Se lee pintado en las paredes de la calle que el arte es la voz del pueblo. Y tal vez, si arte es vallenato, música popular, telenovelas, fútbol y perreo; o si el pueblo son los académicos e intelectuales arribistas y mamertos miembros de la academia, encerrados en sus oficinas o cafés, incapaces de ver la realidad de los comunes. Y efectivamente sí, ambas cosas son ciertas, en sentido estricto. Pero pretender que la literatura, el cine, el teatro y la música, de bellas melodías, profundas metáforas, estúpidas y lindas ensoñaciones, e innegables destellos de genialidad, son creadas por y para las masas, es una ilusión. Y una terriblemente egocéntrica y cruel.
Lo cierto es que el hombre común, con poquísimas excepciones, no tiene tiempo, interés ni capacidad para consumir lo que, arrogantemente, llamamos bellas artes. Mucho menos para crearlo. Y, ¡es que eso no tiene nada de malo! Suficiente tienen la mayoría con las luchas del día a día, en esta selva de percances y ajetreos que es nuestra querida patria.
Debemos entender que lo que quiere producir y consumir el pueblo es lo que quiere producir y consumir el pueblo. Le guste o no a la mar de críticos de arte que se complacen de manera casi orgásmica admirando sus diplomas y leyendo sus reseñas. Es normal que exista una brecha entre el hombre común y corriente y aquél conocedor del arte, así, indudablemente, el uno pueda ser el otro.
Sin embargo, también es importante aclarar que una cosa es artista y otra intelectual, estudioso del arte. Es más, el artista del pueblo, de las masas, es el que más admiración merece, pero es, clara y trágicamente, el más difícil de encontrar.
El artista es simplemente aquel ser humano que mediante la liberación de su intelecto y sus pasiones, logra expresar de alguna manera de carácter sensorial lo que satura su espíritu. Aquel afortunado (o desafortunado) personaje que, por las razones que fuere, posee la capacidad de romper el molde y transformar sus emociones, para nada únicas, en figuras estéticas de cualquier tipo, y es correcto y necesario diferenciar entre estos personajes, si nos interesa realmente la honestidad.
Por otro lado, el intelectual es el pobre desdichado que ahoga su decepción pretendiendo entender el arte mejor que el propio artista. Es quien se ve forzado a desligar la obra del creador, para poder sentir, de alguna manera, que le pertenece; y el pueblo son, sencillamente, la mayoría. Aquellos atrapados en el trajín del sistema. Y, desafortunadamente, el primero y el segundo son muchas veces el mismo. O más bien, son uno solo, pero disfrazado, a conveniencia, del otro.
Y, aunque sea nada más que natural, y no tenga absolutamente nada de malo exponer la diferencia que existe entre estos tres grupos, el problema radica en que el estudioso y el artista (aunque este segundo mucho menos que el primero), se empeñan muchas veces en afirmar que el arte que producen y estudian es realmente el sentir y pensar verdaderos del pueblo. Esto es un problema, no solo porque sea mentira, sino además porque aniquila la verdadera voz de la mayoría.
Es entendible que aquellos que poseen la capacidad de crear y analizar (sea lo que sea que esto signifique) el arte, quieran hacer parecer que sus visiones e ideas sean las de la mayoría, así dicha mayoría sea o no consciente de ello, pues hace parecer que su opinión es más popular de lo que es en realidad, lo cual les permite auto-validarse y sentir que ocupan un lugar vital en la sociedad. Algo así como un político que se queja del precio de la libra de arroz y el pasaje del trasmi en público, mientras anda en su camioneta de restaurante en restaurante en privado.
Cualquiera puede hacer arte, claro, pero no todos lo hacen. Y el arte que crean es la voz, únicamente, de quien lo crea. Ya con quienes resuena, y quienes la consumen, es cuestión de gustos y opiniones. Por supuesto que hay obras mejores que otras, pero, por más que algunos frustrados y resentidos se empeñen en afirmar lo contrario, esto no las hace la voz del pueblo. La voz del pueblo es, sencillamente, la opinión de la mayoría, y muchas veces (casi siempre, en realidad) está en disonancia con la del artista. Esto no se debe a la ignorancia de los unos o los otros, sino más bien a un conflicto de intereses. El pueblo quiere, en su mayoría, distracciones; el artista, sacar aquello que rebasa su espíritu; y el intelectual, tomar y manipular las sobras de los segundos, para distraer como mejor le convenga a los primeros. Es el círculo vicioso del intelecto y la belleza. Que tiene mucho de vicioso y poco de intelectual. Pero vaya si es hermoso.
– M
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