DEL MONT BLANC AL SUPER

Todas las mañanas el señor Antoine salía del ascensor, dispuesto a escalar cualquier montaña. Iba con la gorra puesta, el pecho erguido y sus dos bastones de senderismo. Se abría paso por las baldosas de la calle con un ritmo marcado. Un dos, un dos. Esquivando chicles, excrementos de perros y envoltorios de colores. Tener los dos bastones era una ventaja porque las cuestas dejaban de ser cuestas. No había cima urbana que se resistiera. A veces llegaba hasta lo alto del parque del mirador, donde solían reunirse grupos de gente joven a beber y fumar. Admiraba las vistas, tomaba un sorbo de agua y respiraba profundo —¡Ah, el aire es mucho más puro aquí arriba!—. Siempre iba así de equipado, listo para desafiar a sus cuádriceps y gemelos, aunque solo fuera al super con su mujer. Lo cierto es que la acompañaba poco a comprar, porque cuando le preguntaba, ella decía que no era necesario. 

Hasta que llegó el miércoles, claro. Michelle había comenzado el día con el pie, o la cadera izquierda descompensada de más. Antoine le hizo saber que necesitaba a alguien súper compensado para equilibrar, y ahí entraba en juego él con sus bastones. Cuando llegaron a las puertas del Lidl cogieron un carro. Esquivar las cestas y la gente del super con los bastones era como estar haciendo slalom. Tan concentrado estaba Antoine con los obstáculos, que de puro despiste se enganchó uno de los bastones en el carro que llevaba Michelle. Pero su mujer en vez de empujar el carro hacia fuera para liberarlo, lo llevó hacia Antoine, de forma que el palo quedó aún más encajado. Antoine habiendo perdido uno de sus apoyos, se cogió del hombro que no estaba haciendo presión de Michelle, cerrando así el círculo. Michelle seguía empujando hacia el lado compensado de su cadera y Antoine continuaba agarrado del otro hombro, girando los dos en medio del pasillo del pan de molde. Las luces del árbol de Navidad que habían colocado desde principios de noviembre, parpadeaban al fondo. 

Un día de esquí y feria. Qué más podían pedir.