuestra existencia y la de los demás, buscando creer encontrar en otro el amor que uno mismo se tiene. Viví en carne propia el estar escondido en un caparazón de hierro, forjado por mí mismo, construido con cada sueño derrocado, con cada desgracia que se aparecía a mi puerta y con cada lágrima que trajo la decepción.

Hallé que nunca debemos pretender enfrentar los demonios de los otros, nacemos solos y levantamos velas por nuestra cuenta, vivimos inmersos en una soledad urbana que nos recluye entre unos muros de concreto. Día a día nos vemos obligados a respirar en contra de nuestra voluntad, a lidiar con los demonios de los demás, como si los nuestros no fueran lo suficientemente complicados y como si la cruz no la debiéramos llevar solos; porque al final del día, cuando esa cruz se levante, nadie va a estar colgado con nosotros y, en ese momento, comprenderemos que así como llegamos a este mundo nos alejaremos de él, solos con nuestros propios demonios. (…)

Marco Wihelmine Astruc, 1770. La Isla.

Heredad Oscura,»

Gus Mike Pérez

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